Querida lady Jane:

Es muy posible que a estas alturas ya conozca a varios caballeros capaces de despertar su interés, y es incluso probable que haya tenido la oportunidad de disfrutar de unos minutos a solas con alguno de ellos. Los momentos de intimidad son los más eficaces a la hora de juzgar si un hombre es o no el apropiado.

Sin embargo, si el momento de intimidad se alarga más de lo que las normas sociales aconsejan, es muy posible que su pretendiente albergue deseos de besarla. ¿Cómo descubrirá eso? Probablemente él habrá bajado el tono de su voz, y la distancia entre ambos habrá menguado sin que usted se haya apercibido de ello. Su mirada se tornará más intensa y con toda seguridad la centrará sobre todo en los ojos, aunque no podrá evitar dirigirla también hacia su boca, como si le pidiera permiso. Usted sentirá de repente que el aire es más caliente y el mundo más pequeño, y un irrefrenable deseo de humedecer sus propios labios.

Mi consejo es que no huya, lady Jane, a no ser que su pretendiente le cause un gran desagrado. Atrévase a descubrir el sabor de un beso y todas las emociones que recorrerán su cuerpo en un instante. No obstante, no debería pasar de ahí, ni consentir que él se tome licencias que usted no le haya permitido. Si al finalizar el beso siente un leve mareo o un temblor de piernas, si no es capaz de calmar a su desbocado corazón y le sobra incluso la piel que lleva puesta, es posible que haya dado con el hombre perfecto para usted, el hombre que la colmará de pasión. De la pasión al amor, querida, hay un camino muy corto.

Suya afectuosa,

LADY MINERVA

Jane leyó la carta un par de veces, con una sonrisa nerviosa. «Demasiado tarde, lady Minerva —se dijo—. Esta vez llega demasiado tarde.»

Recordó todos los detalles de la noche en Almack’s, y llegó a la conclusión de que había excedido con mucho los consejos de lady Minerva. Y se preguntó adónde la conduciría todo aquello.

A Jane le encantaban los caballos y era una de las cosas que más echaba de menos en Londres. Aunque la mansión Milford poseía un tamaño considerable, las cuadras eran pequeñas, demasiado para alojar a todos los animales de la familia. Solo albergaba el de Lucien y el de su padre, y los que se usaban para los tres carruajes con los que contaban. La yegua de Jane, Millie, vivía en su propiedad en el campo y estaba deseando que llegara agosto para volver a verla y recorrer juntas los extensos prados de Bedfordshire. Y le gustaba hacerlo a horcajadas, como los hombres, disfrutando del viento y de la sensación de volar sobre la grupa del animal. Compartía la opinión sobre ese particular de lady Ethel Beaumont, aquella mujer tan peculiar que en la fiesta de los Waverley había preguntado por qué a las mujeres no les estaba permitido montar de esa manera. Solo que Jane jamás se habría atrevido a hacerlo en un espacio tan concurrido como Hyde Park. Únicamente en su alejada y protegida propiedad se atrevía a tanto, siempre y cuando Lucien no la acompañara. Pero si salía con Emma, o incluso con Nathan, no había problema. De hecho, su hermana hacía exactamente lo mismo, y a los tres les gustaba retarse en carreras improvisadas, que Jane ganaba más veces de las que perdía. Se consideraba una buena amazona, mucho mejor que algunos de los hombres a los que había visto montar.

Tal vez por todo eso estaba tan emocionada esa mañana en Newmarket, en Suffolk, adonde había acudido con Lucien y Evangeline a ver las carreras que inauguraban la temporada ecuestre. Gran parte de la alta sociedad londinense se encontraba allí, la mayoría solo para dejarse ver y formar parte de aquella fiesta campestre en la que las damas lucían sus mejores vestidos de mañana y los hombres sus lustrosas botas de montar, aunque no fuesen a acercarse a ninguno de los animales.

Allí estaba también lady Ethel, rodeada de un buen grupo de admiradores, con un sombrero tan extravagante como exquisito. También lord Glenwood, que se acercó a saludarles y que les presentó a su hermano menor, que se mostró algo tímido. El vizconde Malbury había acudido a su vez. Se situó a pocos pasos de ellos y la miraba de tanto en tanto con una sonrisa algo afectada. Jane, sin embargo, apenas tenía ojos para otra cosa que no fuesen los caballos, maravillosos ejemplares preparados ya para la competición. Ese año, por primera vez, iba a celebrarse la carrera 1000 Guineas Stake para yeguas jóvenes, y que precedería a la prueba estrella de la jornada, la 2000 Guineas Stake, que se celebraba desde 1809. Jane había acudido a las primeras pero, tras la muerte de su madre, no había vuelto a asistir a un acontecimiento como ese, y estaba tan nerviosa que no podía estarse quieta.

—Jane, ¿quieres parar? —le preguntó Evangeline a su lado.

—¿Te molestan mis pensamientos otra vez?

—¿Tus pensamientos? —Su amiga soltó una risita—. Me molestan tus codazos, y la pluma de tu sombrero cada vez que mueves la cabeza de un lado a otro, y el roce de tus pies con los míos. Vas a acabar pisándome.

—Oh, lo siento, Evie —dijo, al tiempo que alzaba las manos y hurgaba en su sombrero, hasta que consiguió arrancarle la pluma.

—¿Pero qué has hecho?

—Ahora ya no te molestará. —Una Jane de lo más sonriente le entregó el abalorio a su amiga—. ¿No te parece todo emocionante?

—Hay mucha gente, sí. —Evangeline contempló la pluma, sin saber muy bien qué hacer con ella.

—¿Gente? Estoy hablando de los caballos, Evie.

—Son bonitos.

—¡Evangeline!

—Jane, sabes que yo no comparto tu gusto por esos animales tan grandes.

—¡Pero si sabes montar perfectamente!

—También sé comer, y eso no implica que me guste todo lo que me sirven en el plato.

—Como el pescado. —Jane sonrió.

—¿Lo ves? Me entiendes.

—¡Mira! ¡Ya va a empezar!

Jane agarró con fuerza el brazo de su amiga y Evangeline tuvo que ahogar un exabrupto. ¿Dónde estaba Lucien cuando se le necesitaba? Alzó la mirada y lo vio unos metros más allá, muy ocupado charlando con otro caballero al que solo veía de espaldas. Todo el mundo pareció reaccionar a la vez y casi pudo sentir la energía que recorrió a la multitud, que se agolpó junto a las vallas que delimitaban el recorrido de una milla que deberían correr los caballos.

La carrera no duró mucho. De hecho, transcurrió en un suspiro. ¿Un viaje tan largo, de casi noventa millas desde Londres, para algo tan efímero?, se preguntó Evangeline, que no apartaba la vista del rostro emocionado de su mejor amiga.

—¿Lo has visto, Evie? —Daba saltitos de alegría a su lado—. ¡Ha ganado Charlotte!

Evangeline asintió, sonriente. No tenía ni idea de quién era Charlotte. Jane debió de comprenderlo al instante.

—Charlotte es la yegua que ha ganado la carrera, la que montaba Bill Clift. Es uno de los jockeys más famosos de Inglaterra, ¡debes de conocerlo!

—Sí, claro —respondió, y no mentía. Casi todo el mundo sabía quién era—. ¿Era tu favorita?

—Oh, sí. Su dueño es Christopher Wilson, el criador de caballos de Tadcaster. Mi padre le compró a él mi yegua, Millie. Y el caballo de Lucien también es de los suyos. ¡Vamos a verla!

Jane tiró de su manga y Evangeline se dejó arrastrar. Menos mal que el suelo de hierba amortiguaría su caída, porque estaba convencida de que su amiga conseguiría que las dos acabaran en él. Sin embargo, no había contado con que se verían obligadas a detenerse para saludar a unos y a otros. Jane se mostró amable y respondió con cortesía a todo el mundo, aunque Evangeline era consciente de su estado de excitación, que apenas lograba disimular.

Se hallaban ya muy cerca de las cuadras cuando se encontraron con los Hinckley, y se detuvieron a saludarles, especialmente a lady Pauline. No tardaron en unirse a ellos el duque de Grafton, que se lamentaba de que su yegua Vestal solo hubiera obtenido una segunda plaza, y su esposa, que asentía sonriente a todo lo que su marido decía. Pronto, el corrillo aumentó de tamaño. Evangeline sentía la mano de Jane apretando la suya, pero no veía el modo de marcharse sin ser maleducada, porque lady Pauline y la duquesa de Grafton no dejaban de darle conversación.

—Ahora vuelvo —le musitó Jane al oído, mientras soltaba su mano.

Evangeline compuso la mejor de sus sonrisas y le preguntó a lady Pauline por sus hijos. Con un poco de suerte, nadie se percataría de la ausencia de su amiga. ¿Es que no podía haber esperado un poco más?

Jane sabía que no debería haberse internado sola en aquella zona. Mozos, jockeys y cuidadores pululaban por doquier, y a punto estuvo de chocar con un muchacho que portada dos cubos repletos de agua. Recibió más de una mirada de reproche, pero optó por ignorarlas y dirigirse hacia las cuadras de Wilson. Poco antes de alcanzar su objetivo lo vio hablar con alguien, cuya figura quedaba oculta tras una de las columnas de madera que sostenían el tejadillo construido a modo de porche. Se aproximó, aunque no lo suficiente como para poder escuchar la conversación; no quería que pensaran que era una chismosa. Fue entonces cuando el criador la vio.

—¡Lady Jane! —Le dedicó una sonrisa afectuosa—. Es una alegría verla de nuevo en las carreras.

Jane iba a contestar pero, justo en ese momento, la figura semioculta se movió un poco y se dio la vuelta. Era Blake Norwood, el marqués de Heyworth, que la saludó con una inclinación de cabeza. Jane sintió un pellizco en el estómago. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No lo había visto entre los asistentes aunque, con la cantidad de gente que había, tampoco le extrañaba demasiado.

—Imagino que viene a ver a Charlotte —continuó el cuidador, ajeno a la tensión entre ambos—. ¡Hoy ha hecho un trabajo magnífico!

En ese momento la yegua castaña asomó la cabeza por encima del portón y empujó con la testuz el brazo de su dueño, que se giró hacia ella y la acarició con deleite.

—Venga, acérquese —la invitó el señor Wilson.

Jane había barajado la posibilidad de marcharse y regresar en otro momento, porque la presencia de Blake enturbiaba sus sentidos, pero en ese instante no se le ocurrió una excusa plausible. Recorrió la escasa distancia que los separaba y alzó la mano hacia el animal, que buscó el contacto. El calor que desprendía mitigó en parte su propio nerviosismo, aunque la presencia, ahora a su espalda, del marqués le impedía respirar con normalidad.

—Es preciosa, señor Wilson —musitó ella, por completo enamorada de la potra—. Verla correr ha sido un privilegio.

—Es usted muy amable, milady. Acaban de cepillarla y ahora le toca descansar —volvió a acariciar la testuz de Charlotte—. Es una campeona.

Jane iba a decir algo pero en ese momento apareció el duque de Rutland para felicitar al ganador. Su yegua, Medora, había quedado en tercer lugar. Jane pensó que había llegado el momento de despedirse y de regresar con Evangeline. Al final no había podido disfrutar de aquel momento como se había imaginado, pero al menos había tenido la suerte de poder ver a Charlotte de cerca, e incluso acariciarla.

—No sabía que le gustaran los caballos. —El marqués la había seguido y en ese momento se encontraba a su lado.

—Me parecen las criaturas más nobles y bellas que existen.

—En eso estoy de acuerdo —reconoció él, que continuó caminando junto a ella—. ¿Hace mucho que conoce al señor Wilson?

—Mi padre adquirió una yegua de sus cuadras para mí —respondió Jane—. Y el caballo que monta mi hermano procede del mismo lugar.

—Interesante.

—¿Interesante? —Lo miró, con una ceja alzada.

—Precisamente estaba comentándole mi intención de adquirir uno para mí —contestó el marqués—. Saber que su familia le tiene en tan alta estima es una garantía.

—Comprendo.

Jane ni siquiera se había dado cuenta de que se habían detenido. Blake la miró con una intensidad que aumentó la temperatura a su alrededor.

—¿Va a seguir ignorando lo que sucedió entre nosotros? —susurró él.

—Este no es el momento ni el lugar.

Jane miró, nerviosa, a su alrededor. Sin embargo, nadie parecía estar prestándoles atención. Los mozos ya estaban preparando los caballos para la próxima competición. Entonces, Blake hizo algo que la pilló por sorpresa. La tomó de la mano y tiró de ella con suavidad, y Jane se dejó conducir. Lo correcto hubiera sido soltarse y salir huyendo, buscar a Evangeline o a Lucien y ver la carrera. Pero no hizo nada de eso. Permitió que él la guiara hacia un extremo del recinto, donde se encontraban las cuadras más antiguas, que ahora solo servían para almacenar el heno. En aquella zona no había ni un alma. Blake empujó una de las puertas con suavidad y entró, con ella aún de la mano.

El lugar olía a heno fresco y a caballo, un aroma que a ella no le resultaba en absoluto molesto y, al parecer, a él tampoco. Sin mediar palabra, Blake se giró hacia ella, la tomó por la cintura y apresó su boca en un beso cargado de deseo.

Desde aquella noche en Almack’s, Blake había pensado mucho en lady Jane, más de lo que era aconsejable. No había logrado borrar de su mente el sabor de sus labios y la calidez de su piel. Había incluso considerado la posibilidad de presentarse en su casa como uno más de los muchos admiradores que sabía la visitaban con cierta asiduidad, solo que él no quería ser uno más. Se negaba a formar parte de aquel rebaño de caballeros que la adulaban y la colmaban de cumplidos. Por otro lado, aquella maldición que parecía pesar sobre su familia lo obligaba a ser más cauto que los demás, por mucho que le doliese.

Encontrársela en un lugar como aquel, y sin carabina, era más de lo que hubiera podido soñar. Tan fresca, tan emocionada que le brillaba hasta la piel, tan libre y hermosa como aquella yegua que había acariciado. Todas las costuras de su piel se habían expandido ante el anhelo de tomarla de nuevo entre sus brazos, y ella debía de sentir algo muy similar, porque ni siquiera había intentado soltarse de su mano.

Y allí la tenía, al fin, para él solo durante unos minutos que no pensaba desaprovechar. El sabor de sus labios era exactamente igual a como lo recordaba, más dulce si acaso, pero tan cálido y acogedor como la primera vez. En esta ocasión no fue necesario que su lengua tratara de abrirse camino, porque fue la de ella la que salió a su encuentro.

Blake le tomó el rostro entre las manos y profundizó el beso, bebiéndose los gemidos de la joven que se sujetaba de los laterales de su chaqueta, anclándose a él. La apoyó contra la pared y, sin dejar de besarla, empezó a recorrerla con las manos. Los costados, las caderas, los hombros... El sombrerito que llevaba sobre la cabeza resbaló, soltando parcialmente su larga cabellera castaña, cuyas ondas se enredaron en su cuello. Las apartó con los dedos, dejando sobre su piel un reguero de lava. Jane tenía la cabeza alzada, con los ojos fijados en los suyos, mientras él se bebía su aliento y su mano descendía por su clavícula hasta alcanzar el nacimiento de los senos. Ella se adelantó buscando su boca, pero Blake se retiró unos milímetros. Quería verla, quería mirarla, oírla jadear mientras la acariciaba.

Envolvió con su mano uno de sus pechos, menudos y firmes, y con el índice y el pulgar pellizcó con suavidad el pezón, que respondió de inmediato a su contacto. Un nuevo gemido, casi doloroso, escapó de la garganta de Jane, y entonces sí la besó, mientras profundizaba en su caricia y la bañaba en fuego.

Le estorbaba la tela de su vestido. Ansiaba sentir el contacto de su piel contra sus dedos y, con exquisita pericia liberó uno de sus senos. Ella dio un pequeño respingo, sorprendida sin duda por su osadía, pero no lo apartó. De hecho, arqueó ligeramente la espalda buscando su contacto. Y Blake decidió no defraudarla. Abandonó sus labios y fue trazando un camino de besos hasta su destino, aquella protuberancia rosada que respondía con tanto ardor. En cuanto rodeó su pezón con los labios y lo mordisqueó con suavidad, ella se sujetó a su cabello y dejó escapar un grito de placer y asombro.

Blake succionó con deleite mientras ella se derretía en su abrazo, y luego decidió dedicarle la misma atención al otro seno, prácticamente libre. Una de las cosas que más agradecía Blake de la moda imperante eran aquellos escotes tan pronunciados y tan sencillos de asaltar. Los jadeos de Jane eran como una marea que iba y venía, y lo estaban volviendo loco.

Con la mano libre alzó un poco la falda y batalló durante unos segundos con las varias capas de enaguas. Comenzó a recorrer la pierna, cubierta por una media de suave seda, hasta que llegó a la altura de la rodilla y se tropezó con el borde de sus calzones, adornados con cintas y encajes. A través de la fina tela de algodón podía percibir su piel ardiente y palpitante. Blake se alzó un poco y volvió a hundirse en su boca, mientras le rodeaba la cintura con un brazo para pegarla a su torso y con la otra continuaba su recorrido bajo el vestido.

Sentía a Jane tan entregada, tan fuera de sí, que él mismo se notaba a punto de volar por los aires. Cambió un poco de postura para tener mejor acceso al cuerpo de la joven y finalmente alcanzó el hueco entre sus piernas. Estaba caliente, y tan húmedo que sintió cómo su mano se mojaba. No tenía fácil acceso, pero tampoco lo consideró necesario. No hizo falta más que apoyar su palma abierta contra la zona más delicada y moverla dos o tres veces, apretando con suavidad y provocando un suave roce que la hizo estallar de puro gozo.

Los gemidos de Jane se murieron en su boca y la guio por aquel camino inexplorado con el deleite más absoluto, hasta que la tormenta se fue apaciguando y ella quedó desmadejada entre sus brazos. Jane apoyó la frente en su pecho, mientras él la sostenía y le acariciaba el cabello, deseando tumbarla sobre aquel heno y hacerla suya con todas las consecuencias.

—¿Estás bien? —le susurró al oído.

Ella se estremeció, pero no contestó. Por cómo movió la cabeza imaginó que había asentido, pero le estaba privando de contemplar su rostro. Le sujetó la barbilla con los dedos y le hizo elevar la mirada. Sus ojos, ligeramente acuosos, se prendieron de los suyos. Tenía las mejillas sonrosadas y brillantes, y una fina película de sudor cubría su labio superior.

—No deberíamos... —comenzó a decir ella, con un hilo de voz.

Blake no la dejó terminar. Le robó las palabras con un beso, suave y delicado.

—Esto es solo una aventura, una aventura increíblemente placentera, Jane —musitó Blake—. Y algo tan hermoso no puede estar mal, ¿no te parece?

—Hummm, ¿no?

Era evidente que aún no era capaz de pensar con claridad. Blake no podía aventurar qué haría en cuanto fuera dueña de nuevo de todas sus facultades. Bien sabía Dios que se tenía merecida al menos una bofetada por haberla colocado en aquella situación, por mucho que hubiese disfrutado. Él sabía lo que hacía. Ella, con toda probabilidad, no tenía ni idea.

La ayudó a sentarse sobre una alpaca de heno hasta que logró normalizar su respiración. Se dio cuenta de que apenas se atrevía a mirarlo. Después de todo lo que había sucedido entre ellos, la joven parecía avergonzada. Blake tampoco tenía por costumbre comportarse de ese modo y no se lo tomó a mal, aunque sintió cierto extraño vacío en la boca del estómago.

Se apoyó contra la pared y respiró en profundidad. Su palpable excitación aún presionaba contra sus pantalones y necesitaba tranquilizarse o no podría salir de allí en todo el día.

Le llegó el ruido del exterior, lejano, casi como si perteneciera a otro mundo. La carrera estaba a punto de comenzar si es que no lo había hecho ya. Seguramente alguien la estaría echando de menos.

—Tenemos que irnos, Jane —la apremió.

—Lo sé —respondió, con un suspiro—. Lo que no sé es si podré mantenerme en pie después de esto.

Blake sonrió y le dio un beso en la coronilla. Un beso que lo sorprendió más que todo lo sucedido hasta el momento.

En él no había ni rastro de deseo.