¡Había llegado carta de Nathan! En cuanto Lucien la había cogido de la bandeja del correo se la había entregado a su padre, con un ligero temblor en su mano que a Jane no le pasó desapercibido. Todos se arremolinaron en torno al conde, que la abrió de inmediato. Nathan les contaba que se encontraba bien y que continuaba a bordo de uno de los barcos de la Marina, y pasaba a relatarles algunas anécdotas de su vida en el mar. Jane suspiró de alivio en cuanto supo que no había participado en ninguna maniobra peligrosa y que no había entrado en combate. Eso no significaba que no fuese a hacerlo en el futuro pero, al menos de momento, estaba a salvo. ¿Por cuánto tiempo?
Jane continuaba revisando los periódicos a diario, pero no lograba sacar nada en claro, ni aventurar cuánto más iba a durar aquella guerra. Ni si su hermano regresaría de ella. Pese a todas las cosas que le estaban sucediendo, pese a todas las emociones y la excitación, seguía preocupada por él. ¿Por qué diablos se habría alistado? Entendía sus motivos, por supuesto. Como hijo menor, no tenía aspiraciones al título y debía labrarse su propio porvenir y, como muchos hijos segundos y terceros, el ejército era un objetivo apetecible, un lugar en el que poder hacer carrera. Pero solo tenía veintidós años, ¡era casi un niño! Hacía más de dos que no lo veía, pero aún lo imaginaba correteando por el jardín, subiéndose a los árboles y animando a sus hermanas a acompañarle, colándose en la cocina a robar galletas y quedándose dormido frente a la chimenea, mientras su padre les contaba alguna de sus historias sobre romanos o griegos.
Le pidió la carta a su padre cuanto finalizó la lectura y volvió a leerla, por si encontraba alguna pista oculta, algún comentario con doble sentido que solo ella captaría, alguna referencia que le indicara cuál era su verdadera situación. Pero, por más que la leyó, no pudo hallar nada de eso.
—Le vas a borrar las letras, Jane —le dijo Emma, sentada frente a ella.
—¿Eh? —Alzó la vista. Durante unos minutos había olvidado que no estaba sola.
—La carta, de tanto leerla conseguirás desgastarla.
—¡Qué estupidez! —bufó, y volvió a bajar la vista.
—Emma —la riñó el padre—, deja en paz a tu hermana.
—Es que no sé cuántas veces la ha leído ya, papá —se quejó la hermana—. Como si solo ella tuviera derecho a hacerlo.
Jane alzó la mirada.
—Oh, Emma, lo siento —se disculpó al tiempo que le tendía la misiva—. No me he dado cuenta de que tú también querrías volver a leerla.
—Es que ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que tuvimos noticias suyas. —Su hermana tomó la carta y se arrellanó en la silla para leerla.
Casi tres meses. Ese era el tiempo que llevaban sin noticias de Nathan. Jane lo sabía bien porque había contado cada uno de los días. Entendía que, a bordo de un barco, el sistema postal no funcionase con la misma premura que en tierra, y que tenían que esperar a que alguno de los navíos regresase a Gran Bretaña para poder traer la correspondencia. Y a eso había que añadirle lo poco que le gustaba a Nathan escribir. En ocasiones, a Jane le habría gustado tener a su hermano más cerca para darle un pescozón y recordarle que en casa todos estaban preocupados por él.
Echó un vistazo a su hermana y luego a Lucien, que tampoco la perdía de vista. Intuyó que él también estaría deseando hacerse con aquel pedacito de Nathan, por mucho que intentase disimularlo y por más que insistiese en que se encontraba bien y que volvería sano y salvo. Por último miró a su padre, que había dejado el plato del desayuno a medias y que parecía perdido en sus pensamientos.
—¿Papá?
El conde pareció volver en sí y la miró.
—Nathan está bien, Jane.
—Sí, papá.
—Es un buen muchacho —continuó el padre, que movía la cabeza de arriba abajo—. Y pronto estará de vuelta.
Jane asintió, con la garganta atorada. Comprender que todos estaban tan preocupados por Nathan como ella no la consoló, pero la hizo sentirse menos sola.
—¿Cómo sabes si estás enamorada?
Jane miró a Emma, tendida sobre su cama y con un libro entre las manos. Un libro del que, por lo que había podido apreciar, no había pasado ni una página.
—¿Qué?
—Eso, que cómo sabes si quieres a alguien.
—¿Y cómo quieres que yo lo sepa?
—Has conocido a un montón de hombres en los últimos días —replicó su hermana—. No me digas que no has sentido nada por ninguno de ellos.
Jane pensó en Blake de inmediato, pero llamar amor a aquello le parecía excesivo.
—Aún no conozco a ninguno lo suficiente como para saber si estoy enamorada.
—¿Cuando estás con alguno de ellos no sientes como si te ahogaras? —Emma se había llevado una mano al cuello.
—¿Qué? ¡No! —respondió, aunque sabía que eso no era del todo cierto. Cuando Blake la miraba o la tocaba sentía exactamente eso.
—¿Y el corazón no te late más deprisa? ¿No te sudan las manos?
—¡Emma! Pero tú... ¿cómo? ¿Es que acaso...?
—¿Yo? —Su hermana soltó una risita—. ¡¡¡No!!! ¿Estás loca? ¡Pero si no he salido de aquí!
—¿Entonces?
—Lo he leído.
—¿Dónde?
—Eh, no sé. En algún libro.
—¿En ese? —Jane señaló el que tenía en el regazo.
—No, en este no. —Emma lo cerró de golpe—. Tal vez fue en una revista, no lo recuerdo. Solo pensé que tal vez tú podías saberlo, es todo.
—¿Saber el qué?
—Si cuando te enamoras sientes esas cosas. —Emma se levantó y se sentó frente al tocador—. Ya sabes, por si algún día conozco a alguien y... en fin, a lo mejor me enamoro y no me doy ni cuenta. Igual pienso que estoy enferma.
Jane se rio.
—Oh, Emma, estoy convencida de que cuando te enamores lo sabrás.
—Claro, seguro que sí. —Su hermana sonrió y Jane creyó percibir cierto aire de tristeza en su gesto, aunque no podía asegurarlo—. Voy a ver si la señora Grant ha ordenado que preparen el té.
Antes de que Jane pudiera decir nada más, Emma había salido de su habitación, dejándola con una extraña sensación bailoteando a su alrededor.
Se preguntó si, llegado el caso, ella misma reconocería esos síntomas de los que Emma le había hablado.
Querida lady Jane:
A estas alturas de la temporada es muy posible que ya haya conocido a algún joven capaz de arrancarle algún suspiro y que esté incluso valorando cuál de ellos podría ser el marido más adecuado.
Aunque el deber de una buena esposa es cuidar de su marido, de su casa y de sus hijos, no olvide que usted es, ante todo, una mujer, y que tiene sus propias necesidades, ajenas a su papel como esposa. El matrimonio no debería concebirse únicamente como un fin para obtener un heredero y perpetuar un linaje. El matrimonio debería ser algo más, una correspondencia de afectos y de respeto, un intercambio de opiniones y un espacio en el que compartir lo mejor y lo peor de cada uno. No permita que su marido la arrincone, ni ceda usted siempre a sus deseos si no son también los suyos. Si tiene la fortuna de encontrar a un hombre capaz de despertar su pasión, no tema solicitar sus atenciones ni espere a que sea siempre él quien acuda a su lecho. Un poco de iniciativa por su parte será bien vista por su compañero y le permitirá a usted disfrutar de la sensación de tomar las riendas en su relación, algo que ocurre con escasa frecuencia fuera del tálamo.
Las necesidades de un hombre, lady Jane, son distintas a las de una mujer y casi siempre mucho más sencillas. El cuerpo de un varón es diferente al nuestro y casi todo su deseo se acumula en su entrepierna. Sin embargo, despertarlo no requiere de excesivo esfuerzo. Basta una mirada sugerente, una palabra susurrada con cierta intención o un leve roce contra su cuerpo para provocar su excitación, que será fácilmente visible. No tema si descubre esa zona de su cuerpo inflamada, a menos que no haya sido usted quien haya provocado dicho efecto. Si con tan poco es capaz de lograr tanto, le auguro una vida conyugal muy placentera.
Suya con afecto,
LADY MINERVA
Jane no pudo evitar sonreír ante esa nueva carta de su anónima amiga. Poco podía llegar a imaginar esa lady Minerva lo cerca que había estado ya de la excitación de un hombre, aunque habría agradecido un poco más de concisión. ¿Cómo funcionaba exactamente el cuerpo de un hombre? ¿Cómo podía ella procurarle el mismo placer que él era capaz de provocar en ella? ¿Y realmente sería tan sencillo causar ese efecto en alguien como Blake, con una sola mirada suya o con una simple palabra?
A esas alturas, Jane ya era consciente de que el marqués de Heyworth era un hombre apasionado, o al menos lo era con ella. Y que el efecto era recíproco, al menos con él. No se había atrevido a ir más allá con ninguno de los otros caballeros a los que había conocido, como lord Glenwood o el vizconde Malbury, los únicos que lograban despertar en ella alguna sensación, por tibia que fuese. ¿Reaccionaría su cuerpo del mismo modo?
Escuchó ruido en el pasillo y corrió a esconder la carta entre las demás. Aún no se había atrevido a quemarlas, pese a que se lo había planteado en multitud de ocasiones. Era una estupidez, lo sabía. Corría un riesgo innecesario y si alguien las descubría el escándalo sería mayúsculo, por no hablar de las consecuencias. Pero, por alguna extraña razón, quería conservarlas, al menos de momento. Le gustaba leerlas a escondidas, encerrada dentro del ropero, y pensar en todos esos consejos y en cómo sería su vida cuando eligiese al hombre que habría de convertirse en su esposo.
Por enésima vez en los últimos días se preguntó si Blake Norwood sería ese hombre.
El King’s Theatre, en Haymarket, se había engalanado para el concierto de aquella noche. Todo el mundo comentaba que sería el último de la soprano Angelica Catalani antes de que regresara a Francia. De allí se había marchado pese a que Napoleón la adoraba y le había prometido una increíble fortuna si decidía permanecer en el país. Pero ella, según decían, detestaba al corso y había terminado instalándose en Londres, donde no tenía rival. Ahora que Napoleón había sido desterrado a la isla de Elba la cantante había decidido volver al fin.
Jane llegó en compañía de su hermano y de lady Clare y, en cuanto descendieron del carruaje, se tomó unos minutos para contemplar el edificio y la fastuosa fachada porticada. Había mucha gente y supuso que, dado lo excepcional de la noche, nadie querría perderse la última interpretación de la diva. Tanta afluencia le causó cierta aprensión. ¿Cómo se le había ocurrido hacer caso a Blake? Solo llevaba dos enaguas, y había escogido un vestido lo bastante tupido como para que sus piernas no se vieran a través de la tela, pero las sentía desnudas, por no hablar de la ausencia de sus calzas.
Debía reconocer, sin embargo, que la sensación era sumamente liberadora e increíblemente sensual. Por debajo del vestido corría el fresco aire de la noche, que ascendía hasta sus muslos desnudos y hasta el punto en el que estos se unían, provocándole una sensación muy placentera.
Una vez en el hall, Jane buscó a Blake con la mirada, pero no logró distinguirlo entre la multitud. ¿Habría mantenido su promesa y estaría allí, en algún lugar? A quien sí vio casi de inmediato fue a lady Ophelia, en compañía de lady Cicely. Ambas iban a compartir el palco con ellos y todos juntos comenzaron a subir las escaleras. Las arañas que colgaban del techo y los apliques de las paredes arrancaban destellos de todas las superficies y, si no fuese por la algarabía de la concurrencia, el espectáculo habría resultado estremecedor.
Lo primero que hizo al llegar al palco fue dejar su bolsito sobre la silla que iba a ocupar, la que Blake le había indicado. Los demás se habían quedado rezagados en la salita previa, donde les aguardaban bebidas y algunos dulces. Echó un rápido vistazo al frente, pero en el palco de Heyworth no vio movimiento alguno.
—¿Temes que te quiten el sitio? —Lady Ophelia estaba a su lado. Jane la miró con extrañeza y su tía señaló hacia la silla, sobre cuya superficie brillaba su ridículo.
—Oh, no, solo quería comprobar si el teatro estaba muy lleno —disimuló ella, que echó un rápido vistazo hacia abajo—. Y quería colocarme bien los guantes.
Hizo exactamente eso mientras lady Ophelia se aproximaba a la barandilla.
—Creo que hoy no quedará ni un asiento libre.
—La reina también ha venido. —Jane miraba en dirección al palco en el que la reina Charlotte y sus acompañantes tomaban asiento.
—Tengo entendido que es una gran admiradora de la Catalani.
—¿Es cierto que este será su último concierto en Inglaterra?
—¿Quién sabe? Con los años he aprendido que los artistas son personas muy volubles y que se mueven por impulsos —contestó su tía—. Quizá cuando vuelva a Francia eche de menos los escenarios ingleses.
—Sí, tal vez.
—Vaya, veo que ni siquiera el marqués de Heyworth ha querido perderse el concierto.
En cuanto su tía pronunció el nombre de Blake, el cuerpo de Jane se tensó y su cabeza se movió hacia la izquierda. Allí estaba él, de pie en mitad de su palco vacío, con una mano apoyada en la barandilla y mirando también hacia abajo. Al alzar la cabeza sus miradas se encontraron un instante, apenas un segundo que a ella le hizo sentirse totalmente desnuda. Blake miró entonces en dirección a lady Ophelia, sonrió e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Un hombre encantador y sumamente atractivo, ¿no te parece? —musitó su tía mientras devolvía el saludo.
—Eh, sí —balbuceó Jane, que se sentía tan expuesta como si llevase todos sus pensamientos grabados en la cara.
—Según creo no es uno de tus visitantes habituales, ¿verdad? —Lady Ophelia chasqueó la lengua—. Una lástima.
—¿Por qué es una lástima?
—Bueno, no hay duda de que es uno de los hombres más interesantes de Londres.
—Y un derrochador —comentó Jane. Por nada del mundo deseaba que su tía adivinase el interés que el marqués despertaba en ella y ese comentario, a fin de cuentas, era una de las cosas que pensaba sobre él.
—Tiene dinero suficiente como para derrocharlo a su antojo.
—Hizo construir un circo en Hyde Park, tía —continuó—. ¡Un circo que se desmanteló solo una semana después!
—Sí, ¿no te parece increíble? —Lady Ophelia soltó una risita—. Desde luego, la mujer que logre cazarlo no tendrá una vida aburrida.
—¿Qué os resulta tan divertido? —Lucien entró en el palco, seguido por lady Clare y lady Cicely.
—Comentábamos que sería gracioso que la Catalani descubriera al llegar a París lo mucho que va a echar de menos Londres —contestó lady Ophelia, volviéndose hacia su sobrino.
Jane no entendía por qué su tía había decidido omitir que, en realidad, estaban hablando sobre Heyworth, pero se lo agradeció.
—Dudo mucho que allí la vayan a tratar mejor que aquí —aseguró su hermano, mientras tomaba la mano de lady Clare para que tomase asiento.
—Oh, ha venido la reina —comentó su prometida.
—Creo que nunca había visto el teatro tan lleno. —Lady Cicely echó un vistazo a su alrededor—. Todos los palcos están llenos.
—Menos el de Heyworth —añadió Lucien, con el ceño ligeramente fruncido. Jane ni siquiera miró en la dirección en la que lo hacía su hermano.
—Quizá prefiera deleitarse con la música sin interrupciones —comentó lady Ophelia.
—¿Lo dice por mí, tía? —Lucien sonrió, pícaro.
—Dios sabe que la ópera no es uno de tus pasatiempos favoritos, ni el de tu padre —comentó la mujer—. Pero te agradecería que hoy te limitaras a disfrutar de la velada en silencio.
Jane vio que lady Clare trataba de disimular una sonrisa mientras miraba a Lucien quien, a su vez, había alzado las cejas en dirección a lady Ophelia.
—Si te aburres, ahí tienes la salita —continuó la dama—. O puedes salir al pasillo a charlar con los demás caballeros. Todos sabemos que, en cuanto empieza la función, muchos de ellos se escabullen de los palcos. A veces pienso que a los hombres os falta sensibilidad para apreciar la música.
—Tal vez eso sea exagerar, querida —apuntó lady Cicely.
—A mí no me falta sensibilidad —se defendió Lucien—, es solo que, a veces, estos conciertos me parecen demasiado largos.
La discusión acabó ahí, porque justo en ese momento la intensidad de las luces de la sala menguó. El espectáculo estaba a punto de comenzar. Jane recogió su bolsito, tomó asiento y miró con disimulo al palco de Blake. En él apenas quedaba una diminuta luz que alumbraba tenuemente uno de los lados de su rostro, vuelto hacia ella. La piel de Jane se erizó y volvió a ser plenamente consciente de la ausencia de su ropa interior. Notaba entre las piernas el roce de la tela, un suave cosquilleo que la llevó de regreso a aquella cuadra. Movió las caderas dos o tres veces, frotando el interior de sus muslos, y provocando que aquel cosquilleo en su entrepierna aumentara de intensidad. El calor comenzó a ascender por su cuerpo en oleadas.
Las luces se apagaron al fin y el sonido de los primeros violines sobrevoló la sala. Trató de concentrarse en lo que sucedía en el escenario pero le resultaba casi imposible. Sentía sobre ella la mirada de Blake y casi podía percibir sus manos recorriéndola. De vez en cuando se atrevía a mirar en su dirección, solo para comprobar que él permanecía tan ajeno a la ópera como ella misma. Percibirle tan pendiente de ella, y que supiera —o al menos intuyera— que no llevaba nada bajo sus enaguas era una sensación excitante y poderosa. A medida que esa sensación aumentaba notaba cómo su sexo se humedecía, anhelando el contacto.
Cuando llegó el descanso estaba acalorada y casi sin respiración.
—Creo que nunca había visto a nadie emocionarse tanto en la ópera. —Lady Ophelia malinterpretó sus síntomas, lo que fue una suerte para ella.
—Está siendo una velada magnífica —se atrevió a decir.
—Oh, ya lo creo —corroboró su tía—. Pero será mejor que salgas un rato a tomar el aire, querida.
Pero Jane no se movió de su sitio. Tenía miedo de levantarse y de que las piernas no la sostuvieran. Con las luces de nuevo encendidas, ni siquiera se atrevía a mirar en dirección a Blake, aunque percibía su presencia como si se encontrase a solo dos pasos de ella.
—Puedo acompañarte al tocador —le dijo lady Clare—. Creo que a mí también me vendrá bien estirar un poco las piernas.
Jane la miró. Lucien y ella habían ocupado las sillas de atrás y, durante un breve segundo, se preguntó si su hermano se parecería a Blake en ese aspecto. Aunque nada en el semblante de la joven indicaba tal cosa, imaginar a su hermano acariciando a su prometida en la oscuridad del palco le resultó tan grotesco que se levantó de golpe.
Lucien ya había salido al pasillo y en ese instante charlaba con lord Cowper y con su esposa lady Emily, una de las patrocinadoras de Almack’s. Se saludaron brevemente y lady Clare y ella se alejaron. Cuando pasaron frente al palco de Heyworth, que mantenía la puerta cerrada, Jane tuvo que hacer un esfuerzo para no colarse por ella e ir en su busca.
Una vez en el tocador se refrescó un poco y contempló su imagen en el espejo. La piel del rostro, el cuello y hasta el escote estaba ligeramente enrojecida, y los ojos brillantes.
—Sí que pareces realmente emocionada —le comentó lady Clare a su lado, con sus mejillas tan pálidas como siempre.
Jane se limitó a sonreírle de forma tímida, ¿qué otra cosa podía hacer? Había varias damas retocándose y charlando entre ellas, comentando el vestido que llevaba tal dama, el atrevimiento de un lord cuyo nombre no mencionaron y que había osado acudir con su amante en lugar de con su esposa y por último, cómo no, salió a relucir el nombre de Blake.
—Me pregunto qué dama le habrá dado plantón esta noche —comentó una con malicia.
—¿Y por qué supones tal cosa? —contestó otra mientras recogía un mechón suelto de su moño.
—Estaba solo en el palco, querida. ¿O es que no te has fijado?
Jane prestó toda su atención a aquella charla. Era absurdo que ninguna de aquellas mujeres llegase siquiera a imaginar lo que Blake y ella se traían entre manos, pero la mera posibilidad aumentó su acaloramiento. El marqués estaba en lo cierto. El secreto que ambos compartían esa noche era peligroso pero, al mismo tiempo, sumamente excitante.
—¿Nos vamos? —le preguntó lady Clare.
Asintió, aunque le hubiera gustado permanecer un rato más allí, para saber qué más cosas se comentaban acerca de Heyworth. Volvieron a salir al pasillo lleno de gente, donde un sinfín de conversaciones se superponían unas a otras. Cuando llegaron junto al palco del marqués, la puerta estaba abierta y él charlaba con alguien de espaldas a ella. Sus miradas se entrelazaron y él le dedicó una sonrisa enigmática, demasiado breve para su gusto.
Las luces menguaron de nuevo, indicando a los asistentes que iba a comenzar la segunda parte. Jane se resistía a regresar a su palco, necesitaba aproximarse a Blake, sentirlo más cerca. Lady Clare y ella estaban conversando con lord Glenwood y trataba de alargar un poco más el momento mientras el pasillo comenzaba a vaciarse. Finalmente, fue lady Clare quien se despidió del conde y la tomó a ella del brazo para regresar con Lucien y los demás. Las luces se atenuaron y la música comenzó a sonar.
—Nos hemos entretenido demasiado —musitó lady Clare a su lado.
Jane se detuvo en seco.
—¡Creo que me he dejado el bolso en el tocador! —exclamó. La puerta de su palco estaba a solo unos pasos.
—¿Seguro? Tengo la impresión de que no lo llevabas.
—Oh, sí que lo llevaba.
—Podemos enviar a alguien a buscarlo. —Lady Clare, visiblemente nerviosa, echó un vistazo alrededor.
—Iré yo misma, solo tardaré un minuto —se ofreció.
—Te acompaño entonces.
—¡No! —Jane no había querido sonar tan brusca, pero su estado de exaltación la estaba consumiendo—. Lucien se preocupará. Dile que vuelvo en un instante.
Lady Clare dudó. Miró hacia la puerta del palco y luego en dirección al pasillo vacío.
—De acuerdo, no tardes.
Jane asintió y vio a la joven alejarse de ella. Se dio la vuelta y caminó deprisa en la otra dirección. Cuando llegó a la altura del palco de Blake, se cercioró de que no quedaba nadie en el pasillo y abrió la puerta.
Justo al otro lado, él la estaba esperando.