Lady Waverley, en cuya casa se había celebrado uno de los bailes del inicio de la temporada, tenía por costumbre celebrar cada año una merienda campestre para todas las jóvenes solteras de Londres. Sus preciosos jardines acogían esa tarde a varias docenas de muchachas, muchas de las cuales acudían por primera vez.
—Creo que hay más gente que el año pasado —le comentó Evangeline a Jane.
—Es verdad, olvidaba que tú ya habías estado aquí.
—¿Piensas que todas ellas estarán recibiendo esas misteriosas cartas? —le susurró al oído.
—Sería una locura, ¿no te parece?
—Sí, tienes razón. ¿Entonces quién? ¿Y por qué?
Jane se encogió de hombros. No había dejado de hacerse esas mismas preguntas desde que había descubierto que no era la única que despertaba el interés de lady Minerva.
A pocos pasos de ellas vieron a lady Aileen Lockport, rodeada de un pequeño grupo de jóvenes debutantes entre las que destacaba por su belleza y su elegancia. Todas parecían muy concentradas en lo que estaba diciendo aunque Jane y Evangeline apenas escucharon una serie de palabras sueltas. De ellas dedujeron que lady Aileen les estaba ofreciendo una serie de consejos sobre cómo comportarse de forma seductora con un hombre. A juzgar por los ojos muy abiertos de algunas de ellas, dichas indicaciones debían de resultar algo escandalosas.
Continuaron su camino hacia la zona de refrescos. Aquella tarde de mayo las temperaturas habían subido varios grados y Jane sentía bajo el corsé la camisola pegada a su piel. Un lacayo de librea les sirvió un buen vaso de limonada y ambas se retiraron a un rincón. Desde allí, lady Aileen y su séquito seguían siendo visibles.
—¿Crees que ella...? —preguntó Evangeline.
—¿A ti te parece que necesite algún consejo? —la interrumpió Jane, divertida.
—Quizá esté compartiendo las enseñanzas de lady Minerva.
—¿Lady Minerva?
La pregunta les provocó un sobresalto y ambas se volvieron a la vez. Allí estaba lady Marguerite Ashland, la joven que había debutado la misma noche que Jane y cuya madre la había mirado con antipatía. «Solo está celosa», recordó que le había comentado su tía. La muchacha lucía un precioso vestido verde pálido y tenía las mejillas tan sonrosadas que parecía llevar toda la tarde tomando el sol.
—Habéis mencionado a lady Minerva —comentó, mirándolas de forma alternativa.
—Eh... no —contestó Evangeline—. Creo que has escuchado mal.
—Oh, por favor, no lo neguéis —les suplicó—. No sé con quién más hablar sobre esto.
—¿Qué ocurre? —Jane se acercó a ella y la tomó del brazo.
—Esas cartas, ¡son un atentado contra las buenas costumbres!
—¿Qué?
—Dicen cosas... dicen cosas horribles.
—A mí no me lo han parecido —confesó Evangeline—, aunque también es cierto que, en comparación con las que ha recibido Jane, son bastante inofensivas.
—¿Inofensivas? —Lady Marguerite la miró con los ojos muy abiertos—. Esa tal lady Minerva se ha atrevido a insinuar que tal vez debería estar menos pendiente de los deseos de mi madre y más de los míos. ¿Quién puede tratar de volver a una hija en contra de su madre si no es con fines abyectos?
Jane recordaba haber visto a la joven en más de una ocasión tratando de buscar la aprobación de su madre en todo lo que hacía y decía, y no bailaba con ningún joven si lady Philippa Ashland no lo autorizaba previamente. El resultado era que la muchacha pasaba la mayor parte de las veladas en un rincón, en compañía de aquella matrona que lo observaba todo con desagrado, como si ellas fueran un par de valiosos diamantes que hubieran caído por accidente en medio de un lodazal.
—No creo que su intención sea poco honorable —comentó Jane—. Ni creo tampoco que busque que se enfrente usted a su progenitora. Tal vez su única intención es hacerle ver que, en ocasiones, es posible que sus deseos y los de su madre no coincidan, y no por ello deba estar mal.
—Pero una madre sabe lo que es mejor para su hija.
—Sí, supongo que sí —reconoció Jane, a su pesar—. ¿Y si su madre escogiese un pretendiente que a usted le desagrade?
—Confiaría en ella, por supuesto —respondió la joven sin pensárselo siquiera—. Y estoy segura de que, con el tiempo, aprendería a apreciarle.
—¿Y no le gustaría poder elegir usted misma? —insistió Jane. Evangeline, a su lado, asentía cada vez que hablaba.
—No todas tenemos la suerte de contar con tantos pretendientes como usted, lady Jane —le espetó.
—Yo no... —Jane enrojeció en un instante.
—Mi madre dice que es usted una acaparadora y que mejor sería que mostrase cuanto antes cuáles son sus intenciones en lugar de tontear con todos los jóvenes disponibles.
—¡Lady Marguerite! —exclamó Evangeline—. Eso ha sido una grosería por su parte.
—¿Acaso no es cierto? —La muchacha parecía haber superado la timidez que Jane había visto en ella aquella primera noche—. Según tengo entendido, la mansión Milford recibe a tantos caballeros que han tenido que establecer días de visita.
Jane se mordió el labio. Sí, aquello era cierto. Lady Ophelia les había aconsejado que estipularan un par de días a la semana para recibir a los posibles pretendientes. De lo contrario, su sobrina no haría otra cosa que no fuese atenderles.
—Pero eso no es culpa mía —se defendió Jane, que se sentía atacada sin razón.
—Mía desde luego no es —señaló lady Marguerite—. Yo solo quiero encontrar a un hombre decente y casarme. Cuanto antes.
—¿Cuanto antes? —repitió Evangeline, algo mordaz—. Imagino que es consciente de que, una vez casada, su madre ya no tendrá ningún poder sobre usted, ¿verdad?
Lady Marguerite se mordió el labio, como si no supiera qué contestar a eso. Y luego, sin despedirse siquiera, se dio media vuelta y se fue.
—Pero... —Evangeline no salía de su asombro—. ¿Te puedes creer que falta de modales?
—Evie... —comenzó Jane.
—No, Jane. Ni te atrevas a preguntármelo.
—¿Cómo sabes lo que...?
—Lady Marguerite no tiene razón. Y tú no tienes la culpa de ser preciosa, divertida y lista, ni de tener una familia con la que todo el mundo quiera emparentar. —Evangeline la cogió del brazo—. De hecho, si yo fuese un hombre hace tiempo que te habría pedido en matrimonio.
Jane rio y abrazó a su amiga. Siempre encontraba el modo de hacerla sentir bien.
No volvieron a ver a lady Marguerite durante el resto de la celebración, que pasaron charlando con otras jóvenes, bebiendo limonada y comiendo diminutos sándwiches de pepino. La merienda estaba a punto de finalizar y, si no fuese por aquel pequeño altercado, habría resultado una tarde de lo más agradable.
—¿Piensa usted acudir a la fiesta de lord Heyworth, lady Jane? —le preguntó en ese momento lady Frederica Parsons, otra de las jóvenes debutantes de ese año. Las tres llevaban un rato charlando sobre el último baile al que habían asistido.
—¿Qué fiesta? —Jane no sabía de qué estaba hablando la muchacha. Miró a Evangeline, que parecía tan despistada como ella.
—Oh, discúlpeme —dijo lady Frederica—. Tenía la sensación de que el marqués y usted se conocían.
—Hemos bailado en alguna ocasión, sí. —No se atrevió a mirar a Evangeline, que sabía que habían intercambiado mucho más que unos pasos de danza.
—Será en su mansión de Kent —señaló la joven—, a partir del viernes de la próxima semana.
—Seguramente mi hermano habrá contestado en mi nombre —improvisó Jane.
—Oh, sí, claro. —Lady Frederica sonrió—. Resultará agradable una pequeña fiesta campestre, ¿no le parece?
—Desde luego que sí —contestó Jane—. En Londres comienza a hacer mucho calor.
Intercambiaron unas cuantas frases insustanciales más y al final la joven se marchó. ¿Blake iba a dar una fiesta y no la había invitado? Le resultaba tan extraño como descorazonador.
—¿De verdad no sabías nada sobre esa fiesta? —le preguntó Evangeline. Ambas iban cogidas del brazo en dirección a la salida después de haberse despedido de su anfitriona, lady Waverley.
—No. Ni siquiera me suena haber visto una invitación.
—Creí que tú y él... en fin, después de aquel beso. ¿De verdad no ha sucedido nada más entre vosotros?
—¡Claro que no! —contestó Jane, que había decidido no comentarle a su amiga los encuentros clandestinos que había tenido con Blake. Eran tan escandalosos, y tan íntimos, que le daba vergüenza y, al mismo tiempo, temía que su comportamiento licencioso la predispusiera en su contra.
—Igual es cierto que Lucien ha contestado en tu nombre.
—¿Sin consultármelo? Me extrañaría. Casi siempre me pregunta a qué fiestas prefiero asistir.
—Tal vez la invitación aún no ha llegado.
—Evie, déjalo. No pasa nada. —Sabía que su amiga intentaba hacer que se sintiera mejor, pero no lo estaba logrando.
La mansión de los Waverley no distaba mucho de su domicilio así es que, tras dejar a Evangeline en su casa, Jane entró como una tromba en la mansión Milford y se fue directa al despacho de Lucien. Había pensado en registrar su mesa, y hasta sus cajones si era preciso, pero no contaba con que su hermano estuviera allí.
—Ah, hola, Lucien —le saludó.
—Creía que de pequeña habías adquirido la costumbre de llamar a las puertas antes de entrar.
—Eh, sí, disculpa. Pensé que no estarías.
—Ya. —La miró con una ceja alzada—. ¿Y tienes por norma entrar en mi despacho mientras estoy ausente?
—¡Por supuesto que no!
—Esto ha sido entonces una excepción.
—Sí, sí.
—Porque...
—He estado en la merienda de lady Waverley —le explicó, en un arrebato se sinceridad—. Alguien ha comentado que lord Heyworth da una fiesta en su mansión de Kent y... en fin, me ha extrañado no recibir una invitación.
—No entiendo por qué habría de extrañarte, a fin de cuentas no os conocéis tanto, ¿no es así?
—Eh, no, desde luego. Pero he sentido curiosidad, es todo.
Su hermano la contempló durante unos segundos y Jane se sintió tan expuesta que tuvo miedo de que él pudiera leer todo lo que llevaba oculto bajo la piel.
—Para tu información te diré que sí hemos recibido esa invitación —le dijo Lucien—, aunque he decidido no aceptarla.
—¿No? ¿Por qué no? ¿Y por qué no me has preguntado antes?
—Aún no sé si el marqués de Heyworth es una persona de confianza y, la verdad, no sabía que tenías tanto interés en pasar un fin de semana en el campo.
—No se trata de eso —comentó ella, improvisando sobre la marcha—. Pero es un hombre prominente y probablemente habrá invitado a las personas más importantes de Londres.
—Como a nosotros...
—¡Exacto!
—Estoy bromeando, Jane.
—Ya. —La joven se llevó los dedos a la frente, más nerviosa de lo que pretendía.
—¿Tienes algún interés en Heyworth?
—¿Eh?
—Que yo recuerde, no forma parte de la lista de jóvenes que te visitan con asiduidad.
—No le conozco mucho.
—Pero quieres que acepte esa invitación.
—Me gustaría, sí.
—Jane, recuerdas que sobre Heyworth pesa una maldición, ¿verdad?
—Nunca hubiese creído que eras un hombre supersticioso.
—Y no lo soy, pero las muertes de tantos hombres que han llevado ese título... ¿No te parecen demasiadas casualidades?
—Es posible —reconoció ella— pero, como bien dices, son solo casualidades.
Lucien hizo otra pausa y se reclinó en la silla.
—Está bien, escribiré aceptando —dijo al fin—. La invitación incluía a lady Clare, por cierto.
—Muy considerado por su parte.
—De todos modos, es poco probable que le veamos mucho durante el fin de semana.
Jane alzó las cejas.
—Tiene por costumbre ausentarse de sus propias fiestas —continuó Lucien—. En la última, saludó a los invitados nada más llegar y no se le volvió a ver en toda la noche. ¿No te parece un comportamiento de lo más excéntrico?
Jane asintió. Intuía que, en esta ocasión, Blake Norwood iba a estar más que presente, al menos con respecto a ella.
La sola posibilidad la hizo estremecer.
Los condes de Bainbridge eran famosos por sus fiestas y por sus escándalos. Poseían una de las mansiones más grandes y extravagantes de Mayfair, decorada a gusto de ambos con una mezcla imposible de colores y de adornos. Mientras él parecía sentir predilección por las armas medievales y los libros antiguos, su esposa adoraba lo rococó, que tan de moda había estado en el siglo anterior. En sus salones podían encontrarse armaduras completas junto a relojes de oro con intrincados relieves, escudos y espadas casi tan altas como un hombre colocadas sobre muebles dorados cargados de volutas.
No era infrecuente que él apareciera acompañado de su amante de turno, ni que su esposa hiciera lo propio con el caballero con el que estuviera compartiendo lecho en esos instantes, ni era tampoco extraño verlos discutir en mitad de una velada o arrojarse los objetos que tuviesen más a mano. Cuando eran invitados a alguna fiesta, el anfitrión procuraba guardar a buen recaudo sus piezas más valiosas o aquellas a las que les tuviera un cariño especial, porque muchas veces la generosa indemnización de los condes no compensaba la pérdida del objeto en cuestión. Sus reconciliaciones también eran sonadas, y en alguna ocasión se les había descubierto en los jardines o en alguna de las habitaciones dando rienda suelta a sus muestras de pasión.
Tenían por costumbre celebrar por todo lo alto dos o tres fiestas al año a las que no solo eran invitados los miembros de la nobleza, también los de la Cámara de los Comunes, artistas de toda índole, banqueros o empresarios. El resultado era una gran multitud que se movía por los distintos salones, en cada uno de los cuales tocaba una orquesta diferente, o incluso por el jardín, donde también se habilitaba un espacio para los bailarines. Los mejores chefs eran contratados para la ocasión y todos rivalizaban en confeccionar los canapés más originales y sabrosos, en una competición cuyos únicos vencedores al final eran los propios invitados, que gozaban de las exquisitas preparaciones distribuidas por las innumerables mesas repartidas por todas las estancias.
Fuegos artificiales, representaciones teatrales, trapecistas sobrevolando a los invitados, actores con el cuerpo pintado imitando a estatuas inmóviles... ni siquiera Blake era tan extravagante. Lo más curioso de todo, sin embargo, era que nadie quería perderse las fiestas de los Bainbridge. Todo el mundo acudía preguntándose con qué les sorprenderían en esa ocasión y si tendrían la suerte de contemplar alguna de sus legendarias peleas en público, que daban para semanas de chismorreos y de comentarios a media voz.
A Blake le gustaba presentarse en las fiestas cuando estas se hallaban en su apogeo, entre otros motivos para evitarse los saludos de cortesía de rigor. Tras haber ingerido algunas copas, la mayoría relajaba sus modales y otros no recordaban si ya se habían encontrado al inicio de la noche, lo que le evitaba un sinfín de conversaciones insípidas que no servían más que para crisparle los nervios.
Esa noche en concreto su objetivo era encontrar a lady Jane. No había recibido contestación a la invitación que había enviado a la mansión Milford y temía que su hermano Lucien hubiera decidido no asistir, lo que sería una verdadera lástima. Ella había sido la única razón para organizarla y, si lady Jane no se presentaba, aún estaba a tiempo de cancelarla.
Le llevó casi una hora dar con ella. Se hallaba en el jardín, en compañía de la señorita Caldwell y de varios caballeros, entre ellos lord Glenwood y el vizconde Malbury, lo que no le hizo especial ilusión. Había tenido la precaución de no invitarlos a su fiesta campestre, no deseaba competencia en sus propios dominios, pero era imposible no encontrárselos en todas partes. Mientras se aproximaba, pudo apreciar el cambio que se había operado en Evangeline Caldwell, ataviada con un vestido azul cielo que resaltaba el brillo de su piel. Hasta su actitud era distinta. Lejos de amilanarse y casi ocultarse tras su amiga como era su costumbre, parecía charlar con el vizconde Malbury. No del todo cómoda, según pudo apreciar, pero con bastante soltura.
En cuanto Jane le vio, lo que fuera que estuviera diciéndole a lord Glenwood se quedó muerto en sus labios.
—Lord Heyworth —le saludó el conde, visiblemente molesto con su interrupción.
—Miladies, caballeros. —Blake inclinó la cabeza, primero en dirección a las damas y luego a sus acompañantes—. Espero que me disculpen, pero lady Jane me había prometido la siguiente pieza.
—Sí, por supuesto, lo había olvidado —repuso ella con presteza—. Evangeline, creo que he visto a lady Ophelia en el salón azul.
Jane no iba a dejar a su amiga sola con aquellos caballeros, así es que le ofreció una salida digna mientras aceptaba su brazo y se alejaban del grupo.
—Está preciosa esta noche, lady Jane —le dijo él.
—¿Volvemos a las formalidades? —bromeó ella.
—Solo si tú quieres —le susurró, y notó cómo ella se estremecía a su lado—. ¿Puedo preguntar...?
—Hoy llevo ropa interior —terminó la frase por él—. Y cinco enaguas.
—Es una pena. —Blake no pudo ocultar una sonrisa.
—De haber sabido que vendrías le habría puesto remedio.
—Lady Jane, se está volviendo usted una joven muy atrevida.
La vio morderse los labios y habría jurado que sus mejillas se coloreaban. Luchó contra el deseo de arrastrarla hasta algún rincón del jardín para robarle algunos besos, pero había demasiada gente por todas partes y el riesgo de que los descubrieran era demasiado alto.
—¿Vendrás a Kent? —le preguntó, mientras entraban en uno de los salones y la cogía entre sus brazos. Lo cierto es que no tenía verdaderas intenciones de bailar con ella, pero había visto a Lucien Milford cerca de las puertas y pensó que era lo más seguro.
—¿A tu fiesta?
—No he recibido respuesta a la invitación. Tal vez no te guste la idea de alejarte de Londres en medio de la temporada, aunque sean solo un par de días.
—Lucien me prometió que contestaría, quizá lo haya olvidado.
—¿Eso significa que vendrás?
—Sí, por supuesto.
Blake sonrió con deleite.
—Veo que la noticia te hace feliz.
—No imaginas cuánto —le confesó él, que habló en voz baja pero sin mirarla—. Por si no has pensado en ello, Jane, estaremos bajo el mismo techo.
—Sí... sí que he pensado en ello —contestó, un tanto cohibida.
—Me alegro, porque tengo intención de pasar contigo algunos momentos memorables.
—Pero mi hermano estará allí, y lady Clare. Y habrá más invitados, imagino.
—Soy consciente de ello.
—Yo no sé si...
—Tranquila —adivinó sus pensamientos antes de que los hubiera terminado de formular—. No haremos nada que tú no quieras. Además, existen un montón de maneras de darle placer a una mujer sin arrebatarle su virginidad, ¿lo sabías?
Jane negó con la cabeza, al tiempo que trastabillaba y le pisaba un pie, igual que la noche de su primer baile.
—¿Cosas como las que hicimos en el King’s Theatre?
—Si prometes no volver a pisarme, te diré que lo que sucedió en la ópera no fue nada en comparación con lo que podríamos llegar a hacer.
La joven tragó saliva de forma audible y Blake luchó contra el deseo apremiante de besarla hasta desfallecer. Cualquiera que los estuviera mirando apenas notaría ningún cambio en ellos. Hablaban en voz baja, con los cuerpos tan separados como marcaban las reglas de etiqueta, sin mirarse apenas a los ojos y sin nada que indicara que entre ellos ardía una hoguera de dimensiones épicas.
—¿Pero cómo...? Quiero decir, todo el mundo se dará cuenta si desaparecemos, sobre todo mi hermano Lucien.
—¿También por la noche? —La miró un instante, con las cejas alzadas y un rictus divertido en la boca.
—Oh, Dios, si alguien nos descubre...
—Tranquila, lo tengo todo pensado.
La mansión Kent había sido construida a mediados de la Edad Media y, a lo largo de los siglos, había sufrido varias remodelaciones y ampliaciones. Lo que Jane no sabía, y no pensaba decirle todavía, era que entre su habitación y la de ella existía un pasadizo secreto. Uno que pensaba usar tan a menudo como le fuese posible mientras ella estuviera allí.