Querida lady Jane:
Soy de la opinión de que una fiesta campestre es el lugar perfecto para conocer mejor a su futuro pretendiente, sin las estrictas reglas de etiqueta que imperan en nuestros salones de baile. El aire puro del campo favorece las confidencias y nos permite pasar más tiempo con las personas de nuestro entorno.
Si tiene la fortuna de contar con algún caballero de su interés entre los invitados, la animo a observarlo y a intentar pasar el mayor tiempo posible con él. Descubra con qué actividades se muestra más relajado y cuáles son aquellas en las que es menos ducho o en las que se muestra irritable. Será un buen modo de calibrar cuántas cosas pueden tener en común y si sus respectivos caracteres son compatibles.
Dormir bajo el mismo techo que un hombre que haya sido capaz de despertar su interés puede resultar también peligroso para ambas partes. Las noches se hacen muy largas en camas extrañas y tal vez sienta la tentación de abandonar su alcoba con la excusa de bajar a la biblioteca o de tomar un poco el aire en el jardín, aunque en el fondo lo único que desee sea provocar cierto encuentro privado con el caballero en cuestión. Mi consejo es que no lo haga, porque las consecuencias podrían ser fatales, especialmente para usted. El mejor modo de resistir la tentación es que su doncella duerma en la misma habitación que usted, como medida disuasoria. No solo le hará compañía, sino que también evitará el impulso de abandonar su cuarto a medianoche y de evitar que una visita inesperada llame a su puerta a horas inapropiadas.
Suya afectuosa,
LADY MINERVA
Cómodamente instalada en el carruaje que los conducía a la mansión Heyworth, en Kent, Jane tuvo tiempo de reflexionar acerca de la relación que estaba manteniendo con el marqués. A pesar de la fascinación que él despertaba en ella, era consciente de que habían llegado demasiado lejos, y en los últimos días no cesaba de preguntarse si eso, a la larga, la perjudicaría de algún modo. Blake no parecía el tipo de hombre dispuesto a comprometerse y, hasta ese momento, a Jane no le había importado. O al menos no lo suficiente.
Sin embargo, estaba tan concentrada en él y en todo lo que la hacía sentir que apenas prestaba atención a otros caballeros que sí parecían tener la intención de cortejarla, especialmente al conde de Glenwood y al vizconde Malbury. Si algún día llegaba a contraer matrimonio con alguno de ellos, ¿se darían cuenta de que ya poseía cierta experiencia? ¿Era posible disimular algo así? ¿Estaría perdiendo, sin darse cuenta, la posibilidad de encontrar a un marido adecuado?
Observó a Lucien, sentado frente a ella y lady Clare. Parecía relajado, mientras que ella estaba hecha un manojo de nervios. En ese momento se arrepentía de haber insistido en que aceptara aquella invitación. No podía desprenderse de la sensación de que iba a meterse directamente en las fauces del lobo. Y estaba asustada. Asustada y terriblemente excitada. Ni siquiera podía llegar a imaginar qué tendría Blake preparado para ella ni cómo conseguiría llevarlo a cabo sin que nadie los descubriera. La sola posibilidad de que su hermano pudiera enterarse la llenaba de aprensión.
—¿Qué es lo que te pasa? —Lucien la observaba con una ceja alzada.
—Nada —respondió, mientras desviaba la vista hacia la ventanilla.
—No has parado de removerte desde que hemos subido al carruaje —le dijo—. ¿Necesitas... eh... ir al tocador?
—¿Qué? ¡No! Estoy bien. —Jane enrojeció. Su hermano jamás había mencionado ninguna cuestión fisiológica en referencia a ella, nunca.
—De acuerdo. Si tienes hambre, la señora Grant nos ha preparado unos bocadillos.
—No me apetecen.
—Si no te conociera, diría que estás nerviosa. —Lucien le dirigió una sonrisa burlona.
—Vamos a estar lejos de casa —improvisó ella.
—Jane, podemos volver cuando quieras. No es necesario esperar al domingo. Lo sabes, ¿verdad?
—Sería una descortesía.
—¿Y crees que a lord Heyworth le importará?
Bien sabía ella que sí, pero no podía contestar a esa pregunta, así es que volvió a concentrarse en el paisaje que se dibujaba al otro lado de la ventanilla, donde ondulaban los prados de la campiña inglesa.
Cuando finalmente la mansión Heyworth se estiró sobre la línea del horizonte, Jane no pudo resistir la tentación y asomó la cabeza, solo un instante, y volvió a ocupar su lugar, con el rostro lívido.
—¿Qué ocurre? —Lucien la observó, inquieto.
—¡Es enorme! —musitó—. Es un palacio, Lucien.
—Los Heyworth siempre han tenido mucho dinero.
—Nosotros tenemos mucho dinero, Lucien. —Jane dirigió a Clare una mirada de disculpa por sacar a colación aquel tema—. Esto es... otra cosa.
Intrigado, Lucien asomó también la cabeza.
—Sí, es...
—¿Abrumador?
—Bueno...
—No te reprimas, Clare. —Jane se dirigió hacia su futura cuñada.
—Eh, no es necesario, gracias. Ya conozco la propiedad.
—¿Ya has estado aquí? —Lucien miró a la joven—. No habías comentado nada.
—Fue hace algunos años —confesó Clare, algo turbada—. Acudí con mis padres, cuando el viejo marqués aún vivía.
—¿Es tan impresionante por dentro como por fuera? —se interesó Jane.
—Yo diría que más.
Jane abrió los ojos, asombrada. Había oído comentar que el marqués poseía una considerable fortuna, pero aquello excedía cualquier imagen que ella hubiese podido conjurar en su imaginación. Y aquella, según sabía, era solo una de las muchas propiedades que le pertenecían.
Cuando el carruaje se detuvo al fin frente a la escalinata principal, Jane se tomó unos segundos para observar todo el conjunto. Se trataba de un edificio de tres plantas, con una cuarta abuhardillada que imaginó albergaría las dependencias de los criados, y tenía forma de U, con los extremos algo alargados. Construida en piedra clara, estaba tachonada de ventanales, de relieves y de cenefas.
Un lacayo vestido de librea, en tono azul marino y con los adornos dorados, les abrió la portezuela y los ayudó a bajar. La fachada principal contaba con un saledizo que hacía las veces de porche, sostenido por al menos una docena de columnas torneadas. Otros cuatro lacayos se hallaban junto a las enormes puertas para darles la bienvenida.
Jane echó un rápido vistazo a los ventanales, por si veía a Blake en alguno de ellos, pero no fue capaz de apreciar ningún movimiento, ni sintió, como otras veces, la sensación de que alguien la observaba.
Fueron conducidos al interior, donde el mayordomo los aguardaba. Lucien se presentó y el hombre no necesitó consultar ninguna lista para saber qué habitaciones les correspondían.
—Esto es... —musitó Clare—. No se parece en nada a los recuerdos que tenía de esta mansión.
El mayordomo pareció escucharla, porque se apresuró a contestar.
—Lord Heyworth ha hecho algunos cambios, milady.
El enorme recibidor, con el suelo de madera pulido y lustroso, estaba cubierto por gruesas alfombras, y las paredes, casi desprovistas de adornos, se habían pintado de un ocre suave. Varias mesitas adosadas a los muros albergaban jarrones con flores frescas. La decoración era sencilla, sobria incluso, pero elegante, lo que no dejó de extrañar a Jane. Había supuesto que Blake llenaría cada rincón con todo tipo de fruslerías, a cuál más extravagante.
La escalera, situada a la derecha, ascendía en línea recta hasta el piso superior, adonde fueron conducidos. Allí la decoración era distinta, más acorde con la personalidad que ella atribuía al marqués. Colores más vivos en suelos y paredes, y algunos cuadros adornando los muros, aunque no eran retratos de familia, lo que cabía esperar en un lugar tan antiguo como aquel. Se trataba de pinturas de excelente calidad, en su mayoría paisajes o reproducciones de cuadros famosos, aunque Jane intuyó que entre ellos era muy probable que hubiese algún original. No había duda de que el marqués podía permitírselo.
El mayordomo los condujo por el pasillo situado a la derecha y les mostró sus habitaciones, situadas casi en el extremo. La primera era la de Lucien, la segunda estaba destinada a Clare y la última fue para Jane. Allí la esperaba ya su doncella, Alice, que había llegado unas horas antes con su equipaje. Al parecer, iba a hospedarse junto al resto del servicio en el último piso, y Jane no pudo evitar sonreír al pensar en la última carta de lady Minerva, que le aconsejaba exactamente lo contrario.
La habitación era mucho mayor que la que poseía en la mansión Milford, con una cama de enorme tamaño situada en un lateral. Un par de sofás e igual número de sillones formaban un pequeño rincón junto a los ventanales, y una mesa alta con cuatro sillas ocupaban otra de las esquinas. En la pared situada frente a la puerta había una chimenea de mármol flanqueada por estanterías de madera, con las baldas llenas de lo que parecían libros, aunque Jane sospechó que solo se trataba de maquetas debidamente pintadas. En su casa también las había, para llenar los huecos y proporcionar cierta sensación hogareña. Sin embargo, en cuanto se aproximó, comprobó que no era el caso, al menos no del todo. La mayoría eran libros de verdad, ediciones lujosas de novelas y libros de caballería, de tratados de medicina, historia y botánica, de teatro, de poesía... Allí había lectura suficiente como para tenerla entretenida toda una vida.
La habitación estaba decorada en tonos rosados y blancos, y era indudablemente una estancia pensada para una dama, con un tocador de palisandro de exuberante belleza y un espacioso vestidor donde ya colgaban los vestidos que había llevado para la ocasión, entre ellos aquel que Evangeline se había probado en su cuarto. Pensó que su color encajaba a la perfección con el decorado de la estancia y eso, por algún absurdo motivo, la hizo sonreír.
Se preguntó dónde estaría Blake y por qué no había acudido a recibirlos, y si los demás invitados ya se encontrarían también allí. Saberlo bajo el mismo techo le provocó un ligero temblor y la perspectiva de pasar la primera noche allí, a pocos metros de él, le contrajo todos los músculos del cuerpo. La luz dorada del atardecer bañó de dorados la estancia y se dio cuenta de que faltaban pocas horas para que eso sucediese.
Alice, su doncella, preparaba en ese momento el vestido que iba a llevar para la cena, cuando se reuniría al fin con los demás invitados, solo que apenas pudo prestarle atención. Una repentina flojera se había adueñado de su cuerpo y tuvo que tomar asiento en uno de los sillones. Trató de serenar su ánimo volviendo la cabeza hacia el ventanal, donde los bosques que rodeaban la propiedad se extendían hasta alcanzar los campos circundantes y el pequeño pueblo que se recortaba más allá, del que sobresalía, orgulloso, el campanario de la iglesia.
Una visión que, por algún extraño motivo, la dejó turbada.
Blake había estado pendiente durante todo el día de la llegada de sus invitados, cómodamente instalado junto a uno de los ventanales de sus aposentos, situados en uno de los extremos de aquella U de piedra. Cualquiera que hubiera podido observarlo solo habría visto a un hombre atractivo, de mentón cuadrado, cabello oscuro y mirada profunda, que parecía perdido en sus pensamientos y al que nada parecía importarle. Por dentro, sin embargo, Blake sentía los nervios atenazar su estómago. ¿Y si lady Jane no podía asistir en el último momento por algún contratiempo? ¿Y si se lo había pensado mejor y decidía no acudir? De hecho, no podría habérselo reprochado.
Durante toda la tarde permaneció al acecho y, uno a uno, vio llegar los distintos carruajes, y no se levantó del sillón hasta que Jane bajó de uno de ellos. La contempló alzar la cabeza y recorrer los ventanales con la mirada, sin duda esperando encontrarlo tras alguno de ellos, pero su escrutinio no alcanzó su destino y entró en la mansión sin saber que él la había estado observando, esperándola.
Finalmente llegó la hora de presentarse ante sus invitados, en una pequeña recepción previa a la cena. Blake entró en el salón ataviado con uno de sus trajes más elegantes y todas las conversaciones cesaron al instante. Buscó a Jane con la mirada y la encontró en un rincón, cerca de su hermano y de la prometida de este, charlando con Frederica Parsons. Sus miradas se encontraron apenas un instante, antes de que Blake les diera a todos la bienvenida. Luego decidió confraternizar un poco con los asistentes, aunque no era su costumbre, porque en ese momento no se le ocurría el modo de poder dirigirle unas palabras a solas.
Coincidió con Lucien unos minutos después, junto a la mesa de las bebidas.
—Milord... —lo saludó el vizconde.
—Lord Danforth, me alegra que hayan aceptado mi invitación —dijo Blake.
—No fue decisión mía —respondió el otro, algo seco.
—En realidad yo... quería aprovechar para disculparme por el incidente en el club, el mes pasado.
—¿Se refiere a aquel en el que casi le salvé el pellejo? —ironizó Lucien.
—Eh, sí. Me temo que mi comportamiento fue muy descortés.
—Eso es quedarse corto.
—Y grosero —puntualizó Blake.
—Sí, en eso sin duda le doy la razón.
—Ya me comentó que no le resulto simpático, así es que mi agradecimiento es aún mayor. No quiero ni pensar lo que sería usted capaz de hacer por un amigo.
—Seguramente jugarme el pellejo con él.
Blake supo que no mentía y, durante un instante, se preguntó cómo sería contar con un amigo como él. En Filadelfia poseía buenas amistades, hombres con los que había estudiado o con los que había hecho negocios, pero en Inglaterra estaba solo. No le había importado demasiado, porque aún no tenía muy claro si iba a quedarse de forma indefinida, haciendo honor al título que había heredado. De momento ya llevaba allí más de año y medio y todavía no había tomado esa decisión.
—Espero que disfruten de su estancia, milord —se despidió Blake, que no deseaba ahondar en aquellos pensamientos.
Volvió a buscar a Jane con la mirada y la vio junto a uno de los ventanales que daban al jardín. Su futura cuñada la acompañaba en esta ocasión, y se acercó a saludarlas.
—Veo que ha hecho algunos cambios en la propiedad, milord —le dijo lady Clare tras los saludos iniciales.
—En realidad he cambiado todo lo que era humanamente posible sin tirar el edificio abajo —reconoció.
Ambas mujeres lo miraron, intrigadas, y tuvo que hacer un esfuerzo para no elevar su mano y borrar con el pulgar el entrecejo fruncido de lady Jane.
—Quería darle un aire totalmente distinto, es todo —puntualizó.
—Claro —dijo lady Clare—. Permítame decirle que lo ha conseguido.
Blake asintió, complacido.
—Tengo entendido que se fue usted a América siendo niño —comentó Jane.
—Así es. A los ocho años, tras la muerte de mi padre.
—Es curioso que aún conserve recuerdos de aquella época asociados a esta casa.
—¿Qué le hace suponer tal cosa? —Ahora el intrigado era él.
—No se me ocurre ningún otro motivo que explique un cambio tan drástico.
—Jane, creo que eso no ha sido muy cortés —intervino lady Clare, algo azorada.
—No la disculpe, lady Clare. —Blake miró a Jane y le sonrió—. Su futura cuñada es una joven muy perspicaz.
—Lo siento, lord Heyworth —musitó Jane.
—Por favor, insisto, no es necesario que...
—No me estoy disculpando.
—Oh.
—Yo... solo lamento que no fuesen recuerdos felices. Es todo.
Blake sintió aquella mirada cargada de compasión azotarlo como un vendaval. Había sinceridad en aquellos ojos, incluso afecto y, aunque no necesitaba ninguna de esas cosas en su vida, sí que deseó que la habitación se vaciase de repente para poder besar a Jane hasta la madrugada.
Jane había sido sincera. Había intuido los motivos que se ocultaban tras aquella remodelación, pero confirmarlos no le supuso ninguna satisfacción. Le costaba imaginarse a Blake siendo niño, y que hubiera podido sufrir de algún modo le hacía daño. Tenía la edad de Kenneth, su hermano pequeño, que por desgracia también había sufrido ya demasiado pese a su corta edad. Si hubiera estado en su mano, con gusto le habría ahorrado todas sus congojas, a ambos.
El marqués se despidió de ellas y a Jane se le quedó un hueco enorme en el centro del pecho. Lady Clare le recriminaba en ese instante su falta de tacto y ella procuraba mostrarse contrita, aunque con el rabillo del ojo observaba a Blake moviéndose por la sala. Había más de treinta personas allí, aunque entre ellas no se encontraban ni el conde de Glenwood ni el vizconde Malbury. De hecho, los pocos jóvenes solteros que se hallaban en la sala resultaban bastante inofensivos, y uno de ellos, según sabía, ya estaba prometido. El marqués había jugado bien sus cartas. Los invitados eran personas relevantes, pero ninguna que supusiera una amenaza para sus posibles planes con ella. Unos planes que aún desconocía y que le estaban destrozando los nervios.
Durante la cena, Jane estuvo sentada lo bastante lejos de él como para no levantar sospechas, lo que demostraba una vez más lo cuidadoso que había sido con los detalles. De hecho, por la escasa atención que le prestaba, ni el más sagaz habría podido adivinar el juego que se traían entre manos, aunque eso no logró mitigar su angustia. Apenas fue capaz de participar en las conversaciones de sus vecinos de mesa, ni de probar más que un par de bocados de los apetitosos platos que colocaron frente a ella. Cuando concluyó el ágape y los invitados se dirigieron al salón de baile, sentía el cuerpo agarrotado.
La enorme estancia, con cabida para más de quinientas personas, se había dividido con una serie de biombos y sofás, reduciendo su tamaño lo suficiente como para que no resultara apabullante. Sin embargo, el efecto solo funcionó a medias, porque la sala era majestuosa, de altos techos decorados con frescos, volutas en las paredes y unas lámparas de hierro forjado que le parecieron una maravilla.
El marqués inició el baile con una de las damas presentes, cuyo marido también la acompañaba, y luego solicitó una danza al resto de las asistentes. Era una fiesta pequeña y, al parecer, bastante bien avenida, y Jane tuvo la oportunidad de bailar con algunos de los caballeros antes de que Blake, al fin, acudiera a buscarla.
—No sabes cuánto me alegra que hayas venido —le susurró él, sin mirarla siquiera, muy metido en su papel de anfitrión.
—Yo... también me alegro de estar aquí.
—Jane, esta noche...
—No.
En ese momento sí la miró. Jane no sabía por qué había sido tan tajante. ¿No había acudido a aquella mansión precisamente para tener la oportunidad de estar con él? Así era, solo que, de repente, le pareció demasiado imprudente. Una absoluta locura.
—Por favor, no insistas —le suplicó.
—No pensaba hacerlo —comentó él, con más amabilidad de la que esperaba.
—Es... muy arriesgado.
—E increíblemente excitante.
Su voz pareció acariciarle la piel, y Jane tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para mantenerse serena. Percibía sus manos, una de ellas posada en mitad de su espalda, y a través de la tela notaba el calor que irradiaba, deshaciendo todos sus huesos. Concentró su mirada en el níveo corbatín, convencida de que, si se encontraba con sus ojos o con su boca de labios finos y bien delineados, rendiría su castillo sin luchar. Se preparó para defender su postura, pero Blake no insistió. De hecho, no pronunció ni una sola palabra durante el tiempo que duró el baile y, cuando la dejó junto a lady Clare, Jane no sabía si se sentía satisfecha o desilusionada.
Un rato después, el marqués se retiró. Había bailado con todas las damas presentes y, como ya había aventurado Lucien, desapareció de su propia fiesta. Sin él en la sala, a Jane se le antojó mucho más grande y mucho más vacía.