Jane apenas había podido conciliar el sueño. En cuanto se metió bajo las sábanas, se imaginó el cuerpo de Blake junto al suyo y ya no fue capaz de pensar en otra cosa. Estaban durmiendo en la misma casa, quizá a pocos metros de distancia, e intuía que él estaría pensando en ella del mismo modo que ella en él. No tardó en arrepentirse de haberse dejado guiar por sus miedos. El marqués era un hombre inteligente, y seguro que habría encontrado el modo de que pudieran verse sin llamar la atención de nadie y sin provocar un escándalo. ¿Por qué no había confiado en él? Era poco probable que volvieran a disfrutar de una oportunidad como aquella, tal vez la única en su vida. ¿Y si el hombre con el que llegara a casarse no lograba arrancar de ella los destellos que Blake provocaba con tanta facilidad?
Cuando al fin amaneció, Jane había tomado una decisión. Aún les quedaba una noche, una noche que estaba dispuesta a compartir con él, si es que su rechazo no lo había apartado de ella. Con ese ánimo se unió a los invitados, que primero salieron a cabalgar y luego jugaron un partido de críquet. Sentir el aire en las mejillas, a pesar de montar a horcajadas, despejó su mente abotargada, y la partida relajó sus músculos doloridos. Sin embargo, Blake no apareció en toda la mañana. ¿Cómo iba a hacerle saber que había cambiado de opinión si no se dignaba a hacer acto de presencia?
A la hora del almuerzo, el marqués se reunió de nuevo con los invitados, y ella tuvo que agarrarse con fuerza a la silla para no levantarse de un salto e ir en su busca.
—Esta mañana lo hemos echado de menos, milord —le dijo en cuanto tuvo la oportunidad de acercarse un poco.
—¿Usted de forma especial? —le preguntó, alzando una ceja.
—Desde luego.
—De haberlo sabido, no dudes que habría compartido cada minuto contigo —susurró él, tuteándola de nuevo.
Jane notó el calor recorrer cada fibra de su ser y disimuló una sonrisa mientras dejaba que su mirada se perdiera más allá de la habitación, como si el marqués y ella intercambiaran unas breves frases sin importancia sobre el tiempo o sobre cualquier otro tema igual de banal.
—¿Por qué supones que no deseaba verte?
—Tu actitud la noche pasada me hizo suponerlo.
—No se trata de eso. Yo... solo estaba un poco asustada —reconoció—. La habitación de mi hermano está muy cerca de la mía, demasiado cerca.
—¿Y crees que no lo había tenido en cuenta?
—Pero si alguien te encuentra en el pasillo, ¿qué explicación vas a dar?
—¿El pasillo? —Blake la miró un instante, con tanto ardor en su mirada que Jane se atragantó con su propia saliva—. Hay otras maneras de acceder a tu cuarto, querida.
—¿Piensas escalar hasta mi ventana?
—Hummm, tampoco.
Jane enarcó las cejas. Si no pensaba entrar por la puerta ni tampoco por la ventana, ¿cómo diablos iba a lograr colarse en su habitación?
—Si tienes intención de esconderte en mi vestidor, te aseguro que mi doncella lo revisa a diario.
—Después de comer te haré una pequeña visita y te mostraré el modo —le dijo él, que le dedicó un guiño antes de alejarse para charlar con un par de caballeros.
La hora de la comida se le hizo interminable. Estaba tan nerviosa que pensó que todo el mundo se daría cuenta de que tramaba algo, pero la única persona que podría haber detectado su extraño estado de ánimo, su hermano Lucien, se hallaba en el otro extremo de la mesa. Cuando todo el mundo se retiró a sus habitaciones para descansar antes de las actividades que se habían preparado para esa tarde, Jane subió las escaleras esforzándose por no correr. Una vez en sus aposentos, no supo muy bien qué hacer. ¿Debía quitarse las enaguas y la ropa interior?
Miró por la ventana, esperando encontrar una escalera de mano apoyada junto al alféizar, pero no vio nada semejante. De repente sonaron unos golpes en la puerta. ¿Acaso el marqués se había vuelto loco? ¡Le había asegurado que no correría ningún riesgo! Abrió con el corazón en un puño, pero no fue a Blake a quien encontró en el umbral.
—He pensado que podríamos jugar una partida de naipes —le dijo Lucien, entrando en la estancia como si fuese la suya propia—. Sé lo mucho que te disgusta la hora de la siesta.
—Ah, sí, aunque, a decir verdad, hoy estoy un poco cansada.
—Oh, vamos, pero si la cabalgada ha sido muy corta. En Bedfordshire te pasas a caballo la mitad del día sin agotarte.
—Tienes razón —sonrió ella, que no sabía qué excusa podía darle a su hermano para que se marchase.
Tomaron asiento en la mesa alta y Lucien sacó una baraja del bolsillo de su chaqueta. Jane comenzó a sudar. ¿Y si aparecía Blake de repente, sin saber que Lucien se encontraba allí? Con un oído pendiente de los sonidos que provenían del pasillo, y temiendo que alguien llamara a la puerta, fue incapaz de concentrarse en el juego.
—Pues quizá sí estás cansada —reconoció Lucien, burlón—. Creo que nunca te había ganado tantas manos seguidas.
—No cantes victoria tan rápido, hermanito —replicó ella, que hizo un esfuerzo para concentrarse en las cartas. Por nada del mundo iba a permitir que su hermano sospechase siquiera lo nerviosa que estaba.
Jugaron durante casi una hora, en la que Jane logró relajarse lo suficiente como para disfrutar incluso de aquel rato con Lucien. Finalmente, él extrajo su reloj de bolsillo y comprobó la hora.
—Me temo que he de dejarte ya. —Comenzó a recoger las cartas—. El marqués ha organizado una competición de tiro al arco para los caballeros y antes quisiera cambiarme de ropa.
—¿Tiro con... arco?
—Sí, ¿te lo puedes creer? Nunca he usado uno de esos artilugios. Igual están de moda en América, vete a saber. —Lucien se levantó y volvió a ponerse la chaqueta, que había dejado sobre el respaldo de su silla—. De lo que no hay duda es de que Heyworth es original hasta en sus fiestas campestres. En fin, espero que bajes a verme ganar, o al menos intentarlo.
—Por supuesto. Descansaré unos minutos y luego yo también me cambiaré de ropa.
Lucien le dio un beso en la frente y se marchó. Jane se quedó allí sentada mirando hacia la puerta.
—¿Tu hermano y tú sois muy aficionados a las cartas?
Jane dio un grito y se puso en pie de inmediato. Detrás de ella se encontraba Blake, que había accedido a la habitación por lo que parecía un pasadizo oculto tras una de las estanterías.
—Pero... pero...
—Te dije que había un modo seguro de llegar hasta tu habitación, Jane.
Blake sonrió y avanzó un par de pasos y ella ya no pudo aguantar más y se arrojó en sus brazos. La boca del marqués se cernió sobre la suya y ella gimió de placer en cuanto la sangre comenzó a bombearle con fuerza por todo el cuerpo.
—Es una pena que no hayas podido despedir a tu hermano mucho antes —susurraba él mientras mordisqueaba el lóbulo de su oreja y el contorno de su mandíbula—. Apenas tenemos tiempo ahora.
—Lo sé, lo sé —musitó ella, que buscó su boca para fundirse de nuevo con sus labios.
—Esta noche te compensaré, lo prometo —le dijo él. Tomó su rostro entre las manos y le dio un último beso cargado de intenciones.
Cuando desapareció y la estantería volvió a ocupar su lugar, Jane se pellizcó las mejillas para cerciorarse de que lo que acababa de suceder no había sido un sueño.
La hora que Blake había pasado escondido en aquel húmedo pasadizo había sido de las más largas de su vida. Sin nada que hacer, y temiendo marcharse por si Lucien desaparecía antes de lo esperado, había aguardado con paciencia a que Jane se encontrase a solas. Por desgracia, ya no disponía de tiempo. Aunque no le importaba llegar con retraso a cualquier acontecimiento social, en este caso él era el anfitrión, y si tanto Jane como él llegaban tarde podrían levantar sospechas. Dejarla allí después de haber tenido la oportunidad de besarla de nuevo había sido también una dura prueba, y solo la promesa de lo que estaba por llegar logró serenar sus ánimos lo suficiente como para afrontar el resto de la tarde.
La competición de tiro con arco resultó bastante divertida, y Lucien mostró una habilidad innata que lo convirtió en el campeón de la tarde. Blake había optado por no participar, porque él sí era bastante diestro en aquellos menesteres, una afición que su abuelo le había inculcado en Filadelfia. Apenas le dedicó a Jane más miradas que al resto de los invitados, pero sentía su presencia como si la llevara cosida al costado.
El tiempo no corría lo bastante deprisa para su gusto pero, cuando quiso darse cuenta, ya había pasado la hora de la cena y volvió a alternar con los asistentes en el salón, aunque en esta ocasión no bailó con nadie y se retiró todavía más temprano.
Aguardó paciente en su alcoba, sumergido en la lectura de un libro, aunque apenas fue capaz de pasar un par de páginas, concentrado en las manecillas del reloj que descansaba sobre la chimenea. No podía acudir demasiado temprano a la habitación de Jane, por si acaso a Lucien le daba por volver a visitarla. La espera se le hizo interminable. Al fin, cuando ya hacía rato que la pequeña orquesta había dejado de sonar, se levantó, se aseó de nuevo y abrió el pasadizo oculto en el interior de su vestidor. Lo habían descubierto los empleados que se habían encargado de la remodelación y, aunque entonces presentaba un aspecto deplorable por la falta de uso, hizo que lo reacondicionaran. Uno nunca sabía cuándo le iba a hacer falta utilizarlo.
Una vez que llegó tras la estantería del cuarto de Jane, se aproximó a una estrecha mirilla para comprobar que estaba sola y aguzó el oído, por si su posible visitante quedaba fuera de su campo de visión. No vio a la joven, pero tampoco a nadie más, así es que se atrevió a abrir una rendija, lo suficiente como para verla adormilada en el sofá, sin duda esperándole. La luz de la luna dibujaba sombras sobre su camisón blanco y Blake sonrió al pensar que se lo había puesto para él. Con el cabello desparramado sobre el respaldo y con su delicada y pequeña boca entreabierta, estaba tan hermosa que, de haber sabido cómo hacerlo, la habría inmortalizado en un cuadro. Jane debió de percibir su presencia, porque abrió los ojos y dio un respingo al verlo allí.
Blake pensó en algo bonito que decirle, pero no fue capaz de encontrar ninguna palabra que hiciera justicia a aquel momento y, al parecer, ella no la esperaba tampoco. Se levantó y dio un paso hacia él. Blake recorrió el resto de la distancia que los separaba y la envolvió con su cuerpo.
—Has venido —musitó ella entre beso y beso.
—¿Acaso lo dudabas?
—No lo sé... —contestó ella, que echó el cuello hacia atrás para proporcionarle mejor acceso—. No.
Blake soltó una risita. Era evidente que ya no podía pensar con claridad y él tampoco. Notaba la calidez de su piel a través de la fina tela del camisón, pero necesitaba sentirla más cerca, mucho más. La tomó en brazos y la estiró sobre la cama, y el cuerpo de Jane se tensó y lo miró con aprensión.
—No tengas miedo, Jane. No haremos nada que tú no desees —le aseguró—. Y cuando quieras que me detenga solo tienes que decirlo, ¿de acuerdo?
Ella se limitó a asentir, con los ojos tan brillantes como dos ascuas. Blake se tendió a su lado y continuó besándola, los labios y las mejillas, los lóbulos de sus orejas y aquel cuello infinito. Jane gemía y jadeaba junto a su boca, agarrándose a su pelo y a sus hombros, arqueando la espalda buscando ese contacto que ambos anhelaban. Con delicadeza, él bajó un poco el camisón, hasta que los senos quedaron al aire, con los pezones ya enhiestos. Trazó una senda de besos desde su clavícula hasta el nacimiento de uno de ellos, y luego atrapó entre sus labios aquella dulce protuberancia, que mordisqueó y succionó hasta que la sintió derretirse bajo él. Con la mano libre alzó la tela para acariciar una de sus piernas, que ella dobló un poco hacia arriba, dándole acceso. Blake sonrió al comprobar que no llevaba ropa interior, y la recorrió entera, sin atreverse aún a aproximarse a la confluencia de los muslos.
—Quítate... la ropa —jadeó Jane.
—¿Qué? —Blake alzó la cabeza.
—Quiero sentirte.
La miró. Vio sus labios hinchados y las mejillas arreboladas, los ojos como dos llamas ardientes y la piel caliente y enrojecida. No necesitó que se lo repitiera. Se alzó sobre sus rodillas y se quitó la chaqueta y la camisa en mucho menos tiempo del que había tardado en ponérselas y pegó su torso desnudo al de ella. Jane soltó un gemido ahogado y él hizo lo propio. Dios, qué sensación más dulce era sentirla así, pegada a él, como si fuese una parte de sí mismo.
«Cuidado, Blake —pensó, mordido por su conciencia—. No puedes llegar hasta el final, lo sabes. Debes controlarte.»
Lo sabía, claro que lo sabía, igual que sabía que iba a ser lo más condenadamente difícil que hubiese hecho jamás, porque el cuerpo de Jane le llamaba como el canto de las sirenas a Ulises, solo que él no disponía de ninguna cuerda ni de ningún mástil al que amarrarse.
Pese a todo, alzó un poco más el camisón, y dejó que sus dedos aletearan junto al sexo de la joven, que parecía lava líquida. La prenda se había enredado en la cintura de Jane que, lejos de mostrarse cohibida con su desnudez, se movía bajo sus manos anhelando aumentar el contacto. Blake besó su costado, sorteó el montículo de ropa y continuó con la curva de su cadera, y cada beso lo acercaba más al centro del paraíso. Cuando ella comprendió lo que pretendía se envaró.
—Blake, no..., ¿qué haces?
—Chisss, tranquila. Está bien. Te prometo que lo vas a disfrutar.
Ella lo miró con una ceja alzada, pero pareció confiar en él y volvió a relajarse. Blake continuó con su avance y sonrió cuando vio cómo abría un poco las piernas para darle acceso. Con un movimiento suave, se colocó entre ellas y sopló en el centro de su femineidad, que arrancó de Jane un suspiro ahogado. Lo repitió un par de veces más, provocando la misma reacción, antes de posar sus labios en aquella zona. Jane dio un bote sobre la cama y la vio coger una almohada y taparse la cara con ella para ahogar los gemidos. Era perfecta. Suave, dulce y cálida, y Blake la besó y lamió hasta que ella se arqueó y tensó los muslos, mientras sofocada los gritos de placer contra la almohada.
Blake abandonó su puesto y realizó el camino inverso, buscando de nuevo su boca, para que ella conociera su propio sabor. Jane, que aún no se había recuperado, se entregó con ansias renovadas, como si hubiera resurgido de las cenizas de su orgasmo en busca del siguiente. Él se tendió sobre ella y comenzó a frotarse contra su sexo húmedo, sintiendo que su erección estaba a punto de horadar sus pantalones. Ella se removía bajo sus caderas y, cuando lo envolvió con las piernas, creyó que se moriría allí mismo.
—Quítate los pantalones —logró articular Jane.
—No... no puedo —dijo él, que no podía creerse que hubiese sido capaz de pronunciar aquellas palabras, en su estado—. Es demasiado peligroso, Jane.
—¿Por qué?
—Porque entonces no sé si podré detenerme. Eres... eres fuego, y yo me muero por quemarme contigo.
—Entonces déjate la ropa interior.
Blake calibró la sugerencia. En ropa interior podría sentirla mucho más, aunque también resultaría muy fácil traspasar esa última frontera. Ella gimoteó de nuevo su petición, y él ya no pudo resistirse. En un instante se hallaba prácticamente desnudo, con aquel rectángulo de ropa cubriendo su virilidad, y con Jane abrazándose a su cuerpo como si ansiara fundirse con él.
Apoyó las manos sobre el colchón y la contempló mientras se movía sobre ella. Dios, la sentía tan cerca, tan infinitamente cerca, que le dio vértigo. Aproximó la punta de su miembro a la húmeda abertura y empujó con suavidad, solo un par de veces, porque Jane volvió a coger la almohada para ahogar sus gritos en ella, mientras se arqueaba buscándolo una vez más.
«Si no mueres de esta, viejo —se dijo Blake—, te mereces una medalla.»
Totalmente desmadejada, Jane retiró el cojín y lo miró. Su respiración entrecortada apenas le permitía hablar. Blake, exhausto, y más excitado de lo que había estado jamás, se dejó caer junto a ella.
Con los ojos cerrados, la escuchó recuperar poco a poco el ritmo de su respiración y no pudo evitar una sonrisa de pura satisfacción.
—Quiero tocarte —le susurró Jane.
Blake abrió los ojos y la miró, vio cómo ella deslizaba la vista por su torso hasta la protuberancia bajo sus calzones, que vibró llena de vida. Jane posó una mano sobre su pecho y comenzó a descender trazando pequeños círculos. Estuvo a punto de pedirle que se detuviera, pero fue incapaz, hechizado por aquellos dedos que trazaban arabescos sobre su piel. Con una osadía impropia de ella, la vio deslizar su mano por debajo de la cinturilla de la prenda y, con la primera caricia, su espalda se arqueó.
—Jane, vas a matarme —susurró, con los ojos cerrados.
Ella soltó una risita y su comentario pareció envalentonarla, porque la mano se cerró en torno a su miembro y apretó un poco, tal vez incluso demasiado. Comprendió de inmediato que ella no sabía qué debía hacer, ni cómo hacerlo. Blake llevó su propia mano al mismo lugar, envolvió la de Jane, y fue guiándola con suavidad para indicarle cómo darle placer. Demostró ser una alumna aplicada, porque enseguida no necesitó de ayuda.
Blake sentía arder todas las partes de su cuerpo bajo el contacto de aquella mujer, cuyo cuerpo se restregaba contra el suyo a medida que aceleraba sus movimientos. De repente le soltó, le bajó los calzones y lo miró, al principio un tanto sorprendida por lo que la tela había ocultado. Blake temió que su expuesta virilidad le causara miedo, o tal vez aprensión, pero no pareció ser el caso, porque se tumbó sobre él con una sonrisa de puro deleite. Sintió un momento de pánico hasta que comprendió que ella solo pretendía rozarse con él. Pegó sus caderas y luego fue bajando con delicadeza por su vientre y sus senos, sin dejar de mirarlo. Sus ojos oscuros eran dos pedazos de noche, brillantes de excitación, y parecía encantada con lo que estaba descubriendo. Le hizo pensar en una poderosa amazona subyugando a uno de sus prisioneros. Continuó contoneándose sobre él, desde los senos hasta las caderas y, de vez en cuando, volvía a sujetar su virilidad y a mover su mano arriba y abajo. Blake iba a volverse loco.
La cogió por los costados y la tumbó sobre la cama, y entonces fue él quien la recorrió con su cuerpo, mientras la invitaba a acariciarse y él hacía lo mismo. Jane se mostró algo tímida al principio, pero sus reservas cayeron como por ensalmo en cuanto succionó sus pezones. Blake se puso de rodillas, quería observarla, quería mirar cómo ella se tocaba y cómo alcanzaba el orgasmo, mientras él hacía lo mismo junto a ella. Cuando notó cómo el ritmo de su respiración se aceleraba y cómo comenzaba a elevar sus caderas, buscándolo en el vacío, supo que había llegado el momento. Tan pronto como la escuchó estallar, se derramó sobre aquellos senos de terciopelo, sin tiempo a retirarse lo suficiente para no mancharla.
Blake la miró unos segundos. Observó sus ojos cerrados y su boca entreabierta, y aquella piel sin mácula donde ahora brillaba la prueba de su propio orgasmo. Ni en sus más atrevidos sueños había imaginado que llegaría tan lejos con aquella joven inexperta en lo que solo era un entretenimiento pasajero. Oh, claro que sabía que esa noche la haría disfrutar y que la invitaría a descubrir nuevos placeres, pero no había contado con que él se dejaría arrastrar, ni tan lejos. Demasiado lejos.
Frunció el ceño, molesto consigo mismo. ¿Qué diantres estaba haciendo con aquella muchacha? Desnuda sobre aquella cama, con el camisón hecho un guiñapo alrededor de su cintura y el pecho manchado con su semilla, parecía una cortesana abandonada a los placeres de la carne. ¿Qué habría hecho si ella se hubiera mostrado dispuesta a llegar un poco más allá? ¿Habría reunido el valor suficiente como para negarse? ¿Y adónde los habría conducido eso, a ambos? Una cosa era juguetear un poco, experimentar, vivir un puñado de instantes deliciosos... pero aquello estaba mal. Él no tenía intención de pedir su mano, e intuía que ella era consciente de ese hecho. Podía haberla arruinado para siempre, podría haberlos arruinado a ambos.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Jane, lánguida.
—Nada —contestó, hosco. Se levantó de un salto, cogió su ropa interior y limpió sus senos con delicadeza, mientras ella lo observaba entre divertida y enternecida—. Lo siento. No pretendía que sucediera esto.
—No te disculpes, Blake. —Jane se incorporó sobre sus codos y enredó una mano entre sus cabellos—. Ha sido... fantástico. Yo no sabía que, en fin, no tenía ni idea de cómo... —La vio morderse los carrillos, avergonzada de repente—. ¿Te he hecho disfrutar?
—Como al mismo diablo —confesó él.
Jane sonrió, con una satisfacción casi maliciosa que a él se le clavó en las tripas.
—Pero esto no puede volver a repetirse. —Blake se bajó de la cama—. Hemos estado demasiado cerca de... ya me entiendes.
—¿Qué? Blake, la próxima vez seremos más cuidadosos. —Jane se puso de rodillas sobre la cama.
—No, Jane, no habrá próxima vez. —Desnudo frente a ella, enfrentó su mirada—. Esto no ha sido más que un juego en el que los dos hemos disfrutado, pero ha llegado el momento de abandonar. Es demasiado arriesgado.
—Comprendo —repuso ella, y Blake se dio cuenta de que la había herido.
—Eres una joven preciosa, Jane —le acarició la mejilla—. Eres dulce, inteligente y apasionada, y estoy seguro de que encontrarás a alguien que sepa apreciar todas esas cosas en ti.
—Alguien que no serás tú —replicó ella, mordaz.
—Nunca te he mentido. Nunca —se defendió Blake—. No te he hecho promesas que no pudiera cumplir, ni siquiera he acudido a tu casa a presentar mis respetos a tu familia con el objeto de convertirme en uno de tus pretendientes.
—Cierto.
—Es innegable que existe una poderosa atracción entre ambos —continuó—, pero por nuestro propio bien será mejor que lo dejemos aquí.
—Deduzco que yo no tengo voto en esta decisión.
—Me temo que no. Pero, si la situación fuese al revés, tampoco yo lo habría tenido.
Jane asintió y fue como si de repente hubiese sido consciente de su desnudez, porque agarró su maltratado camisón y trató de volver a cubrirse con él.
—Espera, yo te ayudo.
—¡No! —Ella le dio un manotazo—. Puedo yo sola.
Blake apretó los labios, indeciso. Recogió sus prendas del suelo y se vistió a toda prisa. Luego se acercó a ella, no quería despedirse así. Pero Jane ya no le miraba, tenía la cabeza inclinada. Estiró la mano y le acarició el cabello, que caía en una cascada de ondas castañas, ocultando su rostro.
—Jane... —musitó.
—Será mejor que te marches, Blake.
Retiró la mano y se alejó un par de pasos, pero ella no reaccionó. Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la estantería. Antes de internarse en el pasadizo, le echó un último vistazo. Le pareció desvalida y triste y, aunque ambos habían participado en aquello de mutuo acuerdo y con el mismo deseo, se sintió un canalla.