Volver a ver a lady Jane había logrado alterarle el pulso y pegarle la ropa al cuerpo. En cuanto Blake la vio de espaldas supo que era ella, pero no podía pasar al lado de las damas sin saludar siquiera y, en cuanto escuchó el comentario de lady Ophelia, se le antojó una excusa perfecta para aproximarse sin resultar ridículo. Porque así era como se sentía. Apenas era capaz de mirarla a los ojos sin recordarla tumbada sobre aquella cama, desnuda y brillante de deseo.
«Es demasiado pronto», se dijo. Había valorado la idea de ausentarse durante una temporada de los salones londinenses, pero, con la fiesta de Kent tan próxima, era muy posible que alguien sospechara, sobre todo aquellas damas que no parecían tener otro propósito en la vida que alimentar los chismes. Tal vez alguna de ellas llegaría a la conclusión de que había sucedido algo en su mansión y eran varias las jóvenes solteras que se habían alojado allí. No pretendía perjudicar a ninguna de ellas, y menos aún a Jane.
Estaba preciosa. Preciosa y etérea, con el cabello en un recogido sencillo y adornado con pequeños cristales, como la primera vez que la había visto. Aquel cuello largo y delicado, asomándose desde sus perfectos hombros desnudos, parecía incitarle a besarlo. Tuvo que esforzarse en no mirarla, en no mostrar ningún interés especial en su persona, aunque en su fuero interno hubiera deseado detener todos los relojes del mundo para acariciar su mejilla de terciopelo y confesarle que no había cesado de pensar en ella.
Desde que había abandonado aquella habitación, dejándola sobre el lecho revuelto, los recuerdos le habían estado mordiendo dormido y despierto. Sabía que había obrado correctamente, pero, en más ocasiones de las que debería, se había maldecido por no haber esperado un poco más. Podrían haber disfrutado de algún que otro encuentro satisfactorio para ambos, y él habría sabido detenerse a tiempo, siempre. Al menos eso le gustaba pensar. En otras ocasiones, sin embargo, soñaba que se hundía en ella y que no había fuerza, humana o divina, capaz de detenerlo. No recordaba haber sentido un deseo tan intenso por ninguna otra mujer, tal vez debido, precisamente, a la imposibilidad de poseerla del todo. Ninguna de sus anteriores amantes era virgen y la mayoría eran mucho más experimentadas que él.
La observó con discreción durante un rato. La notó nerviosa y algo tensa, e imaginó que su presencia también la hacía sentirse incómoda. Eso le produjo una inmensa satisfacción, aunque le duró muy poco. En cuanto la vio bailar con lord Glenwood la sensación desapareció.
No era asunto suyo, se dijo. Y se lo repitió cuando vio que bailaba con otros caballeros. De vez en cuando sus ojos tropezaban con los de Jane, que los retiraba de inmediato, como si él ya fuese un asunto concluido. Así debía ser, ¿no? Lo que más le sorprendió, sin embargo, fueron las miradas de la señorita Caldwell, cargadas de silenciosos reproches. Así es que Jane se lo había contado y, por la intensidad de aquellas pupilas, no había omitido detalle. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Por qué se habría expuesto de aquella manera? ¿Tanto confiaba en lady Evangeline? Si algún día aquella joven se volvía en su contra, el daño que podría hacerle sería colosal. Ni siquiera estando ya casada y con hijos se libraría del escándalo. Aquellos reproches sin palabras, no obstante, tampoco hicieron mucha mella en su ánimo. Jane había participado de buen grado en su pequeña aventura, y tan culpable era ella como él. A pesar de todo, logró hacerle sentir incómodo, lo suficiente como para desear abandonar aquella fiesta antes de lo previsto.
—Se ha marchado —susurró Evangeline junto a su oído.
—¿Qué? —Jane se volvió hacia ella.
—Heyworth. Se ha ido.
Jane miró hacia la salida, pero ya no lo vio por ningún lado. De repente, parte de la tensión que la había dominado durante toda la velada desapareció, y en su lugar dejó un extraño vacío. Se había mostrado indiferente, como si no le importara su presencia, como si su piel no estuviera ardiendo en llamas al saberlo cerca. «Aún es pronto», se dijo. Los recuerdos eran demasiado recientes. Seguro que en unos días habría logrado olvidarlo, al menos lo suficiente como para volver a centrarse en su vida.
Lord Glenwood apareció unos minutos más tarde para solicitarle otro baile y Jane aceptó. Era guapo y encantador, con aquel cabello dorado y aquellos ojos azules tan dulces, y parecía realmente interesado en ella.
—La encuentro distraída esta noche —le dijo, en un intento de entablar algún tipo de conversación—. ¿Hay algo que la preocupe?
—Eh, no, le ruego que me disculpe.
—¿Es por la guerra?
—¿La guerra?
—Hace unas semanas parecía interesada en ese asunto —contestó lord Glenwood—. Le agradará saber que Napoleón ha sido desterrado a la isla de Elba.
—Sí, lo he leído en los periódicos.
—No parece que la idea la alivie ni siquiera un poco. —Le sonrió de una forma que a Jane le pareció encantadora.
—En realidad me preocupaba más la guerra con los Estados Unidos. Mi hermano Nathan está sirviendo en la Marina.
—Ahora comprendo su interés. —Le apretó la mano que sostenía y ella se sintió extrañamente reconfortada—. Me une cierta amistad al conde de Liverpool, nuestro primer ministro. Puedo indagar si lo desea.
—Eso es muy amable por su parte, milord. —Jane apreció de verdad el ofrecimiento. No hacía tanto que habían recibido carta de Nathan, pero ella quería saber más, quería saber si aquella guerra iba a tardar mucho en finalizar.
—Será un placer, lady Jane. —Lord Glenwood la miró con intensidad y ella apreció el azul intenso de sus ojos, que brillaban bajo la luz de las lámparas—. Cualquier cosa que pueda hacerla feliz no tiene más que pedírmela.
Jane no supo si aquel comentario escondía alguna intención oculta, pero no pudo evitar ruborizarse al imaginarse lo que podría implicar, y eso trajo a Blake de nuevo a su memoria, lo que no hizo sino aumentar su rubor.
No había duda de que aún era demasiado pronto.
—Lord Glenwood acaba de pedir tu mano —anunció Lucien, dejándose caer junto a su hermana.
—Querrás decir lord Malbury —comentó Jane, que sabía que esa misma mañana el vizconde había acudido a la mansión Milford.
—¿Crees que no sé distinguirlos? —Lucien la miró con una ceja alzada.
—No, claro.
—¿Y bien? Son la quinta y la sexta petición de mano que recibes esta semana. Si sigues rechazando a posibles pretendientes pronto no quedará ni un solo candidato soltero en la ciudad.
Ya habían transcurrido casi tres semanas desde la fiesta en casa del duque de Bancroft, la última vez que había visto a Blake. Decir que había logrado olvidarle era una falsedad, pero al menos había conseguido no pensar en él a todas horas, y en cada ocasión el recuerdo se alejaba más y más, como si todo le hubiera sucedido en otra vida, o a otra persona. En ese tiempo había recibido otra carta de lady Minerva, y Evangeline dos más. Las habían leído una tarde en la habitación de su amiga, que al final había cambiado por completo su vestuario y había comenzado a relacionarse con más soltura con el sexo opuesto.
—¿Jane? ¿Qué quieres que haga con Glenwood y Malbury? Debo decirte que ambos me parecen excelentes candidatos.
—Lo sé. —Hizo una pausa—. ¿Tengo que decidirlo ahora mismo? —Lucien llevaba días declinando todas las propuestas que le presentaban, y hasta el momento había respetado los deseos de su hermana.
—Eh, no, claro que no. Pero que no me pidas que los rechace es una buena señal.
Jane sonrió, aunque sin poner el alma en ello. Aquellos dos caballeros eran los únicos que habían despertado su interés en toda la temporada, solo que no sabía por cuál decidirse.
—Lucien, no es preciso que encuentre marido esta temporada, ¿verdad?
—No hay ninguna prisa, por supuesto —contestó su hermano—, pero es posible que el próximo año ninguno de esos caballeros esté ya disponible.
—Pero quizá aparecerá alguien nuevo.
—¿Alguien nuevo? Bueno, sí, seguramente algunos jóvenes recién salidos de la universidad o que regresen del Grand Tour. Ahora que ha finalizado la guerra en Europa, Francia e Italia volverán a recibir las visitas de nuestros jóvenes.
—Sí, tal vez.
—Pero Jane, es muy probable que todos esos caballeros sean menores que tú, ¿te das cuenta? Para la próxima temporada ya habrás cumplido los veintiuno.
—O sea, que ya seré muy mayor —replicó ella, mordaz.
—Yo no he dicho tal cosa —se defendió su hermano—. Pero otras jóvenes de tu edad ya están casadas, algunas esperando a sus primeros hijos. Y el próximo año también habrá más debutantes.
Jane no pudo evitar pensar en Aileen Lockport, la hija del conde de Chilton, que había rechazado a todos los pretendientes durante su primera temporada y que en la presente apenas había recibido dos propuestas, ninguna de ellas lo bastante interesante para sus aspiraciones. Era una joven preciosa, probablemente la más bella de Londres, pero cuyo carácter algo díscolo la había convertido en una candidata poco apetecible. ¿Y si a ella le sucedía lo mismo? Jane quería casarse, lo deseaba desde que era jovencita. Quería encontrar a un hombre que la apreciara y la respetara, que fuese su compañero y su amigo, y ella quería llevar su propia casa y formar su propia familia, aunque la maternidad le causase cierto temor.
—Creo que me tomaré unos días para pensarlo —anunció al fin—. Espero conocer un poco mejor a ambos caballeros y entonces te comunicaré mi decisión.
Ambos le gustaban por igual. Eran atractivos, amables, inteligentes, ricos y provenían de buenas familias. Evangeline y ella se habían pasado una tarde entera anotando en una lista los defectos y las virtudes de cada uno de ellos, y habían descubierto que cualquiera de los dos sería un marido más que aceptable. Su amiga se inclinaba un poco más hacia el vizconde, y ella un poco más hacia lord Glenwood.
Jane se levantó para subir a su habitación. De repente, sentía la necesidad de echarse un rato, solo para despejar la mente. Su hermano la tomó de la mano.
—Sabes que no estás obligada a contraer matrimonio, ¿verdad? —le dijo, mirándola con infinita ternura—. Si no lo deseas, si ninguno de esos hombres te agrada, puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. Yo cuidaré de ti, siempre.
Jane sintió el nudo de lágrimas en la base de la garganta y no fue capaz de contestar. Se limitó a apretar la mano de su hermano y se inclinó para darle un beso en la mejilla antes de abandonar el salón.
Lucien permaneció largo rato allí sentado, preguntándose por qué su hermana, a quien tanta ilusión le había hecho siempre la idea del matrimonio, no parecía feliz en absoluto ante la idea de casarse.
Blake llevaba varios días sin pasar por el Brooks’s, casi los mismos que hacía que no se dejaba ver en ningún acontecimiento social. Había dedicado ese tiempo a cerrar algunos provechosos negocios y a ponerse al día con el papeleo de sus muchas propiedades. Incluso había pasado un par de noches en Hampshire, adonde viajó con la intención de contratar a un nuevo administrador en cuanto descubrió que el antiguo le estaba robando. Apenas había pensado en Jane. Bueno, tal vez «apenas» fuese exagerar un poco, pero al menos había logrado apartarla lo suficiente de su pensamiento como para poder dedicarse por entero a otros menesteres.
En cuanto entró en el club vio a Lucien Milford apoltronado en una butaca, con una copa de brandy en las manos y una sonrisa resplandeciente. Parecía tan satisfecho consigo mismo que Blake tuvo que reprimir una arcada. ¿Por qué no lograba él sentirse de ese modo? Hasta hacía no mucho casi podría haberse visto reflejado en el vizconde Danforth.
—¡Heyworth! —Lucien alzó la copa para saludarlo.
Blake no había tenido intención de acercarse, pero en Kent habían limado asperezas e incluso habían compartido un puñado de buenos momentos. Después de la competición con arco, le había pedido algunos consejos y ambos habían practicado juntos. Más tarde pasaron un rato en la biblioteca disfrutando de una copa de whisky escocés y charlando sobre caballos y, cómo no, sobre la guerra. Que Lucien lo considerase medio americano no pareció importarle en esa ocasión y se despidieron, si no como amigos, al menos como dos hombres con intereses comunes que habían comenzado a respetarse.
—Me alegra verlo, lord Danforth. —Blake lo saludó al llegar a su altura y aceptó la invitación de ocupar la butaca vacía frente a él. En un instante, uno de los camareros había colocado una copa de su whisky favorito frente a él.
—Es usted muy caro de ver, amigo.
—He estado un tanto ocupado.
—¿Ha conseguido ya llegar a un acuerdo con Wilson?
—¿Quién?
—Christopher Wilson, de Tadcaster, Yorkshire. ¿No pretendía usted adquirir un caballo?
—Oh, es cierto.
—Dudo mucho que encuentre animales tan magníficos como los suyos. Al menos en Inglaterra.
—Sí, recuerdo que me lo mencionó en Kent —comentó Blake—. Me temo que no he podido disponer de tiempo para ello.
Un caballero, un habitual del club cuyo nombre no fue capaz de recordar en ese momento, se aproximó y felicitó a Lucien antes de volver a dejarlos solos. Blake no hizo ningún comentario.
—¿Ha estado de viaje? —inquirió Lucien, cuyo interés parecía genuino—. Tengo la sensación de que hace mucho que no nos vemos.
—En Hampshire, en una de mis propiedades. Resolviendo problemas, ya sabe cómo son estas cosas.
—Imagino que encontrarse de repente al frente de tantos asuntos puede resultar un tanto...
—¿Apabullante?
Lucien soltó una risotada.
—No iba a utilizar una expresión tan contundente, pero sí, algo así. No estoy al tanto de cuántas propiedades componen su patrimonio, pero...
—Once.
—¿Once? —Lucien lo miró con las cejas alzadas.
—Solo en Inglaterra.
—¿En América también...?
—Otras cuatro, de las que en este momento se ocupa uno de mis tíos.
—Vaya, hay días en los que yo solo ansío desaparecer y olvidarme de las montañas de papeles, y solo tenemos seis. —Lucien alzó su copa—. Brindo por usted entonces, Heyworth.
Blake lo imitó y tomó un sorbo de su bebida, que calentó su esófago y se asentó en el estómago, provocándole una sensación de placidez. Lord Sefton, el esposo de una de las patrocinadoras de Almack’s, se aproximó y estrechó la mano de Lucien.
—¿Hay algún motivo por el que deba felicitarlo, milord? —le preguntó un Blake sonriente en cuanto volvieron a quedarse a solas.
—Bueno, el mérito no es mío en realidad —contestó Lucien—. Le alegrará saber que mi hermana Jane ha recibido varias propuestas matrimoniales esta semana.
La sensación de placidez se esfumó como por ensalmo y el siguiente trago de whisky le supo a hiel. Si no fuera por dónde se encontraba y con quién, lo habría escupido en el vaso.
—Enhorabuena entonces. ¿Y quién es el afortunado? —se obligó a preguntar.
—Todavía no lo sé. Al parecer no termina de decidirse entre dos caballeros, aunque creo que no tardará mucho en hacerlo.
Blake no necesitó preguntar a qué caballeros se refería. Lo sabía perfectamente.
Jane había llegado a una conclusión. Necesitaba besar a lord Glenwood. Y a lord Malbury también. Nada tan atrevido como lo que había experimentado con Blake, no estaba dispuesta a llegar tan lejos una vez más. Pero sí era preciso, más que preciso perentorio y acuciante, que tuviera la oportunidad de besarlos a ambos para poder elegir a uno de los dos. Aquel que despertara en ella siquiera una quinta parte de lo que el marqués le había provocado, sería el elegido. Con una octava parte, rectificó, se conformaría.
Desde que habían hablado con Lucien, había tenido la oportunidad de pasar más tiempo con ambos. Había bailado con los dos en un par de fiestas, dado un paseo por Hyde Park con Glenwood, y disfrutado de una merienda en los jardines Vauxhall y de una interesante exposición en la Royal Academy con Malbury. Esa noche tenía intención de dar el último paso antes de comprometerse, y estaba nerviosa y un tanto excitada. Evangeline estaba al tanto de lo que pretendía hacer y, no solo no había tratado de quitarle aquella absurda idea de la cabeza, sino que se había ofrecido a encubrirla para que pudiera llevar a cabo su pequeño plan.
El mes de junio estaba en su ecuador y las temperaturas eran tan agradables que Jane ni siquiera necesitó cubrirse con el chal cuando salió de casa. Sentada frente a Lucien, y con Evangeline a su lado, pensó en que era poco probable que momentos como aquel se repitieran con mucha frecuencia en el futuro. Una vez que se hubiera decantado por uno de los dos pretendientes, se iniciaría el período de cortejo, que podía alargarse durante meses, y luego se casaría e iniciaría una nueva vida lejos de Lucien, y también de Evangeline, a la que probablemente no podría ver con tanta frecuencia. Ese repentino pensamiento le provocó una tristeza tan honda que soltó un suspiro. Pensó en su padre, en Emma, en Nathan y en el pequeño Kenneth.
—Jane, ¿qué te pasa? —Evangeline la tomó de la mano.
—¿Os dais cuenta de que cuando me case nos veremos muy poco? —contestó al tiempo que reprimía un sollozo.
—¿Piensas mudarte al continente? —inquirió Lucien, con sorna, sin duda tratando de animarla.
—¡Por supuesto que no!
—Vale, porque pienso visitarte tan a menudo como me sea posible, y espero que tú vengas a casa con la misma frecuencia.
—Yo iré a verte también —dijo Evangeline, y Jane se dio cuenta de que su voz sonaba temblorosa—. Si tu marido no tiene inconveniente.
—Más le vale, o será el matrimonio más corto de la historia —aseguró Jane, convencida.
Su hermano se rio y Evangeline esbozó un amago de sonrisa.
—Esa es mi hermanita —dijo Lucien—. Habrá que dejarle claro a tu futuro esposo que no serás tú quien se incorpore a su familia. Será él quien se una a los Milford.
Aquella era la primera fiesta a la que Blake asistía tras su breve paréntesis social. Por muy prolongado que este le hubiera podido parecer, descubrió que nada había cambiado a su alrededor. Las mismas caras, las mismas conversaciones, los mismos entrantes y la misma música. Era como si no hubiera desaparecido más que un par de días. No hubo nadie tampoco que le hubiera echado de menos, porque todo el mundo lo saludó como siempre, como si se hubiesen visto en la fiesta anterior, o en la anterior a esa. Recordó su conversación con Lucien, la única persona que parecía haberse percatado de su ausencia. Bueno, la única no. Era muy probable que hubiese alguien más que le hubiera echado de menos.
Desde que el vizconde le había hecho saber que Jane estaba a punto de escoger al hombre con el que habría de casarse, Blake no podía desprenderse de la acuciante necesidad de volver a verla. Solo para comprobar que se encontraba bien, se dijo. Para comprobar que había continuado con su vida y que él se había convertido en un recuerdo ya sin importancia, en algo que no pudiera herirla.
No tenía intención de bailar con ella. De hecho, había pensado en volver a sus viejos hábitos, y con ese propósito se coló en el piso de arriba y encontró un lugar perfecto desde el que observar todo el salón sin ser visto.
La vio llegar en compañía de su hermano y de Evangeline. Estaba radiante, era cierto, pero, al mismo tiempo, una sombra de tristeza parecía haberse posado sobre sus hombros. Cuando se fijó un poco más en su amiga, descubrió que esa misma sombra la cubría también. Y habría apostado la mitad de su fortuna a que la sonrisa de Lucien era casi tan falsa como las de ellas. ¿Habría sucedido alguna desgracia? No estaba al tanto de ello, y eso que había procurado mantenerse informado. Hasta sabía en qué lugar exacto se encontraba en ese instante su hermano Nathan, lo bastante alejado del peligro para tranquilidad de su familia. Debía de ser otra cosa, aunque no se le ocurría el qué. No los perdió de vista en toda la noche.
Jane bailó con algunos caballeros antes de encontrarse con lord Glenwood, con quien luego charló un rato. Vio cómo la pareja salía al jardín en compañía de Evangeline. Estuvo tentado de bajar y seguirlos, pero le pareció un comportamiento ridículo. Era poco probable que se ausentasen demasiado tiempo. Seguramente, solo habrían salido a la terraza a disfrutar de un poco de aire fresco; allí hacía mucho calor. Tardaron en regresar más de lo que había supuesto, y fue consciente de que algo había cambiado entre ellos, por el modo en el que él la miraba y por el rubor en las mejillas de Jane.
«¿Pero qué diablos...?», se preguntó. Evangeline los acompañaba, así es que no debía de ser nada de especial relevancia. Sin embargo, cierta incomodidad se le instaló en la boca del estómago.
Si a lord Glenwood le había sorprendido que Jane sugiriera dar un paseo por el jardín, se cuidó mucho de exteriorizarlo. Evangeline los acompañaba y los tres salieron al fresco de la noche. Los anfitriones habían colocado lámparas de aceite a lo largo de todo el recorrido y Jane temió no encontrar un sitio apropiado, lo bastante oculto de las miradas curiosas, para llevar a cabo su plan.
—Hacía mucho calor en el salón, ¿no le parece? —le dijo, mientras caminaba a su lado.
—Estamos a mediados de junio —contestó él—, y hay muchos invitados.
—¿Prefiere la noche o el día?
—Depende de para qué —contestó lord Glenwood, con la voz aterciopelada y acercándose unos centímetros.
Jane carraspeó antes de continuar, de repente un tanto cohibida.
—A mí me gustan sobre todo las mañanas —confesó, mirando hacia el frente—. Tienen una luz especial, llena de promesas.
—Pero la noche es más íntima, ¿no lo cree así?
Jane se atragantó con su propia saliva y volvió un poco la cabeza, solo para cerciorarse de que Evangeline seguía allí. Entonces vio una rosaleda a escasos metros, rodeada de penumbra.
—¡Oh, qué magníficas rosas! —exclamó, al tiempo que se aproximaba.
Como era de esperar, lord Glenwood la siguió y ella comprobó que Evangeline se quedaba junto al sendero. Se adentró un poco más en las sombras y rozó con la punta de los dedos una de las flores.
—Siempre me ha parecido extraordinaria la suavidad de los pétalos de una flor, en especial de las rosas.
—Su cutis posee la misma delicadeza, lady Jane —musitó lord Glenwood junto a su oído.
Lo sentía tan cerca que, con solo volverse, sus labios se rozarían. Y eso fue lo que hizo, se giró hacia él con deliberada lentitud y se encontró con aquellos ojos claros que en ese momento parecían dos estanques turbulentos. El conde inclinó un poco la cabeza, lo suficiente como para que ella comprendiera sus intenciones y tuviera tiempo de reaccionar, si ese era su deseo. Pero lo único que Jane deseaba era que la besase de una vez. La anticipación la estaba matando, así es que no se movió de su sitio y le mantuvo la mirada. Cuando él se inclinó un poco más, ella cerró los ojos, aguardando la consabida explosión de sensaciones que iban a recorrer su cuerpo de un extremo al otro. Los labios de lord Glenwood eran suaves y tibios, y cubrieron los suyos con exquisita dulzura, al tiempo que uno de sus brazos le rodeaba la cintura y la atraía un poco más hacia su cuerpo. Percibió la punta de su lengua intentando abrirse camino y Jane le franqueó la entrada. Besaba bien, muy bien de hecho, pero ella no fue capaz de sentir más que una breve calidez en el bajo vientre.
El beso fue más corto de lo esperado y el conde se retiró unos centímetros.
—Creo que ahora entenderá por qué prefiero las noches —le susurró—. Jamás me habría atrevido a besarla a la luz del día.
Jane bajó la cabeza, algo cohibida de repente. Había cumplido con su objetivo, al menos de forma parcial, y no había obtenido el resultado esperado. Esperaba tener más suerte con el vizconde Malbury.
Durante más de media hora, Blake vio a Jane alternando con otros invitados, ajena a su presencia, o al menos eso parecía porque, de tanto en tanto, la veía alzar los hombros y volverse para observar su entorno, como si intuyera que alguien la observaba. Era increíble el sexto sentido que parecía poseer para esas cosas y Blake, semioculto en la penumbra, sonrió a su pesar.
La vio intercambiar varias miradas con lord Glenwood, que parecía más pendiente de ella que nunca, y fruncir el ceño cuando el vizconde Malbury se aproximó para solicitar un baile.
En cuanto la pieza finalizó, Blake no pudo reprimir el gesto de sorpresa al ver que volvía a salir al jardín, con Evangeline de carabina. Decidió que esta vez iba a hacer caso de su instinto y se escabulló por el pasillo en dirección a la escalera de servicio, que localizó sin dificultad. En un instante se encontró en el jardín, pero no había ni rastro de Jane ni de sus acompañantes. Dio una vuelta rápida y, en un recodo, percibió el ruedo del vestido de su amiga, de un tono azul pálido. Pero ni Jane ni Malbury estaban a la vista.
La sospecha se cernió sobre él. Dio la vuelta y se aproximó desde otra dirección y allí, junto a un rosal de increíble belleza, los vio a ambos.
Malbury estaba besando a Jane.
A su Jane.