Jane ni siquiera había comenzado a quitarse el vestido cuando alguien llamó a la puerta de su habitación y una sonriente Emma asomó la cabeza.

—Vengo en son de paz —le dijo su hermana, que sacó de detrás de la espalda una botella de jerez y un par de copas.

Jane le devolvió la sonrisa. Aunque ninguna de las dos era muy aficionada a las bebidas alcohólicas, aquella era la preferida de ambas. De vez en cuando, alguna de las dos robaba una botella del salón y se tomaban un par de vasitos a escondidas, mientras compartían confidencias y risas. Cayó en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no habían disfrutado juntas de uno de esos momentos.

—Por supuesto que sí —contestó Jane—, si primero me ayudas a quitarme el vestido.

—Hecho.

Con la ayuda de su hermana, en unos minutos ya tenía el camisón puesto. Se sentaron sobre la mullida alfombra, con la espalda apoyada contra la cama.

—¿Cómo sabías que estaba despierta?

—Te he oído llegar.

Emma sirvió el líquido dorado en las dos copas y ambas brindaron antes de dar el primer sorbo.

—Por mi hermana mayor, que muy pronto será una mujer casada.

—Oh, Emma, no digas eso.

—¿Por qué no? —se sorprendió—. Es lo que siempre has querido. Y tengo entendido que hay dos candidatos muy apuestos aguardando tu decisión.

—Lucien no puede mantener la boca cerrada —sonrió Jane.

—No es ningún secreto, y no es Lucien quien me lo ha contado.

Jane la miró con una ceja alzada.

—Ha sido Phoebe —aclaró—. Le parece de lo más romántico.

—A ti no, por lo que veo.

—No es a mí a quien debe importarle eso —replicó, con cierto deje de tristeza—. ¿Ya sabes a cuál de los dos vas a escoger?

—Ojalá fuese tan fácil. —Jane suspiró.

—Uno debe de gustarte más que el otro, ¿no?

—Sí, creo que sí.

—Pero no estás enamorada de ninguno.

—No, no lo estoy.

—Dicen que con el tiempo es muy posible que llegues a amar a tu marido —comentó Emma—. Trata de imaginarte dentro de cinco años y dime al lado de cuál de los dos te ves.

Jane hizo lo que su hermana le pedía, pero a su lado solo veía un borrón sin forma ni color, como si alguien hubiese tratado de eliminar la imagen de un cuadro.

—No veo a nadie, Emma.

—¿Has besado a alguno de ellos?

—¿Qué? —Jane, que se había recostado contra la cama, se incorporó hasta quedar sentada con la espalda muy recta.

—Estoy convencida de que, cuando besas a la persona adecuada, lo sabes.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Nadie, pero debería ser así, ¿no te parece? —Emma la miró, muy seria—. Cuando besas es como si entregaras una parte de tu alma, y debería ser un momento mágico, capaz de hacerte temblar entera.

—No... no sabía que fueses una romántica.

—¿Qué? —Emma arqueó las cejas—. No lo soy. Yo... no, definitivamente no lo soy.

Jane volvió a recostarse contra la cama y pensó en los acontecimientos de hacía unas horas.

—Esta noche los he besado, a los dos.

—¡Jane! —Su hermana soltó una carcajada y la miró con renovado interés—. ¿Y cómo fue?

—Normal —contestó, con un encogimiento de hombros.

—¿Normal? —El rostro de Emma reflejaba la misma decepción que debía de mostrar el suyo propio—. ¿Nada más? ¿No sentiste nada especial? ¿Un hormigueo de los pies a la cabeza? ¿El corazón como si estuviese a punto de salir corriendo de tu pecho? ¿El mundo entero deteniéndose de repente?

—Hummm, Emma, me parece que tú sabes mucho más de besos que yo —rio Jane, con la copa de jerez ya vacía entre los dedos.

—¡Qué va! —replicó su hermana—. Es que leo mucho...

—Por desgracia, no he sentido nada de eso...

«Aunque lo sentí una vez», estuvo a punto de añadir. Más de una, y de dos y de tres. Todas las veces que Blake la había besado había sentido exactamente eso, pero multiplicado por diez. Solo que se había prohibido volver a pensar en ello. Se había prohibido soñar con algo que no podía tener.

—Creo que será mejor que nos vayamos a dormir —dijo en cambio.

—Claro. Devolveré la botella a su sitio.

Ambas se pusieron en pie y entonces Emma la abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—Todo saldrá bien, ya lo verás —le dijo, sin despegarse aún—. Elegirás al hombre correcto y serás muy, muy feliz.

Jane le devolvió el abrazo, emocionada, y rezó para que su hermana, que se equivocaba ocho de cada diez ocasiones, tuviera razón esta vez.

Ver a Jane besando a otro hombre fue para Blake como sentir el acero de una espada atravesarle de parte a parte. Imaginarse a ese hombre, o a cualquier otro, acariciando su piel y haciéndola gemir de placer fue como quemarse en las llamas del Infierno. No, no podía ser. Ella le pertenecía, él la había descubierto primero. Lo absurdo de su pensamiento lo habría hecho reír si en ese momento no se estuviera descomponiendo por dentro. Como si él fuese uno de aquellos conquistadores que reclamaban una tierra por haber puesto un pie en ella, como si antes de ellos allí hubiera existido solo vacío. Lo trágico era que eso justamente era lo que sentía, como si alguien le estuviese arrebatando algo mágico y precioso cuyo verdadero valor solo él conocía.

No quiso interrumpir el momento, así que se retiró unos pasos, pero no se marchó. Si Malbury decidía tomarse excesivas libertades, se ocuparía de él de inmediato. No fue el caso y, apenas un par de minutos después, la pareja abandonó su escondite y se reunió con Evangeline, con la cómplice de aquel sinsentido. Debería habérselo imaginado.

Se marchó de la fiesta sin despedirse de nadie, con el ánimo hecho trizas y el humor de un Cancerbero, y se encerró en su casa. Estaba furioso. Furioso con Jane, y con él mismo. Se sirvió una copa de brandy y se la bebió de un trago. No, no podía enfadarse con ella. No había hecho nada malo. Había besado a otro hombre, cierto, pero estaba en su derecho. Quizá ya había tomado una decisión y el vizconde había sido el candidato elegido. Con quien debía enfadarse era con él mismo. Con Blake Norwood, el idiota que se vanagloriaba de burlarse de aquella sociedad marchita y que aún no había decidido si quería pertenecer a ella.

¿A quién quería engañar? No podía regresar a América, no podía abandonar su título ni despreocuparse de todas las personas que ahora dependían de él. Para bien o para mal, su nuevo hogar estaba en Inglaterra. Y estaba perdiendo lo más intenso y emocionante que le había sucedido desde su llegada. Pensar en las veces que se encontraría con Jane en el futuro, del brazo de su nuevo marido, era más de lo que podía soportar. La pasión que existía entre ellos, el modo en el que se compenetraban, era un regalo de los dioses. Con el tiempo, era muy probable que incluso llegaran a apreciarse de verdad, aunque ese tiempo fuese escaso. Si la maldición decidía llevárselo antes de hora, al menos habrían disfrutado de todo el placer que pudieran proporcionarse el uno al otro. Los matrimonios se construían sobre cimientos mucho más endebles, y funcionaban.

Jane tenía que ser suya. Tenía que convertirse en su esposa. Una vez que llegó a esa determinación, tomó asiento, al fin con el ánimo enderezado. De acuerdo, había tomado una decisión, probablemente la más importante de su vida. ¿Y ahora qué?, se preguntó. No se habían separado en muy buenos términos, y llevaban varias semanas sin verse. Ni siquiera le había enviado una nota para interesarse por su estado de salud, la más manida de las excusas posibles, aunque hubiera procurado estar informado de todo lo concerniente a aquella familia. Solo que eso ella no podía saberlo, claro.

¿Le habría olvidado definitivamente? ¿Había descubierto acaso que otro hombre podía proporcionarle lo mismo que él, o incluso algo más? Tenía que averiguarlo. Tenía que averiguar si no era demasiado tarde para él, para ellos.

En los dos días siguientes, Blake pasó las tardes en Hyde Park y por las noches acudió a todos los acontecimientos a los que fue invitado. No coincidió con Jane en ningún momento, como si le estuviese evitando, una idea totalmente absurda, ya que ni siquiera podía saber que él la buscaba. Pensó en visitarla en su casa, o en enviarle una nota, pero descartó ambas ideas de inmediato. Necesitaba hablar con ella, a solas, cara a cara, y dudaba mucho que en la mansión Milford le concedieran unos minutos de intimidad. Aún no se había anunciado el compromiso con ninguno de los dos caballeros, pero Blake era consciente de que el tiempo se le agotaba.

La noche del tercer día coincidieron al fin. Se celebraba un espectáculo de fuegos artificiales en los jardines Vauxhall, que habían sido adornados con centenares de pequeñas lámparas, como si hubiese caído una lluvia de estrellas sobre ellos. Blake acudió, convencido de que Jane no faltaría, y no se equivocó. La localizó de inmediato, y parecía haber acudido junto a toda su familia. No iba a resultarle fácil alejarla de ellos, y vio que esa noche no contaba con Evangeline a su lado para cubrir su pequeña escapada. Por fortuna, tras los fuegos artificiales se iba a celebrar un baile en uno de los pabellones, al que asistiría también el príncipe regente, y Blake contaba con tener la oportunidad de bailar una pieza con ella.

Blake estaba acostumbrado a ver espectáculos pirotécnicos. En Filadelfia, como en casi todos los rincones de Norteamérica, se celebraba cada 4 de julio el Día de la Independencia desde hacía varias décadas, y él no se había perdido ninguno desde que su madre y él se instalaran allí. Los de los jardines Vauxhall no le resultaron tan fascinantes pero, para su sorpresa, tampoco una decepción.

Una vez que finalizaron los fuegos, vio cómo los Milford se dividían en dos grupos. El conde de Crampton, con quien había coincidido un par de veces, se marchó en compañía de su hija menor y del joven Kenneth, a quien había conocido aquella tarde del circo. Con ellos se fueron lady Ophelia y lady Cicely. Lucien y su hermana Jane, cogidos del brazo, comenzaron a caminar en dirección al pabellón de la orquesta, y Blake se aproximó hasta ellos.

—Lord Danforth, lady Jane. —Los saludó con una inclinación de cabeza en cuanto llegó a su altura.

—Lord Heyworth. —Lucien le estrechó la mano—. Un placer verlo de nuevo.

—El placer es mutuo, milord. —Blake se volvió hacia ella—. Lady Jane, está usted encantadora esta noche. ¿Tendría el honor de concederme un baile más tarde?

—Encantada, milord —contestó ella con un mohín.

—¿Qué le han parecido los fuegos artificiales? —le preguntó Lucien.

—Un espectáculo digno de ver —contestó él, que por nada del mundo deseaba menospreciar algo que parecía haber impresionado al joven Milford.

Blake era consciente del peso de la mirada de Jane sobre él, una mirada que no albergaba ni un ápice de amabilidad. Sabía que había aceptado bailar con él porque, de haberse negado, tendría que haberle dado alguna explicación a su hermano, y ambos sabían que le resultaría difícil encontrar una excusa plausible. De hecho, Blake había contado precisamente con ello, aunque su treta le hiciera sentirse un tanto miserable.

Lucien y él charlaron sobre algunas otras banalidades mientras se dirigían hacia el pabellón y, una vez allí, se despidió de ellos. No precisó recodarle a Jane que más tarde acudiría a buscarla.

Estaba convencido de que se acordaría perfectamente.

Por supuesto que se acordaba. En cuanto Jane lo había visto, todo su cuerpo se había puesto en tensión y, cuando le había pedido que le reservara una pieza, casi se había echado a temblar. Era muy posible que aquello no significase nada. No se les había vuelto a ver juntos desde aquel viaje a Kent, y sabía que Blake era muy cuidadoso con los detalles. Tal vez habría resultado un tanto extraño que coincidieran en un acto como aquel y que él no solicitara, una vez más, bailar con ella.

Todas las explicaciones que logró elucubrar le parecieron razonables y lógicas. Lo que no se lo parecía en absoluto era el modo en que su sangre corría a toda velocidad por su cuerpo, ni los nervios que de repente le habían vuelto los hombros de granito y el estómago de gelatina. Se mostró un tanto taciturna con varios de sus compañeros de baile, ansiosa por que Blake apareciera y pudieran acabar con aquella pantomima de una vez. Solo que no estaba preparada para lo que él le tenía reservado.

—¿Cómo estás? —le preguntó en cuanto la tuvo en los brazos y la música comenzó a sonar.

—Bien, aunque ignoraba que eso pudiera importarle —contestó ella, tajante y sin mirarle siquiera.

—He pensado mucho en ti.

—Oh, sí, ya lo supongo.

—Jane...

—Le agradecería que no volviera a tutearme. —Clavó en él sus ojos, que sentía como dos llamas ardientes—. Perdió ese privilegio hace tiempo.

—Me gustaría hablar contigo, a solas. —La voz de Blake pareció atravesarle la piel.

—Creo que ya no tenemos nada que decirnos, lord Heyworth.

—No puedes casarte con Glenwood, ni con Malbury —siseó él, con la mandíbula apretada.

—Me casaré con quien me dé la gana —espetó ella, furiosa—. Y no tiene ningún derecho a opinar al respecto.

Jane se detuvo y lo miró de frente. ¿Quién se había creído que era? ¿Acaso pretendía reanudar aquella loca aventura ahora que sabía que estaba a punto de contraer matrimonio con otro? ¿Es que aquel hombre carecía por completo de principios?

Sin importarle quién pudiera estar observándola, se dio media vuelta y fue en busca de su hermano, al que localizó de inmediato junto a la mesa de refrigerios, donde charlaba animadamente con lord Hinckley y su bella esposa Pauline.

—Lamento interrumpir —dijo al llegar—. Lucien, ¿podemos irnos a casa?

Jane se llevó una mano al estómago para calmar las repentinas náuseas que aquella situación le había provocado.

—Oh, querida, no tiene buen aspecto. —Lady Pauline colocó una mano sobre su antebrazo.

—Estás muy pálida, Jane —reconoció Lucien.

—Creo que la cena no me ha sentado bien.

—Tal vez le convendría un poco de aire fresco —apuntó lord Hinckley.

—Prefiero marcharme ya —insistió.

—Por supuesto. —Lucien la cogió del brazo y se despidió de la pareja. Jane resistió la tentación de reclinarse contra su hermano, que no la soltó hasta que se encontraron en el exterior.

—Siento haberte estropeado la velada —le dijo, contrita.

—No digas tonterías. No era más que un baile.

—Ya.

—¿Has dejado a lord Heyworth plantado en medio del pabellón? —Lucien sonrió, al parecer divertido con la posibilidad.

—Justo mientras bailaba con él he comenzado a sentirme mal —respondió ella, que era lo más cerca de la verdad que podía estar sin traicionarse.

—No será nada, ya lo verás.

Lucien le echó un brazo por los hombros y la acurrucó contra su cuerpo, tan alto y fuerte como un castillo, como un refugio.

Tan cálido como un hogar.

Nada había salido como Blake había imaginado. Jane no le había dado siquiera la oportunidad de explicarse y eso era por su culpa, era plenamente consciente de ello. ¿Acaso podía reprochárselo?

Pero, como en los negocios, existen distintas maneras de conseguir un mismo fin, y él era un hombre inteligente. Solo necesitaba encontrar el camino adecuado, y deprisa.

Durante horas recorrió la habitación como una polilla en busca de la luz. Aún no es tarde, se dijo. No podía serlo. Ideó varios planes en su mente, a cuál más descabellado y, en cuanto despuntó el día, ordenó que le preparasen un baño y salió a primera hora para poner en marcha el que le pareció más indicado.

Jane no podría resistirse.

Jane apenas había podido dormir un par de horas, atormentada por el recuerdo de Blake. ¿Por qué diantres había decidido volver a su vida en ese momento? Aquel comportamiento le recordaba a un niño caprichoso que solo quería los juguetes de los demás, que le aburrían en cuanto hacía suyos. Nunca hubiera imaginado que él fuese de ese tipo de personas, pero a las pruebas se remitía. Pues bien, ella no iba a darle la satisfacción de caer de nuevo rendida a sus pies. Blake Norwood era historia, y ahí se iba a quedar.

Después del desayuno, que tomó a solas en su habitación, decidió ir a hablar con Lucien, que sabía se encontraba en su despacho. Aún no sabía qué iba a decirle. Ni lord Glenwood ni lord Malbury habían sido capaces de arrancarle ni un solo suspiro. Oh, ambos besaban bastante bien, al menos según la experiencia con la que ya contaba gracias precisamente a Blake, pero apenas había sentido nada. Tal vez un solo beso no fuese suficiente para averiguar si existía esa pasión que lady Minerva tanto había mencionado, pero tampoco estaba dispuesta a llegar más allá. Recordó que un solo beso de Blake había puesto todo su mundo patas arriba. No esperaba que eso le volviera a suceder, pero tampoco contaba con que ninguno de ellos lograra siquiera alterarle mínimamente el pulso.

«A lo mejor soy yo —se dijo, mientras bajaba por la escalera—. Tal vez yo sea la causa de que no exista esa pasión.»

Y si esa era la razón, no habría otro hombre sobre la faz de la tierra capaz de llevarla de nuevo al paraíso. Quizá estaba destinada a una sola persona, a la única que poseía la llave de su reino y, por más que otros trataran de forzar la cerradura, nadie podría volver a cruzar esa puerta.

En el último peldaño de la escalera se detuvo y resopló. Maldijo en voz baja el nombre de Blake, e incluso el de lady Minerva. ¿Por qué diablos se había dejado seducir por la idea de que la pasión en un matrimonio era de vital importancia? ¿Qué había de malo en un enlace basado en otras cuestiones? Cuestiones como el respeto y el cariño, como la amistad y el compañerismo. A ella le parecían tan válidas o más incluso que la pasión. Al menos esas no desaparecían con el tiempo.

Golpeó la puerta del despacho y esperó a que Lucien le diera permiso para entrar. No quería que volviera a reñirla por su falta de modales, y el recuerdo de la escena que habían vivido allí mismo hacía varias semanas la hizo sonreír.

—Pareces contenta —le dijo Lucien en cuanto la vio aparecer—. Eso es que te encuentras mejor.

—Bueno, en realidad...

Ambos se quedaron mirando, sorprendidos por la música que había comenzado a sonar. Durante un instante, Jane pensó que se encontraba solo en su mente, pero cuando vio cómo su hermano volvía la cabeza hacia la ventana, supo que no era el caso.

—¿Qué diantres es eso? —preguntó Lucien, que descorrió la cortina y miró por el cristal.

—¿Qué ocurre?

—Si te lo cuento no me vas a creer.

Jane, intrigada, se aproximó hasta él y se quedó tan sorprendida como su hermano. Frente a la puerta de su casa había una orquesta tocando una de sus piezas favoritas de Bach. ¡Una orquesta entera! Los músicos, vestidos de gala, habían ocupado toda la calzada, sentados sobre elegantes sillas y con los instrumentos brillando bajo el sol de junio. Los curiosos comenzaron a congregarse a su alrededor.

—¿Se puede saber qué es ese escándalo? —Emma apareció en el despacho y se unió a ellos—. Jane, ¿se puede saber qué has hecho ahora?

—¿Yo? ¿Y por qué crees que eso tiene que ver conmigo?

—Bueno, seguro que conmigo no es.

—¿Vamos a celebrar un baile? —Oliver Milford entró también en el despacho.

—No, papá —contestó Jane.

—¿Seguro?

—Sí, yo... ¡Oh, Dios mío!

Jane se quedó atónita en cuanto vio quién se aproximaba a la puerta, mientras la música no cesaba de sonar. El corazón comenzó a bombearle tan deprisa que pensó que sufriría un desmayo.

Debería haberse imaginado que Blake Norwood, el marqués de Heyworth, estaba detrás de aquello.