—Jane no quiere casarse con usted —le dijo Lucien.
La orquesta seguía sonando fuera, pero Blake ya no la escuchaba. Había logrado ser recibido, aunque al parecer la joven había rehusado verle. Sentado en aquel despacho, con Lucien detrás de la mesa y el conde de Crampton en una butaca contigua a la suya, Blake se sentía desubicado.
—¿Pero le ha dicho que deseo hablar con ella? —insistió.
—Por supuesto.
—Joven, ¿no se le ocurrió un modo más silencioso de pedir la mano de mi hija? —intervino el conde.
—¿No le gusta la música? —le preguntó Blake con una ceja alzada.
—No me gusta tener una orquesta frente a mi puerta, muchacho —contestó, aunque también sonreía—. Podría haber traído a unos mimos. ¿Sabía que ya existían en la Antigua Grecia?
Lucien soltó una risita y Blake lo hubiera hecho también si en ese momento no se encontrase tan aturdido.
—Debo reconocer, Heyworth —comentó Lucien—, que su proposición ha sido una auténtica sorpresa.
—Su hermana es una joven bella y encantadora, milord. Lo que debiera sorprenderle es que todo Mayfair no esté lleno de músicos para pedir su mano.
—¡Válgame Dios! —exclamó el conde.
—Es un modo de hablar, milord.
—Claro, claro. —Oliver Milford hizo un gesto con la mano, como restándole importancia a sus palabras—. Pero por el bien de todos le rogaría que no hiciera ese comentario en presencia de terceros.
—Confío en que el origen de mi familia, o el lugar en el que he vivido los últimos años, no sean la causa de este rechazo —comentó Blake, que miró alternativamente a los dos caballeros.
—En absoluto, lord Heyworth —le aseguró Lucien—. Tanto mi padre como yo le prometimos a Jane que ella escogería a su futuro esposo, siempre y cuando fuese alguien que contara con nuestra aprobación. Aunque reconozco que no me era usted simpático, en los últimos tiempos he comenzado a conocerlo y no hubiera desaprobado dicha unión.
—Entiendo. Entonces he de suponer que la decisión depende solo de su hermana.
—Así es.
—Pues tendré que conseguir que cambie de opinión, ¿verdad? —Blake sonrió, mientras intentaba trazar nuevos planes sobre la marcha.
—Esto... —señaló el conde.
—Sin música, por supuesto.
Oliver Milford asintió, sonriente, y se reclinó en la butaca. Blake se levantó para despedirse. Se quedó unos instantes inmóvil antes de volver a sentarse.
—¿Podrían decirle a Jane que no me marcharé de aquí sin haber hablado antes con ella?
—¿Cómo? —Lucien, que también se había incorporado, lo miró con el ceño fruncido.
—Lo siento mucho, Danforth, pero tendrá que echarme a la fuerza —contestó Blake, que por instinto se sujetó a los reposabrazos del asiento—. Seguro que podrían ocurrírseme un sinfín de nuevas estratagemas para tratar de convencerla, pero creo que ninguna será más efectiva que esa.
Blake aguantó el escrutinio de ambos hombres, y no se movió ni un centímetro cuando los dos se pusieron en pie y abandonaron la habitación. No sabía si irían en busca de las autoridades para sacarlo a rastras o a convencer a Jane de que le concediera unos minutos. Pero no se iba a marchar de aquella casa sin luchar.
A Jane le había parecido increíble que Blake se negara a abandonar la mansión si no hablaba antes con ella. ¿Es que se había vuelto loco? Por suerte, ni su padre ni su hermano habían hecho comentario alguno al respecto, porque no había duda de que aquel comportamiento era de lo más extraño, extraño y totalmente injustificable.
Al principio pensó que ya se cansaría pero, cuando llegó la hora de comer, supo que aún seguía en el despacho de Lucien. Su padre dio orden a la señora Grant de que le llevaran un plato y a Jane la situación le pareció tan absurda que decidió tomar cartas en el asunto. Por lo que parecía, el marqués de Heyworth era un hombre tenaz, a saber cuánto más sería capaz de aguantar allí dentro.
—Es consciente de que esta situación es absurda, ¿verdad? —le espetó en cuanto cruzó el umbral.
—¿Te parece absurdo que quiera casarme contigo?
—¿Acaso no lo es?
—Desde luego que no.
Blake se había levantado y dio un paso en su dirección, y ella retrocedió. Había dejado la puerta abierta y sintió la tentación de abandonar de nuevo aquella estancia y alejarse de él, todo lo que le fuera posible.
—Jane...
—Lady Jane para usted, milord. —Alzó la barbilla, orgullosa.
—Sabes tan bien como yo que entre nosotros existe algo único, una especie de conexión que estalla en cuanto nuestros cuerpos se aproximan.
—¿Y?
—¿No te parece ese motivo suficiente para que nuestro matrimonio funcione?
—No de forma especial —respondió ella, mordaz—. Hay otras cuestiones que estoy considerando que para mí son incluso más importantes.
—¿Qué cuestiones?
—Lealtad, amistad, respeto... Usted no me ha ofrecido ni una sola de ellas.
—¿De verdad piensas eso?
Jane frunció los labios y se negó a contestar. No era del todo cierto, lo sabía, pero en ese momento no podía retractarse.
—No deseo casarme con usted —respondió en cambio—. Le agradecería que abandonara esta casa cuanto antes.
—¿Por qué no? —insistió Blake, con aquellos ojos medianoche clavados en ella y el mentón tan firme como una roca—. ¿Crees que Glenwood o Malbury serán mejores esposos que yo?
—Oh, sin duda alguna. Al menos no se comportarán como unos cretinos.
Jane lo vio apretar aquellos labios que en otro tiempo la habían hecho suspirar de placer, pero se mantuvo firme. Aquel hombre la había abandonado sin preguntarle siquiera su opinión y luego había desaparecido por completo de su vida, como si ella no existiese, como si fuese una cortesana cualquiera. Lo vio asentir y hundir ligeramente los hombros. Permaneció muy quieta mientras él se disponía a pasar por su lado para salir del despacho.
—Yo te hubiera dado todo eso y mucho más —le susurró al llegar a su altura—. Espero que, al menos, el hombre al que elijas sea capaz de satisfacerte en todos los sentidos.
Jane le sostuvo la mirada, con los labios apretados en una fina línea y las mejillas encendidas, y así lo vio abandonar la habitación y su vida.
Querida lady Jane:
Elegir al hombre adecuado no es una tarea sencilla, aunque en su caso cuenta usted con dos excelentes candidatos, tres si los rumores sobre cierta petición musical son ciertos. Los tres caballeros son jóvenes, ricos, atractivos y de buen carácter. Imagino que sabrá usted que es una muchacha afortunada. Ahora está en sus manos valorar a cada uno de esos caballeros en su justa medida y con sinceridad, pues solo así averiguará con cuál de ellos tiene más posibilidades de encontrar la felicidad o, cuando menos, lo más parecido a ella que se pueda conseguir en nuestros días.
La mayoría de las mujeres de nuestro tiempo se han encontrado en su misma situación, y millones de mujeres antes que ellas se han casado a lo largo de los tiempos, y todas, sin excepción, han tenido su noche de bodas más tarde o más temprano. Hay mujeres que consideran yacer con sus maridos una especie de castigo, en la mayoría de los casos una obligación, un deber para proporcionar un heredero al título. No deseo menospreciar el papel de todas aquellas que nos precedieron, pero debe saber, querida, que las relaciones entre marido y mujer también pueden resultar satisfactorias para usted, emocionantes e incluso divertidas.
Trate de imaginarse a cualquiera de los tres caballeros en cuestión y piense a cuál de ellos le gustaría encontrar a su lado al abrir los ojos por la mañana. Y ahí encontrará la respuesta a su posible dilema.
Suya afectuosa,
LADY MINERVA
—Jane, no sé si entiendo lo que me estás pidiendo —le dijo Lucien mientras daba un sorbo a su taza de té.
—Me has comprendido perfectamente. Quiero que elijas a mi futuro marido.
—¿Yo?
—O papá, me da igual.
—¿Te da... igual? —Su hermano la miraba como si se hubiera transformado en otra persona—. Quieres que elija entre Glenwood, Malbury o Heyworth, ¿es eso?
—¡No! Heyworth no.
—Pero ayer...
—Ayer le dejé muy claro que no quería casarme con él.
—Hummm, de acuerdo. Supongo que tendrás tus razones...
—Es un derrochador —contestó Jane, que se había preparado un buen puñado de excusas para explicar su negativa—. Y es medio americano.
—Bueno...
—¡Tú mismo lo dijiste!
—Eh, sí, lo recuerdo, pero eso fue antes de...
—No importa. Heyworth no figura en esa lista.
—Vale, vale. —Lucien alzó una mano con el ánimo de tranquilizarla—. Déjame pensar...
—Lucien, por Dios, no tienes que decidirlo ahora mismo.
—Ah, de acuerdo. ¿No sientes especial predilección por alguno de ellos?
—Creo que me siento más atraída por Glenwood, pero lo cierto es que creo que cualquiera de ellos será un buen marido. Y, con el tiempo, estoy convencida de que llegaré a apreciarle de verdad.
—Claro, seguro que sí.
—¿Tú sientes algo así por lady Clare?
—Oh, Clare es una joven encantadora y...
—Lucien, no te estoy preguntando eso. Quiero decir... ¿le tienes cariño?
—Por supuesto. Qué pregunta más absurda, Jane.
—Y... ¿la has besado ya?
—No voy a mantener esta conversación contigo.
—¡Eso es que sí!
—¡Jane!
—¿Y fue...? Ya sabes... ¿mágico?
—¿Mágico? Has hablado con Emma, ¿a que sí? —Lucien alzó una ceja—. Voy a tener que comenzar a controlar lo que lee. Lleva unos días en los que ese parece ser su tema favorito.
—Entonces no lo fue.
—Jane, por favor. No existen besos mágicos, por mucho que digan esas novelas que lee nuestra hermana.
Oh, claro que existían. Jane lo sabía muy bien, y no precisamente gracias a Emma ni a los libros que caían en sus manos. Al parecer, no todo el mundo conocía ese hecho y que Lucien no fuese una de esas personas le causó tristeza. Era un buen hombre, generoso, cariñoso y leal. Se merecía a alguien capaz de llenar todos sus días de magia y de deseo, igual que ella había tenido la oportunidad de descubrirlo, aunque hubiese sido por poco tiempo.
—Ahora será mejor que te vistas —le aconsejó su hermano—. Los Saybrook llegarán en una hora.
Lucien había invitado a su prometida y a sus futuros suegros a una cena familiar, en la que también estaría presente lady Ophelia, en esta ocasión sin lady Cicely. Jane asintió, se levantó y subió a su habitación para cambiarse.
Los condes de Saybrook eran una pareja tan normal y anodina que a Jane no le extrañó que su hija Clare fuese casi tan insípida como ellos. Durante toda la velada estuvo pendiente de su hermano Lucien y de su prometida, preguntándose qué les depararía el futuro. Ella parecía personificar todo lo que su hermano esperaba de una esposa, lo mismo que Jane representaría ese papel para el hombre con el que se casara. Sería una buena anfitriona, una buena compañera y la madre de sus hijos.
Intentó captar alguna mirada de complicidad entre ambos, algún gesto íntimo o un modo especial de hablarse, pero no encontró nada de eso. O eran unos actores excelentes o, simplemente, no existía nada entre ellos. Cuando se dirigían la palabra eran corteses el uno con el otro, pero con una frialdad y un desapego que no parecía haber cambiado desde que se conocían. ¿Se comportarían del mismo modo durante el resto de sus vidas?
Tras la cena, se reunieron en el salón y allí, casi por inercia, se formaron dos grupos. En un extremo los Saybrook y su hija charlaban con Lucien y con su padre, Oliver Milford. En el otro acabaron Jane y Emma sentadas en un sofá frente a lady Ophelia.
—Tengo entendido que ayer tuviste otra petición de mano —comentó su tía.
—Más que una petición de mano fue un concierto. —Emma soltó una risita.
—Me parece un gesto muy romántico. —Lady Ophelia dio un sorbito a su taza de té, haciendo caso omiso al comentario de su sobrina—. Desconocía que el marqués estuviera interesado en ti.
—Debo parecerle un buen partido —comentó Jane con indiferencia.
—No creo que necesite ni tu dinero ni tu posición —dijo su tía—, pero creo que harías bien en considerar su propuesta.
—¿Por qué?
—Al menos con él no te aburrirías —señaló Emma, que echó un vistazo al rincón donde su padre y su hermano continuaban su charla con los Saybrook.
Jane siguió la dirección de su mirada. ¿De verdad su matrimonio acabaría pareciéndose al de aquella pareja tan tediosa? A Lucien no parecía importarle. Y si eso estaba bien para su hermano, también lo estaría para ella.
—Lord Heyworth es un tanto excéntrico, no lo niego —continuó lady Ophelia—, pero, como bien dice Emma, también es un hombre muy interesante. ¿A ti no te lo parece?
—Sí, tal vez —reconoció Jane.
Más que interesante, Blake Norwood era una persona fascinante que no se dejaba impresionar por las reglas de etiqueta. Imprevisible, con un punto arrogante, divertido y muy, muy apasionado. Desde luego, a la mujer que llegara a casarse con él no le faltarían momentos memorables.
Se removió inquieta en el sofá. Imaginar a Blake junto a otra mujer le provocó un pellizco en el pecho y de inmediato se sulfuró consigo misma. ¿Qué podía a ella importarle con quién estuviera el marqués en el futuro? Ni siquiera le importaba lo que estuviese haciendo en ese momento.
«Mentirosa», le susurró la voz de su conciencia.
—¿Papá ha vuelto a dejarse otra piedra en el sofá? —Emma se adelantó un poco para echar un vistazo tras ella.
—¿Eh? —preguntó Jane.
—Pareces incómoda, pensé que... da igual. —Emma volvió a reclinarse con un bufido—. ¡Qué noche más larga!
Jane vio que su padre y su hermano se aproximaban, seguidos por los Saybrook, y las tres se levantaron de sus asientos.
De repente, a ella también se le antojó una velada interminable.
Blake se había refugiado en sus papeles, en su despacho. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Ya era la tercera vez que trataba de concentrarse en aquel libro de cuentas sin éxito alguno. Las palabras de Jane seguían revoloteando a su alrededor, como insectos molestos.
—No importa —dijo en voz alta—. No es la única mujer en Inglaterra.
Por supuesto que no lo era. También sabía que, con un poco de suerte, encontraría a otra que fuese capaz de sentir con la misma intensidad, de entregarse con la misma osadía. Disponía de tiempo.
Stuart Combstone, su mayordomo, entró durante su cuarto intento de revisar aquellos números.
—Tiene visita, milord —anunció.
—No quiero ver a nadie, señor Combstone.
—Ha insistido mucho.
—Que vuelva mañana, o pasado mañana mejor.
El mayordomo carraspeó.
—¿Sí? —Blake alzó la vista y miró al hombre. Casi habría jurado que sonreía.
—Dice que no se marchará de esta casa hasta que haya hablado con usted.
Blake dejó la pluma a un lado y apoyó la espalda sobre el respaldo de la silla.
—¿Le ha dado su nombre? —preguntó.
Combstone se aproximó y le entregó una tarjeta de visita.
—Lady Jane Milford, milord —le dijo—. Y viene acompañada de la muy honorable señorita Evangeline Caldwell.
—¿Y nadie más?
—¿Nadie más, milord? —El señor Combstone alzó una ceja.
—No sé, ¿una orquesta quizá?
—Eh, no, milord. Creo que me habría dado cuenta de ello.
—Por supuesto. —Blake carraspeó—. ¿Sería tan amable de conducirlas a la sala de visitas?
—Lady Jane solicita un encuentro a solas, milord.
Blake se levantó y se puso la chaqueta que había dejado sobre un sillón.
—Hágala pasar, señor Combstone —le dijo—. Y procure que le sirvan un té a la señorita Caldwell.
El mayordomo asintió y se retiró. Solo se le ocurría una razón por la que Jane hubiera ido a verlo, tan pocos días después de aquella tajante negativa a convertirse en su esposa. Se pasó las manos por el cabello y se arregló el corbatín.
—Lady Jane, milord. —El mayordomo regresaba con la joven, que entró en el despacho con la elegancia que la caracterizaba.
—Gracias, señor Combstone.
En cuanto el hombre hubo desaparecido, Blake miró a Jane. Su pose no era tan altanera como la última vez que se habían visto y parecía casi casi frágil. Sus ojos, siempre tan brillantes, carecían de esa luz que él tan bien conocía, y su rostro evidenciaba cierta falta de sueño que le restaba frescura.
—¿A qué debo el honor de su visita, lady Jane? —le preguntó, guardando las formas esta vez—. ¿Viene acaso a anunciarme en persona su futuro compromiso?
—¿Aún deseas casarte conmigo?
Blake clavó sus ojos en ella y Jane desvió la vista, cohibida de repente.
—¿Esto es alguna clase de broma? —preguntó él.
—¿Te lo parece?
—Eh, no, creo que no... pero no hace ni tres días que...
—He cambiado de opinión —le interrumpió—. En fin, si tú aún... si todavía quieres...
—¿No has traído ni siquiera un violín contigo?
—¿Un violín?
—Contraté a una orquesta entera para pedir tu mano —le dijo él, burlón.
—Creo que esto ha sido un error. —Jane se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.
Blake dio un par de pasos en su dirección y la sujetó del brazo.
—No, espera —la giró hacia sí—, dime por qué. Por qué has cambiado de opinión.
—Creo que podrías ser un buen marido.
—Lo seré. —Blake le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Y que entre nosotros habrá respeto, y que con el tiempo llegaremos a ser buenos amigos y a apreciarnos.
—Yo también lo creo.
—Eso es todo. —Ella bajó la cabeza.
—No, Jane, eso no es todo. —Blake la tomó de la barbilla y le alzó el rostro—. Dime por qué.
—¿Acaso importa?
—Me importa a mí.
La vio morderse el labio, pero continuaba rehuyendo sus ojos.
—Jane... —insistió. Sus miradas se encontraron al fin.
—Yo... no sé si seré capaz de vivir con nadie lo que tú me haces sentir cuando me besas, cuando me tocas.
Blake se inclinó y atrapó su boca, primero con dulzura pero, en cuanto ella le echó los brazos al cuello, la estrechó contra su cuerpo y profundizó el beso, jugando con su lengua y con sus labios. La sintió estremecerse pegada a su pecho y hundió una mano en su cabello para poder percibirla aún más cerca.
—¿Eso es un sí? —susurró ella, en cuanto él se separó unos milímetros.
—Eso es un sí, lady Jane.