Cuando Blake le preguntó dónde quería pasar su luna de miel, Jane lo tuvo claro: en la mansión de Kent. Aunque él le sugirió un viaje a París, a Italia o adonde ella quisiera, Jane no deseaba pasarse los primeros días de su matrimonio viajando de un lugar a otro, agotada y de mal humor. Quería disfrutar de esa nueva intimidad, y la propiedad de Kent le parecía el lugar idóneo. Lo que no le dijo fue que su decisión ocultaba algo más: el deseo de borrar los malos recuerdos que tenía asociados a ella.
Al despertar tras su noche de bodas se encontró sola en la cama, desnuda y con las sábanas calientes, prueba de que Blake no se había levantado hacía mucho. Sonrió ante los recuerdos de la noche anterior y, en cuanto se desperezó, sintió un dolor sordo en el bajo vientre, apenas una sombra. Las piernas le temblaban un poco, lo que la hizo sonreír, y se notaba ingrávida, como si durante la noche hubiera perdido mucho peso.
Pidió que le preparasen un baño y se sumergió en el agua jabonosa con especial deleite. Así fue como la sorprendió Blake un rato después.
—¿Hay sitio para mí? —preguntó, al tiempo que comenzaba a desvestirse.
La bañera, situada en una pequeña habitación contigua, era lo bastante grande como para albergarlos a los dos.
—Blake, si te metes aquí conmigo, se nos hará de noche antes de irnos a Kent —rio Jane.
—Yo no tengo ninguna prisa, ¿y tú?
—Hummm, tampoco —respondió. La idea de compartir la bañera con él se le antojó absolutamente deliciosa.
Una vez desnudo, Blake le pidió que se moviera un poco hacia delante y él se sentó tras ella. Jane recostó su espalda contra el torso de él, que la rodeó con sus brazos y comenzó a besarla en el cuello.
—¿Estás muy dolorida? —le preguntó en un susurro.
—Un poco —reconoció ella, que se alegró de estar de espaldas a él, porque las mejillas se le encendieron.
—De acuerdo, entonces solo jugaremos un poco.
—Blake, ¿qué quieres decir con...? Aaah...
Él había bajado su mano por el vientre y en ese instante sus dedos jugueteaban con su sexo de forma lenta y sinuosa. Jane reclinó la cabeza contra su hombro y se dejó llevar por las sensaciones que empezaban a recorrerla.
El viaje a Kent tendría que esperar.
La mansión aún le resultó más espectacular que la primera vez. En compañía de Blake la recorrieron casi entera, la última parte corriendo por los pasillos porque se les hacía tarde para cenar. Jane pensó que parecían dos niños y se preguntó si, de pequeño, él habría jugado así con sus primos.
—Tú eras justo lo que le faltaba a esta casa para borrar todo lo malo que recordaba de ella —le dijo al pie de la escalera.
Ella lo miró mientras luchaba contra la emoción que le habían provocado las palabras de Blake, que la besó en la frente antes de tomarla de la mano y dirigirse al comedor.
—¿Qué quieres hacer ahora que estás casada? —le preguntó.
—¿Qué? —Jane lo miró, sin comprender el sentido de sus palabras.
—Digo aparte de dirigir nuestra casa y todo lo demás —respondió Blake—. ¿Hay algo especial que te gustaría hacer?
—¿Como qué?
—No lo sé. ¿Viajar? ¿Pintar? ¿Tener un pequeño negocio? ¿Participar en alguna causa benéfica? ¿Aprender a tocar el trombón?
Jane se rio.
—¿Por qué supones que deseo hacer algo distinto a lo que hago?
—No lo supongo, solo pregunto. Me gustaría que... en fin, quiero que seas feliz, que nunca te arrepientas de haberte casado conmigo.
—No lo hago.
—Solo llevamos casados día y medio. —Blake sonrió—. No me gustaría que fueses una de esas mujeres que se limitan a dirigir la casa de sus maridos y a criar a sus hijos.
—¿Por qué no? No hay nada indigno en ello.
—En absoluto, no pretendía sugerir tal cosa, al contrario —se apresuró él a contestar—. Me parece un trabajo hercúleo, pero no sé si hay algo más que te interese. Apenas hemos tenido oportunidad de conocernos.
—Me gusta leer, coser y tocar el piano —contestó ella, de forma mecánica.
Blake soltó una carcajada.
—Ya estamos casados, Jane —le dijo, burlón—, y sé de buena tinta que odias tocar el piano.
—¿Quién te ha dicho eso?
Él sonrió, enigmático.
—Ha sido Emma, ¿a que sí? —Jane lo amenazó con el tenedor.
—Y que tampoco te gusta bordar.
—Oh, Dios, ¡te juro que voy a matarla!
Blake volvió a reírse.
—Tocar el piano y bordar son dos actividades muy bien vistas entre las damas —comentó Jane.
—Me importan un comino todas las damas del mundo —le aseguró él—. Yo quiero saber qué te gusta a ti o qué te gustaría hacer.
—Nada en especial —contestó ella, que esquivó su mirada.
—¡Me estás mintiendo! —se burló él.
—¿Y qué te gusta hacer a ti? —contratacó ella.
—¿A mí? Me encanta dirigir mis negocios —respondió—. Buscar oportunidades nuevas, estudiarlas, descomponerlas hasta entenderlas del todo y luego poner algo en marcha. Me gusta revisar los números de los libros de cuentas y averiguar qué se puede mejorar. Y, en mis ratos libres, me gusta leer y tallar piezas de madera.
—¿De verdad? —Jane alzó las cejas.
—Me relaja trabajar con las manos.
Jane echó un vistazo alrededor, buscando las pruebas de su confesión.
—No te molestes —le dijo Blake—. No encontrarás ninguna aquí.
—Oh.
—Están arriba, en una habitación que uso como taller.
—Esa no me la has enseñado.
—Aún guardo algunos secretos en esta casa —le guiñó un ojo—. En Londres también tengo un pequeño taller, aunque reconozco que últimamente no le he dedicado mucho tiempo. Alguien me ha tenido demasiado ocupado.
Jane enrojeció.
—Te toca —insistió Blake.
—Me gustan los caballos, y siempre he soñado con ser criadora —acabó confesando.
—¿Los... caballos?
—Sé que es una actividad muy poco femenina y...
—¡No! ¡Es... fantástico!
Ella lo miró, incrédula.
—Hablo en serio, Jane —le dijo él—. Podríamos montar unas cuadras aquí mismo, esta propiedad es enorme. Yo soy bueno con los negocios, podría ayudarte a empezar y...
Jane se levantó de la silla, le echó los brazos al cuello y comenzó a besarle. Blake la tomó de la cintura y la sentó sobre su regazo.
—Creo que esta conversación la podemos dejar para mañana —dijo él, entre beso y beso.
—O para pasado mañana.
Cuando el mayordomo acudió al comedor con el postre, solo pudo ver el ruedo de la falda de su nueva señora y la espalda del marqués de Heyworth, que llevaba en brazos a su esposa en dirección al piso superior.
—Levántate, dormilona. —Blake acarició con suavidad la pierna de su esposa, que comenzó a cubrir de besos.
No le extrañaba que estuviera cansada. La noche anterior habían hecho el amor dos veces antes de quedarse profundamente dormidos, y para entonces ya eran casi las tres de la mañana. Él, en cambio, se sentía pletórico, con ganas de hacer mil cosas. Nunca hubiera sospechado que estar casado fuese tan divertido, aunque también reconoció que solo eran los primeros días. No quiso pensar en qué le deparaba el futuro, de momento quería limitarse a disfrutar del presente, y ese presente se resistía a despertar.
—Jane... —le susurró al oído, y luego mordisqueó el lóbulo de su oreja.
Ella gimió en sueños y se dio la vuelta. Abrió los ojos y la luz de la mañana se reflejó en ellos como si fuesen dos estanques. Blake aguantó la respiración y observó su rostro de porcelana y aquellas largas pestañas que se movían con languidez. Sintió un pellizco en el estómago aunque, hasta ese momento, no había tenido intención de volver a hacerle el amor. De hecho, en ese instante lo único que deseaba hacer era abrazarla. La sensación le resultó extraña.
—¿Qué? —preguntó ella con la voz somnolienta—. ¿Qué ocurre?
—¿Te apetece salir un rato a caballo? —le preguntó él, retirándose a una distancia prudencial—. Hace un día magnífico.
Ella volteó la cabeza hacia la ventana y contempló el cielo de un azul límpido.
—¡Me encantaría!
—Vístete, te espero abajo para desayunar —le dijo él.
En cuanto cerró la puerta a su espalda, Blake soltó un bufido. La sensación en la boca de su estómago no había desaparecido.
Jane se aseó y se vistió a toda prisa con un traje de montar de color verde oliva que aún no había estrenado. Se reunió con Blake en el comedor y ambos desayunaron de manera frugal antes de ir a las cuadras. Allí la esperaba una nueva sorpresa.
—¡Es Millie! —exclamó, en cuanto vio a su yegua ya ensillada y sujeta de las bridas por uno de los mozos.
Echó a correr y se abrazó al cuello del animal, y luego le acarició la testuz y el hocico.
—Hice que la trajeran aquí —le dijo Blake, que había llegado a su altura.
—Oh, Blake, ¡gracias! —Ella se volvió hacia él, le echó los brazos al cuello y le dio un beso en los labios.
Blake se revolvió, un tanto azorado. Probablemente la presencia de los mozos de cuadras lo hacía sentirse violento y, en otras circunstancias, tal vez ella se habría sentido del mismo modo, pero estaba demasiado emocionada como para que le importase.
Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de cabalgar, y volver a subir a la grupa de su yegua le pareció maravilloso. Montó a horcajadas, como hacía en su propiedad de Bedfordshire, y Blake se limitó a alzar una ceja. Estaba preparada para defender su decisión, pero él no puso objeción alguna y espoleó su montura.
En su anterior visita a Kent, Jane había montado uno de los caballos de Blake, un alazán de buena estampa y bastante manso, y echó de menos el nervio de Millie, que ahora corría por el páramo como si fuese la cola del viento. A su lado, Blake le seguía el ritmo y parecía disfrutar tanto como ella.
Al cabo de unos minutos, ambos refrenaron sus monturas y continuaron al trote. Jane palmeó el cuello de su caballo.
—Has estado magnífica, Millie —le dijo—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Es una yegua preciosa, y tiene brío —señaló Blake.
—Wilson cría estupendos caballos, ya te lo dije.
—Espero que me ayudes a escoger el mío.
—Oh, sí, claro —contestó ella, entusiasmada—. Podemos ir a verlo cuando quieras.
Jane contempló los verdes campos, que se extendían en todas direcciones, y el bosquecillo de abedules que parecía marcar el final de la propiedad por aquel extremo. Se detuvieron junto a un arroyo muy cerca de los árboles y ambos desmontaron para que los animales se refrescaran. Echó un vistazo alrededor y se preguntó si Blake la habría traído allí por algún motivo en especial. Recordó uno de los consejos de lady Minerva y decidió tomar la iniciativa.
Se aproximó a él y posó una mano sobre su pecho.
—Este lugar es precioso —musitó, mientras se ponía de puntillas y posaba un beso en la comisura de sus labios.
—Hummm, me alegra que te guste. —Blake la atrajo hacia su cuerpo con un solo brazo, que rodeó su cintura.
Jane sintió cómo el cuerpo de su marido respondía ante su avance, y le ofreció sus labios entreabiertos. Blake la miró solo un instante antes de inclinar la cabeza y besarla, y en un minuto ambos estaban tumbados sobre la hierba, semidesnudos y jugando a ser dioses.
A Jane le hubiera gustado quedarse en Kent para siempre, en aquel refugio que ambos se habían construido a su medida. Pero los «para siempre» solo existían en las novelas y, tras diez intensos días de pasión y aventura, había llegado el momento de regresar a Londres.
Aún le resultaba extraño considerar su hogar a la enorme mansión Heyworth, en Mayfair, y aún más extraño encontrarse con tantos criados a los que no conocía y que la trataban con deferencia y algo de distancia. El mayordomo, el señor Combstone, parecía un hombre eficiente y dirigía la casa como un general. El ama de llaves, por el contrario, era una mujer risueña y amable, que se prestó enseguida a ponerla al día en todos los asuntos referentes a la mansión. Jane se sentía desbordada pero tenía la certeza de que, si la casa había funcionado perfectamente antes de su llegada, seguiría haciéndolo hasta que ella fuese capaz de dominar todos los detalles.
Al día siguiente de su llegada, Blake se encerró en su despacho para atender sus negocios y ella fue a ver a su familia. Creía que no los había echado de menos durante su ausencia pero, mientras el carruaje la conducía hasta allí, se dio cuenta de lo equivocada que estaba. Había extrañado a su padre a la hora del desayuno, y encontrar sus pequeñas piedras por todos los rincones. De hecho, le llevaba un puñado que había encontrado en Kent y que no había conseguido identificar. Blake se había sorprendido viéndola arrodillada en el suelo y, cuando supo qué estaba haciendo, se unió a ella en la búsqueda. La imagen la hizo sonreír. ¿Todos los maridos serían así? ¿Compañeros perfectos, hombres considerados, amantes fabulosos?
También había echado de menos a Lucien y su peculiar sentido del humor, mucho más agudo que el de Blake, y hasta las pullas de su hermana Emma. Y a Kenneth, cómo había extrañado a su hermano pequeño, a quien le habría encantado aquel palacio lleno de escondrijos secretos. Mientras se dirigía hacia la puerta de entrada confió en que, durante su ausencia, hubiera llegado alguna carta de Nathan. Echarle de menos a él ya casi era una costumbre, aunque igual de dolorosa que el primer día.
Los olores de su antiguo hogar la asaltaron en cuanto cruzó el umbral, envolviéndola como un abrazo, y sintió el escozor de las lágrimas tras los párpados cerrados, mientras aspiraba el aroma de su infancia. Jamás había pasado separada de su familia tanto tiempo y estaba deseando verlos a todos.
No tuvo suerte. Su padre, según la informó Cedric, el mayordomo de los Milford, asistía ese día a una conferencia en la Royal Society. Emma había salido de compras con su amiga Phoebe, y Lucien también estaba ausente, aunque no tenía detalles al respecto. El único que estaba en casa era Kenneth, a quien vio durante unos minutos bajo la reprobatoria mirada de su tutor, que odiaba que se interrumpieran las lecciones.
Jane abandonó su antiguo hogar con cierto pesar. Debería haber enviado una nota el día anterior anunciando su visita, igual que hacían los extraños antes de presentarse en casas ajenas. Ella no era una extraña, pero ahora que no vivía en la mansión Milford su familia no conocía sus movimientos y era injusto esperar que estuvieran allí cada vez que ella sintiera la necesidad de verlos.
Por fortuna, sí encontró a Evangeline, que la recibió con un largo abrazo que mitigó la decepción de un rato antes.
—Dios, ¡estás resplandeciente! —le dijo, observándola con tanta atención que Jane se sintió incómoda—. El matrimonio te sienta estupendamente, por lo que veo.
—Creo que no puedo quejarme —sonrió.
—Espero que tengas muchas cosas que contarme —le dijo, tumbándose sobre la alfombra de su cuarto. Pese a los años que hacía que se conocían, a Jane siempre le sorprendía que su amiga se sintiese más a gusto en el suelo que en ningún otro lugar.
—Tantas, que no sé ni por dónde empezar...
—Ya te digo yo por dónde —rio su amiga—. ¿Cómo fue, ya sabes, la noche de bodas? Y todas las noches desde entonces, claro.
—Oh, Evangeline —suspiró Jane—. Fue... perfecto. No creo que exista una palabra mejor para definirlo.
—¿Y el resto de las noches?
—Igual... y el resto de los días —comentó, pícara.
—¿Durante el día también...? Oh, vaya, creo que lady Minerva se sentiría orgullosa de ti —rio Evangeline.
—¿Has recibido más cartas?
—Dos desde que te fuiste, y parece que sus consejos funcionan —añadió, enigmática.
—Me parece que tú también tienes que contarme algunas cosas, Evie.
—No, no, primero tú. ¿Cómo es Heyworth? Además de apasionado, que eso salta a la vista —le preguntó con un guiño—. ¿Amable? ¿Cariñoso? ¿Considerado?
—Creo que todo eso, y más —respondió Jane—. El segundo día que salimos a cabalgar, había encargado preparar un picnic junto al arroyo, donde el día anterior... en fin, donde el día anterior habíamos tenido un breve encuentro.
—¡Te estás poniendo colorada! Jane, eres una pillina.
—Había una carpa y bajo ella una mesa, dos sillas y un montón de manjares —continuó Jane en cuanto su amiga dejó de reírse—. Fue... especial.
—Oh, Jane, ¡cuánto me alegro por ti!
—Y dos noches después contrató a una pequeña orquesta solo para nosotros. Después de la cena me llevó al salón de baile y allí estaban los músicos, esperándonos. Bailamos, no sé, casi dos horas.
—Estamos hablando del mismo marqués de Heyworth, ¿verdad? —Evangeline la miró con el ceño fruncido.
—Lo sé, yo tampoco habría imaginado que fuese tan... tan...
—¿Romántico?
—Ah, no sé si esa es la palabra exacta.
—Oh, ya lo creo que sí. —Evangeline pareció convencida—. ¿Y ya te ha dicho... ya sabes?
—¿Eh?
—Pues que te quiere.
—¡No! —Jane se mordió el labio—. Ya sabes que nuestro matrimonio no está basado en el amor y...
—Pamplinas —la interrumpió su amiga—. Después de lo que me has contado, si ese hombre no te ama, o si tú no le amas a él...
Jane desvió la vista, cohibida de repente.
—¡Jane! ¡Te has enamorado de tu marido!
—Dios, Evie, ¿qué voy a hacer? —Se cubrió el rostro con las manos.
—¿Que qué vas a hacer? —La miró con auténtica sorpresa—. Jane, estás enamorada de tu esposo. ¿No es eso exactamente lo que debería suceder en un matrimonio?
—Sí, es solo que... no sé si él siente lo mismo.
—Si no lo hace ya... lo hará, Jane. No quererte es imposible —le aseguró Evangeline tras darle un beso en la mejilla.
Jane esperaba que su amiga tuviera razón. No sabía muy bien cuándo había descubierto que amaba a Blake. Tal vez cuando la llevó a su taller y lo vio trabajar con aquellas manos tan grandes de las que salió la figurita de un caballo de una delicadeza que la hizo estremecer. O quizá fue cuando se pasaron media noche jugando a las cartas y riendo, apostando prendas de ropa hasta que los dos se quedaron completamente desnudos el uno frente al otro. O a lo mejor fue el día en que la llevó a un rincón de la propiedad para mostrarle dónde podían instalar las cuadras para la cría de caballos, y donde escuchó con infinita paciencia todos sus desvaríos y sus sueños.
En alguno de esos momentos, entre beso y beso, entre las sábanas revueltas y los baños compartidos, Jane había sentido su corazón latir de una forma diferente, un latido que parecía llevar el nombre de Blake a todas sus terminaciones nerviosas. Desde entonces, tenía un puñado de «te quieros» en la punta de la lengua, y un buen número de «te amos» atascados en la garganta.
Y tenía miedo de ahogarse con todos ellos.