A Jane le aguardaba una agradable sorpresa al regresar a la mansión Heyworth. Allí la estaba esperando su familia en compañía de Blake. Su padre fue el primero en levantarse y ella corrió a abrazarle.

—¡Papá!

Luego saludó con igual efusividad a Lucien y a Emma, que la abrazó durante largo rato.

—Pero, ¿qué estáis haciendo aquí?

—Volví a casa y Cedric me dijo que habías ido a vernos —contestó el conde—. Yo... no podía esperar. Milord —dijo entonces volviéndose hacia Blake—, reitero mis disculpas por presentarnos sin avisar.

—Esta es su casa, lord Crampton —contestó su esposo—. No necesitan anunciarse, pueden venir siempre que lo deseen.

Jane lo miró, con el deseo de besarlo hasta desfallecer.

—Os quedaréis a comer, espero —comentó Jane—. Iré a avisar al señor Combstone para que pongan tres cubiertos más.

—Tu esposo ya se ha encargado de ello —señaló Lucien, que había vuelto a ocupar una de las confortables butacas.

Esta vez, Jane prefirió no dirigir su vista hacia Blake, porque el ansia de fundirse en su boca se estaba convirtiendo en auténtica necesidad.

—Emma, estás preciosa —le dijo Jane a su hermana, que llevaba un vestido color verde claro que hacía resaltar el color de sus ojos.

—En comparación contigo debo de parecer una lechuga.

—¡No! —Jane la tomó de la mano—. Ven arriba, todavía no has visto mi dormitorio terminado.

Ambas desaparecieron por la puerta dejando a los tres hombres allí, que intercambiaron una sonrisa más cómoda y cómplice de lo que ninguno de ellos esperaba.

A Emma la habitación le había parecido magnífica, por supuesto, pero nada en comparación con lo que pensaba sobre su hermana. Nunca la había visto así de radiante. Parecía llevar una luz encendida en su interior, que se asomaba a sus ojos y a su piel hasta hacerla resplandecer. Ella, en cambio, se sentía ajada y marchita.

Esa misma mañana había salido de compras con Phoebe, con quien no había vuelto a compartir un momento a solas, pese a haber intentado propiciarlo. En el carruaje hizo ademán de cogerle la mano, pero su amiga la retiró.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.

—Nada, ¿por qué piensas que me sucede algo?

—Estás esquiva.

—No es verdad.

—Hace años que nos conocemos, Phoebe. Creía que... que había algo especial entre nosotras.

—¿Algo especial? Vamos, Emma, solo hemos tonteado un poco.

—¿Tonteado?

—Ya me entiendes. —Su amiga no la miraba a los ojos y parecía concentrada en algún punto al otro lado del cristal de la ventanilla—. Solo ha sido un juego, ¿no? Quiero decir... no puede ser ninguna otra cosa.

—Claro, solo un juego. —Emma se obligó a sonreír porque no podía hacer nada más.

Pasaron la mañana recorriendo tiendas, probándose sombreros estrafalarios y chales que no pensaban comprar. A Phoebe siempre le había encantado salir de compras, aunque Emma lo odiaba. Si lo hacía era solo por complacerla, por tener la oportunidad de pasar unos minutos con ella. Cada vez que miraba sus rizos dorados y aquellos ojos celestes sentía como si su corazón se empequeñeciera un poco más, hasta que no fue mayor que la cabeza de un alfiler. Pero sonrió, hizo los comentarios jocosos acostumbrados y procuró comportarse como siempre. Solo ansiaba volver a su casa y meterse en la cama hasta el día siguiente, o hasta la siguiente vida.

En su casa, sin embargo, la aguardaba la noticia de que Jane había vuelto, y de que su padre había dejado una nota comentando que iba a la mansión Heyworth. Emma estuvo a punto de seguir su impulso y subir a su cuarto, pero en ese instante necesitaba a su hermana, necesitaba a Jane más de lo que la había necesitado nunca.

La vio esplendorosa y feliz, tan luminosa y cálida que no fue capaz de contarle nada. En cuanto estuvieron a solas en su habitación, Jane volvió a abrazarla y, cuando le preguntó cómo se encontraba, mintió. Durante la comida, los observó a ella y a su esposo, al que aún le costaba llamar Blake pese a lo mucho que él había insistido. Parecían estar en armonía, y cada vez que sus miradas se cruzaban, saltaban chispas por todas partes.

«Al menos una de las dos es feliz», se dijo, tragándose su amargura con un bocado de cerdo asado con ciruelas. Algún día, pensó, ella también encontraría a alguien, hombre o mujer, que la mirase de ese modo y que la hiciera resplandecer.

Blake no lograba comprender por qué Jane se mostraba tan agradecida por haber recibido a su familia. ¿No era eso lo que debía hacer, como su esposo que era ahora? Le gustaban los Milford, siempre le habían gustado. El padre, con ese aire despistado y esa mirada tan auténtica; la solemnidad de Lucien y su sentido del humor; y la joven Emma, cuyo carácter rebelde escondía un corazón tan tierno como el de su hermana.

Esa noche, ambos decidieron declinar las invitaciones que habían llegado a última hora para acudir a alguna de las fiestas que se celebraban esa noche. La noticia de su regreso parecía haber corrido por las calles de Londres, e imaginó que todo el mundo sentiría curiosidad por ver a los recién casados. Pero ni Jane ni él deseaban todavía mostrarse en público. Al menos Blake no tenía ninguna prisa por compartirla con todos los miembros de la alta sociedad.

—He preparado algo especial para hoy —le dijo Blake en cuanto anocheció—. Espero que no te importe que cenemos hoy en tu habitación.

Jane rio a modo de respuesta, sin duda preguntándose qué tenía en mente. Fue él quien abrió la puerta a los criados, que traían varias mesas con ruedas llenas de platos debidamente cubiertos.

—Y ahora, querida, voy a vendarte los ojos.

—¿Qué? —lo miró, entre sorprendida y divertida—. ¿Pretendes que cene a ciegas?

—Hummm, no exactamente.

El brillo que desprendió su mirada le indicó que no iba a ser necesario que insistiera. Le encantaba el modo que tenía Jane de prestarse a todos sus juegos y le apasionaba que ella fuese capaz también de tomar la iniciativa, aunque aún de forma tímida.

Cubrió sus ojos con un trozo de tela de color negro y se aseguró de que no pudiera ver nada. Luego, con parsimonia, le quitó el vestido, el corsé y las calzas, y la dejó solo con la fina camisola.

—¿Tienes frío? —le preguntó junto al oído.

—Estoy ardiendo —contestó ella, con una risita.

Blake también sonrió. Durante un instante pensó en abandonar aquel juego y llevarla directamente a la cama, pero se contuvo.

La hizo sentarse sobre la alfombra y luego destapó los platos, llenos de deliciosos bocados. Cogió un bombón, se lo colocó entre los dientes y se aproximó a su boca. Jane abrió los labios y mordisqueó el dulce, ambos lo hicieron hasta que no quedó nada de él y sus lenguas, con sabor a chocolate, se encontraron. Así, con los ojos tapados y completamente a su merced, Jane le pareció la criatura más exquisita sobre la faz de la Tierra.

Blake tomó una fresa, con la que acarició sus mejillas, esquivando la boca de Jane, que daba suaves bocados en el aire buscando la fruta. Cogió una larga y suave pluma y comenzó a recorrer sus piernas con ella mientras Jane, con las manos apoyadas sobre la alfombra, se contorneaba. Blake iba a volverse loco. Fue ascendiendo por sus muslos y, justo cuando estaba a punto de alcanzar su sexo y ella jadeaba, llevó la pluma hasta su cuello. Jane emitió una queja, que se esfumó en cuanto él bajó con una mano su camisola y dejó sus senos al aire. Comenzó a trazar círculos alrededor de sus pezones, ya enhiestos, y los rozó con la pluma, arrancando una cascada de gemidos. De rodillas junto a ella, Blake pensó que iba a explotar de puro deseo. Fue bajando la camisola hasta dejarla por completo desnuda y ella se abandonó. Tendida sobre la alfombra, con los ojos vendados e iluminada por la luz de las velas, parecía una diosa.

Blake continuó acariciándola con la pluma y cuando esta alcanzó al fin aquel delicado punto entre sus muslos, Jane se arqueó, sudorosa y jadeante. De una de las mesas cogió un pequeño recipiente con chocolate fundido, comprobó que tuviese la temperatura adecuada, y dejó caer una pequeña cantidad sobre su sexo.

Jane se sobresaltó pero él no le dio tiempo a nada, porque se arrodilló entre sus piernas y comenzó a lamer el dulce de su piel, provocándole un intenso orgasmo en cuestión de segundos.

—Oh, Dios —musitó ella en cuanto logró recuperar la respiración.

—No te quites la venda, Jane. Aún no hemos terminado —le susurró, tendido a su lado.

—No, yo... me toca a mí.

Se retiró el trapo de la cara y lo miró, arrobada. Blake tenía intención de protestar, pero no lo hizo. Permaneció en la misma posición mientras ella le cubría los ojos a él, con el corazón batallando en su pecho y con todo el cuerpo como un incendio. Jane le quitó las pocas prendas que aún llevaba puestas y se tendió sobre él. Su cuerpo ardía del mismo modo que el suyo y la sujetó por las caderas para impedir que se moviera. Solo ansiaba hundirse en ella, justo en aquella postura, pero ella logró desasirse para iniciar su propio juego.

Y demostró ser una alumna avezada. Blake jamás había experimentado un placer semejante y, cuando al fin la penetró, mirándola a los ojos, creyó romperse en mil pedazos para siempre.

Blake abrió los ojos y miró a su mujer, aún dormida a su lado, iluminada por los primeros rayos de la mañana. Los recuerdos de la noche acudieron presto a su mente y sonrió. Había sido una velada magnífica, más que eso. Había sido mágica. Jane era mágica.

La miró de nuevo. La suave curva de su mentón, aquel puñado de pecas sobre el puente de su nariz, las pestañas sombreando sus pómulos altos... era perfecta, y contemplarla le resultaba casi doloroso. Ansiaba abrazarla, pegarla a su cuerpo hasta el fin de los días, protegerla de todo y de todos, incluso de él mismo, y cuidarla hasta su último aliento. Blake se removió inquieto y se levantó de la cama, y desde allí volvió a observarla.

«¿Me he enamorado de mi mujer? —se preguntó, sin apartar la vista de ella—. ¡Me he enamorado de mi mujer! —reconoció, aturdido—. No, no, no es esto lo que tenía que suceder. Pasión, nuestro matrimonio está basado en la pasión.» Se lo repitió un par de veces más, pero no logró convencerse. Recogió su ropa y cruzó la puerta que lo separaba de su propia habitación y, una vez allí, tomó asiento.

No había duda, amaba a Jane, la amaba con cada fibra de su ser, dormido y despierto, a primera hora del día y cuando ya había caído la noche. La amaba cuando reía, cuando hablaba, cuando dormía...

Se pasó las manos por la cara. ¿Qué debía hacer ahora? Ella no podía amarle, de ningún modo iba a consentir que eso sucediera. Él la amaría por los dos si era preciso, pero debía evitar a toda costa que ella se enamorase también de él. Soltó una risa amarga ante ese pensamiento. En otras circunstancias, lo habría deseado con todas sus fuerzas, anhelando que ella sintiera siquiera algo parecido a lo que a él lo sacudía por dentro. Pero no en esas. En esas no. Con la maldición pendiendo sobre su cabeza, no podía permitirlo.

Siempre se había tomado a broma la extraña maldición que, decían, pesaba sobre su linaje. Solo que a veces, en especial durante los últimos días, la mera posibilidad le helaba la sangre. ¿Y si era cierta? ¿Y si su fin estaba próximo? ¿Qué pasaría entonces con Jane?

Recordaba a su madre, Nora Norwood. Recordaba la tristeza que no la había abandonado tras la muerte de su esposo, del padre de Blake. Recordaba oírla llorar hasta la madrugada, y pasar el día convertida en una especie de espectro a la que nada parecía importarle. Recordaba aquel viaje a los Estados Unidos a bordo de aquel navío en el que compartieron camarote y en el que él trató por todos los medios de hacerla reír, de tirar por la borda aquella amargura que la consumía. Recordaba también su llegada a Filadelfia, la acogida de su nueva familia, la esperanza que pareció abrirse camino y que fue solo una quimera. Su madre ya no volvió a ser su madre. Fue solo una mujer que a veces estaba allí y otras, las más, vivía sumida en el dolor y en el láudano, que acabó llevándosela unos años después.

No, él no podía hacerle eso a Jane. Si él moría, no quería que ella padeciese, ni siquiera un poco. Era preferible que fuese una de esas viudas que parecían encantadas con su nueva situación, que sería dueña de su vida y que le extrañaría lo justo. Solo imaginarla sufriendo por su causa le destrozaba el alma.

Tenía que evitarlo. Tenía que evitar que ella le amase, aunque no tenía maldita idea de cómo lograr eso, porque estar a su lado era lo único que a él le importaba, lo único que lo convertía en un hombre completo.

A Jane le extrañó despertar sin Blake a su lado. Se había convertido en una deliciosa costumbre a la que no estaba dispuesta a renunciar. Echó un vistazo alrededor y no vio sus ropas, aunque sí aquellas mesas aún llenas de comida. Después de que hubieran hecho el amor, habían cenado sentados sobre la alfombra, cubiertos por una fina manta. Le encantaba que Blake fuese tan creativo y le maravillaba que ella fuese capaz de olvidar su vergüenza para participar de igual a igual en aquellos juegos.

Se levantó, se cubrió con una bata y llamó a la puerta que comunicaba ambos dormitorios, pero nadie contestó. Trató de recordar si él había mencionado algún asunto que tuviese previsto atender esa mañana, pero no lo consiguió. Picoteó un poco de los platos mientras pensaba qué hacer. ¿Regresaría?

Miró la hora y vio que ya eran más de las diez. Era poco probable que volviera, así es que se lavó, se vistió y bajó al comedor. El mayordomo le comunicó que Blake había salido y que no se le esperaba hasta la hora de la cena. A Jane le sorprendió que no la hubiera despertado para decírselo y que ni siquiera le hubiera dejado una nota. Seguro que se trataba de alguna urgencia.

A media tarde le hizo llegar al fin noticias, una escueta misiva en la que le comunicaba que esa noche acudirían a una fiesta en casa de los marqueses de Wilham. Jane no pudo evitar cierta decepción aunque, por otro lado, tal vez había llegado el momento de abandonar su pequeño nido y comenzar a relacionarse con los demás. Sin embargo, le dolía que ni siquiera lo hubiera consultado con ella.

Jane estaba en la biblioteca leyendo un poco cuando Blake regresó al atardecer. Se levantó para recibirle y le echó los brazos al cuello, buscando su boca. Él la besó de forma mecánica y se separó de ella.

—¿La cena ya está lista? —preguntó al tiempo que se servía una copa.

—Eh, sí. Pediré que la sirvan de inmediato.

—Bien, no me gustaría llegar tarde esta noche.

—¿Qué sucede, Blake?

—Nada.

—Estás... distinto.

—Estoy como siempre, como antes —aseguró él, sin mirarla—. Tengo obligaciones, Jane, no puedo pasarme el día aquí contigo.

—Ya, claro... —repuso ella, molesta con su frialdad.

Decidió no darle excesiva importancia. Era cierto que su esposo tenía muchos asuntos que atender, asuntos que había descuidado durante demasiados días. Tal vez había tenido algún problema durante la jornada, quizá alguno de sus negocios se había resentido por su culpa.

En un rato, en unas horas, volvería a ser el Blake de siempre, el que ella había comenzado a conocer y a amar.

Pero no fue así. Acudieron a la fiesta, donde se convirtieron en el centro de atención de inmediato. Allí estaba Lucien también, y Evangeline, a la que saludó con efusividad. Bailó con Blake al inicio de la velada y luego apenas lo vio en el salón. No era infrecuente que los matrimonios se comportasen de ese modo, pero a ella le dolió. Estaba convencida de que ellos serían diferentes.

—Pareces preocupada, sobrina. —Lady Ophelia, en compañía de lady Cicely, se había acercado a saludarla.

—Oh, tía, al contrario —sonrió, algo forzada.

—Tu hermano me dijo que habías regresado.

—Perdone, tía. Debería haber ido a visitarla.

—No digas tonterías —sonrió lady Ophelia—. Aún estás de luna de miel. Los viejos podemos esperar.

—¿Viejos? —Jane alzó una ceja. Su tía estaba tan hermosa como siempre, y parecía tan joven que podría haber pasado por su hermana.

—¿Y dónde está tu encantador esposo? —Lady Ophelia alzó la mirada para contemplar el salón por encima de las cabezas de los invitados.

—Oh, seguro que no anda lejos —contestó Jane, que en realidad no tenía ni idea de dónde podía encontrarse Blake.

—Parece que la señorita Caldwell ha hecho buenas migas con el vizconde Malbury —señaló lady Cicely.

Jane miró en la dirección de la dama y vio a su amiga bailando con el aludido. Ya le había comentado el día que fue a verla que el joven parecía mostrar cierto interés en su persona.

—Si te molesta, te prometo que le ignoraré de inmediato —le aseguró Evangeline.

—No seas tonta, Evie. Malbury es un joven apuesto y amable, y que se haya fijado en ti es la mejor noticia que podías darme —le había dicho, y era totalmente sincera.

—Creo que me gusta, ¿sabes? —le confesó—. Que me gusta de verdad.

—Oh, ¡me alegro tanto!

—Al principio pensé que se acercaba a mí para saber de ti, aunque ya estuvieras prometida —le dijo—. Pero ni una sola vez me preguntó por ti, y parecía realmente interesado en lo que yo tuviera que decirle, que al principio fue bastante poco, lo reconozco. —Evangeline soltó una carcajada—. Estoy deseando besarlo, ¿sabes? Y que ese beso se parezca un poco al que Blake te dio a ti.

Jane recordaba esa conversación mientras veía bailar a su mejor amiga, que parecía sentirse muy cómoda con aquel caballero que apenas la superaba en un puñado de centímetros. Pensó también en aquel primer beso, y en todos los que habían venido después, y los que aún estaban por llegar.

Echó de menos a Blake a su lado. ¿Dónde se habría metido?

El marqués de Heyworth se encontraba en uno de los salones interiores, jugando a las cartas con un pequeño grupo de caballeros. No era aquel el lugar en el que prefería estar, pero era el más seguro para Jane. Imaginarla sola en el baile le estaba destrozando los nervios, pero allí estaba Lucien, a quien había visto al llegar, y también Evangeline. Estaría acompañada.

Pasó allí casi toda la velada, hasta que decidió que había llegado el momento de regresar a casa. Fue en busca de Jane, que lo recibió algo molesta, y abandonaron la mansión Wilham en completo silencio. Ni siquiera le dirigió un reproche, ni una palabra malsonante. «Por Dios, Jane, ¿por qué eres tan buena persona?» Quería que se enfadase con él, no demasiado, lo suficiente como para enfriar un poco aquella relación.

Subieron juntos la escalera hasta el piso de arriba, sin rozarse apenas, y él se metió en su habitación. Lo primero que hizo fue echar la llave a la puerta que comunicaba ambos dormitorios. Esa iba a ser la primera noche que no durmieran juntos y le dolía cada centímetro del cuerpo por no tener a Jane a su lado.

¿Estaba haciendo lo correcto? ¿No era preferible que ella se molestase un poco ahora en lugar de que sufriera lo indecible en el futuro?

«Te amo, lady Jane», susurró al aire, pegado al dintel de aquella puerta que se había convertido en una frontera.