Jane esperó hasta que el reloj dio las cuatro de la madrugada. Blake no iba a aparecer esa noche, la primera que no iban a compartir desde su boda. Miró el espacio vacío de su cama, y sintió un hueco del mismo tamaño en su estómago. No hacía ni veinticuatro horas que habían disfrutado de una noche de lo más sensual y el hombre que se encontraba en la habitación contigua no se parecía en nada al que había sido capaz de arrancarle suspiro tras suspiro.

Envalentonada, se levantó y se dirigió a aquella puerta pero, cuando giró el pomo, no sucedió nada. ¿Había cerrado con llave? Resistió el impulso de golpearla hasta destrozarse los nudillos. Algo le sucedía a Blake y rogó con todas sus fuerzas para que al día siguiente él hubiera regresado del todo.

El hombre que se encontró sentado a la mesa del desayuno, sin embargo, era el mismo, y se mostró casi tan frío como el día anterior.

—Blake, ¿qué está pasando? ¿Tienes algún problema?

—¿Qué te hace pensar tal cosa?

—Anoche no viniste —comentó ella, un tanto cohibida.

—Estaba cansado.

—Pero...

—Jane, no todo gira en torno a ti, ¿comprendes?

—No pretendía sugerir tal cosa —replicó ella, ofendida.

—La luna de miel ha acabado. Ambos debemos regresar a nuestras obligaciones.

—Sí, por supuesto. —Jane hizo un esfuerzo para que su voz sonara tan firme y desapasionada como la de él, y mantuvo bien sujetas las lágrimas que amenazaban con anegar sus ojos.

Así es que se trataba de eso. Ahora que la luna de miel había concluido, la magia que existía entre ambos se difuminaría, hasta que no fuese más que un recuerdo lejano. Imaginó que eso era lo que le sucedía a la mayoría de los matrimonios y de nuevo comprobó lo equivocada que había estado al suponer, una vez más, que entre ellos sería diferente.

Pero Jane no se rendía con facilidad. Se negaba a consentir que lo que había entre ellos se convirtiese en humo. Blake pasó el día fuera otra vez pero, cuando regresó, ella le esperaba en su dormitorio, con aquel camisón tan sugerente que había llevado la noche de sus esponsales.

Blake se sentía como un miserable. Se repetía una y otra vez que todo aquello lo hacía por el bien de Jane, pero eso no lograba hacerle sentir mejor. La echaba tanto de menos que le dolían todos los huesos del cuerpo y cada instante era una batalla para no estrecharla entre sus brazos y confesarle que la amaba hasta el delirio, y que moriría feliz sabiendo que ella también lo amaba a él.

Cuando abrió la puerta de su dormitorio y la vio allí, se le secó la boca y el corazón se le encabritó como un caballo salvaje. Su cerebro le dictaba palabras que no estaba preparado para pronunciar. Quería pedirle que se marchase, que lo dejase solo. Su piel, en cambio, gritaba por acercarse a ella, por fundirse con su cuerpo una vez más. Ganó su piel, así es que la estrechó con fuerza y la cubrió de besos de la cabeza a los pies, ansioso por alcanzar todos sus rincones a la mayor brevedad, por saciarse de ella para toda la eternidad.

Se amaron durante gran parte de la noche, con la cena olvidada en la mesa del comedor y, con cada beso, Blake luchaba contra el deseo de decirle que la amaba y que sin ella estaba perdido, muerto ya en vida. Pero no lo dijo, no dijo nada hasta que todo acabó y ella comenzó a adormilarse pegada a él.

—Será mejor que vuelvas a tu cuarto —le dijo, con todo el dolor de su alma.

—¿Eh? —Jane se espabiló un poco.

—Mañana tengo que madrugar.

—¿Me estás...? —La vio incorporarse, con la mirada encendida—. ¿Me estás echando de tu cama?

—No te pongas así —se defendió—. Ya te dije que...

—Que la luna de miel había terminado, sí.

Jane se levantó, cogió su camisón y se cubrió con él. Lo contempló con tal carga de desprecio en la mirada que Blake deseó que la maldición lo alcanzara justo en ese instante. Pero ella no dijo nada. Se dio la vuelta y cruzó aquella puerta que ahora separaba dos mundos.

Jane quería llorar. Quería romper todas las cosas que encontrase a su alcance. Quería gritar hasta romperse la garganta. ¿Pero con qué clase de cretino se había casado? ¿Y cómo podía haberla engañado durante tantos y tantos días, haciéndola creer que era un hombre maravilloso? ¡Era un cafre! ¡Un miserable! ¡Un canalla! Eso era, un canalla de la peor calaña.

Así es que su matrimonio, después de todo, no iba a diferenciarse de otros muchos a los que ya conocía, en los que cada miembro llevaba una vida más o menos independiente y que disfrutaban de ciertos momentos a solas, pero sin ningún tipo de romanticismo ni nada que se le pareciese en lo más mínimo. ¿Cómo podía haberse enamorado de un hombre así? ¿Cómo podía haber estado tan ciega?

Pues bien, ella también jugaría con esas reglas. No sabía cómo, pero lo primero que debía hacer era desenamorarse de su esposo. Si otras mujeres lo habían logrado antes que ella, no podía ser tan complicado. Blake le estaba facilitando mucho las cosas. Con ese pensamiento logró dormirse al fin, al filo de la madrugada.

A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, el señor Combstone le entregó una nota de Blake. En ella le comunicaba que se ausentaría unos días, que había un asunto del que debía ocuparse en una de sus propiedades y que no admitía demora. No especificaba en cuál de ellas, pero a Jane no le importó. La nota era tan fría como si la hubiera escrito en acero.

Revisó las invitaciones que habían recibido esos días y decidió que esa noche asistiría a una fiesta. Aunque ahora era una mujer casada y disponía de mayor libertad, envió una nota a Evangeline para que fuese con ella. No quería estar sola, no quería que todo el mundo la mirase y se preguntase dónde estaba su esposo y por qué no la acompañaba.

—¿Dónde está Blake? —le preguntó su amiga en cuanto se encontraron.

—Oh, ha tenido que ocuparse de unos asuntos en una de sus propiedades.

—¿Y no has ido con él?

—No me apetecía, la verdad —mintió Jane, que descubrió que lo hacía con bastante soltura.

—Claro, y en lugar de eso has decidido ir a una fiesta que no te importa un ardite y pedirme a mí que vaya contigo.

—Podrías haberte negado —le dijo, con más frialdad de la que pretendía.

—Eh, estoy aquí, ¿no? Si mi mejor amiga me pide que la acompañe, aunque sea al infierno, ten por seguro que allí estaré yo.

Jane la miró y supo que hablaba en serio. ¿Qué había hecho para merecer a una amiga como ella? Sin poder evitarlo, se echó a llorar.

—¡Jane! —Evangeline la abrazó de inmediato—. ¿Qué te pasa?

Pero Jane era incapaz de hablar. Solo sollozaba como si el pecho se le estuviera partiendo en dos y, cuanto más trataba su amiga de calmarla, más arreciaba su llanto. Evangeline dio instrucciones al cochero para que las llevara de regreso a la mansión Heyworth y, una vez allí, ordenó que preparasen té y lo subieran al cuarto de la marquesa. Luego envió una nota a sus padres para decirles que esa noche se quedaba a dormir en casa de Jane y otra a Emma para que acudiese de inmediato. Intuía que su amiga las iba a necesitar más que nunca.

—Vuelve a contarme lo de la venda —pidió Evangeline.

—¡Evie! —rio Jane.

Llevaban casi tres horas metidas en aquella habitación, y ya habían dado cuenta de dos jarras de té, un bizcocho, un plato de galletas y otro de canapés. Las tres estaban sobre la alfombra, casi en el mismo lugar donde Blake y ella habían hecho el amor unos días atrás. Su hermana, sentada a su lado, no le había soltado la mano en todo el rato que estuvo llorando, que fue casi todo el tiempo. Cuando se tranquilizó lo suficiente como para poder hablar, les relató los sucesos recientes, aunque sin entrar en detalles. Ninguna de ellas necesitaba saber tanto, sobre todo acerca de sus encuentros sexuales.

—¿Hiciste o dijiste algo que pudiera molestarlo? —preguntó Emma—. Ya sabes... la noche de la venda.

—No, no lo recuerdo al menos.

—Aunque lo hubiera hecho —añadió Evangeline—, eso no justifica un comportamiento tan ruin.

—Claro que no lo justifica —se defendió Emma—, solo trato de entender su cambio de actitud. Parecíais tan... felices.

—¿Felices? —Jane la miró.

—Te juro que me dieron ganas de vomitar.

Jane tuvo que reírse, y hasta Evangeline lo hizo.

—El modo en el que él te miraba... y en el que tú lo mirabas a él —continuó Emma—. Solo había visto algo así con papá y mamá.

Jane volvió a llorar y Evangeline le lanzó a su hermana una mirada furibunda.

—Lo siento, Jane, yo no pretendía...

—Mañana iremos de compras —anunció Evangeline—, a gastar una pequeña fortuna a cuenta del marqués.

—No me apetece —soltó Jane entre hipidos.

—Claro que sí —aseguró su amiga—, no vamos a dejar que te encierres aquí tú sola a esperar que ese malnacido regrese.

—Lo mejor es no enamorarse —aseveró Emma, muy seria—. El amor es un asco.

—Pues yo espero enamorarme también de mi esposo —soltó Evangeline—, y que él me ame del mismo modo. A lo mejor Blake también te quiere, ¿lo has pensado?

—Oh, sí, la adora —bufó Emma.

—Eso no lo sabemos —insistió Evangeline—. A lo mejor... yo qué sé, está asustado.

—¿Asustado el marqués de Heyworth? —preguntó Emma—. ¡Pero si parece hecho de granito!

—Bueno, según tengo entendido una parte de su anatomía tiene más o menos esa consistencia.

—¡Evie! —la riñó Jane.

—¿Hablas en serio? —Emma las miró a ambas con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas.

—Más o menos —musitó su hermana, con las mejillas encendidas.

Las carcajadas se oyeron incluso desde el piso de abajo, vacío ya a esas horas. Y continuaron durante un rato más, hasta que el silencio se adueñó de toda la mansión. En la habitación de Jane, las tres jóvenes se habían metido en la inmensa cama, con ella en medio.

Ni siquiera así dejó de extrañar a Blake.

Cinco días tardó Blake en regresar. Cinco días largos como cinco siglos, al menos así los había sentido él. Pero no le había quedado otro remedio. Estar tan cerca de Jane era una tentación constante, una tentación a la que no podía resistirse. Poner un poco de distancia entre ambos se le antojó la mejor solución, aunque la había echado de menos cada segundo desde entonces.

En ocasiones, tenía la sensación de que se estaba comportando como un idiota, y luego recordaba a su madre y aquel pensamiento desaparecía. Jane y él podían ser buenos amigos y compartir el lecho de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como ambos desearían. Aquellos momentos de intimidad los acercaban demasiado. Él se sentía más vulnerable e intuía que a ella le sucedería igual. Lo mejor era espaciarlos y el resto del tiempo llevar vidas separadas, como hacía casi todo el mundo. Si a los demás les funcionaba, a ellos también les serviría.

Llegó al atardecer y descubrió que Jane no estaba en casa. Según le comentó el señor Combstone, había salido cada noche durante su ausencia. «Bien —se dijo—. Eso está bien.» Solo que le dolió no hallarla allí, no poder mirarla, olerla y sentirla.

Decidió esperarla en la biblioteca. Necesitaba verla, comprobar que se encontraba bien. Solo un momento.

Mientras aguardaba, casi en la penumbra, se preguntó cuánto tiempo le quedaría. Hasta la fecha, ya había vivido más que los últimos depositarios del título, así es que era probable que su fin se hallase cerca. Por si acaso, había organizado sus papeles para que Jane heredase casi todas sus propiedades, excepto las que iban adscritas directamente al título, que eran más de la mitad. Esas no podían desligarse y pasarían al siguiente de la lista, seguramente algún primo lejano al que ni siquiera conocería. Aun con el resto, sería una mujer muy rica, que podría poner en marcha sus cuadras o cuanto negocio se le antojase.

Escuchó el sonido de la puerta y la voz de Jane en el recibidor, sin duda hablando con el señor Combstone. Aguantó la respiración, esperando verla aparecer de un momento a otro. Pero los minutos pasaban y tal cosa no sucedía.

—¿Se le ofrece algo más, milord? —le preguntó el mayordomo desde la puerta.

—Eh, no, señor Combstone, gracias. Puede retirarse. —El hombre le dio las buenas noches y se dio la vuelta para marcharse—. Señor Combstone, ¿mi esposa ha llegado ya?

—Hace unos minutos, milord. Ha subido a su habitación.

—¿Le ha comentado que estaba aquí?

—Por supuesto, milord.

Blake asintió y se quedó a solas de nuevo. Jane había regresado pero, por algún motivo, había preferido ignorar su presencia en la casa. Eso, lejos de consolarlo, le provocó un malestar creciente que no le abandonó durante un buen rato. Pensó que igual bajaba una vez que se hubiera quitado su vestido de fiesta, pero no fue así.

La necesidad de verla se volvió acuciante, así es que dejó su vaso, apagó la lámpara y subió al piso de arriba. Una vez en su cuarto se quitó la chaqueta y se acercó a la puerta que comunicaba con la habitación de su esposa. Estaba cerrada con llave. Dio unos golpes suaves, y luego llamó con más fuerza.

—Vas a despertar a todos los criados —le espetó ella en cuanto abrió.

—Creí que te habías dormido —le dijo él.

Dios, estaba preciosa, con un camisón sencillo y casi transparente y con el cabello suelto, brillando bajo la luz cálida.

—¿Y bien? ¿Qué querías? —le preguntó con acidez—. Porque si se trata de reclamar tus derechos maritales te comunico que esta noche no estoy de humor.

—¿Qué? No. Solo quería saber cómo estabas.

—Perfectamente, gracias. ¿Y tú?

—Eh, sí.

—No tienes buen aspecto. ¿Estás enfermo? Has perdido peso. —Blake vio un atisbo de auténtica preocupación en su mirada, que desmentía su tono hosco.

—Estoy bien.

—¿Has arreglado ese asunto tan urgente?

—Sí, todo solucionado.

—Bien, buenas noches entonces.

—Jane... —Blake puso la mano sobre la puerta antes de que ella la cerrase.

—¿Sí?

—Me alegro de verte.

—Ya. Buenas noches, Blake.

Y cerró de nuevo. Blake se quedó allí, contemplando las vetas de la madera y sintiéndose más desgraciado que nunca. Había logrado lo que pretendía a costa de su propia alma.

Era la victoria más amarga de su vida.

Jane, al otro lado de la puerta, temblaba como una hoja. Blake había vuelto, y era cierto que no presentaba buen aspecto. Había resistido el impulso de alzar la mano para acariciar su mejilla, igual que había resistido el de acercarse a él y buscar refugio en sus brazos. Dios, ¡cuánto lo había extrañado!

Había procurado mantenerse ocupada. Pasó un par de noches en su casa, con su familia, y otra en la de Evangeline. Acudió a un par de fiestas, sin ganas pero con la intención de divertirse y no pensar en el erial en el que se había convertido su vida. En ambas se encontró con lord Glenwood, que se mostró tan encantador como siempre. No pudo evitar preguntarse cómo le estaría yendo si, en lugar de elegir a Blake, hubiera optado por el conde, o por Malbury, que parecía realmente interesado en su amiga. No, él quedaba descartado. De haberle escogido, Evangeline no estaría tan feliz como en ese momento. Por cómo le había visto mirarla, intuía que no tardaría en pedir su mano. La temporada finalizaría en un par de días y esperaba que él se hubiera decidido para entonces.

Jane se metió en la cama, sabiendo que Blake estaba a pocos metros de distancia, tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Se sentía orgullosa por el modo en el que le había hablado, como si su presencia no le importase, como si no estuviera rota por dentro. Él le había parecido extrañamente vulnerable, pero no quiso bajar sus defensas. No iba a consentir que volviera a herirla. Ojalá hubiera tardado más en regresar, pensó, le habría dado más tiempo a prepararse, más tiempo para olvidarlo. Un par de semanas más. O mejor un par de meses.

Quizá un par de años.