Aquella era la última fiesta de la temporada londinense. En los días siguientes, casi todos los miembros de la alta sociedad se marcharían a sus propiedades en el campo y la ciudad se quedaría prácticamente vacía. Oh, seguro que habría algún que otro evento, pero nada como aquello, Jane lo sabía muy bien. Cada año, su familia y ella se habían marchado a Bedfordshire a mediados de agosto y no habían regresado hasta enero, cuando comenzaban las sesiones del Parlamento. No sabía qué planes tenía Blake, y tampoco había pensado en preguntarle. Lo cierto es que le daba exactamente igual. Ella pasaría unos días con su familia, porque en un par de semanas celebrarían el decimoctavo cumpleaños de Emma, y luego quizá se quedase más tiempo. Tal y como estaban las cosas, dudaba mucho que a él le importase lo más mínimo.
Lo único positivo de aquellos últimos días había sido la petición de mano de Evangeline. El vizconde Malbury se había decidido al fin y su amiga estaba tan emocionada que no podía evitar sentir una pizca de envidia. Se la veía feliz, tanto como lo había sido ella hasta hacía muy poco. Albergaba la esperanza de que el matrimonio de su amiga fuese más dichoso que el suyo.
En el carruaje que los conducía a la fiesta, Jane apenas miró a Blake, que parecía ignorarla también. Desde su regreso apenas habían intercambiado una docena de frases y no habían vuelto a compartir el lecho.
El vehículo se detuvo y un lacayo abrió la puerta. Blake bajó primero y la ayudó a descender.
—Estás preciosa esta noche —musitó.
Jane lo miró, vio el brillo de su mirada y un atisbo de sonrisa que le calentó todas las partes del cuerpo.
—Gracias. Tú también estás muy elegante.
Él le pasó un brazo por la cintura para acompañarla al interior, y sintió el calor de aquella mano atravesando las capas de ropa. Le hubiera encantado recostarse contra él y pedirle que la llevara a casa y que le hiciera el amor hasta el amanecer, pero no se atrevió. Temía su posible respuesta, temía su rechazo.
El bullicio en el salón era casi ensordecedor. Nadie había querido perderse la última fiesta y se vieron obligados a avanzar sorteando a los invitados. Hasta su padre, Oliver Milford, había acudido, y lo vio en compañía de lady Ophelia y lady Cicely.
Tras saludarse, intercambiaron algunas frases sobre el caluroso tiempo de agosto y sobre otras banalidades, hasta que Blake la sacó a bailar. Jane recordó la primera vez que había estado entre sus brazos, y recordó que lo había pisado sin querer de lo nerviosa que estaba. Quiso comentárselo, pero él parecía totalmente ausente, bailando con ella como si lo hiciera con cualquier otra mujer del salón.
Cuando la acompañó junto a su familia, musitó una vaga excusa y desapareció.
—¿Me concederías un baile, hija? —le preguntó su padre.
—Por supuesto, papá.
Aunque el conde no tenía por costumbre asistir a aquel tipo de eventos, era un excelente bailarín, como Jane había podido comprobar en la intimidad de su hogar. Con Lucien y con él había practicado antes de ser presentada en sociedad.
—Estás distinta, Jane.
—Estoy como siempre, papá —sonrió ella.
—Pareces... triste.
—¿Cómo se puede estar triste en una noche como esta?
—Lord Heyworth... ¿te trata bien?
—Blake es un buen hombre, papá. —Jane no mentía del todo. Se resistía a creer que el hombre al que había llegado a conocer durante su luna de miel fuese solo un espejismo—. Es solo que este año voy a echar de menos Bedfordshire.
—¿No vas a venir al cumpleaños de tu hermana?
—Oh, por supuesto que sí —contestó—. Pero no podré quedarme hasta enero.
—¿Iréis a Kent?
—Probablemente. —Jane no quiso decirle que aún no sabía dónde iba a pasar los siguientes meses de su vida.
—Nuestra casa siempre será tu casa, no lo olvides. En Bedfordshire, en Londres, o dondequiera que nos encontremos.
—Lo sé, papá —dijo ella, apenas sin voz.
—¿Sabes que bailas muy bien? —le guiñó un ojo.
—He tenido a los mejores maestros.
—Bueno, teniendo en cuenta que yo enseñé también a Lucien y a Nathan, creo que merezco todo el mérito.
Jane rio y se relajó lo suficiente como para disfrutar de aquel baile con su padre. Cuando volvieron junto a lady Ophelia, le dio un beso en la mejilla y luego fue en busca de Evangeline, que había llegado ya con sus padres y su prometido.
Jane estaba tan bonita que le dolía mirarla. Durante la pieza que habían bailado, apenas se había atrevido a posar sus ojos en ella, por miedo a no poder controlarse, a alzarla en brazos en medio del gentío y a llevársela a casa. La vio bailar con su padre e incluso le pareció verla reír. Le encantaba la idea de que fuesen una familia tan unida. Así, cuando él faltase, no estaría tan sola.
En ocasiones, tenía la sospecha de que sus miedos eran absurdos, de que se había dejado arrastrar por una estúpida superstición. Él, un hombre de acción, un hombre inteligente y capaz, arrinconado por la posibilidad de una muerte cercana. ¿En qué lo convertía eso? ¿En un cobarde? Tal vez sí, quizá fuese exactamente ese su problema. Solo que nunca había tenido miedo de perder algo importante, tan importante como Jane.
En el trayecto de regreso a la mansión, el deseo de tocar a su mujer fue cobrando una dimensión contra la que se vio incapaz de luchar. Hacía tantos días que no la sentía junto a él que iba a perder la cordura. Así es que, cuando la acompañó hasta el piso de arriba, y se detuvieron junto a su puerta, la besó. Primero con algo de timidez, por si ella decidía rechazarlo, y luego con la arrolladora pasión que había estado conteniendo. Jane respondía con una sed casi tan grande como la suya.
No intercambiaron ni una palabra. La siguió al interior del cuarto y la desnudó con presteza antes de hundirse de nuevo en su boca. ¡Cuánto la había echado de menos! La acarició con delicadeza y con furia, a ratos suave y a ratos con voracidad, y ella se dejaba llevar, aunque sin el entusiasmo de otras veces. Cuando al fin estuvo lista y entró en ella, Jane tenía los ojos cerrados. Por su respiración acelerada y por el modo en el que alzaba las caderas, buscándole, sabía que estaba disfrutando, pero sin la entrega de ocasiones anteriores, como si se guardase una parte de sí misma, una parte que ya no deseaba compartir con él.
Blake jamás habría imaginado que hacer el amor pudiese ser un acto tan triste. Tras derramarse en ella, se dejó caer a su lado y la estrechó entre sus brazos unos minutos porque, si no lo hacía, tenía el convencimiento de que se moriría. Se mordió la lengua para no decirle que la amaba, que la amaba tanto que le dolía respirar, que le dolía la luz del sol y el verde de los campos, y todas las palabras que se le marchitaban en el pecho.
Percibió cómo ella comenzaba a adormilarse y, con suma delicadeza, abandonó la cama. La cubrió y le dio un beso en la frente antes de regresar a su cuarto para meterse en sus sábanas frías, en su propia mortaja.
Oliver Milford no tenía por costumbre visitar ninguno de los clubes de moda. Pertenecía a varios de ellos, como había pertenecido su padre y, antes de él, su abuelo. Frecuentaba un par de ellos, más discretos, en los que compartía agradables charlas con científicos e intelectuales.
Cuando entró en el Brooks’s comprobó que apenas había cambiado en las casi dos décadas que hacía que no lo frecuentaba. Todo seguía prácticamente igual, hasta aquel absurdo libro de apuestas que prefirió no mirar. Tuvo que presentarse, claro, porque el personal no le reconoció al llegar y, una vez en el interior, se vio obligado a saludar a algunos de sus conocidos, sorprendidos de encontrarlo allí.
Oliver Milford no se entretuvo mucho. Había acudido a aquel lugar en busca de una persona en concreto y recorrió parte del edificio hasta que lo localizó. Blake Norwood, marqués de Heyworth, se encontraba sentado en un butacón junto a la ventana, con una copa casi llena en una mano y una pierna cruzada sobre la otra. Mantenía la vista fija en algún punto más allá del cristal, totalmente ajeno a su entorno.
—Lord Heyworth —lo saludó al llegar.
—¡Lord Crampton! —El joven se levantó y le tendió la mano—. ¡Qué inesperado placer! No sabía que frecuentase usted el club.
—Oh, en raras ocasiones —contestó Oliver—. ¿Me permite acompañarle unos minutos?
El conde señalaba la butaca frente a Blake.
—Por supuesto.
Un camarero se aproximó y tomó nota del pedido del conde de Crampton, que en pocos minutos tenía ya una copa de brandy entre las manos.
—Creo que Lucien ha estado por aquí hasta hace un rato —le dijo Heyworth.
—Qué pena no haber coincidido con él —mintió Oliver, que sabía perfectamente que Lucien se encontraba en otro lugar en ese momento.
Ambos guardaron silencio, como si no tuviesen nada que decirse, como si no fuesen capaces de encontrar el puente que los unía.
—Lord Heyworth, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿Tengo modo de evitarla? —contestó con una mueca que pretendía ser burlona.
—Me temo que no. —Oliver sonrió—. ¿Ama usted a mi hija?
—Milord, creo que esa es una cuestión excesivamente personal.
—Oh, ya lo creo que sí. —Oliver dio un sorbo a su copa—. ¿Me la va a contestar?
—Creo que eso es algo entre Jane y yo.
—Sin duda alguna. Pero me gustaría que me respondiera. ¿La ama?
El marqués le sostuvo la mirada durante unos segundos, una mirada dura y, al mismo tiempo, cargada de una extraña fragilidad.
—Más que a mi vida —contestó el joven al fin.
—Bien, bien. —Oliver asintió, satisfecho con la respuesta—. ¿Podría decirme entonces por qué mi hija parece tan infeliz?
—Lord Crampton...
—Si usted la ama, como acaba de confesar, y ella le ama a usted, como sospecho, ¿por qué parecen ambos tan desgraciados?
—Jane no me ama —contestó Blake al punto—. No puede hacerlo.
—Oh, ¿y usted se lo va a impedir? —Oliver rio, divertido ante aquel despropósito.
—Es lo mejor para ella.
—¿Lo... mejor?
—Usted debió de sufrir mucho cuando perdió a su esposa —comentó el marqués—. Jane me dijo que estaban muy unidos.
—Sí, en efecto.
—Mi madre también padeció tras la muerte de mi padre... Jamás se recuperó.
—¿Y qué tiene eso que ver con Jane?
—Lord Crampton, ¿no habría preferido no estar enamorado de su mujer?
—Eso es absurdo.
—¿Lo es? Apenas habría sufrido tras su muerte.
—Es posible, lord Heyworth. Pero también me habría perdido los años más emocionantes de toda mi vida. Y esos no los cambiaría aunque tuviese que padecer esa pena una y mil veces.
Blake se limitó a asentir.
—Escuche bien, hijo —continuó Oliver—. Si no está dispuesto a amar a Jane, déjela. Vuelva a América si es allí donde quiere estar, nosotros la cuidaremos y nos ocuparemos de ella.
—¿Me está pidiendo que abandone a su hija?
—Le estoy pidiendo que no la haga más desgraciada de lo que ya parece ser.
—No, no, creo que se equivoca —comentó el marqués, un tanto lívido—. Jane no es... no es desgraciada.
—Créame, conozco a mi hija mejor que usted. —Oliver dejó la copa casi intacta sobre una de las mesitas auxiliares—. Y ahora, si me disculpa, tengo otros asuntos de los que ocuparme.
—Eh, sí, sí, claro.
Lord Heyworth se levantó y le estrechó la mano y Oliver salió del club con el ánimo más liviano. A veces, lo jóvenes eran unos completos idiotas.
Blake no había podido quitarse aquella conversación de la cabeza en toda la tarde. ¿De verdad Jane era desgraciada? Era cierto que últimamente no le había prestado excesiva atención, pero se habría dado cuenta de algo así, ¿verdad? Podía estar molesta, enfadada, decepcionada... ¿pero triste? No, el conde de Crampton se equivocaba, seguro.
Esa noche, durante la cena, la observó con detenimiento. Seguía estando hermosa, pero no encontró aquella luz que había visto en ella el primer día y que ahora parecía haber desaparecido. El brillo de su mirada también había perdido intensidad y la piel bajo sus ojos se había oscurecido.
—¿Qué sucede? —le preguntó ella, con el tenedor a medio camino de su boca.
—¿Eh?
—Me estás mirando —respondió Jane—. ¿Tengo restos de comida entre los dientes?
—No, estás... —Blake carraspeó—, estás preciosa, como siempre.
—Quisiera comentarte un asunto.
—Sí, claro.
—Me gustaría irme a Bedfordshire con mi familia.
—Por supuesto, iremos a pasar unos días cuando quieras.
—Yo sola, Blake —puntualizó—. Hasta enero, como cada año.
—¿Qué? No, pero... ¿tu padre te lo ha pedido?
—¿Mi padre? Ni siquiera lo he comentado con él, pero seguro que no tendrá inconveniente.
—Bueno, como desees.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Prefieres que te lo prohíba?
—La verdad, Blake, no sé lo que prefiero. —Jane soltó el tenedor junto al plato y se levantó—. Voy a retirarme ya, esta noche tengo dolor de cabeza.
Blake se levantó también y se limitó a asentir pero, cuando ella desapareció por la puerta, se dejó caer de nuevo sobre la silla. Jane quería marcharse, quería alejarse de él.
Y él debía permitírselo.
Jane se ahogaba con todas las lágrimas que se le habían agolpado de repente en la garganta, y que soltó en forma de sollozos en cuanto cerró la puerta de su habitación. Blake ni siquiera se había inmutado. No había ni pestañeado cuando ella le había dicho que quería marcharse con su familia. Llevaba días valorando esa posibilidad, porque la idea de encontrarse en el campo, a solas con él, era más de lo que podía afrontar. Aquel matrimonio se había roto y no sabía cómo arreglarlo. No sabía qué piezas se habían perdido por el camino ni en qué momento.
Se sentó frente a la chimenea apagada, intentando serenarse, pero el llanto no menguaba.
—Jane...
Alzó la cabeza y vio a Blake en el umbral de la puerta que comunicaba las habitaciones. Había olvidado echar la llave.
—Déjame sola, por favor.
—Estás llorando...
—Ya... te he dicho que... me duele la cabeza. Vete.
—Está bien.
Blake cerró la puerta y ella se llevó el puño a la boca para ahogar los sollozos. ¿Cuándo iba a terminar aquel dolor? ¿Cuándo iba a dejar de sentir como si se estuviese muriendo por dentro?
Entonces, la puerta volvió a abrirse, solo que esta vez no se molestó en alzar la cabeza.
Blake no había tardado en seguir a Jane hasta el piso de arriba. Una vez en su cuarto, pegó el oído a la puerta. ¿Estaba llorando? Abrió una rendija y la vio allí sentada, deshecha. Las palabras de Oliver Milford volvieron a su mente. Jane era desgraciada, y era por su culpa. En su intento de protegerla del dolor, le estaba causando más dolor.
Entró dispuesto a consolarla, y aceptó que ella le echara de su habitación. Pero solo durante unos instantes. Tenía que arreglar aquello, como fuese.
Volvió a cruzar la puerta, se aproximó y se arrodilló frente a ella.
—Jane, por favor, no llores...
—Blake, déjame.
—No voy a irme, no voy a irme a ningún lugar.
—Maldita sea, Blake. ¿Qué quieres de mí? —le espetó, furiosa de repente. Las lágrimas bañaban sus mejillas y algunas colgaban de sus pestañas húmedas.
—Podemos ser amigos, Jane. Llevarnos bien —contestó él, que tomó una de sus manos—. Y en la cama nos divertimos mucho. Sé que puedo arreglar esto.
—No es suficiente, Blake. Y esto ya no tiene arreglo —repuso ella, retirando la mano.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque no puedes darme lo que necesito.
—¿Qué quieres, Jane? Te bajaré la luna si es lo que deseas.
Jane volvió a llorar y Blake no supo cómo consolarla, cómo volverla a hacer sonreír.
—Déjame, Blake, por favor. Déjame.
—Ya te he dicho que no voy a marcharme.
—¿Sabes? —Jane lo miró, con una tristeza tan grande en aquellos ojos grandes y oscuros que Blake quiso morir—. Ojalá nunca te hubiese conocido. Nunca.
—¿Tanto me odias? —le dijo, herido.
—¿Odiarte? Ojalá pudiera odiarte, Blake, odiarte con toda mi alma, del mismo modo en el que te amo.
—¿Me... amas? —Blake sintió que todas sus costuras se descosían a la vez.
—Más de lo que quisiera. Más de lo que te mereces.
—No puedes amarme, Jane —le dijo, asustado—. No debes.
—Oh, pues me temo que tu aviso llega un poco tarde. Varias semanas de hecho —replicó mordaz, antes de dejar escapar un nuevo sollozo. Blake nunca había visto a nadie llorar y enfurecerse al mismo tiempo.
—Pero sufrirás, Jane. Yo...
—¿Más que ahora?
—Cuando me muera, tú, no...
—¿Qué? —Lo miró con los ojos muy abiertos, tan asustada de repente que se puso lívida—. ¿Estás enfermo?
—Eh, no, no que yo sepa. Pero la maldición...
—¿La maldición? ¿Qué maldición? Oh, por Dios, no me digas que crees en esa estupidez.
—No sabemos si es cierta, Jane. Y yo... no soporto la idea de que puedas sufrir cuando yo no esté. Con maldición o sin ella, algún día moriré.
—Como todos, Blake. Yo no voy a vivir para siempre.
—Pero te amo tanto que solo imaginar que puedas padecer por mi causa me destroza el alma.
—Me amas...
—Sí, sí... —repitió mientras limpiaba sus mejillas con ambos pulgares.
—Me amas....
—Te amo, Jane, más que a mi vida, más que a mi cordura.
Ella le echó los brazos al cuello y Blake perdió el equilibrio, hasta que ambos quedaron tumbados sobre la alfombra. Jane le besó, una y otra vez.
—¿Te has comportado como un cretino para que no te amase?
—Sí, pero tengo la impresión de que no lo he hecho muy bien.
—Oh, sí, lo has hecho estupendamente —reconoció ella, que volvió a besarlo—. Solo que has llegado demasiado tarde.
—Pero Jane...
—¿Crees que me importa la idea de poder sufrir en el futuro, cuando tú no estés? ¿Piensas que prefiero vivir una existencia gris sin ti para ahorrarme el dolor de mañana?
—Eh, ¿sí?
—¡¡¡No!!! —Jane rio y luego volvió a mirarlo, muy seria—. Blake, si te marchas antes que yo, no puedo prometerte que estaré bien, porque ambos sabemos que no será así. Pero tendré, espero, un millón de recuerdos que alegrarán mis días. Tú estarás siempre conmigo, siempre. Y para entonces espero que hayamos tenido unos cuantos hijos y algunos nietos, o al menos un buen montón de sobrinos.
—Dios, te amo tanto que me duele hasta respirar.
—Creo que eso es porque estoy tumbada encima de ti —rio ella.
Blake alzó una mano y le acarició la mejilla, aún húmeda.
—Lady Jane, ¿crees que deberíamos volver a empezar?
—¿Vas a volver a casarte conmigo?
—Todas las veces que sean necesarias.
—Hummm, creo que podemos saltarnos el cortejo.
—Coincido. ¿Vamos directos a la luna de miel?
—Oh, sí, por favor —contestó ella, mientras él comenzaba a besar su cuello.
—De acuerdo, lady Jane. Vamos a recuperar el tiempo perdido. Nos harán falta muchos días para eso.
—Tenemos todo el tiempo del mundo. —Jane lo miró con los ojos brillantes y la piel tan luminosa que parecía una estrella.
—Todo el tiempo del mundo —repitió Blake, antes de atrapar su boca de nuevo.