Jane estaba agotada. Le dolía la espalda, le dolían los pies, hasta la cabeza parecía a punto de estallarle. Solo deseaba quitarse toda aquella ropa, meterse en la cama y dormir durante dos días seguidos. Pensó en despertar a su doncella Alice para que la ayudara, ni fuerzas para alzar los brazos tenía, pero al final desechó la idea. No quería molestarla, era casi de madrugada.
Se despidió de su padre y de su hermano y subió a su cuarto, luchando contra el deseo de acurrucarse en medio de las escaleras y echar una breve siesta.
—¡Qué tarde llegas! Seguro que eso es una buena señal. —La voz burlona de su hermana la sobresaltó. Estaba tumbada sobre su cama, con un libro abierto en el regazo. Sin duda se había quedado dormida esperándola.
—Emma, por favor, ahora no.
—Dios, tienes un aspecto horrible.
—¿En serio? —La tentación de mirarse en el espejo para comprobarlo fue casi abrumadora. En lugar de eso, se dejó caer sobre la cama, junto a Emma—. Estoy tan cansada que me da absolutamente igual.
—¿Cómo ha sido?
—¿Eh?
—La presentación, el baile... No te has vestido así para dar un paseo por la ciudad, ¿verdad?
—Emma, de verdad...
—¿Has conocido a alguien interesante?
La imagen fugaz de cierto marqués pasó por su cabeza un instante.
—A varias personas, en realidad. Mañana te lo cuento, ¿de acuerdo? No... no puedo más.
Emma se mordió el labio y asintió, conforme.
—Te ayudaré a quitarte el vestido —le dijo—, y todos esos alfileres del pelo.
—Ay, Dios, el pelo —bufó Jane—. Te juro que si no me diera miedo clavarme uno mientras duermo, me metería ahora mismo en la cama.
—Venga, perezosa. Entre las dos será solo un momento.
—No importa. Debes de estar cansada, vete a dormir si quieres.
—Yo no me he pasado la noche en un salón de baile —contestó con una risita.
Jane se dejó conducir hasta el tocador, donde su hermana se ocupó de liberar su melena. Era cierto, pensó nada más mirarse en el espejo. Presentaba un aspecto cansado, con el rostro macilento y los ojos ligeramente hinchados. Luego la ayudó a quitarse el maquillaje y el vestido, las enaguas y el corsé. Tras ponerse un camisón, Jane apenas podía mantener los ojos abiertos mientras Emma la conducía hasta su cama y la arropaba, como si fuese una niña pequeña.
Antes de marcharse le dio un beso en la mejilla.
—Hoy estabas preciosa, hermanita —le susurró al oído—. Y mañana quiero todos los detalles.
Jane sonrió, ya con los ojos cerrados, y la escuchó apagar la lámpara de la mesita y cerrar la puerta con suavidad. A veces, su hermana podía ser la persona más maravillosa del mundo.
Al día siguiente, la mansión de los Milford en Oxford Street fue un hervidero de idas y venidas. Llegaron un sinfín de pequeños obsequios, flores de todo tipo y bombones de las mejores chocolaterías de Londres, y con ellos una larga lista de jóvenes a presentar sus respetos a Jane, que se sentía abrumada entre tantas atenciones. Recibió una invitación para asistir a las carreras de caballos, dos para dar un paseo por Hyde Park, otras dos para asistir a una exposición en la Royal Academy, varias propuestas para tomar el té y un buen puñado de fiestas a las que acudir.
Su tía, lady Ophelia, estaba allí de nuevo para hacer de anfitriona, sentada en un sofá junto a su inseparable Cicely. Lucien ocupaba el que había enfrente, y lanzaba miradas de soslayo hacia el otro extremo de la habitación, el lugar que habían acondicionado para que Jane recibiera a las visitas, con varias butacas individuales y un par de mesitas para tomar el té. El ama de llaves, la señora Grant, dirigía a un pequeño ejército de criadas que no cesaban de dar viajes desde las cocinas con más dulces y refrigerios.
—Mis padres celebran una fiesta la semana próxima —le decía en ese instante Walter Egerton, conde de Glenwood, posando en ella sus inmensos y algo saltones ojos azules—. Sería un honor contar con su presencia.
—Es muy amable, milord. —Jane sonrió, sin comprometerse. Era consciente de que le resultaría del todo imposible acudir a todos los actos a los que la habían invitado.
—Espero que disfrutara anoche del baile —continuó lord Glenwood—, fue un placer tener la oportunidad de disfrutar de su compañía. Su técnica es encomiable.
—También usted es un excelente bailarín.
El conde sonrió ante el cumplido, lo que acentuó aún más su indudable atractivo. No era un hombre muy alto, pero sus anchas espaldas hablaban de una vida no exenta de ejercicio. Vestía impecablemente, con un chaleco drapeado en azul y oro que Jane no dejaba de admirar, y peinaba su cabello rubio claro hacia atrás, despejando un rostro de rasgos armoniosos.
—¿Cuáles son sus aficiones favoritas? —le preguntó en ese instante, igual que habían hecho los anteriores invitados e igual que, probablemente, harían los restantes.
—Me gusta coser, leer y tocar el piano —contestó de forma mecánica.
—Sería un privilegio escucharla tocar alguna vez.
Pronunció las últimas palabras acercándose un poco más a ella. A ese paso, pensó Jane, el hombre se caería de la butaca, porque ya apenas ocupaba el filo del asiento. Ella, por el contrario, se echó un poco hacia atrás, para mantener la distancia, y lanzó una mirada a Lucien, que permanecía atento a la escena desde el otro extremo del salón. Lord Glenwood comprendió al acto que su visita debía finalizar y se despidió con exquisita cortesía, al tiempo que reiteraba su deseo de volver a verla.
—Confío en que asistirá mañana a la fiesta de los Waverley —le dijo.
—Sí, creo que sí.
—Entonces espero poder contar con el beneplácito de su hermano para solicitarle un baile.
Jane asintió con una sonrisa y lord Glenwood se alejó, intercambió una breve charla con Lucien y abandonó la casa. Antes de que hubiera puesto un pie en la calle, ya había otro joven sentado junto a Jane.
—Oh, Dios, creo que nunca había visto a tantos pretendientes entrando y saliendo de una misma casa —suspiró lady Phoebe Stanton, que observaba la entrada de la mansión desde una de las ventanas del piso de arriba.
—No es para tanto —se quejó Emma, molesta porque los invitados de su hermana estuvieran estropeando aquel rato con sus amigas.
Esa mañana, Jane le había contado algunos detalles de la fiesta, los suficientes como para llegar a la conclusión de que no se había perdido nada extraordinario. Excepto, quizá, a esa intrigante lady Ethel, cuya personalidad le resultaba sumamente atractiva.
—¿Os dais cuenta de que el próximo año nosotras estaremos igual que Jane? —Lady Amelia Lowell se tumbó sobre la cama de Emma. Su cabello negro, casi azulado, se desparramó por la colcha.
—Hummm, ¿por qué el tiempo pasará tan despacio? —se lamentó Phoebe, que tomó asiento también.
—¿Despacio? —Emma las miró a ambas, aunque sus ojos se detuvieron un poco más en Phoebe. Siempre se detenían un poco más en ella, en sus ojos color miel y en sus rizos dorados—. ¡Pero si hace nada éramos unas niñas que jugaban con muñecas!
—Ufff, de eso hace una eternidad.
—Yo ya he elegido el vestido que llevaré en mi baile de presentación.
—¡Amelia! —exclamó Phoebe, que se colocó de rodillas sobre el colchón—. ¿Dónde lo has encargado? ¿Cómo es?
Amelia soltó una risita.
—Color vainilla, de satén, y lo hará mi modista de siempre.
—¿No es un poco pronto para eso? —intervino Emma—. Quiero decir, de aquí a entonces igual has cambiado de opinión.
—¿Y qué importa? Siempre podré hacerme otro distinto.
—Exacto —señaló Phoebe—. No sé por qué últimamente estás tan huraña, Emma.
—No estoy huraña.
—Oh, ya lo creo que sí —afirmó Amelia.
Emma se estiró sobre la cama, al lado de Amelia. Ambas se quedaron mirando al techo.
—Tengo intención de bailar toda la noche —suspiró Phoebe, mientras se unía a ellas—. Aceptaré todos los bailes que me propongan.
—¡Y yo! —apuntó Amelia.
Emma, encajonada entre ambas, tomó las manos de sus amigas, a las que conocía desde la niñez. No lograba entender por qué estaban tan ansiosas por comenzar su vida de adultas. Cuando eso sucediera, se separarían, tal vez para siempre. ¿Es que no se daban cuenta? Quizá, después de todo, sí que estaba más huraña de lo habitual. ¿Acaso era la única capaz de ver más allá de fiestas y jóvenes pretendientes?
Durante un momento, con la piel de Phoebe tan cerca de la suya, deseó que el tiempo se detuviera para siempre en ese instante.
Justo en ese. Para siempre.
El último invitado se había marchado ya y la oscuridad comenzaba a caer sobre la ciudad. Jane sentía la espalda dolorida de haber permanecido tantas horas erguida en su asiento, forzando sonrisas y comentarios amables. Su tía y lady Cicely, que como era habitual se había atiborrado de pastelillos, se despidieron y se fueron también. Jane se dejó caer sobre el sofá que habían ocupado las dos mujeres, en una pose muy poco femenina que, por una vez, su hermano Lucien no le reprochó.
—¿Y bien? —le preguntó él.
—¿Y bien qué?
—¿Algún joven te ha parecido interesante?
—Supongo. ¿Dónde está papá?
—Imagino que en su despacho, como siempre. —Lucien hizo una mueca—. ¿Estás tratando de desviar la conversación?
—Todos me han resultado agradables, Lucien, no sé qué más puedo decir —suspiró con cansancio—. Apenas he intercambiado media docena de frases con cada uno de ellos.
—Cierto. He de reconocer que no esperaba tantas visitas.
Jane se mordió el labio inferior, temiendo confesar que ella había echado en falta al menos una.
—Imagino que tendré que hacer una selección.
—¿Qué? —Jane despegó la espalda del sofá.
—No te alteres, solo confeccionaré una lista con los candidatos más prometedores. Quizá entre ellos encuentres a tu futuro esposo.
—¿No crees que eso debería decidirlo yo?
—Te estás alterando. —El tono de voz de Lucien apenas había variado, mientras el suyo se soliviantaba por momentos.
—¡Por supuesto que me estoy alterando! Estás hablando de mi futuro, Lucien.
—Solo trato de facilitarte las cosas.
—No necesito que me facilites nada. Tengo criterio suficiente como para tomar mis propias decisiones.
—Es posible, pero no voy a permitir que alguno de esos hombres trate de aprovecharse de ti.
—Oh, por Dios, Lucien. Te recuerdo que nadie ha pedido mi mano. Solo han venido a intentar conocerme un poco mejor, igual que yo a ellos.
—Tienes razón —accedió al fin—, tal vez sea demasiado pronto para pensar en nada.
—Gracias. —Jane se dejó caer otra vez sobre el sofá.
—Jane, ¿podrías sentarte como una dama?
—Estamos en casa, y no hay nadie más que nosotros.
—Aun así.
—¿Crees que, un buen día, olvidaré mis modales y me repantigaré de este modo en el sillón de alguno de nuestros anfitriones? —se burló ella, que adoraba tomarle el pelo a su hermano, sobre todo cuando se mostraba tan serio e imbuido en su papel como en ese instante.
—No quiero ni imaginarlo.
—Eres un esnob, Lucien.
—Y tú una deslenguada.
—Y tú un cansino.
—Y tú...
—¿Os estáis peleando sin mí? —La voz de Emma interrumpió aquella andanada de puyas.
Entró en la habitación, echó una ojeada a sus hermanos para comprobar que aquellos comentarios no iban en serio, y se dejó caer junto a Jane.
—¡Ay! —Emma volvió a levantarse, con una mano masajeando una nalga. Con la otra cogió algo del sofá y bufó.
—Es una de las piedras de papá —rio Jane. Era habitual encontrar fragmentos de todo tipo repartidos por la casa. Al conde le gustaba llevar una siempre encima, para observarla bajo distintos tipos de luz, y con frecuencia la olvidaba en cualquier rincón.
—Es un trozo de malaquita —comentó Emma, que era quien más conocía el trabajo de su padre.
La dejó sobre una de las mesitas y volvió a sentarse, adoptando una postura tan indecorosa como la de su hermana.
—A Lucien le va a dar un pasmo —musitó Jane a su lado.
Entonces ambas comenzaron a reírse, mientras forzaban sus cuerpos a adoptar extrañas posturas. Lucien las observó un instante y movió la cabeza de un lado a otro.
—Estáis locas, las dos —apuntó, antes de levantarse y salir de la habitación.
Ninguna pudo ver que se iba sonriendo.
A la mañana siguiente, Jane estaba ansiosa por volver a ver a su mejor amiga, Evangeline Caldwell. Había regresado la noche anterior de una de sus propiedades en el campo y no veía el momento de finalizar el desayuno y acercarse hasta su casa, a solo una manzana de distancia.
Evangeline había sido presentada el año anterior, e incluso había recibido un par de propuestas de matrimonio que su padre, el rígido barón Bingham, había rechazado. No supuso ningún drama, porque su amiga no estaba especialmente interesada en ninguno de los dos caballeros, y eso le permitía, además, poder disfrutar de una segunda temporada en compañía de Jane, como ambas habían soñado desde niñas. Si las cosas hubieran sido distintas, deberían haber asistido a su primer baile juntas al cumplir los dieciocho. Pero solo un par de meses antes de ese acontecimiento la madre de Jane había fallecido tras varios años de enfermedad. Evangeline, que se sentía muy unida a los Milford, decidió posponer su presentación un año. El barón no le había consentido un segundo aplazamiento para coincidir con Jane, que había guardado luto durante dos temporadas. Pero ahora estarían juntas, pensó, mientras picoteaba de su plato en el desayuno.
Sentado a la cabecera de la mesa, su padre ojeaba con su habitual aire distraído el periódico de la mañana. En el otro extremo, su hermano Lucien hacía lo mismo, y Emma y ella, sentadas frente a frente, comían en silencio. Kenneth, el hermano menor, estaría a esas horas con su tutor, recibiendo sus clases.
Cedric llegó con la bandeja del correo y la dejó en una mesita auxiliar. Casi toda la correspondencia de la casa iba dirigida al conde o a su hijo mayor, desde facturas a invitaciones a bailes o veladas. A pesar de ello, a Jane le gustaba ojear la correspondencia, y esa mañana en particular el número de sobres era mayor de lo acostumbrado. Con toda probabilidad muchas de esas misivas contenían más invitaciones y, como siempre, irían dirigidas a nombre del conde de Crampton. Seguramente Lucien les echaría luego un vistazo para decidir cuáles aceptarían y cuáles no. Comprobó con sorpresa que había un sobre dirigido a ella en particular. No reconoció la letra y no llevaba remitente. En un acto instintivo, la metió con disimulo en el bolsillo de su falda para leerla más tarde.
¿Por qué había hecho eso?, se preguntó, mientras volvía a la mesa con la cabeza baja para evitar que nadie se fijase en sus mejillas, seguramente arreboladas. En aquella casa no se tenía por costumbre abrir el correo de los demás. El corazón le latía deprisa y aquel trozo de papel parecía quemarle la piel a través de la tela.
—Pareces nerviosa —dijo entonces Emma.
—¿Eh?
—¿Es por el baile de esta noche?
Por el rabillo del ojo, Jane vio que Lucien había dejado de prestar atención al periódico para centrarla en ella.
—¿Ocurre algo, Jane? —le preguntó.
—No, en absoluto.
—Creí que te hacía ilusión acudir a casa de los Waverley —le dijo, con una ceja alzada—. Con Evangeline.
—Por supuesto que sí. Me apetece mucho —aseguró—. Solo estaba pensando en el vestido que voy a ponerme.
Emma resopló. Lucien movió la cabeza de uno a otro lado y volvió a sumergirse en la lectura. Su padre ni siquiera se había dado cuenta de nada, como casi siempre. Desde que Clementine Milford había fallecido, estaba más ausente que nunca. Y Jane volvió a centrarse en el contenido de su plato, deseando salir de allí cuanto antes para descubrir al autor de aquel mensaje.
Cuando al fin se encontró a solas en su cuarto, la abrió con cierta premura. Pero aquella carta no era, como había sospechado, el arrebato de algún joven enamorado, o de algún misterioso marqués con una invitación inesperada.
Querida lady Jane:
El debut de una joven en sociedad siempre es un motivo de celebración, y sin duda uno de los acontecimientos más esperados por las muchachas de su edad. Es muy probable que a partir de ahora se vea usted sumergida, probablemente sin quererlo, en una vorágine de fiestas y todo tipo de actos sociales con el propósito de que encuentre un marido adecuado. No se deje obnubilar por el fasto, por las grandes fortunas o por encumbrados títulos. Es necesario que se tome cierto tiempo para calibrar bien sus posibles opciones. Si no tuviera la suerte de poder casarse por amor, debe al menos encontrar a un hombre con el que pueda convivir en armonía.
Tómese su tiempo, no importa que necesite dos temporadas para ello, tres, o incluso cuatro. Y hágase estas preguntas: ¿Su futuro pretendiente es un buen conversador? ¿La escucha cuando le pregunta algo, o se limita a asentir, aguardando a que finalice usted de hablar? ¿Comparten intereses comunes? ¿Posee un carácter amable? ¿Es, en cambio, un tirano? ¿Cómo se comporta con otras personas inferiores a él?
Cuando esté junto a él, preste también atención a su propio cuerpo. ¿Los latidos de su corazón se aceleran? ¿Siente la boca seca? ¿La piel erizada, aunque sea levemente?
No tenga miedo a expresarse, lady Jane, no tema preguntar por las cosas que le interesan ni proporcione tampoco respuestas ensayadas que no la comprometan a nada. Y no renuncie a descubrir si el hombre con el que compartirá su vida puede llenarla de pasión.
La vida es un juego, no lo olvide, y usted debe aprender a jugar con sus propias reglas.
Suya afectuosa,
LADY MINERVA
Jane tuvo que leer la carta dos veces. ¿Por qué aquella mujer se atrevía a darle aquel tipo de consejos? ¿Y por qué a ella?
Comprobó una vez más la misiva, cuya letra le era del todo desconocida.
¿Quién era lady Minerva?