Hacía ya casi una hora que Blake había llegado al salón de los Waverley. La enorme mansión, situada en una de las mejores calles del exclusivo barrio de Mayfair, estaba iluminada como una noche estrellada. En la entrada, varias antorchas alumbraban los alrededores, donde aguardaban los ociosos cocheros y sus carruajes. El acceso a la vivienda había sido decorado con multitud de lámparas, así como los jardines. Las libreas de criados y lacayos, en tono carmesí con botones y adornos dorados, brillaban como hogueras encendidas. El interior contaba con tantas velas, candelabros y palmatorias, sin mencionar las enormes lámparas que colgaban del techo, que tuvo la sensación de que se había hecho de día sin darse cuenta. Lo cierto era que tanta luz le molestaba. Prefería de lejos la iluminación más tenue, más íntima, donde las imperfecciones propias y ajenas se suavizaban.

Su intención de pasar desapercibido se fue al traste antes incluso de entrar en el concurrido salón. Como si hubiese estado aguardando su llegada, lady Aileen Lockport se aproximó con paso decidido y una sonrisa adornando sus bellas facciones. La joven era, sin lugar a dudas, una de las más hermosas de Londres. De toda Inglaterra, se atrevería a decir. Su cabello dorado enmarcaba un rostro de rasgos armoniosos, de labios jugosos y ojos aguamarina, rodeados por unas pestañas larguísimas que no hacían sino aumentar la intensidad azul de su mirada. Sus formas redondeadas y algo exuberantes, a las que sabía sacar buen partido, lograron alterarle el pulso un instante.

Lady Aileen era muy consciente de su belleza y ese era, probablemente, uno de sus mayores defectos. Todos sus movimientos, incluso los que parecían casuales, estaban bien estudiados, buscando causar un efecto devastador entre los hombres. Era capaz de variar el tono de voz para convertirla en un susurro sensual, y aletear aquellas pestañas para conseguir que cualquier hombre olvidara durante un instante dónde se encontraba. La temporada anterior había causado una considerable impresión, y recibido más propuestas de matrimonio que todo el resto de jóvenes juntas. Blake había visto a muchos de aquellos caballeros languidecer por ella, y a lady Aileen disfrutar con toda la atención que recibía y que había aprendido a gestionar de forma notable.

Sin embargo, la novedad había pasado, y ese año había nuevas candidatas, algunas casi tan hermosas como ella y mucho menos frívolas. En el último baile en el que habían coincidido, Blake se había dado cuenta de que el interés que despertaba lady Aileen había menguado, probablemente mucho más de lo que ella esperaba. Por fortuna, él no se contaba entre sus víctimas. Habían bailado en un par de ocasiones sin que él llegara a caer presa de su hechizo y eso, lejos de desanimarla, la había hecho redoblar sus esfuerzos. Blake estaba convencido de que ello se debía más a una cuestión de orgullo que de verdadero interés hacia su persona, como si la joven no pudiera aceptar que él no se contara entre sus conquistas.

—Lord Heyworth, qué inesperado placer encontrarlo aquí —lo saludó, con una sonrisa bien estudiada mientras le tendía una mano para que se la besara—. Confío en que se quedará el tiempo suficiente como para contentar a todas las jóvenes presentes.

—Lo cierto es que aún no lo he decidido —contestó él, que no quería comprometerse ni solicitarle un baile, como parecía ser la intención de lady Aileen.

—Tal vez pueda convencerlo entonces. —La mujer se aproximó unos centímetros, demasiados para su gusto y para lo que dictaban las reglas sociales.

—Si no me encontrara tan cansado sin duda usted sería un excelente motivo para quedarse.

—Oh, ¿viene de otra fiesta? —Hizo un mohín.

—En efecto, aunque puedo asegurarle que de una mucho menos encantadora que esta.

—Espero que decida usted quedarse con nosotros, milord. Su presencia siempre es bienvenida. Quizá podamos vernos más tarde...

Su voz insinuante no dejaba resquicio a la duda, pero él mantuvo la distancia.

—Tal vez, milady. Tal vez.

Blake inclinó la cabeza a modo de despedida y se alejó, antes de que ella lograra comprometerlo para alguna pieza.

Entró en el atestado salón y lo recorrió con la vista, voraz. No tardó ni un segundo en localizar a lady Jane, que esa noche había acudido en compañía de una joven a la que recordaba vagamente de la temporada anterior. La muy honorable señorita Evangeline Caldwell. El nombre de la muchacha acudió a su mente de inmediato. No habían sido presentados formalmente, pero Blake poseía una excelente memoria. Con discreción, y esquivando a varios conocidos, encontró el lugar apropiado para poder observarla a placer. Vio a lady Jane charlar con su amiga, e incluso las sorprendió riéndose de forma disimulada, lo que evidenciaba el grado de intimidad que existía entre ambas. No fue eso, sin embargo, lo que más le llamó la atención. Fue algo totalmente distinto, y que aún reflejaba con mayor claridad el carácter de la joven; la vio rechazar a varios caballeros que acudieron a solicitar un baile. Para una joven debutante, aquello era poco menos que un suicidio social, aunque a ella no parecía importarle. Y, por el modo en el que miraba a Evangeline, intuyó que lo hacía por ella, que no parecía despertar ni una quinta parte de interés que lady Jane. No poseía esa belleza etérea, ni esa luz que parecía rodearla como un aura, aunque no estaba exenta de virtudes. Poseía un cutis suave y un precioso cabello castaño, y sus ojos chispeaban mientras hablaba con lady Jane, aunque se tornaban opacos si había alguien más presente.

Blake comenzó a moverse hacia las jóvenes, respondiendo a varios saludos pero sin detenerse en demasía, hasta que al fin se halló lo bastante cerca. Su mirada y la de la señorita Caldwell se encontraron un instante y la vio mover los labios, aunque no llegó a saber si lady Jane, de espaldas a él, reaccionaba de algún modo, porque en ese momento se vio obligado a detenerse para saludar a los anfitriones.

Cuando al fin se liberó, las dos jóvenes se encontraban una junto a la otra, mirando en su dirección, aunque ambas apartaron la vista en cuanto lo sorprendieron mirándolas a su vez. Blake sonrió para sus adentros y, con paso decidido, recorrió los últimos metros.

La increíble fortuna del marqués de Heyworth no provenía exclusivamente de su título. En América era un brillante hombre de negocios, con una extraordinaria visión para las oportunidades y para cerrar los tratos más ventajosos. Y, como buen hombre de negocios, había elaborado sus propias teorías. A veces, el éxito de una buena operación consistía en demostrar cierta falta de interés en el bien que se deseaba adquirir, y con esa máxima en mente se acercó hasta las damas.

—Un placer verla de nuevo, lady Jane —saludó.

—Buenas noches, lord Heyworth.

Blake ignoró el leve temblor en la voz de la joven y besó la mano enguantada que ella le tendía. Luego se volvió hacia su acompañante.

—Oh, permítame que le presente a mi amiga, la muy honorable señorita Evangeline Caldwell —dijo lady Jane.

—Un verdadero placer, milady. —Blake retuvo su mano un segundo más de lo aconsejable—. ¿Tendría el honor de concederme el próximo baile, señorita Caldwell?

—¿Yo? —La joven miró a su amiga, aunque Blake mantuvo la vista fija en ella.

—A menos que ya se lo haya prometido a algún otro caballero.

—Oh, no, en absoluto.

Blake sonrió y le tendió el brazo. La vio mirar a lady Jane, como si aguardara su permiso, y el marqués resistió la tentación de observarla también. En ese momento comenzaba a sonar una nueva pieza, y la joven pareció decidirse, porque aceptó su brazo y se alejaron en dirección al centro de la sala.

Otra de las máximas que el marqués había aprendido en sus negocios era que un producto se revalorizaba de inmediato en cuanto alguien de cierto estatus se interesaba en él. No es que pensase en aquella joven como si se tratase de algo con lo que se pudiera comerciar, pero sabía lo que sucedería a continuación. Ya podía sentir fijos en ellos los ojos de un buen número de caballeros, como si la señorita Caldwell se hubiera materializado de la nada a su lado, en lugar de llevar toda la noche allí. Blake Norwood no se consideraba adalid de ninguna causa y sus motivos para bailar con aquella muchacha eran en parte egoístas, pero también era cierto que la joven le había hecho recordar a su propia madre, Nora Norwood. En otro tiempo, posiblemente en un salón muy semejante a aquel, ella habría sido otra Evangeline Caldwell, invisible a ojos de aquellos refinados aristócratas, sin una cuna lo bastante lujosa como para ser considerada uno de ellos. No era el mismo caso, desde luego, puesto que era la hija de un barón, pero la situación sí debía de ser similar.

Trató de darle algo de conversación. Le preguntó si disfrutaba de la velada, qué piezas le gustaba más bailar o si también a ella le parecía que la iluminación era excesiva, pero la joven contestó con frases cortas, sin mirarle a los ojos, claramente cohibida. La escena le recordó a otras muchas vividas en los últimos diecinueve meses, como si todas aquellas damas hubieran recibido algún tipo de manual de etiqueta en el que se les prohibía expresarse con libertad. O quizá se trataba de él, pensó, de esa fama que le precedía y que las predisponía de antemano en su contra.

Al finalizar la pieza la condujo hasta donde aguardaba su amiga, que no les había perdido de vista ni un segundo.

Había llegado el momento de conocer más de cerca a lady Jane.

Desde luego que Jane no había dejado de observar al marqués, que se movía por el salón como si hubiese nacido en él. En cuanto lo había visto aproximarse a ellas el pulso se le había acelerado, y lo sintió latir furioso en la base de su cuello. Sin su tía Ophelia, que esa noche no se encontraba allí, y con Lucien en la otra punta de la sala charlando con su futuro suegro, el conde de Saybrook, se sentía casi desnuda.

No lograba explicarse por qué la presencia de ese hombre causaba tantos estragos en su cuerpo. Había bailado con lord Glenwood y con el vizconde Malbury, con quien se estrenó el primer día, y ninguno de ellos, pese a su indudable atractivo, había logrado alterarla hasta ese extremo. Era cierto que tampoco ninguno de ellos poseía ese aire misterioso y casi peligroso que envolvía al marqués, ni esa intensa mirada oscura que parecía recorrerla por entero cada vez que la miraba.

Cuando finalmente él llegó hasta ellas, la voz le tembló al saludarlo, cosa que se reprochó de inmediato, y casi suspiró de alivio cuando solicitó un baile a Evangeline. En ese momento ambos se acercaban de nuevo y Jane tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para mantenerse serena. Si no aprendía pronto a hablar en presencia de aquel hombre iba a pensar que era una idiota.

—Ha sido un honor bailar con usted, señorita Caldwell —decía en ese instante el marqués a su amiga.

Evangeline balbuceó algo, y Jane se congratuló al descubrir que no era la única a quien la presencia de aquel caballero robaba el sentido del habla.

—¿Tiene ya todos los bailes comprometidos, lady Jane, o aún queda algún hueco libre? Si es así, ¿me concedería el honor?

Jane creyó caerse dentro de aquellos ojos, tan oscuros y profundos como una sima.

—Por sup... —se vio obligada a carraspear—. Por supuesto, milord.

Apenas sintió nada al posar su mano enguantada sobre la manga de aquella chaqueta verde oscuro, ni al recorrer los escasos metros hasta el centro del salón. Cuando él se volvió hacia ella y colocó su mano sobre su espalda, cuando se aproximó lo suficiente como para poder contarle las pestañas, y cuando la envolvió con su aroma a cítricos y a roble, fue cuando Jane sintió todo su cuerpo sublevarse. ¿Sería aquello a lo que lady Minerva se refería cuando hablaba de sentir la piel erizada? Porque la suya parecía querer arder en llamas de un momento a otro.

—Podemos comenzar cuando lo desee —musitó él, tan cerca de su oído que su aliento le hizo cosquillas sobre la piel.

La pieza había comenzado y ellos estaban ahí parados, atrayendo las miradas de los demás.

Jane se mordió el labio y se limitó a asentir. Lord Heyworth movió el cuerpo imperceptiblemente, como el buen bailarín que era. Y ella, pese a que se consideraba igual de buena en esas lides, no reaccionó a tiempo, lo que la llevó a pisarle.

—Oh, lo siento —se disculpó, sin atreverse a mirarlo y con un incendio en las mejillas.

—No se disculpe, no ha sido nada.

El sonido de su voz la desconcentró de nuevo y su pie encontró el modo de volver a pisar el del marqués.

—Si no deseaba bailar conmigo no tenía más que decirlo —bromeó él.

—Le juro que no ha sido a propósito.

—Me consta. La he visto bailar en otras ocasiones y juraría que no tiene dos pies derechos.

Jane sonrió. El marqués no carecía de sentido del humor, y eso le gustaba, le gustaba mucho.

—¿Le han dicho en alguna ocasión que está preciosa cuando sonríe? —le susurró.

Jane volvió a tropezar con sus zapatos. Dios, ¡qué ganas tenía de que acabase aquella pieza para encerrarse en un armario y no salir hasta el día del Juicio Final!

—De acuerdo —carraspeó él—. Tal vez podríamos encontrar un tema de conversación menos oneroso para mis pobres pies.

—Eh, sí —musitó ella.

—¿Alguna idea?

Ella alzó un poco la cabeza, lo justo para echar un rápido vistazo a aquellos ojos antes de volver a centrar los suyos en el corbatín, el sitio más seguro de toda su persona. En ese momento su cerebro parecía haberse evaporado, porque no se le ocurrió ni una triste frase que decirle. Definitivamente, el marqués de Heyworth iba a pensar que era idiota, o algo peor.

—¿Cree que la guerra finalizará pronto? —Fue lo único que se le ocurrió en ese instante. La misma pregunta que le había formulado a lord Glenwood.

Se preparó para un largo monólogo sobre lo poco adecuado que era que una joven se preocupase por esos asuntos. Al menos, mientras él hablase, ella no tendría por qué hacerlo.

—¿Cuál de ellas? —preguntó él, en cambio.

—¿Eh?

—¿La guerra en Europa? ¿La guerra contra los Estados Unidos?

—¿Ambas?

—¿Lo pregunta o lo afirma?

—Ambas —repitió con una entonación diferente.

—Debo decirle que me parece una inquietud poco habitual para una joven de su edad...

—Oh, ya. Imaginé que diría algo así —lo interrumpió. El discursito había llegado, después de todo. Para su sorpresa, comenzaba a sentirse más segura entre sus brazos. Al menos, no había vuelto a pisarle.

—Poco habitual pero sumamente interesante.

—¿Usted cree? —Se aventuró a mirarlo. No había burla en sus ojos.

No se atrevió a decirle que su interés en la guerra era tangencial. Estaba al tanto de lo que sucedía a través de los periódicos que se recibían en la mansión, pero su verdadero interés residía en averiguar si su hermano Nathan regresaría pronto a casa. Temía por él, y cada día que transcurría sin recibir noticias, temía un poco más. Tanto su padre como Lucien insistían en que no se preocupara, y le aseguraban que su hermano estaba bien.

—En realidad me interesa más la guerra contra los Estados Unidos —dijo al fin—. Aunque no sé si es un tema apropiado para comentarlo precisamente con usted.

—¿Conmigo? Ah, ya comprendo.

—No... no quería ser descortés. —Volvía a balbucear.

—Imagino que sus fuentes la habrán informado de que nací en Inglaterra, y que viví aquí hasta los ocho años. Supongo que eso me hace tan inglés como a usted.

—Sí, desde luego.

—Tengo familia en los Estados Unidos, familia a la que adoro. Así es que, de algún modo, también soy un poco americano.

Que aquel hombre tuviese familia era algo en lo que Jane ni siquiera había pensado. ¡Pues claro que tenía familia! No se había caído del firmamento. Imaginarlo con padres, hermanos, tíos, primos y abuelos lo convirtió, durante unos segundos, en alguien humano.

—Aunque, en este caso —continuó—, debo decir que no puedo posicionarme en ninguno de los dos bandos.

—¡Pero acaba de decir que es usted inglés!

—En efecto. Pero que el gobierno británico quisiera penalizar a los Estados Unidos por dedicarse al comercio me parece excesivo.

—Al comercio con el enemigo. ¡Vendían a Francia!

—Que qué está en guerra con Gran Bretaña, no con América. Y reclutar a marinos norteamericanos a la fuerza para combatir a Napoleón, ¿le parece a usted aceptable?

Jane calibró su respuesta. Imaginó a Nathan siendo alistado contra sus deseos en una guerra que no era la suya.

—No, supongo que no —reconoció al fin.

—Hay muchos más asuntos en un conflicto, siempre los hay, y este no es una excepción. Nunca existe una sola razón para iniciar una guerra. De todos modos, no creo que se alargue mucho más.

—Oh, ¿de verdad?

—Napoleón ha sido derrotado en Francia. Probablemente, ahora los británicos centrarán todos sus esfuerzos en la otra contienda.

Lo miró con las cejas alzadas.

—Para estar tan interesada en la guerra, lady Jane, parece estar muy desinformada. Hace días que los diarios no hablan de otra cosa.

Tuvo que morderse los labios. Había estado tan embebida en sus propios asuntos que ni siquiera había prestado atención a nada más.

Lord Heyworth se detuvo de pronto y solo entonces Jane fue consciente de que la pieza había concluido. No sería apropiado que continuaran bailando, así es que él le ofreció el brazo para conducirla de nuevo junto a Evangeline, que en ese momento charlaba con un joven.

—No voy a decirle que ha sido un baile encantador, lady Jane —le susurró el marqués—, pero sin duda ha sido el más estimulante del que he disfrutado en mucho tiempo. Espero que volvamos a vernos muy pronto.

Jane asintió, de nuevo sin voz.

Aquello sonaba como una promesa.