Una vez en el exterior, Jane buscó con disimulo a lord Heyworth, pero no parecía encontrarse en los alrededores. La gente formaba pequeños grupos y comentaba el espectáculo, que parecía haber conquistado a todos por igual. Apenas se habían separado unos metros cuando coincidieron con los Hinckley. El conde era un viejo conocido de la familia y su esposa, lady Pauline, era una mujer sofisticada y encantadora. Habían charlado brevemente durante la fiesta de los Waverley y siempre parecía estar al corriente de todo.
Tras los saludos de rigor, hablaron sobre el espectáculo, al que ambos habían asistido también, y el nombre del marqués salió a relucir.
—Tampoco a mí me sorprende —reconoció el conde—. Esta no es más que otra de sus extravagancias.
—Una extravagancia que todos hemos podido disfrutar —señaló su esposa.
—Sí, en eso te doy la razón. A los niños les habría encantado.
El matrimonio tenía dos hijos, el mayor de la edad de Kenneth, aunque esa tarde no los acompañaban.
—Probablemente el circo aún estará aquí unos días más —dijo Lucien—. Dudo mucho que, tras el esfuerzo que habrá supuesto montarlo, el marqués tenga intención de retirarlo tan pronto.
El conde cambió entonces de tema y él y Lucien se enredaron en una discusión sobre Napoleón y sobre cuál era el mejor modo de proceder tras su rendición. Lady Pauline se volvió hacia las damas y le preguntó a lady Clare qué tal iban los preparativos para la boda, e incluyó a las tres jóvenes en la conversación. Pero Jane no prestaba mucha atención; Kenneth no paraba de tirarle de la manga. Junto al lateral del circo había visto una pequeña carpa y desde allí podía distinguir a un par de los caballos que habían participado en la función. Eran dos ejemplares de un blanco inmaculado, con las crines trenzadas con hilos de colores y enjaezados con arneses rojos y dorados.
—¿Podemos ir a verlos, Jane? —insistía el pequeño.
—Luego, Kenneth —le respondió, mientras intentaba participar en la conversación con lady Pauline.
—Pero luego a lo mejor no están. ¡Por favor!
Jane lo miró y luego observó la pequeña carpa, apenas visible desde otro ángulo que no fuera el que ellos ocupaban. Varios carromatos, estratégicamente situados, la ocultaban de las miradas de los curiosos. De hecho, constató, los animales ya no estaban a la vista.
—De acuerdo, pero solo un minuto.
Jane se disculpó con las damas y tomó la mano de su hermano. No sabía si los dejarían acercarse. En aquella zona no había nadie. Sobrepasaron los vehículos y llegaron a la carpa. Estaba vacía.
—¡Allí! —Kenneth señaló hacia la izquierda.
Los animales se encontraban en un lateral, junto a un par de los jinetes que justo en ese momento les estaban quitando los arneses. Kenneth avivó el paso. De cerca aún eran más bonitos, con el pelo tan suave y brillante que Jane estuvo tentada de acercarse un poco más.
—Milady, no puede estar aquí —le dijo uno de los acróbatas, con amabilidad pero con firmeza.
—Está bien, Stevie —sonó una voz a su espalda.
Lord Heyworth estaba allí, en compañía de un hombre mayor que había actuado como maestro de ceremonias.
—Yo... lo siento. No queríamos molestar —se disculpó Jane.
—No lo hacen —aseguró el marqués, que se despidió del otro hombre y se acercó hasta ellos—. ¿Ha disfrutado de la función, joven Milford?
—Kenneth —respondió ella—. Se llama Kenneth.
Lord Heyworth asintió con una sonrisa.
—Oh, ya lo creo que sí —respondió el niño.
—Tal vez te gustaría montar a uno de los caballos, antes de que les quiten los arreos.
—No me parece buena idea —se apresuró a añadir ella.
—Stevie estará con él en todo momento, ¿verdad?
—Por supuesto, milord —contestó el aludido.
—¡Jane! —suplicó el niño—. ¡Por favor!
—Solo unas vueltas por la carpa —añadió el marqués—. Es muy pequeña. Stevie subirá con él y Ollie llevará las riendas. No habrá peligro.
Jane no podía negarse. Cualquier argumento que hubiera podido esgrimir ya había sido rebatido. Cuando al fin accedió, Stevie ayudó a Kenneth a montar y luego lo hizo él. El otro joven tomó las riendas. El animal comenzó a desplazarse, siguiendo las órdenes de los dos jinetes. Alzaba las patas, bailaba sobre sus cascos y se movía como si fuese un soplo de viento. Kenneth estaba encantado.
—Son unos animales preciosos, ¿verdad?
Jane se volvió hacia el marqués, que acariciaba la testuz del otro animal.
—Creo que nunca había visto ejemplares tan hermosos —confesó ella.
—Puede tocarlo si quiere. Acérquese.
Lord Heyworth le tendió la mano desnuda y, durante un fugaz instante, Jane recordó la última misiva de lady Minerva.
—Quítese el guante —le dijo él, en voz tan baja que apenas logró oírlo.
—¿Qué? —Los pensamientos comenzaron a embrollarse en su cabeza.
—Así percibirá mejor la suavidad de su pelaje.
Jane tragó saliva. Echó un vistazo a su hermano, tan ajeno a ella como si se hallase en otro planeta, y dio un paso en dirección al marqués. Y luego otro más. Hombre y caballo parecían haberse fundido en uno solo. Contempló al animal, cuyos ojos la miraban con curiosidad. Sin apartar la vista de él, se quitó uno de los guantes, como el marqués le había pedido, y alzó la mano. En cuanto apoyó la palma en el cuello, sintió vibrar el corazón de aquel ejemplar.
Entonces la mano del marqués cubrió la suya. Era grande, de dedos largos y uñas bien recortadas, y algo más morena que la de Jane. Sintió como si un rayo la hubiese atravesado de parte a parte, y fue incapaz de retirarla, pese a ser consciente de que era eso lo que debía hacer.
—No tenga miedo —le susurró él.
Lord Heyworth entrelazó un par de dedos con los de ella, y arrastró su mano por el lustroso pelaje. Era tan suave como Jane se había imaginado. La sensación resultaba tan íntima, tan poderosa, que sintió temblar cada fibra de su cuerpo.
Solo entonces se atrevió a mirar al marqués a la cara. Sus ojos brillaban como estrellas encendidas, e irradiaba un calor que la envolvía, que la quemaba.
—¡Mira, Jane! —La voz chillona de Kenneth rompió el momento.
Jane se retiró como si en realidad se hubiera quemado, y el contacto se quebró. De repente le pareció que su mano se helaba y se apresuró a cubrirla con su guante. Se volvió en dirección a su hermano, rogando para que su semblante no revelara el cúmulo de emociones que la estaban sacudiendo por dentro.
Kenneth estaba de pie sobre el caballo, con los brazos extendidos y firmemente sujeto de la cintura por Stevie.
—¡Oh, Dios! —exclamó.
Quiso correr hacia él y bajarlo de aquel animal, pero logró contenerse, como si de golpe hubiera recuperado todo su raciocinio. El caballo podría asustarse si se aproximaba con rapidez, así que contuvo la respiración. Stevie bajó a Kenneth y lo colocó en una posición segura, mientras el niño no paraba de reír. Tiró de las riendas y el caballo se detuvo. Ollie lo ayudó a bajar.
—¡Ha sido increíble, Jane!
—Ya... ya lo he visto. —Ella miró hacia el marqués, que sonreía y cuyos ojos seguían pareciéndole dos astros luminosos—. Ahora tenemos que irnos.
Kenneth les dio las gracias a los jinetes, extendiendo su diminuta mano, que ellos estrecharon con una sonrisa.
—Le estoy muy agradecido, milord —dijo el pequeño, dirigiéndose hacia el marqués. Parecía un caballero en miniatura—. Creo que nunca voy a olvidar este día.
—Yo tampoco, señor Milford.
Miró a Jane, y ella supo que su comentario no tenía nada que ver con la pequeña clase de acrobacia que su hermano acababa de recibir.
Con el corazón a punto de saltar de su cuerpo, tomó la mano de su hermano. Se despidió con amabilidad, sorprendida de no haberse saltado ni una sola palabra, y ambos se alejaron.
—Esto no se lo puedes contar a nadie, Kenneth —le dijo tras rebasar el límite de los carromatos—. Lucien nos matará si se entera de lo que has hecho sobre ese caballo.
—De acuerdo —convino el pequeño, que conocía el carácter del hermano mayor—. Será nuestro secreto.
—Eso es.
—Gracias, Jane.
Kenneth tiró de su manga para que ella se inclinara y le dio un beso en la mejilla.
Más allá vio a Lucien, aún enfrascado en su charla con lord Hinckley, y a lady Pauline, muy concentrada en sus dos jóvenes oyentes. El tiempo parecía haberse detenido, aunque ella tenía la sensación de que habían transcurrido días, semanas incluso, desde que se había separado de ellos.
—Me gusta ese lord Heyworth, ¿sabes? —le susurró Kenneth.
—¿Sí? —Lo miró, con las cejas alzadas.
—Sí, mucho —respondió, y se soltó de su mano para correr en dirección a Lucien.
—A mí también —musitó ella al aire—. A mí también.
El circo fue el tema de conversación de esa noche a la hora de la cena. Emma escuchaba los comentarios de Kenneth, tan entusiasmado que apenas probaba bocado. Al parecer, el espectáculo había sido soberbio, incluso el circunspecto Lucien se vio obligado a reconocerlo. Durante unos instantes, Emma lamentó no haber aceptado la invitación para acompañarlos. Había preferido pasar la tarde en compañía de Phoebe y Amelia que, como venía siendo habitual, no habían dejado de hablar de vestidos y fiestas, como si de repente toda su existencia se hubiera reducido a algo tan insignificante y mundano.
—¿Sabías que en la Antigüedad los circos ya existían? —le preguntó su padre a su hermano menor.
—¿En serio?
—Ya lo creo. En la Antigua Roma, por ejemplo, eran inmensos. En la arena peleaban gladiadores, que eran grandes luchadores. Se celebraban carreras de caballos, espectáculos con fieras e incluso batallas navales. Algunos de esos gladiadores llegaron a ser personajes muy famosos.
—Oh, ¿y yo podría ser un gladiador?
—Bueno, tal vez podrías haberlo sido si hubieses nacido en aquella época.
—Ah, vaya —dijo, algo desilusionado—. ¿Y cómo se convertían en esos luchadores?
—No has tocado tu plato, Kenneth —intervino Jane—. Papá no seguirá contándote la historia si no comes algo.
—Exacto —se apresuró a contestar el conde—. Primero cena y luego te lo cuento.
Emma no dijo nada, aunque a ella también le habría gustado conocer un poco más sobre el asunto. Pensó que, cuando se reunieran luego en el salón, se quedaría un rato, en contra de lo que tenía previsto. Su intención había sido acostarse temprano y dormir un rato antes de salir más tarde, pero bien podía posponerlo unos minutos.
Esa noche tal vez cambiara de planes. Se preguntó qué aspecto tendría el circo bajo la luz de la luna, hasta que recordó que se hallaba en Hyde Park, cuyas puertas se cerraban al atardecer. Le tentó la idea de saltar los muros para colarse, pero podría ser peligroso.
Y no solo para ella.
—Papá, ¿podemos hablar unos minutos?
Jane había permanecido atenta durante todo el relato sobre los gladiadores y sobre los circos en la Antigua Roma. Kenneth y Emma se habían acostado ya y Lucien acababa de retirarse también. El conde iba a hacer lo propio cuando la pregunta de su hija volvió a dejarlo clavado en su butaca.
—Claro, Jane. ¿Qué sucede?
—Yo...
No sabía cómo comenzar a explicarse, y se preguntó incluso si aquello era una buena idea.
—No importa, papá —dijo al fin, levantándose—. Buenas noches.
—Jane.
No se atrevió a mirarlo.
—Hija, te conozco e intuyo que algo te preocupa. —El conde la cogió de la mano y la hizo sentar en la butaca más próxima a él—. Ya sé que yo no soy tu madre, pero estoy aquí, o intento estarlo al menos.
—Oh, papá, lo sé. —Jane sintió la humedad de las lágrimas. Sabía que la muerte de su madre también había sido muy dura para él—. Es solo que... no sé por dónde comenzar.
—¿Qué tal por el principio? —le dijo él, en tono risueño.
—Ni siquiera sé cuál es el principio.
Jane alzó la vista y vio a su padre aguardar pacientemente, como si tuviera todo el tiempo del mundo para ella, como si en ese momento no hubiera nada más importante que su hija. En una de sus manos resplandecía una pequeña piedra, que movía en círculos entre sus dedos. Por su brillo, supuso que se trataba de un trozo de obsidiana.
—¿Está bien mentirle a otra persona? —preguntó al fin, aunque se apresuró a continuar en cuanto vio cómo él alzaba las cejas, sorprendido con la pregunta—. Quiero decir, guardar información para no herir a alguien.
—¿Esa persona te importa?
—Oh, sí, ¡muchísimo!
—¿Has conocido a alguien que...?
—¿Qué? ¡No! Estoy hablando de Evangeline, papá.
—¿Evangeline?
—Lucien ha conseguido un vale para Almack’s.
—¿Se trata de eso? —El conde sonrió, casi aliviado, y dejó la piedra sobre la mesita situada a su izquierda.
—Papá, por favor —bufó Jane—. Ya sé que a ti puede no parecerte un asunto de relevancia pero, créeme, lo es.
—Está bien, hija. ¿Cuál es el problema?
—Almack’s es un club muy exclusivo, ya lo sabes.
—En efecto. Es un honor que te hayan aceptado en él, ¿no crees?
—No, papá, no lo creo. No lo creo en absoluto.
Jane le habló de sus reservas acerca del tan renombrado club, y su padre la escuchó con suma atención.
—El caso es que a Evangeline no la aceptaron el año pasado.
—¡Pero eso no fue culpa tuya!
—Pero es mi mejor amiga, papá. Y yo no quería formar parte de él tampoco. No sé por qué Lucien se ha empeñado en que asista.
—Porque te quiere y desea lo mejor para ti, ¿no te parece obvio?
—Eh, sí, claro —contestó ella, aunque lo cierto era que hasta ese momento no lo había visto de ese modo.
—¿Cuál es el problema, Jane? —insistió su padre.
—No quiero contárselo a Evangeline. Le haría daño.
—Es probable, hija, pero a veces no puedes evitar causar dolor a los demás, aunque sea sin intención.
—Podría no decirle nada.
—A lo largo de tu vida habrá momentos en los que te verás obligada a mentir. Para no sufrir o no hacer sufrir a otros —le aseguró su padre—. Para ocultar algo que te avergüenza o que podría perjudicarte, a ti o a los demás. Para protegerte o para proteger a los que te importan. ¿Lo comprendes?
Jane asintió. Durante un momento pensó también en las cartas de lady Minerva, que aún no había destruido, y se preguntó en cuáles de esas premisas encajarían. «En todas», reconoció con pesar.
—Es muy posible que en la mayoría de los casos esas mentiras no se vuelvan contra ti —continuó el conde—, y que nadie las descubra jamás. Pero uno no puede cometer una falta, aunque sea con la mejor de las intenciones, y esperar que no haya consecuencias. Y debes estar preparada para asumir las tuyas.
—Sí, papá.
—Irás a la fiesta de Almack’s con tu hermano, ¿verdad?
—El miércoles.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que Evangeline no lo descubra? —preguntó—. ¿Cuántas personas habrá allí? ¿A cuántas de ellas conoce que, durante una conversación trivial, puedan hacer alusión al asunto?
—Oh, muchas. —Jane se llevó una mano a la frente.
—¿Piensas que Evangeline se sentirá mejor si lo descubre de ese modo a que se lo cuentes tú?
—Por supuesto que no.
—Entonces ahí está la respuesta a tu pregunta, hija.
Era obvio, claro. Tan obvio que se sintió avergonzada por habérselo planteado a su padre. Como si ella no supiera perfectamente lo que debía hacer. Era solo que... de algún modo esperaba que él le proporcionase argumentos para evitarle esa conversación, que estaba posponiendo bajo todas las excusas posibles.
—Gracias, papá. —Jane se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Eres una buena chica, Jane. Y Evangeline te quiere mucho. Estoy convencido de que no se enfadará contigo.
—No temo su enfado.
—Lo sé. Es probable que le duela, pero también se alegrará por ti.
—¿Tú crees?
—¿No hacen eso las personas que nos quieren? ¿Alegrarse por nosotros y nuestros pequeños éxitos?
Sí, claro que era así. Si la situación fuese al revés, ella daría saltos de alegría por su amiga, estaba convencida de ello.
Le dio las buenas noches a su padre y se retiró a su habitación. Por la mañana iría a ver a Evangeline y se lo contaría todo, eso era lo que haría.
Pasó frente a la habitación de Emma y vio luz bajo la puerta. Pensó en llamar y charlar un rato, pero en ese momento no le apetecía arriesgarse a sufrir las bromas de su hermana, a quien todo aquel asunto le resultaría irrisorio. Le resultó extraño de todos modos. No hacía ni una hora había anunciado que se moría de sueño y que se iba a dormir.
¡Cualquiera entendía a Emma!