Desde que Blake había llegado a Inglaterra, no había cesado de escuchar hablar acerca de aquel exclusivo club de King Street. Al parecer, la buena sociedad londinense se dividía en dos grupos, los que habían sido aceptados en Almack’s y los que no. Formar parte del primero de ellos se había convertido para muchos en una cuestión de honor. Blake, pese a su título y su fortuna, ni siquiera había solicitado ingresar en él. Sabía que ni una cosa ni la otra le garantizarían la entrada, y que todo dependería del capricho de un puñado de damas con las que había coincidido en numerosos bailes, pero a las que no conocía de nada.
El marqués se preciaba de ser un hombre inteligente y conocía perfectamente los motivos por los que ni siquiera había mostrado interés en conseguir uno de aquellos famosos vales. Si alguien le hubiera preguntado las razones no le habría costado enumerarlas. En primer lugar, era un desconocido, un recién llegado a la nobleza inglesa, un hombre que había pasado fuera del país la mayor parte de su vida. No tenía amigos ni conocidos que lo avalasen ni había hecho tampoco esfuerzo alguno por conseguirlos. En segundo lugar, procedía de Norteamérica, en ese momento en guerra contra Gran Bretaña. Algunos miembros de la aristocracia, incluso, lo consideraban un espía o, al menos, alguien de dudosa confianza. Por último, su madre había sido rechazada en esos mismos salones, y no había transcurrido aún el tiempo suficiente como para que ese hecho no figurase en la memoria de muchos. No se había planteado siquiera darles la oportunidad de repetir el gesto que habían tenido con Nora Norwood, y proporcionarles la satisfacción de rechazarlo a él también.
Pero el Destino, así con mayúscula, a veces juega a nuestro favor. No hacía ni dos semanas que había ganado una apuesta contra el príncipe Christoph von Lieven, el embajador ruso en Londres, cuya esposa era una de las damas patrocinadoras de Almack’s. El premio consistía en uno de esos vales para asistir a un único y exclusivo baile, aunque él no iba a necesitar nada más. Ya había cumplido su propósito. Había conseguido el acceso sin necesidad de exponer su orgullo a un posible rechazo. Con ello satisfacía su curiosidad y se arrancaba esa espinita que llevaba clavada y que tenía grabado el nombre de su madre. No sabía cómo había logrado el ruso convencer a su mujer, ni cómo esta se las había ingeniado para hacer lo mismo con sus compañeras, pero Blake guardaba en el bolsillo de su chaqueta aquella tarjeta pretenciosa que le habían exigido al llegar.
Debía de reconocer que el lugar era magnífico, espacioso y decorado con gusto. Contaba con varias salas, algunas dedicadas exclusivamente al juego, y en una de ellas se hallaba en ese momento, sentado frente a un vizconde que ocultaba su cara con una máscara negra y plateada. No era la primera vez que se encontraba con alguien que decidía utilizar uno de esos artilugios para evitar que sus compañeros de mesa pudiesen leer la expresión de su rostro, pero aquella era de lejos la más sofisticada que había visto. Y efectiva.
Blake era un gran observador y no tardaba en captar hasta los más sutiles tics en los semblantes de sus rivales. A lo largo de su vida, esa capacidad le había servido también para cerrar algunos de sus negocios más ventajosos. Esa noche, sin embargo, no lograba captar ningún gesto en el hombre que tenía frente a sí, cuyos brazos no se despegaban de la mesa y que apenas movía las manos. Blake ya había perdido casi cien libras y no estaba dispuesto a perder ni una más. No había ido a Almack’s a encerrarse en una habitación a jugar a las cartas. Eso podía hacerlo en el White’s, en el Brooks’s o en cualquiera de los otros clubes londinenses.
Abandonó la partida sin pesar y con elegancia, y se dirigió al salón de baile, una vasta estancia decorada en blanco y ocre, con grandes espejos y cortinajes azules. Cientos de velas y lámparas iluminaban a las más de doscientas personas que debían de congregarse allí. De inmediato sintió sobre él el peso de muchas miradas, algunas curiosas, otras sin duda preguntándose qué diantres hacía allí y varias de ellas provenientes de matronas que daban por supuesto que, si había sido aceptado en Almack’s, bien podían perdonársele sus orígenes y sus extravagancias.
Alzó la vista hacia el balcón situado sobre la sala, donde estaba ubicada la orquesta, y contempló a los grupos de bailarines inmersos en esos momentos en una cuadrilla. Distinguió entre ellos a la exuberante lady Aileen Lockport, a quien no veía desde su breve encuentro en el baile de los Waverley, y que le dedicó una sonrisa deslumbrante en cuanto sus miradas se cruzaron. Conforme las figuras se sucedían y los danzantes cambiaban de lugar, fue reconociendo a unos y a otros. Allí estaba el vizconde Malbury, cuya pareja de baile le sacaba varios centímetros de altura, y también el siempre apuesto lord Glenwood. Claro, hubiera resultado extraño no encontrarlos allí. Sí que le causó mayor sorpresa comprobar quién era su pareja de baile, y no porque ella no mereciera hallarse allí, sino porque Blake no había contado con ello. Un pequeño error de juicio que no lamentó.
Lady Jane estaba absolutamente deliciosa esa noche.
Su padre tenía razón, como casi siempre. Evangeline no se había enfadado con Jane. De hecho, se había alegrado mucho e incluso habían bromeado con la idea de que Jane la colara en Almack’s por alguna puerta secundaria. Todo el mundo querría estar allí ese miércoles para la Fiesta de la Victoria, como las patrocinadoras la habían bautizado. La derrota de Napoleón era ya un hecho consumado y las celebraciones se multiplicaban por todos los rincones del país.
—Prométeme que te divertirás —le había dicho.
—Por supuesto.
—Y que tratarás de mostrarte amable con esas damas.
—Hummm.
—¡Jane! Ya sabes lo que podría ocurrir si te enemistaras con ellas.
Claro que lo sabía. De hecho, no sería la primera en sufrir las consecuencias de algo así. De repente, podía verse aislada socialmente, y eso no la perjudicaría solo a ella. Toda su familia pagaría las consecuencias.
—¿Crees que el marqués estará allí? —le preguntó Evangeline.
—¿Qué marqués? —disimuló.
—¡Ja! Buen intento. Sabes perfectamente de quién hablo.
—No lo creo —contestó al fin. Era inútil tratar de disimular con alguien tan perspicaz como su amiga—. Dudo mucho que las patrocinadoras lo consideren alguien aceptable para su club.
—Sí, es probable. Lo que demuestra, una vez más, lo equivocadas que están.
Jane no quiso repetirse, pero le habría encantado volver a decirle que Evangeline Caldwell debería poseer un vale de esos, o un ciento, y que a su llegada merecía que la recibieran incluso con una larga alfombra roja y dorada.
—Seguro que lord Glenwood sí estará —apuntó Jane.
—Es guapo.
—Sí.
—Y rico, muy rico.
—También.
—Parece amable y bastante inteligente —señaló Evangeline.
—Yo también lo creo. —Jane recordó al conde, su cabello rubio, sus ojos azules y su innata elegancia—. ¿Y qué opinas de Malbury?
—Es un poco bajito, ¿no?
—Sí, tal vez. Pero es agradable. Quiero decir... nunca me siento cohibida en su presencia.
—Y si se sobrepasase contigo no te costaría mucho reducirle —bromeó su amiga.
Jane no pudo evitar reírse. ¿Cómo se le ocurrían esas cosas a Evangeline? Imaginarse tirando al vizconde al suelo después de que él hubiera intentado besarla no hizo sino aumentar sus carcajadas.
—Oh, Dios, te voy a echar de menos esta noche, Evie —le dijo, usando su diminutivo, ese que solo utilizaba cuando estaban a solas.
—Bueno, Lucien estará contigo, y también lady Clare.
—Ya.
—¿Y tu tía Ophelia?
—Me temo que no. No es miembro del club y, por lo que yo sé, tampoco tiene ningún interés en formar parte de él.
—De todos modos estarás bien.
—Lo sé.
—Y mañana vendrás a verme y me lo contarás todo.
—¡Por supuesto!
Querida señorita Caldwell:
Es evidente que el mercado matrimonial se ha convertido en una especie de carrera para obtener el mejor partido posible, y que usted ya lleva dos temporadas participando en él sin haber alcanzado su propósito. Es muy posible que eso le cause cierta inquietud, aunque no debería. ¿Qué importancia puede tener un año, dos, o incluso tres si de lo que estamos hablando es del resto de su vida? ¿Estaría dispuesta a tomar una decisión precipitada y tal vez errónea en su deseo por encontrar esposo?
No tenga prisa, querida Evangeline, pues hasta los más torpes e ignorantes saben que las cosas que más apreciamos tardan en llegar. Y una de ellas, créame, no es ser aceptada en Almack’s.
Todas las jóvenes debutantes aspiran a formar parte de un club tan exclusivo, como si eso fuese una especie de salvoconducto directo al matrimonio. Es posible que en muchos casos ese sea el resultado final, pero no entrar en dicho círculo no implica que la dama en cuestión sea menos valiosa que las demás, o sus posibilidades más escasas. Incluso las personas más elevadas de nuestra sociedad se equivocan o cometen errores de juicio, y que una joven como usted haya sido rechazada en Almack’s lo demuestra con creces.
No se deje influenciar por cuestiones que escapan a su control, ni atormentar por lo que no son más que los caprichos de un puñado de matronas aburridas. Usted vale mucho más que todo eso y hay muchos salones en Londres con más brillo que Almack’s, no lo olvide.
Suya afectuosa,
LADY MINERVA
En cuanto Jane había llegado al club en compañía de su hermano y de la prometida de este, había sido debidamente presentada a las anfitrionas. Compuso la mejor de sus sonrisas, que le salió natural en cuanto tuvo la oportunidad de charlar unos minutos con lady Sefton, la mayor de las damas y sin duda la más amable.
Del brazo de Lucien, que llevaba a lady Clare agarrada del otro, recorrieron las diversas estancias, todas decoradas con elegancia. Una vez en el salón, tomó nota mental de todos los adornos, desde los medallones clásicos que ornaban las paredes hasta las columnas doradas y aquellos espejos que parecían aumentar el tamaño de la sala. Al día siguiente pretendía proporcionarle un informe lo más detallado posible a su amiga. Esa noche, ella sería sus ojos.
Como esperaba, lord Glenwood estaba allí, y se acercó nada más verles. Tras los saludos de rigor solicitó el primer baile y Jane aceptó encantada. Vestía impecable, como siempre, con el corbatín de un blanco tan brillante que la luz de las lámparas se reflejaba en él. Charlaron del tiempo, el tema más inofensivo y socorrido de todos, y luego del mismo club. Al parecer, los Glenwood habían sido miembros desde su inauguración a mediados del siglo anterior.
—¿Tiene muchos hermanos, milord? —le preguntó ella.
—Me temo que no tantos como usted —contestó con una sonrisa—. Tengo dos, una hermana y un hermano, ambos menores que yo.
—Ah, ¿viven en Londres también?
—Por temporadas. Philip estudia en Oxford y Frances vive en Sussex con su marido, el vizconde Wallesprof, y su hija recién nacida.
—Así es que ya tiene usted una sobrina.
—En efecto, y debo decir que es tan preciosa como su madre.
El comentario, pronunciado con orgullo y con un deje de ternura, la conmovió.
—¿Le gustan las familias numerosas, lady Jane?
—No sabría decirle, milord —contestó ella—. Estoy muy orgullosa de mis hermanos, no puedo negarlo, y los quiero mucho.
—Pero...
Jane lo miró con las cejas alzadas.
—Intuyo cierto reparo en su respuesta —aclaró el conde.
La pieza terminó en ese mismo instante, lo que la libró de verse obligada a contestar. Era impensable que le hablara de su miedo a ser madre y de que la idea de traer al mundo a varios hijos la aterrorizaba.
—¿Le apetece un vaso de limonada?
—Ah, sí, muchas gracias.
Lord Glenwood la acompañó hasta una de las largas mesas que había colocadas al fondo del salón, donde le sirvió la bebida. Jane tomó nota de la escasez de variedad en los tentempiés, que se reducían a tortas glaseadas y a finas lonchas de pan cubiertas de mantequilla fresca.
—Es una pena que aquí no se pueda beber nada más fuerte que limonada o té —apuntó él, con una mueca.
—Es posible que ello nos evite también algunas escenas desagradables.
Jane aludía al pequeño altercado que cierto noble de alcurnia había protagonizado al final de la fiesta de los Waverley. El exceso de bebida había conseguido que perdiera el equilibrio, con tan mala fortuna que arrastró con él a su esposa, y ambos acabaron en el suelo.
—Imagino que se refiere a...
—En efecto —le cortó Jane—. Fue lamentable.
—Tal vez debería saber que yo jamás bebo más de lo debido, nunca. —Se acercó un poco más a ella, casi hasta rozarla con su cuerpo—. No me gusta perder el control, excepto si el motivo fuese alguien como usted.
Jane sintió todo el calor del mundo concentrarse en sus mejillas, y retiró la vista de inmediato.
—La he incomodado —se disculpó lord Glenwood—. Lo siento.
—No... es solo que... —Jane carraspeó. ¿Dónde se habían metido las palabras? ¡No era capaz de encontrar ninguna!
—Es usted tan adorable... —musitó él, muy cerca de su oído.
Por suerte, se hallaban en un salón concurrido, y la presencia de Jane había despertado el interés de varios caballeros. Uno de ellos se aproximó en ese instante y solicitó un baile, haciendo caso omiso al ceño fruncido del conde. Jane aceptó sin pensárselo y se despidió de lord Glenwood con una sonrisa.
Necesitó cinco largos minutos para apagar el rubor de su cuerpo.
Después de bailar con un duque y con el vizconde Malbury, Jane se reunió con lady Clare, que charlaba en ese momento con lady Pauline Hinckley, a quien habían encontrado unos días atrás en Hyde Park.
—Está usted preciosa esta noche, lady Jane —la saludó con afecto.
—Es muy amable, milady.
—¿Qué le parece el club? —Recorrió la estancia con la mirada—. Tengo entendido que aún no había estado en Almack’s.
—No hay duda de que la decoración es exquisita.
—A mí también me impresionó la primera vez —reconoció lady Clare, con una sonrisa amable que dirigió especialmente a su futura cuñada.
Jane sintió un cosquilleo en la nuca y tuvo la sensación de que alguien la observaba. No era extraño, a decir verdad: ella debía de ser una de las novedades de la noche. Con disimulo, y sin dejar de prestar atención a la conversación, se giró un poco. Lady Pauline les contaba en ese instante cómo había sido su debut en el club varios años atrás, pero Jane solo escuchaba a medias. Recorrió el salón con la mirada, pero nadie parecía prestarle una atención especial, no al menos una tan intensa como la que sentía recorrerle la piel.
Pensó en lord Glenwood, que en ese instante bailaba con la preciosa lady Aileen Lockport. La joven llevaba un vestido de seda de color tostado con adornos en blanco y oro y era casi tan bonito como la joven que lo vestía. El conde parecía bastante concentrado en ella, así es que era poco probable que hubiese estado observando a Jane.
—Es un hombre muy apuesto —comentó lady Pauline en voz baja.
—¿Quién? —Jane enrojeció. No quería que la mujer pensara que había estado fijándose en el conde más de lo aconsejable.
—Lord Glenwood, por supuesto.
—Sí, lo es.
—Los he visto bailar hace unos minutos y hacen ustedes una pareja magnífica, si me permite decírselo —continuó la mujer.
Jane sabía que era cierto. Había tenido la oportunidad de ver sus imágenes reflejadas en varios de los espejos distribuidos por la sala y también había tenido esa sensación.
—No creo que lady Aileen suponga ningún problema.
—¿Cómo? —Jane no sabía a qué se refería la dama.
—La joven que baila con él —le aclaró su cuñada—. Se presentó el año pasado y recibió una considerable cantidad de propuestas de matrimonio.
Jane volvió a mirar a la joven. Era realmente una belleza, con aquel cabello de oro y aquellos enormes ojos azules. Cayó en la cuenta de que su aspecto físico era muy similar al del conde.
—No aceptó ninguna —añadió lady Pauline.
—Bueno, tal vez no estaba preparada aún para contraer matrimonio —la defendió Jane, que no lograba quitarse de encima la sensación de estar siendo observada.
—Es cierto que una joven no tiene por qué comprometerse en su primera temporada —comentó la dama—, pero me temo que lady Aileen disfruta demasiado siendo el centro de atención como para comprometerse con un solo hombre. Solo que su carácter díscolo al final puede perjudicarla más de lo que ella cree.
Jane iba a replicar algo, pero en ese momento alzó la vista hacia el balcón donde tocaba la orquesta y olvidó lo que pensaba decir. Junto a una de las columnas, el marqués de Heyworth la miraba con una intensidad que la hizo estremecer. Retiró la vista de inmediato. ¿Qué hacía aquel hombre allí? Sin duda era una de las últimas personas que esperaba encontrar en aquel lugar.
—¿Está bien, querida? —se interesó lady Pauline.
—Sí, sí... es solo que he cogido algo de frío.
—¿Frío? Hay tanta gente aquí que no se puede ni respirar —añadió lady Clare.
Jane intentó volver a concentrarse en la charla, pero había perdido por completo el interés en lady Aileen, en lord Glenwood y en todos los allí presentes. El corazón comenzó a bombearle deprisa, como si llevara un tambor escondido bajo el corsé. Por el rabillo del ojo vio cómo el marqués se movía y bajaba la escalera. La boca de Jane se secó por completo y apenas podía despegar la lengua del paladar. El cuerpo se le tensó, a la espera de que él se acercase. Pasaron los segundos, y tal cosa no sucedió.
Se dio la vuelta y lo vio dirigirse hacia uno de los pasillos. Tal vez iba a alguna de las salas de juego, y esa posibilidad enturbió su ánimo un instante. ¿Por qué había decidido no invitarla a bailar? Por el modo en que la había mirado solo un momento antes, habría jurado que esa era justamente su intención.
A Jane le parecía injusto que hubiese de aguardar a que fuese él quien se aproximase. Si ella deseaba bailar con alguien, ¿por qué no le estaba permitido solicitarlo sin más? ¿Tan terrible sería? Sabía cuál era la respuesta a esa pregunta, por supuesto que la sabía. A las mujeres no les estaba permitido expresar de forma abierta sus deseos, debían esperar a que los hombres los adivinasen. ¡Menuda estupidez!
Supo que probablemente más tarde se arrepentiría, pero no fue capaz de ponerle freno a su osadía. Se disculpó con lady Pauline y lady Clare, musitó algo sobre ir al tocador y, sin aguardar contestación, se escabulló tras los pasos del marqués de Heyworth.