Blake necesitaba refrescarse. A ser posible, necesitaba hundir la cabeza en un barril de agua bien fría. Había sobrellevado con bastante entereza ver a lady Jane bailar con distintos caballeros, sonreír, mojarse los labios y moverse con aquel ligero contoneo que lo volvía loco. Desde su improvisada atalaya se había bebido cada uno de sus gestos, disfrutando del inconfesable placer de observarla a su antojo. Debería haber previsto que su escrutinio no pasaría desapercibido para la joven que, al final, había acabado descubriéndolo allá arriba. Sus miradas se habían encontrado, apenas un instante, lo suficientemente largo como para que toda la sangre del cuerpo le entrara en ebullición.

Por eso necesitaba refrescarse. Era eso o bajar al salón, tomarla en brazos y salir por la puerta, como un caballero rescatando a una princesa en uno de esos cuentos medievales. Y, en ese momento, no se sentía como un caballero. Sus instintos más primarios trataban de abrirse paso a dentelladas y él no era un hombre de las cavernas. Nunca lo había sido. Y por Dios que no iba a comenzar a serlo en ese instante.

—¡Milord! —sonó una voz a su espalda, que prefirió ignorar. ¿Dónde diablos se encontraba lo que buscaba?—. ¡Lord Heyworth!

Se detuvo en seco. Durante un segundo había pensado que la primera llamada no iba dirigida a él. Reconoció la voz de inmediato. Dudó. Por el bien de ambos, era mejor que se alejase de ella. Solo que su cuerpo prefirió ignorar las órdenes de su cerebro y se dio la vuelta.

—Lady Jane. —La saludó con una inclinación de cabeza.

—No... no sabía que fuera usted miembro de Almack’s —le dijo ella, algo tímida.

El corredor estaba desierto, aunque aún estaban a la vista de todos.

—No lo soy.

La vio morderse el labio, con toda probabilidad sin saber cómo continuar aquella conversación. ¿Por qué lo habría seguido? Se obligó a permanecer impasible, a controlar cada movimiento de sus músculos.

—¿Se marcha ya? —Ella se tomó las manos a la altura del vientre, como si no supiera qué hacer con ellas.

—Eh... no lo sé.

—Yo... esperaba que quisiera usted bailar conmigo.

—¿Qué?

La vio bajar la cabeza. ¿Había oído bien? ¿Lady Jane acababa de solicitarle un baile, de forma directa y sin subterfugios? Así debía de ser, por el modo en que ahora parecía totalmente avergonzada.

—Lo siento, yo... —Comenzó a darse la vuelta, dispuesta a regresar al salón.

Blake no necesitó nada más. En dos zancadas estaba a su altura.

—¿De verdad desea bailar conmigo? —le preguntó.

—Sí.

—Míreme a los ojos.

Ella lo hizo. Blake vio el temblor de sus pestañas y el arrebol de sus mejillas. Era valiente y osada, no había duda.

—Sí —repitió ella, que le sostuvo la mirada sin pestañear.

—¿Por qué?

Dios. Se mordía el labio de nuevo, buscando una respuesta apropiada. Quiso ser él quien dejara la impronta de sus dientes sobre aquella boca tan bien delineada y tan sugerente.

—Se lo debo a sus pobres pies.

Blake soltó una carcajada, que liberó gran parte de la tensión que acumulaba en cada centímetro de su cuerpo. Ella sonrió, satisfecha con su reacción. Era ingeniosa.

—Le aseguro que no le guardan rencor.

—¿Eh?

—Mis pies. —Blake volvió a reír—. No son rencorosos.

—Me alegro —confesó ella, divertida—. No habría sabido qué hacer con un enemigo de esa índole.

—Lo cierto, lady Jane, es que ahora mismo no me apetece ni un ápice entrar en ese salón y compartirla con todos los caballeros de un cotillón —comentó, haciendo alusión a la pieza que sonaba en ese momento, en la que hombres y mujeres intercambiaban de pareja sin cesar—. Si no le molesta, prefiero tenerla para mí solo.

Los ojos oscuros de lady Jane se abrieron aún más, sorprendida a buen seguro por sus palabras. Movido por un impulso, la tomó de la mano y la arrastró con él. Esa misma noche, mientras recorría el club, había descubierto un par de salas que no parecían destinadas a ocuparse durante la velada. Ella no opuso resistencia, sin duda porque no tenía ni idea de lo que él pretendía. Cuando llegaron frente a la puerta de una de ellas, Blake se detuvo, mordido por su conciencia.

—¿Prefiere volver al salón? —le susurró. Si le decía que sí, juraba por Dios que la llevaría de regreso y bailaría con ella como el caballero que se suponía que era, que siempre había sido.

—No —musitó lady Jane, temblando como una hoja vapuleada por un vendaval.

Blake no necesitó nada más. Comprobó que nadie los observaba y giró el picaporte. Una vez en el interior, dio la vuelta a la llave y apoyó la cabeza sobre la superficie.

Estaban a solas.

Lady Jane Milford y él estaban a solas, en una habitación a oscuras.

Jane no podía achacar aquel comportamiento tan impropio de ella a un abuso accidentado de alcohol. En aquella fiesta, como bien había señalado lord Glenwood, no se servía más que limonada y té. Ni siquiera podía atribuirlo al consejo de ser más osada que lady Minerva había mencionado en su carta, porque lo había excedido con creces. Así es que debía de existir otra razón para que se hubiera atrevido en primer lugar a seguir al marqués de Heyworth y, en segundo, y mucho más importante, para acceder a entrar con él en una habitación. Estaba tan nerviosa y emocionada que ni siquiera era capaz de enhebrar los pensamientos de uno en uno, y todos se atiborraban formando un ovillo enredado en su cabeza.

—No se mueva —dijo él. Como si fuese capaz de hacerlo, pensó ella.

Apenas había luna esa noche, pero algo de claridad se filtraba por uno de los ventanales que daban al jardín. La suficiente como para distinguir la silueta de lord Heyworth moverse por la estancia. Oyó un chasquido y, un instante después, la habitación se iluminó. Había encontrado una lámpara de aceite y el modo de encenderla. Apenas los separaban tres pasos, pero la distancia se le antojó un océano. Entonces él se dio la vuelta.

—Yo... siento haberla arrastrado hasta aquí. —No se atrevía a mirarla a los ojos, lo que no era buena señal—. No sé... No sé lo que me ha pasado.

—Que le he pedido un baile.

—Cierto —sonrió, y esta vez sus ojos sí se centraron en los suyos. Sintió una ola de calor recorrerla entera.

—¿Le sucede muy a menudo?

—¿El qué? —Frunció levemente el ceño—. ¿Que me pidan un baile? He de reconocer que es la primera vez, al menos de forma tan abierta.

—Me refiero a dejarse llevar por un impulso.

—Ah, eso. No con mucha frecuencia. Hasta ahora he logrado sobrevivir a base de disciplina y autocontrol.

—No parece haberle ido muy bien. —Jane sonrió. No podía creerse que las palabras le fluyeran con tanta facilidad, ni que la situación no la hubiera vuelto muda de repente. De hecho, estaba asustada, de sí misma, de él y de todo lo que estaba ocurriendo. Y, cuando tenía miedo, su locuacidad era su única defensa. El pulso le atronó los oídos cuando vio que él daba un paso en su dirección—. No se mueva, por favor.

Heyworth la miró con atención y le sonrió de medio lado. Jane no pudo evitar pensar en un lobo a punto de atacar a una presa indefensa.

—¿Puedo sentarme al menos? —Señaló una de las butacas distribuidas por la estancia.

Jane echó un vistazo a su alrededor. Estaban en una sala de reducidas dimensiones, con varios sofás y sillones. Dedujo que debía utilizarse para pequeñas reuniones, tal vez incluso las de las damas patrocinadoras. Ay, Dios, si alguien los pillaba allí el escándalo iba a ser colosal. «¿Pero en qué estabas pensando?», se recriminó.

—¿Puedo? —insistió él.

—Sí —musitó ella, que se apoyó en el borde de un canapé. Las piernas habían comenzado a temblarle.

—¿Por qué me ha acompañado? —Lord Heyworth se había instalado cómodamente, como si estuviera acostumbrado a vivir situaciones de esa naturaleza.

—No lo sé.

—Si se arrepiente es libre de marcharse —le dijo—. No voy a impedírselo.

—No... no quiero irme.

—Tampoco yo quiero que lo haga —susurró él, y su voz le llegó como en ondas suaves, que la envolvieron por completo—. Antes me ha preguntado si era miembro del club.

—¿Antes?

—He pensado que podríamos charlar un poco. Tal vez así consiga relajarse.

¿Tan evidente era su estado anímico? La vergüenza le saltó a la cara.

—Nunca he solicitado pertenecer a Almack’s —aclaró él.

Ella alzó las cejas. ¿Cómo diantres había hecho entonces para entrar? Pensó en la broma entre Evangeline y ella, y se preguntó si el marqués se habría colado por alguna puerta trasera.

—Gané un vale por una noche al príncipe Lieven. Como sabe, su esposa es una de las patrocinadoras.

—¿Está aquí por una apuesta? —Lo miró, atónita.

—Así es. Le sorprenderían las cosas que llegan a apostarse en los clubes de caballeros.

Blake pensó en el contenido del libro del Brooks’s, aunque por nada del mundo iba a compartir aquella información con ella. Lo cierto era que la actitud de lady Jane lo tenía totalmente desorientado. Había tenido la osadía de solicitarle un baile, y no se había resistido al tirar de ella para entrar en aquel cuarto. ¿Qué había imaginado que sucedería a continuación?

El sonido de la música llegaba amortiguado pero con bastante nitidez, la suficiente como para identificar la pieza que sonaba en ese instante.

—¿Me concedería ahora ese baile? —Se levantó y le tendió la mano.

—¿Aquí? —Miró a un lado y al otro.

—¿Se le ocurre un lugar más apropiado? —Dio un paso en su dirección, y ella no se movió de sitio—. Si me pisa, nadie más que usted y yo lo sabremos.

Ella sonrió y al fin asintió. Blake decidió no darle tiempo a arrepentirse y la envolvió con su brazo, con suavidad, para no asustarla. Jane se dejó llevar y él comenzó a moverse, y todo fue... inusitadamente perfecto. Como si hubiesen bailado ya un millar de veces. Él se atrevió a acercarla un poco más a su cuerpo y aspiró su aroma a vainilla. Jane apoyó la mejilla en el pecho de él, que la estrechó un poco más, y sintió los latidos de su corazón, más acelerados de lo que aparentaba su estudiada calma. Sonrió para sí, satisfecha al descubrir que, en cierto modo, él también estaba un poco nervioso.

La pieza finalizó, pero no se separaron, y continuaron moviéndose al unísono, aunque lo que ahora sonaba tenía un ritmo más alegre. A Blake le daba igual. Aunque hubiese sonado una polca, o una danza tribal, no tenía intención de despegarse de ella, no ahora que al fin la tenía tan cerca.

Entonces Jane alzó la cabeza y lo miró. Blake se detuvo y se hundió en aquella mirada de oscuro terciopelo.

—Discúlpeme, milady, pero creo que voy a besarla.

Ella continuó mirándolo, como si no lo hubiera escuchado.

Blake se inclinó un poco más, hasta que pudo sentir el aliento de lady Jane rozar sus labios. La miró una vez más, solo para asegurarse y, cuando la vio cerrar los párpados, posó con delicadeza su boca sobre la de ella. Una especie de descarga lo recorrió de la cabeza a los pies con aquel breve contacto, y sintió el cuerpo de ella reaccionar al unísono. Empujó con suavidad con la lengua y la joven abrió la boca, un tanto indecisa, hasta que sus lenguas se encontraron. Emitió un gemido que fue como un golpe en el costado, y Blake la estrechó un poco más contra sí. Era suave y dulce, maleable como la arcilla, caliente como una llama, y en ese momento era toda suya.

Jane sentía que la cabeza se le iba por momentos, como si flotara a dos metros de su cuerpo. Cuando había seguido al marqués su única intención había sido solicitarle un baile, ni de lejos habría imaginado que se encontrarían en esa situación solo unos minutos más tarde. Podría haberse marchado cuando él se lo había ofrecido. De hecho, habría sido lo más prudente. Pero no lo había hecho y, cuando la había tomado en sus brazos para bailar al fin, tuvo la certeza de que eso no sería lo único que harían esa noche. Deseaba que la besara. Lo deseaba como solo se desean las cosas prohibidas, las cosas importantes, las inolvidables. Lo ansiaba con tanta fuerza que no habría dudado en pedírselo también.

Lo que no esperaba era que un beso fuese «así». Como un terremoto temblando bajo sus pies, como un tornado engulléndola por completo, como un huracán arrasando su piel. Se aferró a las solapas de su chaqueta para que el temporal no la arrastrara lejos de él, incapaz de ahogar los gemidos que se le escurrían por la garganta, y al final se atrevió a alzar los brazos para pegarse más al marqués. Sentía sus senos, dolorosamente sensibles, comprimidos contra el torso masculino, y su vientre frotando aquella vigorosa protuberancia bajo los pantalones de él. La sensación era exquisita, poderosa.

Blake no podía mantener las manos fijas en un solo punto. La atrapó por la nuca para profundizar el beso mientras la sujetaba por la cintura. Luego una mano bajó hasta una de sus caderas, y con la otra acarició su espalda. Le tomó la cara con las dos manos y luego estas volaron hasta sus costados. No se saciaba de ella y, al mismo tiempo, no tenía suficiente con aquel beso. Necesitaba sentirla entera. La alzó con suavidad, sin abandonar su boca, y la apoyó contra la mesa, a solo un paso de distancia. La hizo sentarse en el borde y, con un movimiento menos delicado de lo que pretendía, abrió sus piernas. De repente se detuvo. Quizá aquello era demasiado. Se retiró un instante, solo para comprobar que todo estuviera en orden. Los labios de lady Jane estaban algo hinchados, húmedos de sus besos, y su respiración agitada los había temblar. Los ojos le brillaban como si un millar de estrellas se hubieran hundido en ellos.

—Lord Heyworth... —susurró.

—Blake. Llámame Blake.

No necesitó preguntarle nada. Ahora fue ella quien echó la cabeza hacia delante para buscar sus labios y él no se hizo de rogar. En aquella posición, encajonado entre sus piernas, podía notar el calor que emanaba de ella y que estaba a punto de consumirlo.

Jane sentía que iba a estallar. La lava corría por sus venas como si fuese un volcán a punto de entrar en erupción. En aquella postura tan inapropiada, percibía el cuerpo de Blake de una forma que jamás hubiera creído posible. No podía obligar a sus caderas a detenerse. Ellas solas, como si tuviesen vida propia, buscaban el contacto con la inflamada entrepierna del marqués, anhelando algo que llevaba impreso en los huesos. Sus gemidos aumentaron de intensidad, mientras la lengua del marqués fundía en miel toda su boca. Dios, tenía la sensación de que iba a morirse allí mismo, sobre aquella mesa del Almack’s.

Unos fuertes golpes en la puerta rompieron el momento. Jane volvió a la realidad con la sensación de que caía desde un precipicio.

—¿Hay alguien ahí? —Una voz masculina se oyó al otro lado.

Ambos miraron en dirección a la puerta. Jane recordaba que él había echado la llave, pero las damas patrocinadoras probablemente tendrían una copia. Entonces se miró a sí misma y miró a Blake. Él llevaba el cabello despeinado y el lazo del corbatín deshecho. Se había quitado la chaqueta, aunque no recordaba haberle visto hacerlo, y estaba colocado de pie, entre sus piernas. Y ella, sentada sobre la mesa, rodeaba sus caderas con ellas, con una manga caída y parte de un seno al descubierto. ¡Dios mío!

—Chisss —susurró él—. A lo mejor se marchan.

Jane rogó para que así fuera. Rezó a todos los dioses para que el tiempo se detuviera en ese instante. Volvieron a llamar y parecía evidente que quien fuera que los hubiese interrumpido no tenía intención de marcharse. Ambos vieron cómo el picaporte se movía y oyeron también la voz de una mujer, tal vez incluso de dos.

—¡Mierda! —masculló Blake.

Ella se quedó petrificada, sin saber qué hacer.

—Tienes que marcharte. Ahora —la apremió.

—¿Marcharme?

Lo vio recorrer la estancia con la mirada hasta detenerse en el gran ventanal que daba al jardín.

—Por ahí.

—Blake...

—No pueden pillarte aquí conmigo. —La ayudó a bajar de la mesa y le recompuso el vestido.

—¿Pero qué vas a contarles?

—Ya se me ocurrirá algo.

Sus últimas palabras llegaron acompañadas por más golpes. El marqués abrió la ventana, casi a pie de calle, y la ayudó a pasar al otro lado. Antes de que Jane tuviera tiempo de alejarse, le tomó el rostro y le dio un beso suave.

—Esto no ha terminado, Jane.

Y, sin añadir nada más, cerró la ventana.

Blake echó un vistazo rápido a la estancia. Solo disponía de unos segundos, lo sabía. No quedaba allí ni rastro de la joven y eso lo tranquilizó. Con rapidez se echó de lado sobre uno de los sofás, se tapó con la chaqueta y simuló estar dormido. Y comenzó a pensar en sus negocios en Filadelfia, en su familia, en sus amigos, en libros aburridos y en conciertos soporíferos. Todo para que aquella erección disminuyera lo suficiente como para no llamar la atención de los intrusos.

Escuchó la puerta abrirse y una serie de improperios. Abrió los ojos, simulando despertar de un sueño profundo.

—¡Lord Heyworth! —Lord Cowper, esposo de una de las damas patrocinadoras, lo miraba con asombro.

No venía solo. Su encantadora mujer lo acompañaba y, junto a ella, lady Sarah Fane, que sostenía una llave entre las manos. Blake se incorporó y se pasó la mano por el cabello.

—Oh, lo siento, ¿me he dormido? —preguntó, y se tapó la boca para ocultar un bostezo fingido.

—¡Pero será posible! —masculló lady Fane—. No sé por qué nos dejamos convencer por Dorothea para aceptar la apuesta de su esposo.

—Esto es del todo inapropiado, milord —lo acusó lord Cowper, que barrió la habitación con la mirada. Si intuía algo sospechoso, no encontraría ninguna prueba de ello. Ya ni siquiera entre los pantalones de Blake, si se hubiese atrevido a mirar en dicha dirección.

—Les ruego me disculpen. —Blake se puso en pie sin miedo—. Solo buscaba un poco de tranquilidad. Una fiesta encantadora, por cierto.

—Quizá sería conveniente que la abandonara, milord —apuntó lord Cowper, con el ceño fruncido, mientras lo observaba recolocarse el corbatín y ponerse la chaqueta.

Blake se cepilló las solapas de la chaqueta con el dorso de la mano, como si no hubiera escuchado cómo lord Cowper lo echaba de allí.

—Miladies, milord —inclinó la cabeza—, ha sido un inesperado placer poder asistir a la velada.

No aguardó respuesta y abandonó la habitación con la cabeza alta, la espalda recta y media sonrisa bailando sobre su boca. Ni siquiera podían imaginar lo sinceras que eran sus palabras.

Abandonó el edificio con la certeza de que jamás volvería a poner un pie en Almack’s.

No podía importarle menos.