Londres, primavera de 1816. Dos años después
Las caricias de Blake la despertaron al alba, arrancándola del sueño. Las manos de su marido recorrían sus piernas desnudas, mientras sus labios besaban su hombro y se deslizaban por su clavícula. Jane se estremeció, emitió un gemido suave y se giró de espaldas a él, para ofrecerle su nuca. Había descubierto que era uno de sus puntos erógenos preferidos, y Blake había aprendido a sacarle todo el partido.
Pegó su cuerpo al de ella y comenzó a besar y a mordisquear esa parte tan sensible, mientras su miembro se deslizaba entre las piernas de Jane y se encontraba con aquella zona ya húmeda y resbaladiza. Pasó un brazo por debajo de su costado y comenzó a acariciar uno de sus pezones, y con la otra sujetó su muslo con delicadeza para alzarlo, lo suficiente como para acoplarse a ella. Estar dentro de Jane se había convertido en su momento favorito del día, de la noche y de los períodos intermedios.
Se introdujo en ella con suavidad, maravillándose una vez más de las sensaciones que lo recorrían de la cabeza a los pies, y aspiró el aroma de su mujer, a vainilla y a sol, mientras comenzaba a moverse ya dentro de su cuerpo. Jane echó un brazo hacia atrás y lo agarró de una de sus nalgas para atraerlo más hacia ella, como si eso fuese posible, como si quedara siquiera un hueco entre piel y piel. Con la otra mano se agarró con fuerza a su antebrazo, mientras jadeaba y gemía, hasta que Blake sintió los espasmos que indicaban que iba a alcanzar el clímax y aumentó la cadencia de sus movimientos. Entonces él explotó también y la abrazó con tanta fuerza que temió hacerla astillas.
Ninguno de los dos cambió de postura, ni se movió un milímetro. Aún dentro de ella, Blake besó sus hombros, la rodeó con sus brazos y cerró los ojos.
Jane se despertó sola en su cama. No necesitó siquiera abrir los párpados para saber que su marido no estaba con ella. Se desperezó con languidez y se dio la vuelta. Al otro lado del lecho, sentado en una butaca junto a la ventana, estaba su esposo, con el torso desnudo y vestido solo con un pantalón. Sobre su pecho dormía su hija de seis meses, Nora Clementine Norwood, y el sol de la mañana los bañaba a ambos como si fuesen un milagro.
—Buenos días, mi amor —la saludó Blake, con aquella sonrisa de medio lado que tan bien conocía.
—Hummm, ¿qué haces ahí?
—La niña tenía hambre y mandé que le preparasen un biberón. Ahora duerme como un ángel.
Blake acarició la cabecita de su hija y depositó un beso en la suave pelusa castaña que la cubría.
—¿Por qué no me has despertado? —le preguntó ella, que se resistía a abandonar el lecho. La imagen que tenía ante sí era demasiado preciosa como para perdérsela.
—¿Para qué? Yo también puedo darle de comer a nuestra hija. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, claro que sí, pero...
—Te recuerdo que esta noche es la fiesta de presentación en sociedad de Emma.
—Como si pudiera olvidarlo —bufó.
—Y nos acostaremos tarde.
—Es probable, aunque me gustaría regresar temprano.
—No estaba pensando en quedarnos mucho rato en el baile. —Blake acompañó sus palabras con un guiño—. Si vas a ponerte el vestido que me enseñaste ayer, intuyo que nuestra fiesta privada será mucho más placentera e infinitamente más divertida. Y no quiero que estés cansada cuando comience a quitártelo.
Jane rio y se estiró sobre la cama de forma provocativa.
—Si sigues haciendo eso —la amenazó su marido—, avisaré a la niñera de inmediato para que se lleve a nuestra hija y volveré a la cama contigo.
—¡No! —Jane detuvo su contoneo y alisó las sábanas—. Tráela aquí, y túmbate con nosotras.
Blake hizo lo que su esposa le pedía. Se levantó, depositó con delicadeza a la niña en el centro de la cama y se acostó junto a ella. Acarició la mejilla de Jane, que contemplaba arrobada a la pequeña.
—Es preciosa —musitó ella.
—Como su madre.
—Y como su padre. —Jane lo miró, emocionada—. Te amo, Blake. Más de lo que jamás creí posible.
—Y yo a ti, lady Jane. —La besó en los labios con dulzura—. Más de lo que nunca seré capaz de expresar con palabras.
Blake entrelazó su mano con la de su esposa. Pensó que así, unidos, no existía obstáculo que no pudieran vencer. Ni siquiera una maldición.
Juntos eran indestructibles.