Habían transcurrido más de veinticuatro horas desde la llegada de aquella carta, y Emma aún no había logrado quitársela de la cabeza. En un primer momento, había soltado una carcajada ante el contenido de aquella misiva, e incluso había pensado que su hermana le estaba gastando una broma y que había hecho que su doncella la escribiera. Una segunda lectura, sin embargo, le hizo darse cuenta de que Jane no habría utilizado aquel medio para hablarle sobre el matrimonio y la pasión. ¿Acaso no se lo decía de continuo, sin necesidad de esconderse tras un papel? ¿No lo adivinaba Emma cada vez que la veía junto a su marido, el guapísimo marqués de Heyworth? No, aquella carta tenía otro origen, aunque aún no había logrado dilucidar cuál podía ser. Lo que resultaba evidente era que debía de tratarse de alguien lo bastante cercano como para conocer su falta de entusiasmo ante la idea de casarse. O quizá no. En ningún momento había ocultado sus sentimientos al respecto, y cualquiera podía haberla escuchado hablar con Lucien y con lady Ophelia. Con la cantidad de gente que acudía a los bailes, no sería de extrañar.
—¿Podrías dejar de hacer muecas? —Su tía, que se encontraba a su lado, le dio un golpecito con el codo.
—¿Qué?
—Llevas toda la noche de lo más extraña —señaló lady Ophelia—. Más de lo habitual.
—Estaba pensando en mis cosas —se defendió. ¿De verdad había estado haciendo muecas?
—Pues piénsalas más adentro si no quieres espantar a todos los jóvenes del salón.
—Es una exagerada, tía.
—¿De verdad? —Lady Ophelia la miró y luego volvió la cabeza hacia su dama de compañía, lady Cicely, que aquella noche llevaba un precioso vestido en tonos verdes—. ¿Tú qué opinas, querida?
—Estaba poniendo caras raras.
—¡Yo no pongo caras raras! —Emma sintió la tentación de llevarse las manos al rostro, pero se contuvo a tiempo.
—Te muerdes el labio y frunces la nariz.
Esta vez sí alzó una de sus manos enguantadas y se tocó la zona. No podía ser. Había trabajado a conciencia su lenguaje corporal para poder jugar a las cartas y que sus oponentes no pudieran adivinar ni uno solo de sus movimientos. Claro que esa noche no se encontraba en medio de ninguna partida y no había estado concentrada en mantener su rostro totalmente pétreo.
En ese momento se aproximó lord Washburn, con una sonrisa tan auténtica que Emma se descubrió devolviéndosela.
—Lady Emma, un placer verla de nuevo —la saludó, y a continuación hizo lo mismo con las dos damas que la acompañaban—. ¿Tendría el honor de concederme un baile?
Lo cierto era que a Emma no le apetecía lo más mínimo bailar, ni siquiera esa noche, que se había puesto un calzado cómodo, pero quedarse junto a sus carabinas se le antojó en ese momento aún menos apetecible, así que aceptó.
Clifford Lockhart era un bailarín consumado, volvió a pensar Emma. En algún momento entre el final de sus estudios y el Grand Tour debía de haber tomado clases, sobre todo de vals. Se movía con tal soltura y elegancia que ella se sentía flotar.
—¿Ha estado en Roma por casualidad, lady Emma? —le preguntó.
—No he tenido la oportunidad, aunque espero hacerlo algún día —respondió ella, que siempre había soñado con visitar Italia. De hecho, había soñado con visitar tantos lugares que había perdido la cuenta.
—No debe perdérsela —aseguró el joven—. El Papa continúa restaurando los monumentos de la ciudad, y se ha empeñado en salvar el Coliseo, que está a punto de derrumbarse.
—¿El Coliseo?
—Es un gigantesco anfiteatro que se construyó en tiempos del emperador Vespasiano y donde se celebraban todo tipo de espectáculos, incluidas las luchas de gladiadores.
—Oh, debe de ser fastuoso.
—Debió de serlo, sí —contestó, con pesar—. Ahora no queda en pie más que una parte.
—Tiene siglos de antigüedad. Imagino que es normal que no haya aguantado en pie —repuso ella, más interesada en la conversación de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Eso y que, en siglos pasados, se convirtió en una cantera. De allí se sacó mucha de la piedra y del mármol con los que se construyeron los grandes palacios renacentistas.
El joven hizo una pausa y la miró con algo más de intensidad.
—Se preguntará por qué he sacado este tema a colación —comentó—. Usted me recuerda al Coliseo.
—¿Cómo dice? —Emma lo miró con una ceja arqueada.
—Maravillosa, pero solo con una pequeña parte visible.
Emma sintió un pellizco en el estómago. Aquello era, sin duda, lo más bonito que le habían dicho jamás. A su pesar, notó que las mejillas le ardían y fue incapaz de sostenerle la mirada. La pieza finalizó apenas unos segundos después y lamentó de veras tener que despedirse de lord Washburn.