Santa se recriminaba; no entendía cómo se había dejado convencer por Damián para ser su mensajera. Se acercó pisando en falso hasta la clínica y se introdujo para cumplir su cometido. Sor Amalia la recibió como a la emisaria de la prosperidad.
—Dios ha puesto en tu camino a tu hermano y en el nuestro a un buen samaritano. No tenemos cómo pagarle al señor Villavicencio —le dijo la monja.
—Me gustaría darle las gracias también a la niña Úrsula en persona por sus cuidados —emitió la recién llegada.
—Pasa adelante, buena mujer.
—Gracias, sor Amalia. —Al último minuto dudó y prefirió emprender la retirada—. Pensándolo bien, tendrá que ser en otra ocasión, con previo aviso. Requiero irme para seguir con mis quehaceres, y ella debe estar muy ocupada con sus enfermos.
—Le pediré que se acerque un instante; no faltaba más.
Sor Amalia dio órdenes para que bajaran el cargamento y lo guardaran; los siguió para supervisarlos. Úrsula llegó al ser requerida al amplio patio donde descargaban las cajas de provisiones y la recibió con una sonrisa, feliz al verla tan recuperada. La había conocido en una situación angustiante.
—Ay, mi niña, tuve que venir a darles las gracias en persona. Mi hermano ha mandado abastecimientos para los enfermos.
—Estamos muy felices por sus donativos.
—Me siento mal por no venir a ayudarlos en la clínica.
—No se sienta en deuda con nosotros, Santa. La atendimos sin la intención de esperar algo a cambio; sin embargo, lo que el señor Villavicencio hace es admirable.
—Damián le agradece el postre; no se atrevió a escribirle una carta de vuelta para no comprometerla. Bueno, en verdad, él no ve nada malo en ello, pero no se lo permití.
—Por supuesto que no es pecado una nota de gratitud; es lo mínimo que podemos hacer por su gentileza.
—Señorita, no sé si opine igual cuando sepa la locura de la que me ha hecho encargada. Mi hermano me suplicó entregarle este envoltorio.
Úrsula miró a un lado y a otro; por el tono de voz bajo y por la expresión de Santa, intuyó que debía tomar precauciones. Al cerciorarse de que ni sor Amalia ni las beatas que la seguían a todas partes estaban pululando por los alrededores, se dignó a abrirlo discretamente. Su asombro se reflejó en la candidez de su rostro.
—Es un abanico de concha de nácar y está pintado a mano: es una obra de arte —expresó estupefacta volviéndolo a introducir en el sobre de encaje y seguidamente en el fino estuche de ébano con incrustaciones de madreperla.
—Lo mandó a hacer para usted. No se sienta obligada a aceptarlo, pero él insiste en que por su culpa usted quebró uno similar.
—Este es más bello que el que perdí, y no fue por su culpa, más bien por la mía. Dele las gracias, no debió molestarse.
—¿Lo aceptará? —preguntó pasmada.
Úrsula se quedó pensativa hasta externar como hablando consigo misma.
—¿Por qué no?
El sonido de un carruaje y la sombra que proyectaba las distrajo, doña Suplicio Salazar, viuda de Villavicencio, ni siquiera se bajó ni se dignó a saludar a Úrsula como correspondía al protocolo; los Morell y los Villavicencio habían roto relaciones poco tiempo atrás por desavenencias familiares que terminaron en un duelo, llevándose a un miembro de cada familia. Las miró desafiante y sin miramientos ordenó a sus hombres que se llevaran a Santa en contra de su voluntad. Úrsula, al ver que querían someterla, se opuso también.
—¿Cómo se atreven a ultrajarla así? Déjenla en paz. Su Ilustrísima, usted no tiene derechos. —Aún desconocía que el título le había sido arrebatado junto con su vergüenza.
—¿Defiende usted a esta parda? —preguntó ofendida la contraparte.
—No tiene derecho a llevársela —la desafió.
—Acabo de acudir con el licenciado a ver un inventario de los bienes de los Villavicencio y me encuentro con que en La Habana esta parda es la única esclava que consta en los registros. A mi nuevo hijo adoptivo, esa desgracia que me ha tocado soportar, le ha dado por liberar a los de su especie. Aún su furia no se ha hecho extensiva a los cafetales en Vuelta Abajo; imagino que el peso del oro en sus bolsillos lo ha hecho detenerse.
—El señor Villavicencio se llevó a Santa de este lugar con la intención de ponerla en libertad: es su hermana —manifestó exaltada.
—No ose referirse a él como un descendiente legítimo del apellido; ese usurpador no es Villavicencio, solo se aprovechó de nuestra desgracia para robarnos. Y, como necesito quien me sirva y él ha dispuesto de la libertad de mis esclavas, me la llevaré.
—No la seguiré a ningún lado, bruja del demonio. Delante de Damián mantuve la calma, pero entre usted y yo no existen secretos —le escupió Santa.
—Eres idéntica a ella, a la pérfida de tu madre.
—¿Qué hizo con ella? ¿Dónde está mi madre?
—¡Perra, no te atrevas a hablarme como una igual! Damián tendrá la ley de su lado, pero contigo me cobraré con creces todo lo que me deben. ¡Lleven a la parda rumbo al cepo por atreverse a desafiar a su ama! ¡Damián y tú aprenderán a respetarme! Este ultraje no se quedará impune —murmuró resentida.
Había acudido a pedir auxilio a su cuñado el Capitán General y este le había dado la espalda; le avergonzaba que lo relacionaran con la vergonzosa historia del conde seducido por la esclava que había nombrado heredero a su bastardo.
—¡Sobre mi cadáver! —la defendió Úrsula aferrándose a Santa por el brazo—. Usted no podrá moverla de mi lado. ¡Atrévase a tocarme y sentirá nuevamente la cólera Morell!
Los hombres enviados por doña Suplicio desenfundaron sus armas instados por la patrona. Los de Damián no eran esbirros, más bien trabajadores que habían acudido para ayudar a descargar la mercancía, pero ante la amenaza se envalentonaron y también sacaron cuchillos, palos y piedras para defender a la hermana de su patrón. Pedro, el esclavo de la señorita, en un acto de valentía, cubrió a su ama con su cuerpo y miró desafiante a los atacantes. Sor Amalia y las beatas salieron al escuchar la algarabía e intentaron mediar ante la dama dominada por la ira y el resentimiento.
Santa terminó por ceder y acompañar a la antigua condesa antes que corriera la sangre inocente, pero pidió que avisaran a Damián de inmediato. Se la llevaron a horcajadas sobre un caballo, ante las miradas atónitas de las beatas.
—Todas para adentro de inmediato —exigió la monja para referirse a las mujeres que solían ayudarla—. Tú también, Úrsula, ya hablaremos cuando nos hayamos sosegado. Tu conducta distó mucho de la de una señorita. No imagino lo que dirá tu madre en cuanto este incidente llegue a sus oídos.
—Perdóneme, sor Amalia, pero no pienso abandonar a Santa con esa arpía.
—Los hombres del señor Villavicencio ya partieron a todo galope para avisarle; él se encargará.
—Santa estaba en nuestras inmediaciones; no debimos permitir que la sacaran de la clínica. ¿Es así como le pagamos a nuestro benefactor? Ella solo vino a traernos provisiones y ha terminado por desgraciarse la vida. Se la han llevado para cobrar venganza en un alma inocente.
—Somos gente de paz, no pudimos hacer nada para retenerla —expresó con pesar.
—No me quedaré cruzada de brazos —se obstinó.
—No te atrevas a moverte de tu sitio; tu madre me ha confiado tu cuidado —ordenó sor Amalia con un dedo elevado mientras lo agitaba para intentar infundir su poder de convencimiento.
Úrsula señaló a Juliana y a Pedro para que le dispusieran la calesa para sacarla de allí y llevarla al palacete de la pérfida secuestradora. Sor Amalia la retuvo para intentar detenerla pero, al ver la resolución de la señorita, se santiguó y agregó:
—Te acompañaré; no se ve bien que una joven virtuosa ande en estos trotes. Además, nos corresponde, como bien dices: doña Suplicio ha raptado sin derecho legítimo a Santa justo bajo nuestro techo, y esa buena mujer es la hermana de nuestro benefactor. Debemos cerciorarnos de que estará a salvo —añadió y miró a las beatas de reojo, que no se tragaron el cuento.
—¿Doña Suplicio? —preguntó al no escuchar el tratamiento para la condesa.
—El difunto vendió el título antes de morir.
—Antes de quitarse la vida, lo escuché.
—Ay, mi niña, qué manía la tuya de luchar por causas ajenas.
—No deberían inmiscuirse en ese penoso asunto, ni por la hermana de nuestro proveedor. No se ve bien que una señorita y una religiosa anden de aquí para allá —se entrometió doña Domitila, la beata más fiel.
—Tampoco es de buen cristiano quedarse de brazos cruzados ante la fechoría que está cometiendo doña Suplicio; sabemos qué razones de dolor tiene para sentirse ofendida, pero yo misma compré, a nombre de Damián Villavicencio, a esa esclava, y él prometió liberarla de inmediato. Y creo en su palabra, por lo tanto, lo que hace la antigua condesa va contra toda ley.
—¿Y ahora es usted veladora de la justicia? —prosiguió la devota.
—De la ley no, pero de lo que ocurre bajo el techo de esta casa santa sí, y doña Suplicio ha arrancado a esa feliz de nuestras manos. Para que mi alma siga limpia ante los ojos del creador, debo intentar hacer algo, lo mínimo tan siquiera. Acudiré a entablar una conversación con doña Suplicio para hacerla entrar en razón.
—Ha perdido usted el juicio con todo respeto; se está dejando influenciar por esta niña, y su madre será la primera en reprobar este acto justiciero que las dos se han empeñado en llevar al cabo.
—Doña Domitila, si no va a acompañarnos y velar por la seguridad de una de las hijas de Dios, porque los esclavos también merecen la caridad de nuestro padre todopoderoso, mejor no nos retenga más —exigió la monja.
—Las acompaño, todo sea por preservar el buen nombre de la señorita Úrsula y el de usted.
Ante la invitación que se hizo doña Domitila, el resto de las beatas se quisieron sumar, aunque ya no quedaba claro si acudían por solidaridad o por el cotilleo que devendría de semejante incursión a los terrenos de la condesa robada y del bastardo heredero. Sor Amalia, que era rápida de mente, las detuvo y las mandó a sus asuntos:
—Ándense a cuidar de los enfermos, que el trabajo no para. Y, por favor, que una de ustedes acuda donde el padre Miguel, que es muy cercano al señor Villavicencio; tal vez pueda ser de ayuda.
—Semejante caravana para salvar a una esclava del genio de una dama —advirtió doña Refugio, otra de las señoras caritativas que servían en la clínica—. Esperemos que sirva de algo, porque doña Suplicio no se anda con medias tintas. Mandaré a un sirviente a avisarle al cura.
Las tres partieron prestas, seguidas por los esclavos de la familia Morell.
Al arribar al palacete donde otrora vivía el conde de Marmosa, los hombres de confianza de Damián ya lo tenían sitiado, así que las mujeres pensaron que el heredero ya había arribado para socorrer a su hermana. Se bajaron pausadamente, mientras sor Amalia daba instrucciones del proceder; accederían al pórtico y pedirían a la servidumbre ver a la dueña de la propiedad. La monja se persignó y fue la primera en descender con ayuda de Pedro; cuando sus pies tocaron el suelo empedrado, vieron a Damián aparecer como un espejismo por la puerta principal. Iba con el lazo suelto a cada lado de su cuello, la camisa desarreglada, el chaleco con los botones zafados y los rizos alborotados; parecía una furia. En una mano llevaba el sombrero y en la otra a su hermana, a quien asía con fuerza, liberándola del demonio que se había atrevido a arrebatársela después de años de llorar su ausencia. Doña Suplicio apareció tras él, como enviada del mal, con los ojos desorbitados, gritando su odio, mientras Damián desoía sus reclamos infructuosos.
La monja levantó una mano para detener la caravana que la había acompañado; la situación era peor de lo que había imaginado. Úrsula quiso bajar e interceder, pero doña Domitila y sor Amalia, como guardianas de su honor, le prohibieron abandonar el carruaje. Con ojos vidriosos observaron a la señora arrebatarle el látigo de las manos a su capataz y agitarlo en el aire con la intención de hacerlo aterrizar sobre el lánguido rostro de Santa. En un movimiento certero, Damián se lanzó como escudo, y el primer azote fue a caer sobre su musculoso cuerpo. Era tanto su furor que ni siquiera parpadeó ante el golpe. Úrsula escondió su rostro entre sus manos ante el estruendo y, sin poderlo evitar, volvió a descubrirlo, preocupada por él. Doña Suplicio, teniendo a su objetivo en mira, repitió el gesto, con más ímpetu y maldad. El segundo azote iba dirigido a herir a Damián, pero él, desafiante como una pantera con mirada chispeante, lo detuvo con la fuerza de su brazo, enroscó el látigo en este, a la par que las gotas de su sangre salpicaban la amplia falda de la agresora, y le arrebató el arma de maltrato de forma enérgica y certera. Dejó a la atacante con los ojos desmesuradamente abiertos por la respuesta del mulato de gran tamaño, que la miraba desafiante sin una gota de temor.
—¡En su vida vuelva a levantar un látigo contra alguien de mi raza, y mucho menos si es de mi sangre; no quiera conocer la ferocidad de mi ira!
—¿Te atreves a amenazarme, pardo infeliz?
—Es usted despreciable.
—¡No te permito que me hables así!
—¿Y qué va a hacer para impedírmelo?
—¡Damián! ¡Muchacho! ¿Qué está pasando? —los abordó con voz firme, pero sin dar gritos el padre Miguel, que recién se desmontaba de su caballo—. ¡Contrólate! ¿Y usted, doña Suplicio? ¿No se dan cuenta del espectáculo que están dando ante la servidumbre?, deben comportarse.
El señor Villavicencio quedó serio, resoplando como un corcel embravecido, protegiendo aún a su hermana con la coraza de su cuerpo.
—Este usurpador ha venido a robarme en mis narices, y ni el Capitán General ha hecho algo para impedirlo; los documentos parecen reglamentados, pero sé que ha tramado un ardid para despojarme de mis derechos.
—Sosiéguese, señora, por piedad. Y tú, muchacho, acude a que te curen esa herida, márchate con tu hermana. Me ocuparé de doña Suplicio con ayuda de la hermana Amalia, que oportunamente me avisó para evitar que este altercado llegara a mayores. Señora, usted es una dama, por clemencia; no puede perder los estribos.
El sacerdote se secó la frente con un pañuelo al ver que su feligresa había bajado la guardia y se propuso encaminarse al interior de la propiedad. Sor Amalia, abrumada por lo que tuvieron que presenciar sus castos ojos, obedeció al sacerdote y pidió encarecidamente a doña Domitila que acompañara a la joven hasta su hogar.
Úrsula solo tenía ojos para Damián; sentía que su agonía, su dolor y su rabia le habían robado lentamente el corazón. En ese momento lo sintió: un sentimiento desconocido y brutal le fue subiendo por su cuerpo como el andar de una hiedra venenosa, que la desarmó palmo a palmo. Allí, derrapada por el piso, quedó la Úrsula antigua; ni siquiera sintió piedad por abandonarla. La nueva mujer que respiraba con cada bocanada de aire que inhalaba ese hombre la dominaba por completo. Quería socorrerlo, calmarlo, acunarlo en sus brazos para que su desenfreno encontrara sosiego. Por un segundo fugaz, sus miradas se encontraron, y él se asombró al percibirse desesperado. Se observó a través de las pupilas de la señorita, como si su alma abandonara su cuerpo y pudiera ver desde la perspectiva femenina. Odió que aquel ser angelical fuera testigo de lo peor de sí mismo. Su luz lo irradió por completo. La sangre hirviente que lo había vuelto iracundo comenzó a entibiarse solo al encontrarse con la candidez de su rostro. Hubiese dado lo que fuera por que los convencionalismos sociales no los destinaran a permanecer a kilómetros de distancia en cuanto a sus emociones, esas que jamás podrían compartir.
El calesero arreó el caballo con su melodiosa voz apartándola de aquellos ojos verdeazulados que no debían atreverse a mirarla. Damián suspiró; tomó a su hermana del brazo y la condujo al caballo que uno de sus hombres le ofreció.
—Enseguida estoy contigo —le susurró.
—¿Adónde vas, hermano? —preguntó Santa, angustiada al notar que la manga de su chaqueta estaba hecha trizas y la sangre se colaba por entre los retazos de tela.
—Le pondré las cosas en claro a esta señora; no quiero que vuelva desafiar mi autoridad. Pésele a quien le pese, soy el nuevo señor Villavicencio y le exigiré obediencia si desea seguir disfrutando de mi herencia.
—¿Has perdido el juicio, Damián? Esa mujer es un demonio. Hará lo que sea para verte en el lodo.
Marchó con paso firme al interior de su propiedad; el padre Miguel y sor Amalia intentaban calmar a la señora, que había pasado de la cólera a la tragedia. Intentaba quedar como víctima ante lo ocurrido.
—Padrecito, usted sabe que mi esposo me amaba. ¿Cómo puedo aceptar que legue el patrimonio familiar a un bastardo que por demás es el hijo de una esclava? Usted conoció a mi difunto conde: no era su proceder.
—Nadie conoce los designios de Dios, hija. Debe aceptar su voluntad. Si usted colabora y se comporta a la altura de la situación, podrá continuar disfrutando de su morada y demás comodidades a las que está acostumbrada. Damián no ha frenado ninguno de sus gastos y le permite ocupar este palacete.
—Mi vida nunca será la misma. No imagina el escarnio que representa que mi esposo haya reconocido al final de sus días un hijo ilegítimo, y más cuando es descendiente de esclavos. ¿Sabe qué despierto en mis iguales? Lástima, repudio, burla.
—Es lo que hay, hija.
—Y todavía se atreve a retarme. «¿Qué haré para impedirle salirse con la suya?». Eso me ha interpelado: «No sabe de lo que soy capaz».
—Calme a su corazón y aléjese de la venganza: es pecado.
—¿Y cuánto más desgraciada puedo ser?
—¿No le teme acaso al fuego del infierno?
Cuando Damián puso un pie dentro de la estancia, dispuesto a acabar con la altivez de la señora Villavicencio, ella se levantó y elevó los ojos hasta encontrarse con los de color aguamarina. El padre, azorado, también se paró temiendo que el enfrentamiento volviera a suscitarse. Sor Amalia hizo lo mismo intentando pedirle entrar en razón a la señora, hasta que descubrió en sus ojos la calma, pero una proveniente de una contención superior a la humana.
—Aquí está el hijo pródigo regresando al hogar —articuló con un tono dulce y sarcástico a la vez—. ¿Qué decía el testamento de tu querido padre? Que me cuidarías como a una madre, si mal no recuerdo y que vivirías bajo este techo.
—Algo que es mejor evitar; definitivamente, ustedes no congenian y son de mundos completamente diferentes. El albacea del testamento, el abogado del difunto ha sido muy prudente en hacer una salvedad con tal engorroso asunto —se adelantó a decir el sacerdote.
—De lo que me arrepiento; Damián debió obedecer las órdenes de su padre. Y yo como buena esposa debí hacer espacio en mi mansión para su heredero.
—No creo que sea buena idea —insistió el cura.
—Que se cumpla el testamento —dijo la señora elevando los brazos al cielo y mirando con saña.
—Si piensa que me atemoriza, no me conoce: mañana mismo me tendrá aquí instalado y le advierto: no se meta con los míos o conmigo porque tendrá que acomodar su elevada lista de gastos a la pensión que le dejó el conde, de la que sé que se ha dedicado a hacerle crecer raíces mientras despilfarra mi dinero.
—¿Así le hablas a tu madre?
—Usted no me dio la vida y no le debo obediencia.
—Tu padre quería que las cosas fueran diferentes; te ha dejado todo para que me cuides y me sirvas, no se te olvide. De lo contrario puedes renunciar a la herencia, y los bienes se irán a la sucesión intestada. Como ves, me he informado previamente.
—Si pretende robarse mi fortuna, no sabe con quién se ha topado.
—¡Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón! Más bien recuperaré lo que me pertenece y por la vía legal. ¡Insolente! Aprenderás a respetarme.
—El respeto, señora mía, se gana, y usted se ha dedicado a perderlo día con día. Mañana me tendrá aquí para hacerle compañía; recuerde avisarles a sus distinguidas amistades que ahora compartirá la mesa con un hombre de color, el bastardo de su marido; tal vez se arrepientan de visitarla y yo me ahorre la incomodidad.
—Eres como un perro salvaje, pero yo te domaré.
—Eso lo veremos.
Un sirviente hizo acto de presencia y no se atrevió a hablar hasta que los señores dejaron de desafiarse y se centraron en él.
—El señor del Alba ha arribado.
—¡Faltaba más! ¿Y a ese quién le dio vela en este entierro? —manifestó indignada la mujer—. No es bienvenido; desde que tomó partido por los Morell, las puertas de esta residencia están cerradas para él.
—Hágalo pasar de inmediato —ordenó Damián.
La señora se quedó con la nariz elevada al cielo cuando fue obedecido el joven por encima de su mandato. Carlos Enrique entró y saludó a los presentes, incluso a la señora; sabía que se encontraría con un ambiente tenso, y justo para ello había venido. El padre Miguel había enviado a un esclavo con la misiva, conociendo de la amistad que lo unía con su ahijado, para que lo ayudara a aplacar la situación. Había llegado tarde, pero aún los ánimos de los contrincantes no habían sido sofocados.
Damián se disculpó con los religiosos y se encerró con su amigo en el despacho, a petición del recién llegado; los otros se quedaron calmando a la antigua condesa.
—No has aprendido nada: un caballero jamás pierde los estribos.
—No soy uno.
—Pues deberías. Mira tu brazo y la manga de tu camisa destrozada. No debes andar sin guardaespaldas. Habrían sido de ayuda, y ahora no estarías sangrando. Te diré esto antes que vayas a curarte, que es lo más urgente: las mejores batallas se ganan con la inteligencia y, por el manejo exitoso que haces de tu nueva herencia, sé que no te falta. A esa arpía no la doblegarás con ese genio.
—No es solo doña Suplicio lo que me exaspera, es todo. Por más que me esfuerzo, nunca lograré encajar; estoy harto de intentarlo. A veces extraño mi antigua vida, cuando desconocía de quién era bastardo, era más feliz.
—¿Sabes cuántos querrían tener la oportunidad que posees de enfrentar a quienes los oprimen y ayudar a tu gente? Tienes los medios, Damián, pero ahora mismo estás como el caballo domado que solo mira al frente y no despliega su vista en el horizonte de posibilidades. Hay esclavos que huyen de sus amos y son cazados como bestias; con apoyo y recursos no morirían despedazados por los perros ni servirían de escarmiento. Tal vez mirar más allá de tus narices te dé la fuerza para dejar de quejarte y comprender que tienes la fortuna de tu lado.
—¿Por qué hablas así? Eres blanco.
—Soy un hombre que también ha sido pisoteado, pero lo que nunca han podido vencer es mi dignidad. ¿Recuerdas a nuestro sastre, ese que ha logrado amasar una fuerte suma de dinero? ¿Qué sentiste al conocerlo?
—Repulsión. No puedo entender que alguien que ha sufrido la esclavitud propia o de los suyos trate a sus semejantes como inferiores una vez que ha logrado prosperar en la vida.
—Y por eso liberaste esclavos e hiciste cambios en los cafetales para que los que allí continúan sean tratados como personas, y no como animales.
—Los liberaría si el sistema no jugara en mi contra; siempre ha sido mi intención.
—Tengo amigos que están hartos también de la esclavitud; concordamos en que, mientras otros pueblos se han librado de esa plaga y progresan a otras formas de negocio, nosotros seguimos hundidos en el estiércol. Ellos no se quedan de brazos cruzados.
—Preséntamelos, quiero colaborar. Si no hago algo contra el verdugo que nos sigue asfixiando, estallaré en mil pedazos de tanto enojo.
—Pero tendrás que enfriarte antes: para esos asuntos la mente debe estar ágil, pero sosegada al mismo tiempo. Te daré el contacto, pero te advierto: será tu lucha. Yo solo colaboro con dinero; ya tengo mis propias guerras que pelear.