Capítulo 13

Carlos Enrique abandonó la casa quinta de los marqueses de Morell de Santa Ana y fue de inmediato hacia el palacete de Damián Villavicencio. La noticia de su cambio de residencia lo dejó descolocado, así que se retractó; sabía acerca de las cláusulas del testamento del antiguo conde, pero no creyó que se atrevería. Se negó a visitar a su amigo bajo el acecho del lobo, y le mandó una nota con urgencia citándolo para almorzar en su mansión.

Damián acudió formalmente a la cita; era la primera invitación de ese estilo que recibía. Ningún otro acaudalado se había dignado a abrirle las puertas de su morada y menos a invitarlo a sentarse a su propia mesa para compartir los sagrados alimentos. Aquello lo hizo volverse más cercano a su mentor; no solamente era el buen hombre que se preocupaba por un nuevo rico de pasado oscuro: los acercaba como amigos.

Entró al recinto guiado por una esclava; tomó asiento en el amplio salón, donde le presentó con toda rimbombancia a la dueña de la casa. Doña Carmen le pareció hermosa y dotada de mucha clase; no podía entender por qué también era juzgada por su pasado. Como él, no era santo de la devoción de la clase acomodada.

—Es un gusto conocerlo al fin; mi esposo se la pasa hablando de usted.

—Y yo agradecido por brindarme su apoyo y conocimientos para encajar en sociedad.

—En esta absurda sociedad, querrá decir. No se aflija por que lo acepten; usted representa el progreso y ellos, lo caduco.

Pasaron al comedor y degustaron exquisitos alimentos. Carlos Enrique del Alba se percató de las buenas maneras del joven mulato a la mesa. Recordó que el quisquilloso, pero elocuente, padre Miguel fue responsable de su educación. Aún se preguntaba por qué el sacerdote, tan acostumbrado a moverse en las altas esferas de la nobleza habanera, se había tomado tantas molestias con el bastardo de un conde; se lo atribuyó tal vez, a una petición del padre de Damián, y no le dio más cabeza al asunto. Cuando el almuerzo hubo concluido, invitó a su amigo a pasar al salón a tomar un licor y a fumar un tabaco, para así abordarlo con lo que tenía atorado en el cuello.

—¿Cómo vas con doña Suplicio después del incidente? —comentó el anfitrión.

—Ni me lo recuerdes; ha sido lamentable, y no es sencillo soportarla a diario.

—¿Por qué has aceptado su hospitalidad?

—El palacete me pertenece; en todo caso, la señora está bajo mi amabilidad.

—Imagino los penosos motivos que te han obligado a ello. No sé qué pretendía el conde al redactar esa cláusula. ¿Reponerle a doña Suplicio el hijo perdido?

—Imagino que sí, pero está más que comprobado que me detesta. Lo mejor para los dos es seguir cada uno por su lado, pero ella quiere hacerme renunciar al colmar mi tolerancia.

—Dura faena la que te espera. Ruega por que desista o por que Dios la llame pronto a su seno.

—Esa arpía no tiene intenciones de morirse. Ahora resulta que tiene una esclava, una que no conocía y no consta en las actas de la herencia; es de su propiedad. Una tierna joven a la que maltrata en mi presencia. Creo que la acaba de adquirir.

—¿La ha golpeado?

—Que no se atreva, o no respondo. Se la pasa humillándola para mortificarme.

—Cómprala.

—No habrá precio al que pueda llegar.

—Tal vez la totalidad de tu fortuna, e incluso así comprará otras para atormentarte. Debes mirar hacia otro lado, aunque suene egoísta; si pierdes los estribos, ella logrará su objetivo.

—Lo reconozco. No sé por qué sospecho que pretende metérmela por los ojos. Pierde su tiempo: es muy joven para mí.

—¿Hermosa?

—Demasiado.

—La viuda es un basilisco; cuídate de sus enredos —le advirtió y dio un largo trago a su ginebra importada—. ¿Nada aún sobre el paradero de tus hermanos?

—Ahora que estoy en el palacete, he podido esculcar los libros del antiguo administrador. Los que doña Suplicio le negaba a don Mateo se los he llevado a este para que los revisara porque está más familiarizado y hemos llegado a la misma conclusión.

—¿Qué dice tu administrador?

—Las páginas donde debieron estar anotadas las fechas de las ventas de Benito y Tomás están arrancadas, a diferencia de la que consta de la venta de Santa. Así que sospecho que la señora lo ha hecho a propósito al saber de mis indagaciones.

—Si la tiene escondida, debes hallarla.

—Si la quemó o la destruyó, estoy perdido. O peor aún, ¿qué pasará si los busca para ensañarse con ellos?

—Debemos adelantarnos. Pasando a otro tema de mi particular interés, la señorita Úrsula estuvo presente en el altercado. ¿La conoces?

Damián no pudo disimular su turbación al escuchar ese nombre que removía cada fibra, cada hilo de su musculatura; incluso sintió un golpe en sus entrañas.

—Sí.

—¿Y evidentemente quedaste conmovido? No puedes disimularlo.

—Te equivocas.

—Ella es hermosa como un ángel. Todas las Morell son encantadoras, quizá demasiado; tienen un halo seductor que las envuelve y no deja a ningún caballero exento de notarlo. Mi amigo, el duque y marqués, perdió la razón por una de ellas, ahora es su esposa.

—Esa damisela no me inspira absolutamente nada.

—El caso es que Úrsula está bajo mi protección, y es mi deber mencionártelo. Sé que acudió para defender a tu hermana, lo que no me extraña tomando en cuenta su carácter, pero de igual modo me sorprende ese hecho. Jamás le ha dado razones de descontento a su madre, y este evento desafortunado ha incomodado mucho a la marquesa viuda.

—¿La señorita está bien? Mi hermana —tosió— se sentiría muy mal si la joven fuera reprendida por su causa.

—¡Damián! Escúchame con atención. En cuanto a Úrsula, no me preocupo: su voluntad es sólida como una roca y defiende su castidad a capa y a espada. Pero tú, amigo mío, ¿no habrás puesto los ojos en ella?

—No entiendo la finalidad de tu pregunta.

—El padre Miguel te conoce y también a Úrsula; armó un aspaviento mayor de lo acostumbrado por la presencia de la joven en las inmediaciones a tu propiedad. Además, antes de despedirnos, me pidió convencerte de un hecho: quiere que tomes esposa.

Damián, que casi nunca sonreía, no pudo evitar hacerlo.

—¿El padre Miguel? ¿Me quieres tomar el pelo?

—El padre cree que tus cualidades físicas, ¿cómo decirlo sin que suene extraño?, son un tanto exóticas y refiere que ha notado que levantas miradas al pasar de las señoritas de noble cuna. Me aseguró que, si estuvieras bien casado, con alguien de similar condición a la tuya, ya no estarías siendo fuente de tentación y de concupiscencia. —Carlos Enrique también se desbordó a carcajadas; casi no pudo terminar la frase y ambos rieron por un buen rato.

—¿Y mi padrino ha tomado como encomienda personal preservar la virtud de las señoritas de la villa?

—Eso ni se pregunta, sabes que sí. Como tu confesor, imagino que conoce tus pecados más oscuros; el pobre hombre debe tener muy ofuscada su conciencia.

—No pretendo casarme, nunca.

—¿Nadie te ha deslumbrado?

—Tal vez, pero ni siquiera lo pienso, no es para mí. Nos separan mundos.

—En verdad, lo lamento —manifestó Carlos Enrique borrando su sonrisa y bañando su rostro con una seriedad repentina—. Sé que un amor imposible es un trago de hiel que daña horriblemente el corazón; lo he sufrido. Por fortuna, lo he superado.

—No te preocupes por mí; la joven me ha impresionado mucho, pero no me ha quebrado el alma. No sueño con aquello que no puedo tener.

—Entonces no conoces aún el amor; es, en verdad, desgarrador.

Damián tragó en seco, recordó las cosquillas en sus entrañas que quedaron como consecuencia del sacudón que había sentido al escuchar aquel nombre: Úrsula.

—He aprendido a proteger a mi alma; sé que un hombre como yo no es libre de enamorarse.

—Me alegra que seas precavido, porque eso significa que te recuperarás de este golpe —reveló entregándole una envoltura cubierta por una mantilla de mujer, de esas que usan para ir a rezar a la iglesia; era blanca, lo que representaba la pureza de la propietaria—. Ella no te puede corresponder, por eso ha decidido devolvértelo. Me ha pedido que te diga que fue un terrible error aceptarlo y que lo lamenta.

Damián desdobló el fino encaje que traía impregnado el aroma de su dueña; lo reconoció de inmediato. Lo aturdió y trató de no demostrar su conmoción. Controló cada uno de sus músculos que deseaban liberarse y temblar. Prosiguió duro como una roca hasta descubrir la caja y recorrer con su dedo la sedosidad de la laca del estuche y ver con el rostro trémulo el contenido.

—Mi intención no fue ofenderla: tan solo quise reponerle uno que perdió, sin mayores pretensiones.

—Y no la has ofendido. La señorita Úrsula es un ángel, pero de eso tal vez ya te has percatado. Ha sido un lindo gesto el tuyo. Recurrió a mí para hacértelo llegar al escuchar que somos cercanos y que te aprecio. Confía ciegamente en mi discreción. Nuestras familias tienen un lazo muy fuerte. ¿Es ella la joven a la que te referías? —Damián asintió dejándose vencer por la desilusión—. Tienes que sacártela del corazón.

—Ni siquiera me he permitido dejarla entrar. Sé que su familia jamás permitirá que un hombre de mi origen siquiera sueñe con la posibilidad de mirarla con otros ojos.

—Desgraciadamente, es imposible porque…

—Es blanca y emparentada con nobles —lo interrumpió Damián con el orgullo herido.

—Quiere ser monja —terminó de explicarse el otro.

El joven se puso de pie, cuan larga era su estatura, al escuchar aquellas palabras, con las hormonas que bullían en su interior. No podía negárselo más a sí mismo; el hecho de devolverle el obsequio, el desprecio a su atención lo incomodaba bastante. Jamás había sido rechazado por una mujer y, la primera vez que una lograba sensibilizarlo más allá del deseo, se le hacía inaccesible de una forma que ni siquiera le daba la oportunidad de lamentarse por la diferencia de clases o de razas. Iba más allá; no aspiraba a estar con ningún hombre. Percibió la agonía treparle por los pies y escalar hasta meterse en lo profundo de su corazón, de su mente y de su alma.

—No se hable más del asunto. Para mí ya está olvidado —concluyó con prepotencia, aunque sabía que se engañaba.

—Tal vez la idea del padre Miguel no es tan descabellada —persistió Carlos Enrique.

—No necesito casarme para tener las atenciones de una dama —carraspeó—. Lo aceptaré solo una vez, y después harás como que nunca lo escuchaste. Úrsula es la señorita más bella que he visto en mi vida y no solo lo digo por su apariencia; creo que he podido mirar dentro de su alma. Es demasiado buena para mí; me transmite algo que nunca he tenido: calma.

—Acabáramos.

—Entierra lo que has oído; no volveré a admitirlo. Será monja.

—Si no deseas casarte, puedes buscar otras opciones. Ahora que tienes fortuna, podrías buscarte una amante de esas que solo mucho dinero puede pagar. Más de una podría ser una agradable opción.

—No pagaré por afecto.

—Salvo que solo tengas ojos para una. —Damián lo miró desafiante para que olvidara el tema—. Si no quieres una amante, pero evidentemente no rechazas divertirte, ¿por qué no te dejas consentir por una protectora con influencias? Necesitas una mujer que te deslumbre, alguien que te cause una fuerte impresión. Conozco a la persona perfecta que puede ayudarte a sacarte a Úrsula de la cabeza.