Capítulo 18

Arribó a su morada exigiendo ver a su hermana; los sirvientes le negaron su presencia. Dieron cuenta de que había salido y, antes de conocer su paradero, le advirtieron de una visita que recién había llegado para Santa. Al saber quién era, indicó que la recibiría en la privacidad de su despacho, ante la mirada desmesurada de la mulata que lo atendía.

—Enseguida acompaño a la visita ante su presencia —murmuró la criada.

—No tardes, tengo asuntos urgentes de negocios que tratar con la dama —añadió para guardar las apariencias, aunque en el fondo confiaba en la lealtad de todos los que moraban bajo su techo.

Al encontrarse de frente, se apresuró en atenderla. Pidió que no los molestaran. Pasó cerrojo tras de sí y la saludó con beso en los labios.

—Catalina, ¿qué haces aquí sola?

—Aguardo a tu hermana; me han dicho que no tardará y me tomé el atrevimiento…

—No tienes que molestarte; has hecho mucho por nosotros.

—También quería verte; vine a probar suerte —admitió.

—Sabes que solo tienes que mandarme una nota y corro adonde quiera que me cites.

—Lo he hecho, pero te has excusado a visitarme, y mi lecho se siente vacío —le refrescó la memoria—. Además, no sabía si sería prudente que nos viéramos en otro sitio; cada día es más difícil burlar a los entrometidos.

—¿A los entrometidos o a tu protector? Supe que te ha procurado; descubrió que su «diversión» no le era leal y ha caído en desgracia. Ya sé que ha regresado como cordero al redil y que de nuevo estás gozando de los privilegios que te confiere por ser la niña de sus ojos. Por eso me he mantenido distante, no quise comprometerte. —Aquella reconciliación entre su amante y el Capitán General le vino como anillo al dedo para justificar sus ausencias; había estado ocupado persiguiendo otras faldas.

—¿Por eso no me has visitado?

—Aquí no tenemos que ocultarnos: quienes me sirven son discretos —contestó con evasivas para evitar dar detalles sobre su falta de interés en frecuentarla.

—Prefiero tomar mis precauciones.

—Apareces cuando más te necesito; estoy tan atormentado que verte es un aliciente para mi desenfrenado corazón.

—Me alivia oírlo; pensé que te estabas ocultando.

—No hablemos; aprovechemos cada segundo.

Catalina aparecía como un escape para aliviar la tensión acumulada por la bruma cotidiana. La apretó contra su pecho y con besos desaforados comenzó a desatarle los nudos de la vestimenta. Ella, en verdad, estaba aliviada por comprobar sus bríos intactos; le habían llegado rumores sobre ciertas correrías que la inquietaban. Se había obsesionado tanto con el cuerpo de Damián que no imaginaba qué haría si un día tenía que renunciar a su voluptuosidad. Él siguió procurándola con un apetito desbocado.

—¿Aquí? ¿Estás seguro? ¿Y si viene alguien? No me parece prudente —advirtió al constatar que Damián no tenía intenciones de controlarse y le dio un beso largo. Luego, separándose, añadió—: Será mejor en otra ocasión, cuidadosamente planeada, en tu casa de Regla (es más privada), pero no lo extiendas en el tiempo: te he echado de menos.

—Solo han pasado diez días desde nuestro último encuentro.

—Al principio no perdonabas ni uno; luego cada tres, después una semana. Ha mermado tu interés.

—¿Lo crees? Han sido dos meses muy intensos; tenía que volver a mis obligaciones, pero jamás te descuidaría. Ven, acércate de nuevo. Te quiero ahora, no desaproveches el instante: estamos solos.

—Rodeados de tus sirvientes.

—He pasado el cerrojo; además, nadie osaría molestarme.

—Lo dices como si ya hubieras traído a otras amantes y estuvieran acostumbrados.

—A mi morada jamás. Eres la única que se atreve a irrumpir en mi hogar a robarse mis besos —mencionó para intentar distraerla, pero se quedó en alerta; había sido sumamente cuidadoso para que no sospechara que había roto su parte del acuerdo. No tardó en descubrir que Catalina era astuta y tenía oídos en todas partes.

—¿Robarlos?

—Mi deliciosa tentadora, abandona esos celos —arguyó para confundirla. La embistió sin previo aviso por encima de las ropas y la asaltó a caricias ardientes.

—Me terminarás por convencer de consumar una locura. El asunto de los permisos para la exportación del café a Nueva York está marchando bien; lo tendrás antes de lo esperado —gimió intentando resistirse a pesar de sus apremiantes ganas.

Desde 1818 los diputados cubanos habían logrado el libre comercio en las Cortes, pero a él, por cuestiones de su raza, las autoridades le ponían trabas, y su mirada estaba puesta en otros países hacia los que se quería expandir.

—No te he encerrado en mi despacho para hablar de negocios, pero es grato para mí oírlo. Ahora obedece a las demandas de tu hombre: no me niegues lo que me pertenece.

Se apresuró a abrirse paso entre su voluminosa falda; su intención no era desvestirla completa, pero sí quitar de en medio lo que se interpusiera entre su erección prominente y la entrada a su intimidad. Al lograr despejar el camino del exceso de tela, teniéndola como la quería, la giró contra su escritorio y de espaldas a él. Tras apremiarla con mimos que la dejaron lista para la incursión, se introdujo en el tibio canal que tenía entre sus piernas. La asaltó con premura, más de la usual; necesitaba apagar el incendio que hacía combustión en su cabeza, y eso solo podría lograrlo si terminaba exhausto, derrotado. Se estaba obsesionando cada vez más con exponerse al placer de la carne; solo el arrebato de la pasión lograba hacerlo sentirse pleno. De lo contrario su vida se precipitaba en un abismo oscuro y sin motivaciones para luchar por su día a día.

Se concentró tanto en las palpitaciones de su virilidad que por un minuto olvidó quién era la mujer contra la que se enterraba una y otra vez. La sintió revolverse bajo su empuje, complacida, y tuvo que acallarla con la palma de su mano para que sus gritos de satisfacción no causaran mayor disturbio. Salió de su interior como había hecho otras veces cuando ya no podía contenerse; colocó su mano en la dureza de su hombría y la movió de arriba abajo buscando su propia liberación. Necesitaba descargarse a toda costa; sus ansias eran desmedidas, tantas que se decía que no la dejaría marcharse temprano. Buscaría el motivo para retenerla y volverla a tomar antes que desapareciera. Estaba en plena lozanía y era un joven sexualmente saludable; en el coito había encontrado la droga más poderosa que lograba alejarlo por instantes de su agonía. Se concentró en la redondez de sus glúteos, la tersura de sus muslos y la sensual curvatura de su espalda; imaginó el rostro de su musa prohibida y llegó a las puertas del éxtasis.

Antes que llegara al punto de no retorno, Catalina se giró quedando de frente a él y Damián se encontró con la profundidad de sus ojos, que rompieron la magia. Le tomó el miembro entre sus delicadas manos, con la intención de guiarlo a su interior, y él la detuvo con un seco:

—¡No!

—Te quiero dentro, no tenemos que seguir limitándonos —suplicó la mujer anhelante.

Estuvo tentado, pero recapacitó.

—No podemos, no quiero comprometerte.

—Sé cuidarme, tengo un remedio para imprevistos.

—Prefiero que no nos arriesguemos —concluyó con seriedad.

Ella intentó capturarlo entre sus piernas para que él, en su frenesí previo a su eyaculación, se dejara vencer pero, a pesar de que el deseo crispaba en toda su anatomía, Damián logró mantener sus ideas claras y rechazó sus apremios. Aquel gesto logró desconcertarla.

—¿Tienes una amante? —inquirió de repente y él abandonó sus esfuerzos por llegar a la cúspide.

—¿De qué hablas? —devolvió la pregunta irritado por el premio de consolación que Catalina le acababa de arrebatar.

—¡Me juraste que serías solo mío! Te exijo no volver a escaparte por las noches a buscar calor en otros brazos; ya lo sé todo: tus aventuras, tus juergas.

—Soy joven y tengo derecho a distraerme.

—Hazlo conmigo.

—Tú tienes un honor que salvaguardar; no puedes visitar los lugares y amistades que frecuento, no son de tu clase ni de tu círculo.

—Eres mío, Damián Villavicencio. ¡Harás lo que ordeno, o se rompe nuestro trato!

—¡Soy un hombre libre, nadie me pondrá cadenas! ¡No te confundas! ¡No toleraré tus reclamos!

—Ni si quieras has negado mis acusaciones.

—Si accedí a este pacto fue porque ambos tendríamos lo que buscábamos del otro. Te he cumplido, he estado dispuesto para ti cuando me has requerido.

Comenzaron una acalorada discusión con la prominente erección de Damián entre los dos.

—Al parecer, para ti no ha sido suficiente: no pretendes comprometerte.

—Por supuesto que no, ni tú tampoco. Si lo hubiéramos querido, me habría buscado una esposa y tú, otro marido.

—Aún soy joven; no perderé contigo mis mejores años si con desdeñosa traición sales a revolcarte con la primera meretriz que te tuerce las pestañas.

La vio tan angustiada que se sintió culpable; la abrazó con fuerzas contra su pecho, la besó en la frente y le susurró:

—Perdóname, fui injusto, no podía hacerte promesas que de antemano sabía que no podría cumplir. Esto, lo que soy, es lo único que puedo ofrecerte. No puedo amarte, estoy roto por dentro; solo una mujer pudo componer mis pedazos y, cuando quise abrirle mi corazón, terminó de hacerlo añicos.

—¿Quién es ella?

—Está enterrada.

—He sido una tonta. ¿Cómo he podido culparte de mi propia falta? Si hubiera sido una amante más fervorosa, no habrías buscado fuera lo que ya tenías conmigo.

—No es tu culpa.

—Me ocuparé de enmendarlo de inmediato —dijo tomando con fuerza la virilidad del hombre, que cobró vida en sus manos.

—No es necesario: es mejor que te regreses y nos veamos después. Llevamos más tiempo del apropiado encerrados.

—Cierra los ojos.

Obedeció cuando Catalina trazó un camino de huellas húmedas sobre su torso hasta el ombligo, y luego continuó descendiendo hasta darle un mejor destino al deseo interrumpido de su hombría. La apremió con su lengua y sus labios hasta que resucitó enardecida. Damián le tomó la cabeza con ambas manos y embistió su boca como poseso de la lujuria; la fruición desorbitante que lo dominaba fue expulsada de forma gloriosa dejándolo agotado y complacido.

Tras ayudarla a verse decente de nuevo, le dio el visto bueno:

—Ya puedes salir, Catalina. Ha sido un placer hacer negocios contigo.

—Mañana, en la propiedad que tengo en Guanabacoa. Ve descansado, te prepararé una sorpresa que te dejará sin ganas de darle lo mío a otras mujerzuelas —concluyó apretándole el miembro viril.

Inspiró reconfortado al verla partir; era cierto que intentaba aferrarse a ella como a un bote en altamar, pero ni sus demostraciones de afecto, ni las de sus amantes fortuitas lo rescataban del vacío tenebroso que se había apoderado de su ser. Solo tenía cuatro estados: calor de hogar cerca de su hermana, furia ante la presión a la que lo sometía doña Suplicio, angustia ante los intentos fallidos de recuperar a sus otros hermanos y lujuria en los brazos de sus queridas.

Damián salió un rato después tras recobrar el aliento; suspiró de alivio al saber que su hermana no había regresado aún.

—Demetria —le dijo a la ama de llaves—. Sería conveniente que no le informes a Santa que doña Catalina ha venido a visitarla.

—Pero…

—No vale la pena; en verdad, hemos atendido asuntos de negocios que solo angustian a mi hermana. Ahórrale el mal trago.

—Lo que usted diga.

—Iré a mi antiguo cuarto a tomar un baño y cambiarme de ropas; el calor es insoportable.

—Mandaré a alguien con todo lo necesario; hay ropa lista.

—Si llega Santa, por favor, avísenme.

—No creo que vuelva pronto; fue a la clínica a ayudar a sor Amalia con los enfermos.

—Hubiese sido útil conocer ese dato antes.

—Pues el señor no dio tiempo a nada en cuanto supo que estaba doña Catalina —dijo la mulata haciendo un mohín de desagrado por la conducta de su señor.

Tras tomar un baño y cambiarse el traje, bajó nuevamente a la estancia y se sorprendió de la tardanza de Santa. Interrogó a la criada de su paradero, y Demetria volvió a torcer el gesto. En el corto tiempo que llevaba sirviéndole, se había integrado a la familia, gracias al carácter afable de Santa, que hacía que los antiguos esclavos del palacete se sintieran en confianza.

—Di lo que estás pensando; conozco tu rostro, mujer. ¿Tienes algo que reprocharme?

—Lo diré porque su hermana es muy buena y no merece los dolores de cabeza que usted le está dando, así decida despedirme por mi audacia.

—Sabes que no lo haré: habla.

—Santa vino y supo que usted estaba encerrado en su despacho hablando de negocios con la dama. Esperó pero, al ver que tardaban, comenzó a impacientarse. Dijo que saldría un rato a airear sus ideas.

—¿A dónde?

—A ayudar a sor Amalia con los enfermos; mencionó que tardaría.