Capítulo 28

Con el entrecejo fruncido y la mirada felina, Damián arreó su caballo y se dirigió a toda prisa al palacete de su familia. La insoportable perorata de la antigua condesa durante el desayuno le había hecho crispar los ánimos, pero lo que lo tenía desorbitado era una cuestión a la que detestaba tener que enfrentarse. Una nota de una visitante que lo esperaba de forma insistente le hizo tomar el toro por los cuernos y acudir con prisas. Se bajó de un salto, amarró a Furia y entró como alma que llevaba el diablo; lo primero que encontró fue el gesto adusto de Santa, que no estaba contenta con la intromisión. No le reprochó, pero su mirada incineradora bastó para que la retahíla de sus pensamientos fuera disparada y captada en el aire.

Atravesó un saloncito donde su joven cuñada cantaba una canción de cuna a su sobrino; le sonrió al infante y saludó:

—Lindo día, Elia. ¿Y mi hermano?

—Salió con don Mateo rumbo a los cafetales; el administrador lo está empapando de los negocios como pediste. Él quiere ayudarte; estamos muy agradecidos con todo lo que has hecho por nosotros.

—Somos familia.

Santa entró en la habitación y volvió a corregirlo con la mirada; le hubiera dado explicaciones, pero sentía que a su edad no tenía la obligación. La miró desafiante.

—Te espera en tu despacho; ha sido muy específica al recalcar que tienen asuntos que atender —le soltó al fin y recalcó su enfado al terminar con un mohín en los labios.

Dejó su sombrero y bastón, tomó aire y, con su andar seductor y seguro, atravesó el umbral de la puerta de su recinto particular. La cerró tras de sí, mas no pasó la cerradura. La miró de reojo, sin decidirse a emitir palabra. El rostro de la dama estaba compungido.

—¿Qué haces aquí, Catalina? La otra vez corrimos con suerte, pero debemos ser cuidadosos.

—Faltaste a la cita. ¿Qué asuntos son tan urgentes para que me hayas dejado plantada?

—No fue mi intención, y no te dejé «plantada»; mandé un mensajero dando razones.

—Con una excusa inverosímil.

Hubiera querido serle sincero y romper el acuerdo previo; explicarle que su situación sentimental había cambiado, pero se abstuvo. Sus años le bastaban para conocer el ímpetu de un corazón femenino herido.

—Los permisos que solicitaste ya han sido concedidos.

Murmuró contoneándose en su dirección; lo tomó de las solapas y lo acercó suavemente a su rostro. Él se dejó arrastrar, pero a diferencia de otras veces no asaltó su boca: se le quedó mirando muy cerca; ella notó su desafecto y se anduvo con cautela. Descorazonada, rompió la barrera y rozó sus voluptuosos labios.

—Tu frialdad me hiela el alma. ¿Qué cambió en tan pocos días?

—Todo —suspiró y la rozó con su aliento. Le tomó las manos, las besó y mirándola a los ojos le susurró—: Mi familia vive en esta casa; no podemos utilizarla para nuestros asuntos.

—Hace dos días me provocaste y me convenciste de lo contrario.

—Ya no es solo Santa: también están Benito, su esposa y su criatura.

—Me estás rechazando por otras faldas. Sé cómo son los hombres; mientras una dama les dice que no a sus avances, están locos de amor. Eso se acaba cuando prueban sus encantos. Prometí reservar para ti los placeres más exquisitos y te lo cumpliré; puedo darte ahora mismo una prueba de ello.

—Debemos respetar esta casa.

—¿Es más atrevida que yo?

—No sucumbiré a tus acusaciones. Hablaremos, te lo juro, pero no aquí.

—Entonces lo admites. ¿Tienes otra amante?

—No. Solo que he meditado y veo que no llegaremos a ninguna parte. Tú misma lo indicaste; eres joven, aún puedes casarte y tener hijos. Si te sigo entreteniendo, el tiempo pasará. Sé que me aprecias, pero no me tomas en serio; soy más joven y no creo que a tu círculo social le haga gracia que emparentes con un mulato bastardo.

—Sí que has reflexionado.

—He pensado sentar cabeza; quiero una esposa y con nuestro pacto no llegaremos a ninguna parte.

—¡Por Dios! Me aseguraste que no querías casarte. ¿Es doncella? Tiene que serlo para que de la noche a la mañana hayas tenido un soplo de moral. No te mueve el interés por el matrimonio; solo persigues un deseo de lo que no es accesible a tus manos. ¿Sabes que tu apetito se acabará tras ser saciado? ¿Es una joven de tu raza? ¿Acaso tu familia te ha puesto contra mí?

—Catalina, perdóname —intentó calmarla—. En verdad, he apreciado lo que me has ofrecido; permíteme corresponderte mi agradecimiento extendido en el tiempo. Estaré por siempre en deuda contigo, si me necesitas…

—Sé que regresarás —expresó ofendida—. Lo que has tenido conmigo no lo encontrarás fácilmente.

Estiró su nariz al cielo, y ni siquiera permitió que la acompañara para despedirla. Él contempló el revuelo de encajes que creó la dama en su huida, con la espalda recostada al marco de la puerta. Su hermana mayor apareció como una sombra y en silencio lo castigó con la mirada. Rehuyó de su dureza y decidió encerrarse en su habitación. Se tumbó sobre el colchón, convencido de que no debió empeñar su palabra, jamás volvería a tocar el corazón de una dama si no podía comprometerse.

El chasquido de la puerta le hizo levantar la cabeza; quedó azorado al ver a la linda mulata que seguía a doña Catalina a todas partes colarse en sus aposentos sin ningún miramiento.

—Pensé que tu ama ya se había ido —espetó con seriedad, temiendo que se avecinaban problemas—. ¿Aún sigue en mis dominios?

La muchacha comenzó a descubrir sus hombros del sencillo vestido que la cubría hasta que lo dejó caer al piso y se quedó al natural delante de los ojos desmesurados de Damián. Recordó las últimas palabras de Catalina; ahora entendía que estaba dispuesta a apostar las cartas más arriesgadas con tal de conservarlo. Los turgentes senos lo apuntaban directamente, y sus caderas tenían las curvas perfectas que podrían complacer al gusto más exigente.

—¿Qué haces? —preguntó como un tonto, en verdad sorprendido. Por supuesto que sabía, pero fue lo primero que se le ocurría mencionar. Pocas veces lograba ponerse nervioso, pero Catalina había logrado sorprenderlo con su osadía.

—Mi ama me pidió que le asegurara que soy virgen; ningún hombre me ha tocado, puede usted comprobarlo.

Damián suspiró al notar los destellos en la superficie de su luminosa piel, sus exuberantes atributos que invitaban a poseerla. Caminó hasta ella y, apartando la vista de su desnudez, se agachó para tomar sus vestiduras y extendérselas:

—Vístete. No tienes que pasar por esta humillación. Tu ama ha perdido el juicio; jamás te obligaría a yacer en mi cama.

—No he venido obligada; mi ama me preguntó si yo quería. Puede tomarme.

—¡Sal de inmediato!

Tras obligarla a vestirse, la tomó del brazo y la condujo escaleras abajo ante las miradas de sorpresa de su cuñada y las de reproche de Santa, que ya no cabía dentro de sí de las indecencias que le achacaba a Damián. Tras subirla en una volanta y ordenar que la devolvieran a su ama, se enfrentó a la mirada acusadora de su hermana.

—No tengo nada que ver con la muchacha —se defendió.

—Es tu casa, pero no puedes obligarnos a convivir con tu inmoralidad. La señora primero, ¿y ahora la esclava?

—No la he tocado. ¡Por Dios! Ten un poco de confianza en mí.

—Si no lo haces por ti, al menos respeta a la mujer de tu hermano y a su criatura. Debe crecer en una casa decente. Y te advierto: en un par de días haré una fiesta para los amigos; vamos a celebrar la llegada de Benito y su familia. Espero que no tengamos visitas indeseadas.

—¿Celebrar? Pero si aún falta Tomás.

—Cada batalla ganada debe ser festejada, por Ayomide que, donde quiera que esté, baila de felicidad haciendo honor a su nombre al ver que sus hijos están juntos de nuevo. Cuando encontremos a Tomás, haremos otra mayor; hay que agradecer a los dioses.

—¿No puedes cambiar la fecha? Coincide con la recepción de la condesa para la que recibí invitación.

—¿Para qué vas a la fiesta de esos blancos? Solo recibirás desprecio.

—¡Santa! Es importante para mis negocios. Es la primera que se digna a invitarme; su esposo tenía negocios sustanciosos con el conde de Marmosa. Decidió dejar a un lado sus prejuicios y no romper nuestros tratos. Hay mucho dinero de por medio.

—Pues regresa temprano, para que nos acompañes un rato; no puedes desairar así a tu hermano.

—¿No puede ser otro día?

—Ya iniciamos los preparativos, Elia está muy emocionada; ellos sufrieron mucho con el antiguo amo. Nunca han disfrutado una fiesta en su honor.

—De acuerdo.

—Te encargo invitar a todos los amigos que sirven en el palacete de la bruja. Los pobres necesitan divertirse un poco.

—Tu mensaje será dado, «madre».

—¿Qué me estás queriendo decir?

—Que te relajes, mujer. Aún eres joven. Pensaré en serio la idea de buscarte esposo. Aún podrías tener tus propios hijos.

—No seas irrespetuoso con tus mayores y anda con cuidado. Sé juicioso, Damián, que me dejas con el corazón en la boca cada vez que abandonas este techo.

—¿A quién más has invitado?

—A gente cercana, la familia de don Mateo, Matías y unos amigos, blancos o mulatos libres de buen corazón.

—No la hagas muy llamativa e incorpora bailes cristianos; no queremos que tengan que intervenir los defensores de la moral. Ya sabes lo belicosos que se ponen los más enfurruñados ante ciertos bailes de la gente de nuestra raza.

—Por eso no invité al padrecito Miguel.

—No te preocupes por él: es amigo.

—A mí no me gusta que te aleje de nuestras creencias: se le olvida que eres mitad negro.

—No solo lo hace conmigo; ya sabes que su misión es evangelizar.

Mortificado, dejó a las mujeres con las expresiones alteradas de sus rostros y partió raudo lejos de allí. Tras ocuparse de firmar las exportaciones gracias a los permisos conseguidos mediante las influencias de doña Catalina, acudió a comprarle a la susodicha una joya de exquisito valor para sacarla de su vida con estilo, como solía hacer con sus antiguas conquistas. Acompañó el estuche, donde resguardaba un exquisito juego de pendientes y collar de oro y esmeraldas, con una nota de gratitud por todas sus atenciones y nuevamente se disculpó por la necesidad de finalizar el pacto. Se fue directo a ver al sastre para ultimar los detalles de su atuendo para la gran noche.

La idea de acudir a esa recepción no lo amedrentaba, pero sí crispaba sus nervios conocer a la marquesa y esperar su reacción. Por las revelaciones de Carlos Enrique, sabía de las rencillas entre los Villavicencio y los Morell, del matrimonio fallido entre una de las hermanas de Úrsula y el primogénito de su padre, y que aquello había devenido en una desgracia que se había llevado la vida de un varón de cada familia. Él no era un Villavicencio convencional; también había sido agraviado por el conde. Esperaba que el rencor que la dama guardaba por su difunto progenitor no fuera extensivo a su persona.

Se citó con el señor del Alba en la taberna habitual, Alma Húmeda, donde el dueño ya no se inmutaba por recibirlo y cuyos clientes se habían acostumbrado a su presencia. Su amigo ya lo esperaba. El local estaba prácticamente vacío: no era la hora crítica; no obstante, como tocarían asuntos bastante reservados, se sentaron en una mesa apartada.

—¿Cómo ha ido tu día, Damián? —preguntó el caballero.

—Algo insólito con ciertos desatinos de faldas, pero prefiero olvidarlo.

—¿Mujeres? ¿Olvidas lo que nos atañe? Si vas a luchar por ella, no te andes con medias tintas, no me querrás de enemigo.

—No me malinterpretes. Nuestra amiga en común no se ha tomado bien la ruptura de nuestro trato.

—Eso da cuenta del valor de tu hombría. Ni siquiera puedo regodearme de ello; no puedes responsabilizarme de tu libertinaje: ya lo traías antes de conocerme. Pero eso debe cambiar.

—Creo que en cuestión de desenfrenos me superas: soy más cauto. —Continuó casi en susurros—: La señora se atrevió a mandarme a una esclava virgen, una muchacha preciosa con tal de retenerme. Por supuesto que la he respetado, incluso aunque se notaba que no le era indiferente.

—Tendrás que explicarme qué les das, para que pierdan la cabeza contigo, que hasta prefieran compartirte a perderte por completo. ¿En serio te contuviste? Tampoco te he pedido absoluta castidad; aún no te has comprometido y bien puedes divertirte antes. Te advierto que la espera será larga.

—No tengo por qué mentirte. Vamos a lo que nos atañe. ¿Hablaste con ella?

—Hablamos. Y no quiero que les embarguen las prisas; la decisión que tomarán será definitiva. Deben tomarse el tiempo para conocerse. Me gustaría que conversen, que se den la oportunidad de tratarse, bajo mi supervisión primero y, si hay entendimiento y no merma la simpatía, podríamos ahora sí enfrentarnos al monstruo.

—¿Te refieres a la marquesa?

—Ella es uno de los muchos tentáculos de monstruo; me refiero a la sociedad, las leyes, los prejuicios, incluso al duque.

—Ya sé que no la tendré fácil, pero no pienso renunciar.

—Solo te advierto que no te desesperes; su excelencia es una dama con muchas aristas.

Por la noche tuvo que acudir puntual a la cena en la casa de la «madrastra» que el difunto conde le había endilgado en el testamento. Su trato despótico con la servidumbre, en especial con la esclava, le hicieron apretar los dientes. Bajaría de peso por los corajes que le hacía pasar a la hora de los sagrados alimentos: le robaban el apetito. Lo resarcía al siguiente día cuando pasaba a ver a sus hermanos y devoraba los manjares que Santa preparaba para la familia con aquella entrañable sazón que se le hacía cada día más conocida. Otra palabra detestable para Flor, y dejó los cubiertos boca abajo sobre el plato en señal de haber terminado. Rechazó el postre y se consoló con la copa de Burdeos.

Aquella mujer no conocía los límites; esperaba el instante concreto en que su puñalada fuera más certera. Para acabar con su tranquilidad, doña Suplicio, aún enfundada en vestido negro, le recordó el luto familiar.

—Escuché a los sirvientes ocupados en los preparativos para tu asistencia al baile que dará la condesa Agustina Montemayor.

—¿Y bien? —inquirió circunspecto.

—No me parece correcto: tu progenitor no lleva tanto tiempo muerto, ni siquiera lo honras con tu vestimenta, ¿pero irte de fiesta?

—El hombre que me dio la vida. Engendrar no es lo único que se requiere para ser padre.

—La vida y todo lo que presumes. No olvides que la educación y la herencia con que te das tus ínfulas de grandeza también la tienes gracias a tu padre.

—Solo cuando a usted le parece soy el hijo del conde; de lo contrario me tilda de ladrón.

—Simplemente no me parece correcto que olvides que en este techo estamos de luto.

—No le debo nada al difunto.

—Por supuesto que sí: vives en su casa y comes gracias al oro que te ha dejado.

—¿Me lo ha dado? Antes decía usted que yo lo había hurtado. ¿Olvida que soy un usurpador?

—Si pretendes ser un caballero, deberías comportarte como tal.

—Perdóneme, señora mía, se me ha quitado el apetito, me iré a descansar temprano.

—Eso último sí que es una novedad.

—Antes que le lleguen con el chismorreo, le aviso que tendremos una fiesta para celebrar la llegada de mi hermano Benito y su familia; será en el palacete donde residen.

—No te atrevas. Eso es aún más abominable; ese recinto debe guardar luto.

—Mi familia no le debe nada y le advierto: las personas que nos sirven aquí están invitadas. No quiero represalias en contra de nadie.

—¿La servidumbre? ¿Pero puedes caer más bajo y dejarnos más en vergüenza? ¡Me dará un patatús! Lo haces con la intención de acabar de matarme.

—Señora mía, respire, que Santa no va a cambiar de opinión, y no seré yo quien le prohíba recibir como Dios manda a mi hermano. Bastante han sufrido ya.