Capítulo 29

El salón no era más amplio ni más lujoso que el que había heredado, aunque relucía de manera diferente con los adornos propios del evento que celebraban. Nunca había visto a tanta gente pudiente junta. Tragó en seco. Era el único hombre de raza mixta que había sido invitado. Los otros como él eran parte del servicio o de la orquesta de música. Decidió que no se amilanaría. Carraspeó para que la voz le saliera clara cuando saludara a los condes. Dio el primer paso con la mirada altiva que lo caracterizaba.

Las damas parecían figurines sacadas del periódico fundado por Domingo del Monte por allá de 1841 titulado La moda, con sus coloridos trajes de más de ochocientos pesos, seguramente confeccionados en los lujosos almacenes de la calle Obispo, los que destacaban por la hechura, el corte y la calidad de los tejidos. Relucían en el salón principal, orgullosas y compitiendo por la atención de los presentes. Ninguna era trascendente para él, ni siquiera doña Catalina, que derrochaba suntuosidad con su traje de punto de seda y con las finísimas joyas que Damián le había obsequiado en señal de despedida con tal de no atraer la ira de un corazón despechado. No descansó hasta encontrarla; Úrsula parecía un ángel vestido de blanco y con un tejido vaporoso, con un túnico de tul sembrado de flores y mariposas bordadas que hacían una pequeña ilusión, como si estuvieran superpuestas. Tuvo que disimular su mirada, que volaba por encima de tanta blonda y raso labrado para poder detallarla. Tendría que contentarse con contar los tortuosos segundos hasta que Carlos Enrique, tal como habían acordado, se atreviera a presentarlo ante la marquesa y su hija.

Damián vestía de diversos tonos de gris que se superponían, lo que le daba una imagen sobria y elegante; la levita, adornada con botones grandes de terciopelo, más oscura que el chaleco de casimir, a juego con los amplios faldones de paño, contrastaba con el blanco de la camisa. Pantalones de pliegues y botines en tendencia. Sin excesos de joyas, solo un anillo de oro combinado con el doble alfiler de su corbata del que pendía una cadena diminuta. Las damas disimulaban las miradas que levantaba a su paso y, aunque en sus gestos intentaban demostrar que reprobaban su presencia, el brillo exótico verdeazulado de sus ojos taciturnos sobre su piel canela, su porte y su andar varonil no dejaba, ni a mujeres ni hombres, indiferentes ante la presencia enigmática del heredero del conde de Marmosa.

Un rostro familiar le ofreció una sonrisa ante tanto desplante. Incluso los condes que lo recibieron quedaron pasmados al verlo arribar; seguro creyeron que no se dignaría a asistir. Tras los saludos y un elogio a doña Carmen, opinaron del evento.

—¿Es como lo imaginabas? —preguntó Carlos Enrique levantando su copa en dirección a un oficial militar que lo miraba pasmado por notar que compartía la velada con el bastardo de origen oscuro.

—No es lo que asocia mi mente con el significado de diversión. Demasiada gente enjutada en trajes incómodos y un ambiente muy rígido.

—No sabía que fueras amante de la danza.

—No precisamente: no he tenido razones de sobra para regocijarme.

—Acompáñame, iré a saludar a la marquesa; no lo he hecho y le prometí hacerle compañía durante toda la noche. Aprovecharé para presentarte.

Siguió a su amigo, maravillado de su desenfado ante las miradas insistentes; ni él ni doña Carmen se inmutaron por la maledicencia de la crema y nata habanera. No se tomó a pecho el rechazo que causaba; estaba acostumbrado a lidiar con la ignorancia humana que no veía más allá de una etiqueta. Siempre se repetía para sus adentros que él representaba el progreso, y eso le daba la fuerza suficiente para enfrentar el escrutinio.

Cuando el matrimonio del Alba quedó frente a la marquesa y su hija, le rindieron los honores esperados. Damián tembló, pero de impaciencia; estaba hasta cierto punto emocionado por aquel primer paso que daba en la dirección añorada. El deseo y la impotencia ardían en él; era tan angustiante no poder tocarla, besarla o tan siquiera dedicarle unas palabras inocentes con las que consolarse ante la espera... Ni siquiera podía mirarla a los ojos y zambullirse en ese remanso de paz. Cualquier conducta fuera de lo esperado podría poner sobre alerta a la dama o causar revuelo en el resto de los presentes.

—Su excelencia, permítame presentarle a un buen amigo mío —comenzó a articular Carlos Enrique, e hizo espacio para que el ansioso enamorado se sumara al círculo—: Damián Villavicencio.

—¿Ha perdido el juicio, señor del Alba? —rezongó la marquesa en un susurro con una sonrisa fingida y congelada, con los dientes apretados, para que su discurso no fuera percibido más que por los interlocutores. Incluso fue fría con Carlos Enrique, a pesar de que eran cercanos—: ¿Qué le hace pensar que deseo relacionarme con la escoria Villavicencio? Menos de un origen tan reprobable.

—Mi amigo no tiene nada que ver con el difunto conde; no es justo que lo reprenda por las fechorías de quienes también le causaron agravio a su persona.

—Eso no me es relevante. Te tolero con todas tus excentricidades e igualmente a mi yerno, pero no me obligues a compartirlas. Ya bastante condescendiente he sido —espetó mirando de soslayo a doña Carmen.

Damián respiró profundo, contrajo sus facciones para que no se notara lo desencajado de su rostro; emitió unas palabras de disculpa sin siquiera dirigirse a Úrsula. Su carácter altanero y desafiante quedó reducido ante el ataque enmascarado y mordaz de aquella mujer que pretendía tomar por suegra. Tal vez le hubiera cantado sus verdades a la cara, las que el orgullo latente en su pecho exigía escupirle; pero no quiso hacer sentir peor a su amada, ni agravar las gestiones en pos de sus propósitos. Dio media vuelta y se retiró, mientras la marquesa recibía a los anfitriones, que le presentaban con mucha prestancia al primo de la condesa, el rico terrateniente que fue recibido con bombos y platillos por la dama, con expectativas de buscar un marido rimbombante para su hija.

En su retirada, una voz conocida le cortó el paso. Doña Catalina le dedicó unas palabras mordaces sin siquiera detenerse y cubriendo la mitad inferior de su rostro con el abanico. La mujer no pudo evitar acercarse, pero tampoco quería comprometerse o que la vieran en compañía del bastardo.

—Es el último sitio donde pensé toparte. Ya sé que despreciaste mi regalo, tal vez tenga suerte la siguiente vez; mis puertas siguen abiertas para ti.

—En secreto como siempre, pero en este recinto niega conocerme.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Esta gente no es muy dada a ser cordial con quienes están vetados por alguna tacha.

—Prosiga, por favor, no quiero que se vea obligada a comprometer su honor. No le conviene que la vean hablando conmigo.

—Gracias por el presente —mencionó acariciando el collar y continuó caminando en dirección contraria.

Damián se alejó rumbo a la salida; su presencia obedecía a un objetivo y había sido un fiasco. Prefirió esfumarse. Carlos Enrique del Alba lo detuvo.

—Aguarda, sí que tienes prisa.

—No tengo más que hacer aquí.

Lo tomó del brazo y lo instó a escucharlo.

—¿Pensaste que sería fácil? No puedes darte por vencido ante la primera derrota. Al rato que se pasen de copas, comenzarán a ablandarse y bailarán tanto que los verás sudar como simples mortales. Por más que se vanaglorien de su pureza de sangre, para los buenos jolgorios, gustan de la música tocada por hombres de tu raza y son los que más penurias pasan para acceder a un conservatorio; terminan por aprender en bandas militares o en las orquestas de los salones privados. ¿No es absurdo?

Desde donde discutían, podían observar todo el panorama. El mulato quedó estupefacto al ver al terrateniente de provincia acercarse a su ángel, hacerle una reverencia e intercambiar unas palabras, pero al observarla aceptar la mano que el caballero le ofrecía y marchar al centro del salón, su corazón abandonó su pecho y se estrepitó en una caída ominosa, para terminar hecho trizas sobre el mármol. Cuando la orquesta inició la siguiente contradanza y su futura prometida comenzó a contonearse a la usanza guiada por aquel rufián, los calores producto del coraje y los celos tintaron sus mejillas.

—Cálmate, hombre, y mira hacia otro lado: los incinerarás con la vista.

—Es mejor que me vaya.

—Confía en mí.

—Me siento un idiota. Debí quedarme con los míos para celebrar la llegada de mi hermano.

—Hasta yo lo preferiría; de no tener este compromiso ineludible que interesa a mis negocios, créeme que estaría disfrutando de la deliciosa comida de tu hermana y la sabrosa música que seguro estarán bailando.

—En cambio, estoy permitiéndole a ese encopetado robármela, cruzado de brazos, aparentando lo que no soy y recibiendo humillaciones.

—Te equivocas: estás luchando por amor —le aclaró el señor del Alba.

—¿Te parece? Solo veo a una Úrsula cada vez más lejos de mí.

—Entonces es hora de que desparezcas, pero aguárdanos a Carmelita y a mí cerca de nuestro carruaje. Saldremos en caravana, te acompañaremos.

—No te privaré de tus compromisos.

—Ya estoy harto de tanta hipocresía. Hazme caso, preséntales tus respetos a los anfitriones y ve a compartir el calor de los tuyos. Iré a poner al tanto a mi esposa.

Damián lo hizo, no sin antes lanzar una mirada inyectada en celos en dirección a la pareja que se separaba. Si tenía que presenciar a Úrsula bailando de nuevo con ese o con otro, mientras él era tratado como un vagabundo, reventaría.

Previamente a abordar su coche, pateó repetidas veces una de las ruedas frente a la expresión azorada del calesero, quien trató de apaciguarlo. Damián alzó ambas manos para darle a entender que estaba bien, pero no se engañaba: estaba devastado. Se metió en el interior y aguardó mientras las ideas más oscuras lo torturaban. Cuando la incertidumbre se le hizo insoportable, antes de lanzar la voz de «arre» y ordenarle al conductor que partieran raudos al palacete, irrumpió el cochero de Carlos Enrique pidiéndole que abordara con urgencia el landó de su amo y que despidiera su quitrín. Obedeció presto, con la intriga que pulsaba en sus entrañas. Se sentó en el carruaje y miró su reloj repetidas veces hasta que la presencia de una dama que se colaba abruptamente por la portezuela le hizo abrir los ojos de forma desmesurada.

—¿Pero?

—¡Madre mía! Solo a nosotros se nos ocurre guiarnos por las ideas de un completo desfachatado. Me ha convencido de cometer la peor locura de mi vida.

—Mi amor —pronunció sin importarle el motivo que la había traído, y sin abrir la boca para soltar la lava ardiente que había provocado los celos en su pecho.

Estiró sus manos, temeroso y estrechó las suyas. Su mirada se llenó de destellos como la superficie del mar en pleno verano. Su respiración se agitó de forma tan incontrolada que a ella no le pasó inadvertido; tampoco los latidos frenéticos de su corazón.

—En verdad, no te lo esperabas; tal vez nos hemos dejado guiar por un demente partidario del amor. El matrimonio del Alba tuvo demasiados altibajos antes de sentar cabeza.

—¿Qué haces aquí? No quiero corromperte; te di mi palabra, quiero desposarte respetando las reglas. No me perdonaría faltarte.

—Vamos, no podemos seguir ni un minuto más aquí. Si nos atrapan, estaremos perdidos.

—¿Huiremos? —preguntó pasmado enterándose de los planes, descolocado, sin entender lo que estaba sucediendo y suspiró, convenciéndose de que tal vez su amigo había comprendido que no había otra forma de que terminaran juntos. Solo le quedaba robarse a su pretendida y, aunque no había tomado providencias, no lo pensó dos veces. Le exigió al cochero emprender la marcha mientras le apretaba cariñosamente la mano. Ella lo miró extasiada y él sintió su sangre reverberar dentro de sus venas.

Úrsula sacó con timidez de su bolso un antifaz y se lo mostró.

—Él tenía un plan alterno para nosotros, por si presentarte ante mi madre resultaba fallido. Pretende que me invites a la recepción de tu familia. Quiere que conozca cómo es tu mundo antes de renunciar al mío, porque insiste en que, si nos desposamos, me sucederá como a doña Carmen. Las personas que hoy me tratan me cerrarán sus puertas. A toda costa desea que nos tratemos más, antes de dar el siguiente paso, el que será definitivo. Sus hombres vendrán detrás y me escoltarán después a la quinta; tendremos como máximo una hora o dos.

—Es arriesgado. Una idea tan descabellada como quien la ha concebido.

—Por supuesto que le he prometido que no permitiré que me toques ni un cabello y, por extraño que parezca, confía en mi sensatez.

—Supongo que en la mía también.

—¿Quién sabe? Me exigió que te recordara que, si osas irrespetarme antes de que un cura bendiga nuestra unión, él mismo te despellejará vivo.

—¡Valiente amigo!

—Carlos Enrique me pidió que aceptara la invitación del primo de la condesa a bailar para despistar a mi madre; luego tuve que fingir un malestar y solicitar regresarme a la quinta.

—Ese hombre le parece un pretendiente más apropiado para ti.

—Mi gravedad ameritaba mi retirada, así que mi correcto protector ofreció su carruaje y a sus hombres para escoltarme de vuelta a la quinta, para que mi madre no se privara de la diversión. Ya estaba entusiasmada con la conversación del caballero; no quería retirarse sin lograr que se interesara en mi persona.

—¿Y su excelencia aceptó?

—Le he dicho una pequeña mentira: que el terrateniente me ha parecido simpático y gallardo. Conociéndola, mi madre estará velando por mis intereses y no dejará descansar al pobre hombre. No cesará de elogiar mis talentos; hay varias interesadas en pescarlo, y ella defenderá mi lugar. Se las arreglará para despertar su interés y alejar a otras moscas de ese pastel. Carlos Enrique la ha motivado, y ella se lo ha tomado como un asunto de vida o muerte.

Damián quiso robarle un beso, pero había prometido adherirse a la conducta esperada para el cortejo y no quiso abusar de su suerte. Reprimió en un quejido los deseos de tomarla entre sus brazos y hundir su boca en la blancura de su cuello para aspirar de cerca su candoroso aroma.

—Vamos, mi vida. Te quiero en mi casa, con los míos; algún día será tu morada. Es justo lo que pretende nuestro desquiciado amigo.

Cuando arribaron al patio de los caballos, le tomó la mano para ayudarla a descender. La música que provenía de los salones de la mansión se les coló por cada poro.

—¿Estás segura? Tal vez no sale como esperamos y no haya vuelta atrás.

—Sí —respondió y lo reforzó al asentir.

El rostro varonil desplegó una sonrisa, una llena de ilusión, por aquella corta palabra que hacía nacer un arcoíris en su corazón. No podía negar la dicha que sentía por tenerla allí. Damián sacó la delicada máscara de plumas y encajes, que solo dejaba al descubierto sus hermosos ojos y se la colocó.

—Creo que no es necesario; me mantendré distante, trataré de pasar desapercibida.

—Eso es imposible; nadie quedará indiferente ante tanta belleza. Debo proteger tu identidad. Todos son amigos, pero más vale ser precavidos.

—¿Crees que alguien me exija develar mi rostro?

—Solo si no temen enfrentarse a mi genio; no me apartaré de ti ni un segundo.

—Quiero pedirte algo —le suplicó clavándole los ojos a los suyos, también reprimiendo las ganas de besarlo—. Perdona la actitud de mi madre.

—No hay nada que disculpar, mi vida es perfecta porque tú estás en ella.

—No fue amable; sus palabras, la forma en que se refirió a ti. Quiero que sepas que no intervine porque no quiero que se ofusque más en tu contra, pero que no comparto su punto de vista.

—Me importa cómo me ves tú.

Le acarició la mano con afecto y le depositó un cálido beso sobre el dorso, ahogando los deseos de estrecharla entre sus brazos, pero decidido a respetar la palabra que empeñó con el señor del Alba.

—Lamento que todo se complique, que tengamos que esperar tanto —musitó agobiada.

—Te esperaré la vida entera.