Capítulo 35

Damián Villavicencio tomó aire a plenitud antes de acomodarse en la silla; le dirigió una sonrisa cómplice a su acompañante. Era raro que Carlos Enrique del Alba acudiera a una cena en la casa de la bruja. También la detestaba, pero los ánimos de los dos caballeros estaban tan alborozados que no les importó soportar la desidia de la comensal. La señora cumplió con la etiqueta y el invitado, también. Las amistades de su círculo habían dejado de frecuentar su mesa, así que tenerlo allí, de cierto modo, era un aliciente.

—Es un honor contar con su presencia, don Carlos —admitió la mujer, que no podía morderse la lengua.

—Gracias, doña Suplicio. Tal vez debí visitarlos con más frecuencia. —Dio muestras de su educación y elegancia, pero recordaba a la perfección que no lo toleraba.

—Veo que tiene buenas migas con Damián, ¿por qué no me sorprende? —soltó con ironía—. También viene a regodearse de mi desgracia.

—Por supuesto que no, señora mía. Solo correspondí a la invitación de mi amigo.

—Flor, sírveles más vino a los caballeros.

La esclava cumplió a prisa y volvió a su sitio con exacerbada obediencia. De ahí no cesó la señora de demandarle esto o lo otro; la jovencita iba de aquí para allá, ágil, presta, con un suspiro en la boca. A Carlos Enrique no le pasó desapercibido; recordó la preocupación de Damián acerca de los abusos que tenía que soportar la muchacha y su impotencia al no poder hacer nada para ayudarla.

—Me sorprende la prestancia con que su esclava la obedece. ¿Me daría la fórmula? Porque los míos andan a sus anchas en mi palacete. A veces me olvido quién sirve a quién.

—Tener mano dura, a diferencia de lo que hace Damián, cuya mansedumbre no hará más que traerle sinsabores. ¿Pero qué podemos esperar si está emparentado con ellos?

Damián le lanzó una mirada asesina. Carlos se arrepintió de emitir su comentario; tenía el objetivo de molestar a la señora y terminó encontrándose con el filo de su lengua venenosa. Damián le lanzó un gesto de advertencia a su aliado, para que dejara de provocar el certero ataque de la viuda.

—Designios del Señor que no nos corresponde juzgar —trató de zanjar la conversación y se llevó la copa a los labios.

—Incluso se atrevió a dar una fiesta en el palacete que años antes había sido de mi difunto hijo, sin respetar el luto por la partida de su padre. Pero los libertos no saben corresponder a sus favores. La vida le cobrará su ingenuidad con el coraje que tendrá que tener cuando sepa que no se puede confiar en esos pérfidos que escupen el piso cuando les damos la espalda. De lo contrario, ¿cómo sabría que una señorita misteriosa, blanca, y por lo que llegó a mis oídos, de familia noble, se atrevió, no solo a participar de tan sórdido banquete, sino a bailar y consentir los agasajos del aquí presente joven?

Damián cerró los puños y los apretó hasta hacerse daño antes de estamparlos contra la madera. Carlos Enrique abrió desmesuradamente los ojos, miró a Damián y volvió la vista con rapidez a la señora, que sonreía como una hiena antes de devorar a su presa. Hijo y viuda del difunto conde de Marmosa se desafiaron con la mirada, sin una gota de tolerancia.

—¿No me diga? Así que una joven no tenía conocimiento. —Carlos dio pie a que siguiera hablando. Damián echaba rayos y centellas por sus verdeazulados ojos.

—En la confianza en la servidumbre está el peligro —soltó jugueteando con una servilleta, como si aquel instante hubiera sido esperado con ansias.

—¿Y supo de quién se trataba? No creo que Villavicencio nos dé santo y señas de la joven. ¿O me equivoco?

—La curiosidad no es uno de mis defectos —prosiguió la ponzoñosa—, pero de los pardos sí. No tardaron en dar con la identidad de la jovencita: es que adoran los cotilleos. Una pena: una niña que podía dar más de sí y que termina de boca en boca, en los chismorreos del patio de esclavos; me corrijo, libertos, gracias a la benevolencia del señor. No es de extrañar que esa señorita tuviera inclinaciones pecaminosas si proviene de tan corrompida familia, donde el pecado se contenta en pulular con una impunidad mezquina.

—¿Qué hizo usted con semejante información? —preguntó don Carlos calmando con la expresión de su rostro al otro, que le faltaba poco por explotar y obviando los comentarios que ofendían a sus estimados Morell.

—Tuve la decencia de poner sobre aviso a la marquesa, un acto loable de mi parte. No debí ser tan dadivosa, y más recordando los agravios que el duque y el difunto marqués le han causado a mi familia. —Sus ojos desquiciados devoraron al mulato, esperando su reacción.

Damián se puso de pie dominado por una fuerza superior a la suya; estuvo a punto de tomarla por el cuello y estrangularla, pero Carlos Enrique se lo impidió:

—Razona, Damián, es lo que quiere: que pierdas los estribos. Ella sabe que no te ensuciarás las manos con su muerte pero, si la tocas, te denunciará, y la ley te quitará todos tus privilegios. Solo busca despojarte de tu herencia.

—Y yo que pensé que quien me había traicionado había sido… ¡Bruja del demonio! —escupió fuera de sí—. ¡Por supuesto que nunca caería tan bajo de maltratar a una mujer, ni, aunque sea una serpiente venenosa a la que tengo que aguantar porque no me queda más remedio!

La señora lo miró sin poder evitar que sus carcajadas mordaces se apoderaran del silencio en que quedó sumida por unos segundos la estancia.

—¡Hacía tiempo que no me sentía tan bien! —tuvo el atrevimiento de pronunciar sus pensamientos en voz alta—. ¡Flor, acompáñame a mis aposentos! Prefiero retirarme, que el ambiente está viciado. Caballeros, quedan en su casa.

Los señores se retiraron al salón contiguo a fumar tabaco y beber ron, mientras procesaban lo sucedido. Tras un largo silencio en que Damián cavilaba machacándose los sesos, intentando dilucidar quién se había atrevido a traicionar su confianza, luego de haber sido benévolo con cada ser que ahora trabajaba en cada palacete, Carlos Enrique expresó confundido:

—Desconfiamos de doña Catalina, y resultó que quien nos traicionó fue alguien que continúa infiltrado como un topo entre la servidumbre. ¿Pero quién? ¿La tal Flor acudió al festejo? Tal vez esa sería una explicación lógica: que, amedrentada por su ama, haya abierto la boca.

—Flor no tuvo permiso de su ama para asistir: no pudo haber sido ella —comentó siendo víctima también de la incertidumbre.

—Pero tal vez los sirvientes comentaron entre ellos, y la muchacha lo oyó.

—No quiero ser injusto con nadie, menos sin pruebas. Ya lo he sido con doña Catalina.

—Creo que la noche amerita escaparnos de juerga, para relajarnos ante tanta bruma.

—Ganas no me faltan, pero declino la oferta. Mi mente está embotada, y no conseguiré concentrarme en nada. Además, la marquesa me ha dado una oportunidad: mi conducta debe ser intachable. No quiero tentar a la suerte y que algún rumor impropio llegue a sus oídos. No dejaré que doña Suplicio me fastidie el día; hoy he dado un paso en la búsqueda de mi amor. Nada me lo empañará.

—Pero no olvidarás que hay un bocón suelto entre la gente que te sirve; necesitas que quienes estén bajo tu mando sean de fiar. Ahora fue lo de Úrsula, pero son varios los asuntos que te atañen. El perjuicio puede ser mayor si atentara contra tus negocios, o yo qué sé…

—Tomaré mis providencias. No tienes que quedarte conmigo a amargarte la existencia. Puedes ir a divertirte.

—No te dejaré con ese hervidero que tienes en la cabeza. Bebamos un trago de ron mientras intentamos resolver nuestros problemas. Contentar a la marquesa es ahora un objetivo común.

—Mandaré a buscar a Flor, seguro ya no la necesita la arpía. Tal vez pueda darnos razones. —Hizo lo mencionado y aguardaron.

—Creo que no es buena idea preguntarle a la única que tiene motivos para serle fiel a doña Suplicio.

—Confío en ella.

La muchacha llegó y se plantó solícita ante los dos hombres.

—¿Sabes algo de la acusación que tu ama ha hecho sobre los sirvientes?

—Aquí todos lo respetan, nadie se atrevería —expresó con valentía.

—¿Y entonces?

Se alzó de hombros y antes que la despidieran añadió:

—Pero he dado con su otra encomienda.

—¿En serio?

—Ese día que encontró a su hermano, la señora se puso de un genio imposible. Fue directo a revisar unas hojas que tiene escondidas bajo llave y despotricó de rabia hasta que se durmió. No he podido traérselas; solo se quita la llave del cuello para bañarse.

—Gracias, buscaremos la forma de leerlas, pero no te metas en problemas. Yo me encargo —resolvió Damián.