Capítulo 44

Cuando Su Excelencia, Hugo Buenaventura Morell y Sequeira puso el primer pie sobre la tarima en el puerto de La Habana, sus pulmones se llenaron de ese aroma a salitre que había echado tanto de menos. Se volvió para ayudar a su preciosa esposa, que venía seguida de sus hijos y de las nanas de los pequeños traviesos. Un carruaje de la familia vino a buscarlos para llevarlos directo a la casaquinta en la Calzada del Cerro, donde la marquesa viuda lo aguardaba impaciente. Carlos Enrique del Alba lo había ido a recibir al muelle e intentó proferir lo que le indicó su astucia, para ponerlo al corriente de los últimos acontecimientos antes que su suegra se le adelantara.

—Agradezco tu intención —le contestó el duque fusilándolo con la mirada—. Tanto mi suegra como tú han sido bastante explícitos en sus cartas, pero a mí me tocará juzgar.

—Si tienes dudas, puedo despejarlas. El joven que la pretende es un dechado de virtudes y desea hablar contigo cuanto antes.

—Para mis estándares elevados, eso no existe, tratándose de una de mis cuñadas.

—Les escoltaré en mi carruaje. Quizás, una vez que estés en la comodidad de la quinta, dejes las nuevas maneras aprendidas del otro lado del mar para castigar a tu mejor amigo. No he hecho otra cosa que proteger a Úrsula, como me pediste.

—¡Permitiste que un hombre la raptara y pasara toda una noche con ella! —esgrimió como si sus palabras fueran estocadas.

—En nombre del amor, el mismo que te hizo huir con María Teresa a la casona de Guanabacoa que te presté como tu aliado.

—Mi esposa, hui con «mi esposa». ¿Olvidas de que, antes de fugarnos, nos desposamos como Dios manda? ¡Por todos los Santos! Ha sido un error dejarte responsable de mis asuntos y de mis mujeres. No más arribar al muelle, recibo una notificación donde mi suegra afirma que has cortado los apoyos, y Úrsula ha tenido que abandonar el convento en su penosa situación. ¡Tienes a una marquesa y su hija refugiadas en la quinta pasando penurias de dinero! ¡Agggh! ¡Maldito seas, Carlos!

—Ya veo que la astuta de su excelencia se las ha arreglado para ponerte en mi contra. Y yo que creí ganar terreno al venir a recibirte.

—¡Sal de mi vista, ahora soy Troya envuelta en llamas! —rugió.

—Señores, que no se diga. Estos temas pueden discutirlos en un sitio más privado, con una buena copa de ron y tabaco de nuestra cosecha —intervino María Teresa para intentar limar asperezas entre los dos.

—La única persona con la que hablaré es Úrsula —sentenció el duque.

Doña Catalina parecía una furia cuando su esclava de confianza le dijo quién había venido a verla. Bajó de mala gana y se plantó ante Úrsula y su acompañante, la mulata joven que era ayudante de madame Fourneau.

—Perla, ¿qué haces con la señorita Morell? —inquirió con los nervios crispados.

—Fue mi antigua ama; a la familia Morell le debo mi libertad —dijo con ojos risueños. Esa mujer era la más impertinente y arrogante que había tenido que atender, así que ayudar a la señorita Morell con su encargo había sido un placer.

—¡Imagino que ya soltaste la lengua, parda del infierno! Te acusaré con tu patrona. Le ordenaré que te despida por falta de discreción.

—Inténtelo —apuntó Úrsula—. Pero le sugiero escucharme antes de dar el primer paso.

—Seguro ya sabe que a la desquiciada de doña Suplicio le ha dado un patatús y ha venido por su revancha —la retó sin nada de decoro—. ¿Piensa que sin la amenaza de volver a meter a Damián a la cárcel ya puede librarse del trato que cerró conmigo?

—Sí que conoce su terreno.

—Pierde su tiempo: Damián está en mis manos. Le aconsejo que continúe alejada; él es como un ratón en las fauces de un gato. Ya tenía fortuna, pero quiso jugar a ser el salvador de los esclavos —negó con arrogancia—. Es cuestión de tiempo para que se convenza que debe regresar al redil.

—Sé que puede enredar a su protector con sus artimañas y volver a poner en riesgo la vida de Damián. Su arrogancia y su propia «lengua» terminaron por traicionarla. En cuanto tuve un poco de claridad, recordé que se pavoneaba en lo de madame Fourneau y que Damián había sido su trofeo. No niegue que le tendió una emboscada y utilizó a doña Suplicio mientras le fue de utilidad. Perla solo tuvo que pellizcar un poquito a doña Suplicio, otro a la esposa del Capitán General, algo a su propia esclava, pero usted, sin duda, es la más habladora de las cuatro. En su afán de recuperar su premio, olvidó que Damián es un ser humano y que en las apuestas no siempre se gana. ¿Y si no hubiera podido liberarlo? ¿Cómo pudo hacer malabares con su vida?

—Más les vale a las dos quedarse calladas: no me querrán de enemiga. Imagino cómo se ha atrevido a inmiscuir a esta parda en nuestros asuntos: con oro. —Se volvió a la liberta y le ofreció—: Puedo superar lo que te ha pagado para que te pases de mi lado.

—Pierde su tiempo —le aseguró Perla.

—Gracias por refrescarme la memoria con sus amenazas contra Damián y ahora contra nosotras —indicó Úrsula—. Me queda claro que nada de lo que ha hecho ha sido por amor. En un inicio creí que había sido doña Suplicio; claro que ella descubrió su romance con Damián y se le hizo fácil chantajearla. Pero usted, sin duda, es la única que iba a ganar al final.

—¿Usted qué sabe del amor? ¿Cuántas veces le han roto el corazón? —inquirió doña Catalina.

—Le diré lo que sé. Perla es una joya para la modista francesa y para sus clientas también. Una en particular está encantada con sus diseños, la esposa del Capitán General. A mi querida amiga no le molestaría que la tachen de indiscreta; sabe que tiene mi incondicional protección, y eso es sinónimo a la del duque, quien a estas horas debe estar arribando a nuestras costas.

—Me alegra saberlo: nunca fue muy buena cabeza. Espero que haya madurado y vigile a las damas Morell para que las aleje de mis dominios.

—Preocúpese mejor por mantener sólidas sus relaciones. Ya sé que fue usted la que, para calmar a doña Suplicio, metió a Damián en la cárcel valiéndose de sus influencias. Si vuelve a perjudicarlo con la prisión o con cualquier otra afrenta, Perla le pondrá a la esposa de su amante en bandeja de plata todos los elementos para librarse de usted de una vez por todas. Sabemos que está desesperada por conseguirlo, y nos encantaría ayudarla.

Doña Catalina se quedó sin argumentos, con la boca abierta y abatida por la inquina que le devoraba las entrañas.

—Sí, es verdad que la arpía de doña Suplicio quiso utilizarme como instrumento para acceder a los favores del Capitán General que le estaban vedados. Pero se equivoca si cree que va a frenarme.

—¿Está segura?

—¿Ahora correrá a entregarse en sus brazos? —vociferó llena de impotencia, viendo cómo tenía que renunciar a su desmedida obsesión.

—No lo sé —le dijo con firmeza—. Al menos ya no sufriré pensando en que una mujer despechada atente de manera irresponsable contra su seguridad. Eso sí que no es amor.

—Ese hombre es mío.

—Señora, respire y acepte su derrota, que ni un huracán me hará cambiar de opinión. Ahora voy a recibir a mi hermana como Dios manda. Supe por don Carlos que Damián está esperando la llegada del duque para pedirle mi mano, y no seré yo quien se lo prohíba. Bastante hemos sufrido ya.

La mirada pérfida de la dama intentó helarle la sangre, como si hiciera suyas sus palabras y tejiera una maldición que destrozara sus planes. La vio hacer señas para que el servicio las acompañara hasta la puerta, y continuó esparciendo tinieblas a través de los ojos.

Las últimas palabras que le soltó Úrsula a doña Catalina parecieron vaticinar un temporal de la noche a la mañana. Un relámpago cortó el cielo mientras se acercaban al quitrín. Úrsula dio la orden de acudir a toda prisa a dejar a Perla en el taller de costura de la calle Obispo y de ahí se dirigieron a la quinta. Cuando arribó, ya estaba lloviznando y el cielo era de un color azul grisáceo.

Corrió a los brazos de María Teresa y de Hugo; los encontró más enamorados que antes de irse a vivir a España. Llenó de besos a sus sobrinos, Diego y el nacido hacía poco, y decidió ignorar la cara de velorio de su madre; ya sabía que conspiraría en su contra. La cara de su cuñado era fiel prueba de ello, cada vez más seria, compitiendo con el cielo, que se tornó gris con el avanzar de las horas.

—Qué bendición que llegaran antes que la tormenta —hizo la observación.

—Justo eso le decía a Hugo; me hubiera muerto de miedo. ¿Has visto lo negro que están los nubarrones? —trató de endulzar María Teresa la amargura de su marido—. Nos salvamos por poquito.

—¡Úrsula, al despacho, ahora! —le ordenó con voz fuerte Hugo ante la mirada de satisfacción de la marquesa viuda.

Se contemplaron por unos minutos hasta que ella tomó la iniciativa.

—Me prometiste que siempre me ibas a apoyar —le recordó un juramento antiguo.

—Y eso pretendo.

—No entiendo tu humor. ¿Piensas ponerte del lado de mi madre sin siquiera escucharme?

—Estamos hablando.

—Damián quiere casarse conmigo, y yo quiero ser su esposa.

—¿El heredero bastardo de los Villavicencio?

—Deberías conocerlo; me recuerda mucho a ti.

—¿Cómo?

—Tiene un gran corazón, nobles sentimientos y es valiente. No te imaginas cómo ha ayudado a sor Amalia en la clínica. Incluso ha solventado a los abolicionistas.

—No sé cómo eso pueda dejarme tranquilo.

—Tú estás harto de la esclavitud; querías liberarlos a todos, pero las autoridades te la han puesto difícil. Por eso no has vuelto.

—He pensado vender las propiedades y marcharnos todos a España.

—¿Qué? Amas la isla —reprochó.

—Es una parte de mi corazón, y me dolerá hacerlo, pero las tensiones entre peninsulares y criollos terminarán por estallar como ha ocurrido en otras colonias. Es cuestión de tiempo. Quiero tomar medidas para nuestro patrimonio.

—¡Cobarde!

—Tarde o temprano lo haré.

—No puedes negármelo: es la única vez que he amado.

—Sabes que no tengo prejuicios por su raza o su estatus, pero tu madre me ha hecho entender algo que también deberías analizar: sufrirás por el desprecio de otros. No solo te enfrentarás a un juicio moral: ni siquiera tienen las leyes de su lado.

—Quiero ser su esposa; con Damián seré realmente yo. Me ha prometido que me dejará atender a los enfermos en la clínica. Deseo ser la madre de sus hijos.

—Pensé que Altagracia sería la que más dolores de cabeza me daría, y sí que me los está dando, pero tú. ¡Oh, Úrsula! ¡Úrsula! —gruñó descontrolado clavándole la mirada.

—¿Qué sucede con Altagracia?

—¡Tu hermana mayor ha enloquecido; ni imaginas en las que anda metida! ¡Y tu abuela, por Dios! Fue para velar por su honra y resulta que la secunda en todo.

—Igual hizo con María Teresa cuando quedó a su cuidado; antes no te molestó —dijo entornando los ojos.

—¡Confiaba en que tu vida sería un remanso de paz! Hasta Altagracia es más sensata que tú. No puedes vivir dejándote llevar por las pasiones de tu corazón.

—¿Acaso María Teresa y tú hicieron lo contrario?

—Conoceré al tal Damián Villavicencio, para que estés más tranquila. No te ocultaré que este asunto me tiene inquieto; no quiero que sufras. Solo pretendo protegerte, incluso de tus propias decisiones, pero me reuniré con él hoy mismo. Ya le he mandado a una nota a Carlos Enrique pidiéndole que pacte un encuentro esta tarde entre ambos, aquí mismo en la quinta.

—¿No prefieres descansar? Digo, el trayecto en vapor debe haber sido agotador.

—¿Descansar? —Rio a carcajadas, pero no parecía divertido. Su tono sarcástico previno a Úrsula de hacerlo abortar el plan—. No he podido dormir a pierna suelta durante el larguísimo viaje, atormentado por las misivas de tu madre donde relataba tus fechorías. Me has decepcionado, mi querido ángel.

—¿Se verán en la quinta? —La respuesta era obvia, ya lo había afirmado—. Por favor, no.

—¿Qué pasa?

—Es que la última vez que nos vimos no quedamos en buenos términos; hay mucho que arreglar.

—¿Y así pretendes desposarlo?

Hacia la tarde la lluvia era intermitente y el mar estaba agitado, pero nadie descartó la posibilidad de una tarde fresca y tranquila; era época de lluvias para la isla y estaban acostumbrados. Al final de cuentas, el agua lograba refrescar el azotador calor, y eso sería ganancia. Así los abanicos no trabajarían jornadas agotadoras.

Cuando Damián bajó de su carruaje, una descarga eléctrica cortó el cielo ennegrecido. El retumbar del trueno lo hizo voltearse para averiguar su procedencia. La lluvia arreció y tuvo que apresurar sus pasos guarecido por su paraguas. Su acompañante no era otro que Carlos Enrique del Alba.

—Debí acudir solo; no quiero que pierdas a un amigo por otro —le ratificó.

—Quiero a Hugo como a un hermano. Espero que él no lo pierda de vista. Mi deber es estar al lado de la justicia. ¿Has vuelto a hablar con Úrsula desde que te encontró «conversando» con doña Catalina?

—No, por Dios que lo he querido pero, si vuelve a negarse, no podría soportarlo.

—¿Debiste consultar con ella antes de venir a solicitar su mano?

—Realmente no vengo a pedirla en compromiso; es solo un primer acercamiento. Quiero tantear el terreno pero, si se da la oportunidad, no la desaprovecharé.

—El duque supo de tus intenciones y ha pedido conocerte, pero cuidado, hasta conmigo se ha portado distante. Es como si nuestros estrechos lazos se hubieran aflojado. Es razonable que quiera hablar contigo antes de emitir un juicio. No descuides mi consejo, déjalo hablar primero y no des pasos en falso.

Al acercarse a la mansión, escucharon el sonido sordo de las gotas de lluvia estrellarse contra toda superficie que se les impusiera. Tuvieron que resguardarse en sus paraguas y protegerse con sus capas de las gotas que pegaban como dardos hasta que estuvieron bajo techo. La música que provenía del interior no era reducida por la fuerza del viento y por el sonido de la precipitación.

Les hicieron pasar hasta el salón principal donde serían recibidos. Descubrieron al duque y a Úrsula tocando el piano a cuatro manos con singular alegría. La duquesa permanecía sentada muy cerca, con un niño en brazos; su cara estaba repleta de amor, y los ojos los mantenía clavados en su esposo. Otro pequeño niño hacía travesuras para tratar de transformar la mueca de espanto de la marquesa viuda por una sonrisa al contemplar a Damián. La música finalizó, y Hugo se puso de pie para recibirlos como pautaba la más estricta etiqueta. Mientras intercambiaban saludos, los ojos de Villavicencio se cruzaron con discreción con los de su ángel; quiso tomarle la mano por más tiempo, susurrarle cuánto la amaba, pero su cuñado no les quitaba la vista de encima.

—¡Al despacho, por favor! —dijo Hugo—. Es urgente que hablemos sin interrupciones.

Los tres caballeros se dirigieron al sitio señalado; Damián sentía el corazón en la boca. Pensaba que su anfitrión no se iba a tomar tantas molestias para desestimar su petición. Respiró hondo y se tranquilizó al recordar su expresión de amor puro mientras intercambiaban los saludos. Hugo los invitó a sentarse y les brindó un coñac, la bebida preferida de su difunto suegro.

—Hay un honor que reparar —apuntó Hugo y le clavó los ojos despiadadamente a los dos.

—Quiero desposarla, Su Excelencia —soltó Damián, y Carlos Enrique puso los ojos en blanco recordando sus palabras minutos atrás: que solo iba a tantear el terreno.

—¡No se comportó como un caballero: la robó, la desvirgó! —Hugo frunció el entrecejo y apretó los dientes.

—Quiso desposarla, pero el padre Miguel se negó a unirlos —intervino el amigo en común.

—¡Cállate! —lo silenció el agraviado iracundo—. Tú debías proteger su virginidad.

—¡No podía vigilarla las veinticuatro horas del día! ¡En ese caso la responsable es la marquesa! Villavicencio no vino a raptarla de los muros de la quinta. Úrsula tomó prestado el caballo del padre Miguel y se apareció en su casa. Tan solo pecó de darle cobijo.

—¿Te atreves a culpar al sacerdote y a mi suegra? Me has decepcionado, Carlos. Esperemos que ese enlace no haya tenido consecuencias. Les he citado para aclarar este asunto de una vez por todas. Su excelencia ha decidido que, si su hija queda embarazada, dará al pequeño a la casa cuna, para que le den un destino y un nombre.

—¡No lo permitiré! —bramó Damián sorprendido por la frialdad con que lo había comunicado.

—Soy padre, y no podría condenar a una criatura que proviene de una Morell y de usted a semejante destino, ni siquiera para intentar limpiar su sangre, así que le ofrezco una salida. Si en el tiempo de rigor no hay embarazo, usted se olvida de todos nosotros y nos deja vivir en paz. Úrsula retornará conmigo a España; aquí no hay quien tenga mano firme para velar por su futuro. Si viniera una criatura en camino, la llevaríamos al campo para que se alivie en secreto y se lo entregaremos a usted para que lo eduque según sus términos; con la estricta condición de que guarde el secreto sobre su origen y de que no vuelva a buscar a mi cuñada.

Los rostros de Villavicencio y Del Alba no pudieron disimular la repulsión que le provocaban esas palabras.

—¿Úrsula lo sabe? —preguntó Damián desencajado.

—Por supuesto que no; es un arreglo entre la marquesa y un servidor.

—¡Has perdido el juicio! —reclamó Carlos Enrique—. Te escucho y parece que no te corre sangre por las venas. ¿Oyes lo que dices? Te has dejado envenenar por la madre de tu esposa. Me retiro; Damián, no sé qué decisión tomarás, pero cuenta conmigo para lo que sea, querido amigo.

La alianza que se forjó durante los años mozos entre Hugo y Carlos Enrique, la que más tarde creció constituyéndose un lazo fuerte e irrompible, se quebró en ese momento, cuando el segundo sin siquiera mirar atrás abandonó el despacho azotando la puerta.

—¿Y bien, Villavicencio? ¿Qué tiene que responder?

Damián, sin intenciones de continuar negociando, se levantó y salió caminando hacia el salón, donde Úrsula, ajena al motivo por el que lo habían hecho venir, jugaba con su sobrino Diego.

—Úrsula —la llamó por su nombre de pila delante de las otras damas y con el duque pisándole los talones—: ¿Aún me amas?

Ella palideció ante la pregunta y el derroche de intimidad. Miró a su madre con el entrecejo arrugado y la mirada altiva, a María Teresa sorprendida por la ira que se había apoderado de su esposo.

—Damián, yo… —Por supuesto que lo amaba, pero prefería decírselo a solas y no frente de todos. La presión que ejercían Hugo y su madre la frenaban.

—Es ahora o nunca —demandó—. No tienen la intención de permitirnos casarnos; todo lo contrario: pretenden que me retire y te olvide. Si juras que aún me quieres, mañana a primera hora haré que las licencias que ya había solicitado comiencen a correr. No deseo nada más que convertirte en mi esposa. No imaginas las cosas funestas que han tramado los dos.

Úrsula, conmovida, caminó hasta él; se perdió en el fulgor de la mirada aguamarina y le tomó con afecto la mano.

—Haz algo para detener a este hombre. —La marquesa azuzó a su yerno a punto de darle un soponcio por la impotencia.

—Por supuesto que deseo casarme contigo; cuando tú digas, mi querido Damián. Nadie podrá apartarme de mi destino a tu lado.

Él sonrió y le besó la mano con devoción, antes de enfilarse hasta la salida con la expresión repleta de pinceladas esperanzadoras.

—Damián Villavicencio —lo detuvo María Teresa ante la mirada severa de su esposo—. ¿Así que es usted quien ha conquistado a nuestro ángel?

—Excelencia. —Le hizo una reverencia.

—Me agrada. No se deje intimidar por el duque; solo tiene su orgullo herido. Cree que todas las Morell le pertenecemos, pero está equivocado. Cuente con mi apoyo; sé que el amor triunfará.

—Esposa mía —la intentó frenar Hugo—. El caballero va de salida.

Damián abandonó la quinta. Observó el cielo ennegrecido a pesar de que las agujas de su reloj marcaban las cinco en punto de la tarde. El agua torrencial se escurría por su paraguas; tuvo que cerrarlo ante la ferocidad del viento, aunque la lluvia se colaba por las costuras de su capa. Se quedó al descampado con el agua escurriéndose por su piel y sus vestiduras, mientras el cielo era iluminado por la ferocidad de un relámpago. Maldijo la hora en que a Carlos Enrique se le había ocurrido traerlo en su landó. Al retirarse lo había abandonado con semejante temporal.

Caminó unos pasos, lamentando lo desastrosa que había sido la cita con el duque. Se sintió iluso por confiar en su benevolencia. Continuó avanzando hasta atravesar los arcos de la entrada de la quinta, hasta que vio al carruaje medio difuso, camuflado por las gruesas y apretadas gotas de lluvia. Se introdujo y descubrió a su amigo compartiendo con el cochero como su igual; no le asombró en lo absoluto. Notó por las goteras que seguía lloviendo adentro.

—Vamos de una vez; lleva primero al señor Villavicencio y luego a casa. Este temporal no pasará —le ordenó al cochero, que alzó su capa y se enfrentó a la tormenta. Luego se volvió a Damián y le dijo—: No debí dejarte, te has empapado. Tuve que salir o estallaría contra Hugo; no quise deteriorar más nuestra amistad.

—Lo siento, has perdido a un hermano por mi culpa.

—No lo lamentes; un amigo no me daría la espalda.

—No es a ti; se nota que te aprecia, pero no podemos romper con los prejuicios de quien ha crecido con ellos.

—Hugo tuvo tiempos de verdadera pobreza; su padre renunció a todo por amor. Por eso me cuesta entender su necedad. Es como si la intransigencia del difunto marqués lo hubiera poseído. Él sufrió peor trato que tú cuando se enfrentó a su suegro; por eso me cuesta tanto aceptar su postura.

—Haré correr los trámites para obtener las licencias —resolvió con seriedad, la que con lentitud se transformó en una sonrisa; la respuesta contundente de ella era lo único que resonaba en sus oídos—. No me detendré a negociar nuevamente con los Morell. Úrsula ha dicho que acepta casarse conmigo. Lucharemos.

—Pues vamos a prisa; necesitarás cambiarte de ropas y tomar algo caliente, para que estés fuerte para dar guerra. Tendré que hacer lo mismo con mi cochero: el pobre hombre se ha empapado en nombre del amor. ¡Vamos de una vez, parece que esta noche se acabará el mundo! Mi esposa debe estar preocupada.