La escena representa el fondo del jardín, cerca del estanque. El crepúsculo de verano empieza y oscurece poco a poco el cielo.
(ARNHOLM, BOLETA, LYNGSTRAND e HILDA, en un bote, se adelantan por la derecha, cerca de la orilla.)
HILDA.—¡Miren! ¡Desde aquí podemos saltar cómodamente a tierra!
ARNHOLM.—No, no; no lo haga usted.
LYNGSTRAND.—No sé saltar, señorita.
HILDA.—¿Y usted, Arnholm, tampoco puede saltar?
ARNHOLM.—Prefiero no intentarlo.
BOLETA.—Entonces atraquemos en la escalera de los baños, hacia la caseta.
(Continúan remando y el bote desaparece por la izquierda. BALLESTED, trayendo libros y un cuerno de caza, aparece al mismo tiempo por el sendero de la izquierda. Se oyen las respuestas que le dan desde fuera, cada vez más lejanas.)
BALLESTED.—¿Qué dicen ustedes? Sí, es por el vapor inglés. Porque es la última vez que para por aquí este año. Pero si quieren aprovecharse de la música, oír el cuento, no deben retrasarse. (Gritando.) ¿Que? (Moviendo la cabeza.) ¡No oigo nada de lo que dicen!
(ÉLIDA, cubierta la cabeza por un chal, llega por la derecha, seguida por el DOCTOR WANGEL.)
WANGEL.—Pero, querida Élida, te aseguro que aún falta mucho tiempo.
ÉLIDA.—No, no. Puede llegar de un momento a otro.
BALLESTED.—(Del lado opuesto al seto del jardín.) ¡Eh! ¡Buenos días, señor doctor! ¡Buenos días, señora!
WANGEL.—(Viéndole.) ¡Ah! ¿Está usted ahí? ¿Tocará también la música esta noche?
BALLESTED.—Sí, la Sociedad de Correos dará un concierto. No faltan fiestas ahora. Esta noche será en honor del inglés.
ÉLIDA.—¿El inglés? ¿Está a la vista?
BALLESTED.—Aún no. Pero como viene de las islas, no se le verá hasta que se encuentre muy cerca.
ÉLIDA.—Sí, así llegará, de pronto.
WANGEL.—(Volviéndose a medias hacia ÉLIDA.) Esta noche hace su último viaje. Ya no volverá más.
BALLESTED.—Es un pensamiento triste, señor doctor. Por eso hay que hacer algo en su honor. Desgraciadamente, es verdad. El alegre verano va a acabar. Pronto se cerrarán todos los fiordos, como dicen en las tragedias.
ÉLIDA.—Sí, se cerrarán todos los fiordos.
BALLESTED.—Es un pensamiento triste. Sí, durante semanas y meses fuimos alegres hijos del verano, y ahora nos costará acostumbrarnos al tiempo frío. Por lo menos al principio, porque la verdad es que uno se acostumbra a todo, y se adap... adapta, señora.
(Saluda y se va por la derecha.)
ÉLIDA.—(Mirando al fiordo.) ¡Oh! ¡Qué penosa es la tensión de la espera, la impaciencia antes del minuto decisivo!
WANGEL.—¿De manera que estás decidida a hablarle?
ÉLIDA.—Es necesario. Debo hacer libremente mi elección.
WANGEL.—Élida, no tendrás que elegir. No te lo permitiré.
ÉLIDA.—No me puedes impedir que elija: ni tú, ni nadie. Puedes impedirme partir con él, seguirle, en contra de mi deseo. Puedes retenerme aquí por fuerza. Pero no puedes prohibirme que elija, en el fondo de mi alma; que lo prefiera a ti, si tal es mi deseo, o si tal es mi deber.
WANGEL.—Tienes razón. No puedo impedírtelo.
ÉLIDA.—Nada me anima a resistir. Aquí nada me atrae, nada me retiene. No tengo raíces en la casa, Wangel. Las niñas no me pertenecen. Su corazón no es mío. Nunca fueron mías. Aunque parta con él esta noche o mañana a Skiddviken, no tengo que entregar ninguna llave, ni que dar ninguna orden. Nada me liga a esta casa. Desde el primer momento permanecí separada de ella.
WANGEL.—Tú misma lo quisiste.
ÉLIDA.—No. Ni lo deseé ni lo temí. Dejé, sencillamente, todo tal como estaba el día de mi llegada. Fuiste tú, tú sólo, el que lo quisiste así.
WANGEL.—Lo decidí así pensando en tu bien.
ÉLIDA.—Sí, Wangel; lo sé. Pero tampoco hay ahora en la casa ni atractivo, ni fuerza, ni apoyo: nada me atrae hacia todo eso que debió ser nuestra felicidad, nuestra vida íntima y sagrada.
WANGEL.—Ya lo veo, Élida. Y por eso mañana tendrás libertad para partir, y, en el futuro, dispondrás libremente de tu vida... sí, de tu vida.
ÉLIDA.—¿Y a eso llamas mi vida? ¿Mi verdadera vida? No, no; equivoqué el camino el día en que me uní a ti. (Se frota las manos con angustia.) Y ahora, en esta noche, dentro de media hora, al que yo abandoné llegará; él, al que debí permanecer absolutamente fiel, como lo ha sido él conmigo. Vendrá y me ofrecerá por última vez rehacer mi vida, mi verdadera vida, esa vida que me aterra y me atrae al mismo tiempo, y a la cual no puedo, no quiero renunciar.
WANGEL.—Por eso, precisamente, es necesario que tu marido, que es también tu médico, reprima tu voluntad y resuelva por ti.
ÉLIDA.—Sí, Wangel. Lo comprendo perfectamente. Tienes que creerme. Hay momentos en que me parece que encontraré la paz y la salud acercándome a ti, para intentar desvanecer los poderes atrayentes y que aterran. Pero no puedo. No, no; es imposible.
WANGEL.—Ven, Élida; entremos un momento.
ÉLIDA.—Bien quisiera, pero no me atrevo. Me ha dicho que le esperase aquí.
WANGEL.—Ven, ven. Hay tiempo.
ÉLIDA.—¿Estás seguro?
WANGEL.—Seguro.
ÉLIDA.—Vamos entonces a pasear un rato.
(Se van por primer término derecha. ARNHOLM y BOLETA aparecen al mismo tiempo al borde del agua.)
BOLETA.—(Al ver que se alejan.) Mire usted.
ARNHOLM.—(En voz baja.) ¡Psit!; déjeles marchar.
BOLETA.—¿Puede usted comprender lo que pasa entre ellos estos días?
ARNHOLM.—¿Ha notado usted algo?
BOLETA.—Sí.
ARNHOLM.—¿Algo extraordinario?
BOLETA.—Y hasta muchas cosas extraordinarias. ¿Y usted?
ARNHOLM.—¡Ah! ¿Yo? No lo sé exactamente.
BOLETA.—Sí, sí. Sólo que usted no quiere decirlo.
ARNHOLM.—Creo que el viaje que proyecta su padre la ayudará a restablecerse.
BOLETA.—¿Lo cree usted?
ARNHOLM.—Sí. Sería beneficioso para todos. Si todos pudiéramos hacer un viaje de cuando en cuando.
BOLETA.—Si mañana regresa a su casa de Skiddviken, estoy segura de que nunca más volverá por aquí.
ARNHOLM.—Pero, querida Boleta, ¿cómo puede usted suponer eso?
BOLETA.—Estoy absolutamente convencida. Ya verá usted cómo no vuelve. Al menos, mientras Hilda y yo estemos aquí.
ARNHOLM.—¿Hilda también?
BOLETA.—Con Hilda tal vez pudiera arreglarse, porque en el fondo es una niña y creo que adora a Élida. Pero conmigo ya es otra cosa. Imagínese usted a una madrastra casi con la misma edad que la hijastra.
ARNHOLM.—Tal vez pudiera usted partir pronto de aquí.
BOLETA.—(Vivamente.) ¿Cómo? ¿Ha hablado usted con papá?
ARNHOLM.—Sí.
BOLETA.—¿Y qué dijo?
ARNHOLM.—¡Ah! Su padre, en estos días, está preocupado con otros problemas.
BOLETA.—Sí. Sí. Eso es lo que yo le decía a usted hace poco.
ARNHOLM.—Me ha parecido comprender que no podía usted contar con su ayuda.
BOLETA.—De ninguna manera...
ARNHOLM.—Me ha explicado claramente su situación, y ha pretendido que sería absolutamente imposible...
BOLETA.—(En tono de reproche.) ¿Lo sabía usted y se atrevía a engañarme?
ARNHOLM.—Querida Boleta: no la he engañado. Sólo depende de usted partir de aquí.
BOLETA.—¿Depende de mí? Explíquese.
ARNHOLM.—Partir a conocer el mundo y aprender cuanto usted desea saber; ver todo lo que usted quiere ver, llevar una vida menos triste que la de ahora.
BOLETA.—(Juntando las manos.) ¡Oh! ¡Dios mío! Pero esto es imposible. Si papá no puede y no quiere... Y no tengo a nadie más en el mundo a quien dirigirme.
ARNHOLM.—¿No podría usted decidirse a aceptar un poco de ayuda de su antiguo... de su anciano profesor?
BOLETA.—¿De usted, señor Arnholm? ¿Está usted dispuesto a?...
ARNHOLM.—¿A ayudarla? Sí; sería muy feliz. Y con todas mis fuerzas, esté usted segura. ¿Se decide usted? ¿Acepta usted?
BOLETA.—¡Que si acepto! ¡Poder partir, ver el mundo, aprender, conocer! ¡Pero si es mi sueño, mi sueño, que parecía irrealizable!
ARNHOLM.—Ahora puede usted realizar todos sus sueños, con tal que usted quiera.
BOLETA.—¿Y me ayudará usted a alcanzar esa felicidad inenarrable? Pero diga usted: ¿puedo aceptar este sacrificio de una persona extraña?
ARNHOLM.—De mí puede usted aceptarlo, Boleta. De mí lo puede aceptar todo.
BOLETA.—(Cogiéndole las manos.) Sí, también a mí me parece que puedo. No sé por qué. (Dando rienda suelta a su emoción.) ¡Quisiera reír y llorar de alegría al mismo tiempo! Voy a comenzar a vivir verdaderamente, a vivir la vida que temía se me escapara para siempre.
ARNHOLM.—No tiene usted nada que temer de hoy en adelante. Sólo me gustaría saber si hay algo que la retiene aquí.
BOLETA.—Nada.
ARNHOLM.—¿Nada?
BOLETA.—Mi padre únicamente me retiene aquí, e Hilda también... pero...
ARNHOLM.—Al fin y al cabo tendrá usted que abandonar a su padre. Hilda también acabará por seguir su camino. Es cuestión de tiempo. Nada más. ¿De modo que, exceptuando a su padre, nada la retiene aquí, Boleta?
BOLETA.—No, nada. Puedo irme al fin del mundo.
ARNHOLM.—En ese caso, querida Boleta, vendrá usted conmigo.
BOLETA.—(Aplaudiendo.) ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué felicidad!
ARNHOLM.—Supongo que tiene en mí total confianza.
BOLETA.—¡Oh, sí! Ciertamente.
ARNHOLM.—Y que me abrirá su corazón sin temor alguno.
BOLETA.—Sí. ¿Por qué no? Usted es mi maestro.
ARNHOLM.—Perdone usted. No concedo gran importancia a esa... dignidad. Mi pensamiento es éste: usted es libre, Boleta, completamente libre. Pues bien; yo le pregunto si quiere usted unirse a mí para toda la vida.
BOLETA.—(Retrocediendo asustada.) Pero, ¿qué me dice?
ARNHOLM.—Para toda la vida, Boleta. ¿Quiere usted ser mi mujer?
BOLETA.—(En voz baja, y como hablando consigo misma.) No, no, no. Es imposible, de todo punto imposible.
ARNHOLM.—¿Sería para usted imposible?...
BOLETA.—Pero, por Dios, señor Arnholm, ¿es en serio lo que acaba usted de decir? (Mirándole.) ¿A eso se refería cuando hace poco me prometió hacer mucho por mí?
ARNHOLM.—Óigame usted con tranquilidad, Boleta. Me parece que la he sorprendido.
BOLETA.—¿Cómo no había de sorprenderme semejante proposición hecha por usted?
ARNHOLM.—Es verdad. Usted no sabía, no podía saber que vine aquí por usted, sólo por usted.
BOLETA.—¿Que ha venido aquí... por mí?
ARNHOLM.—Sí, Boleta. Hace meses recibí una carta de su padre. Una frase de esa carta me hizo creer, ¡eh!, que había usted conservado de su antiguo profesor algo... ¡eh! algo más que un recuerdo amistoso.
BOLETA.—¿Cómo pudo papá escribir eso?
ARNHOLM.—No era precisamente eso lo que quería decirme. Pero yo me dejaba mecer por la ilusión de que una joven deseaba verme y me esperaba. ¡No me interrumpa usted, Boleta! Crea usted que esta ilusión impresiona profundamente cuando se ha pasado, como yo, la primera juventud. Sentía por usted un vivo sentimiento, un afecto agradecido que iba creciendo en mí. Me parece que debía partir, para volverla a ver, para decirle que compartía los sentimientos que me parecía eran los suyos.
BOLETA.—Pero, ¿y ahora que sabe que no es verdad, que se engañaba usted?
ARNHOLM.—No cambia nada, Boleta. Su imagen, tal como está en mi alma, permanecerá siempre en ella; a pesar de mi error. Tal vez no comprenda usted ese sentimiento, pero no por eso deja de existir.
BOLETA.—¡Nunca lo hubiera creído!
ARNHOLM.—Pero ya que ha sucedido así, ¿qué hará usted, Boleta? ¿No podría usted decidirse a ser mi mujer?
BOLETA.—Me parece imposible, señor Arnholm. ¡Usted, que fue mi profesor! No me lo puedo imaginar de otra manera.
ARNHOLM.—Bueno. Bueno. Sea. Usted lo cree imposible. Pues bien, nuestras relaciones continuarán siendo las mismas que antes.
BOLETA.—¿Qué quiere usted decir?
ARNHOLM.—Que, naturalmente, mantengo mi afecto. Me encargaré de conducirla a través del mundo, para dárselo a conocer. Le crearé una vida libre y encantadora. Y un porvenir también, Boleta, me encargaré de asegurarle. Usted encontrará en mí a un buen amigo, sincero, fiel. Esté usted segura de ello.
BOLETA.—¡Oh! ¡Dios mío! Señor Arnholm, todo eso es ahora imposible.
ARNHOLM.—¿Cómo? ¿También esto?
BOLETA.—Sí. Después de lo que usted me ha dicho sobre sus sentimientos, yo no puedo aceptar nada de usted. ¡No! ¡Nunca, después de lo que acaba de pasar entre nosotros!
ARNHOLM.—Prefiere usted quedarse aquí y malgastar su vida.
BOLETA.—Sí, es doloroso.
ARNHOLM.—¿Quiere usted renunciar a ver mundo? ¿Renunciar a formar parte de este universo con que sueña usted, que desea usted? Ésas fueron sus palabras. ¡Piense usted en ello! ¡Conocer la existencia de tantas cosas y saber que no llegará nunca a verlas! Piense en ello, Boleta.
BOLETA.—Sí, sí; tiene usted razón, señor Arnholm.
ARNHOLM.—Y, después, cuando su padre no exista, se encontrará usted sin apoyo, sola en el mundo. O si no, se verá obligada a entregarse a otro hombre, al cual tampoco podrá usted amar.
BOLETA.—¡Oh, sí! Ya lo veo... ¡Qué verdad es todo lo que está usted diciendo! Y sin embargo... En fin... ¿Quién sabe?
ARNHOLM.—(Con energía.) ¿Qué?
BOLETA.—(Mirándole indecisa.) Tal vez no sea del todo imposible.
ARNHOLM.—¿Qué, Boleta?
BOLETA.—Aceptar..., aceptar... su proposición.
ARNHOLM.—¿Estaría usted dispuesta, a pesar de todo?... ¿Querría usted, de todos modos, concederme la felicidad de poderla ayudar como amigo fiel?
BOLETA.—No, no, no. ¡Eso nunca! ¡Imposible! No, señor Arnholm; vale más que sea su...
ARNHOLM.—¡Boleta! ¿De veras?
BOLETA.—Sí... Creo... que quiero.
ARNHOLM.—¿Consiente usted en ser mi mujer?
BOLETA.—Sí. Si usted cree aún... que debe elegirme.
ARNHOLM.—¡Que si lo creo!... (Coge la mano de BOLETA.) ¡Oh! Gracias, gracias, Boleta. Cuanto ha dicho usted antes, su indecisión de hace poco, no me asusta. Aunque no posea por entero su corazón, estoy seguro de llegar a poseerlo. ¡Ah!, Boleta, ¡yo seré su sostén, su guía!
BOLETA.—Pero me permitirá usted viajar y conocer la vida. Me lo ha prometido usted.
ARNHOLM.—Mantendré mi palabra.
BOLETA.—Me permitirá usted aprender lo que yo quiera.
ARNHOLM.—Seré yo mismo su profesor, como en otro tiempo, Boleta. Recuerde usted el último año de nuestra clase.
BOLETA.—(Con alegría ensoñadora.) ¡Seré libre! ¡Libre para ir a otras regiones! ¡Y sin preocuparme del porvenir! ¡Sin preocupación de ninguna clase!
ARNHOLM.—No, no tendrá usted que pensar en nada.
BOLETA.—Sí.
ARNHOLM.—(Pasando el brazo alrededor del talle de BOLETA.) ¡Ah! ¡Ya verá usted qué bien sabremos prepararnos una existencia de paz y de intimidad!
BOLETA.—Sí, empiezo a creer que es posible. (Mirando hacia la izquierda y desasiéndose rápidamente.) ¡Ah! Por favor, que no sepan nada.
ARNHOLM.—¿Por qué?
BOLETA.—Por aquel desgraciado. (Señalando con el dedo.) ¡Allí! ¡Mire usted!
ARNHOLM.—¿Es su padre?
BOLETA.—No, el joven escultor. Se pasea con Hilda.
ARNHOLM.—¡Ah! ¡Lyngstrand! ¿Y qué?
BOLETA.—Ya sabe usted qué delicado está.
ARNHOLM.—Tal vez sea aprensión.
BOLETA.—Desgraciadamente, es verdad. Vivirá poco. Quizá sea mejor para él.
ARNHOLM.—¿Por qué?
BOLETA.—Porque... porque tal vez no consiga nunca triunfar en su arte. Marchémonos antes de que venga.
ARNHOLM.—Con el mayor placer, querida Boleta.
(HILDA y LYNGSTRAND aparecen en el borde del estanque.)
HILDA.—¡Eh! ¡Eh! ¿Es que los grandes señores no quieren esperarnos?
ARNHOLM.—Boleta y yo preferimos ir un poco más allá.
(Se va con BOLETA por la derecha.)
LYNGSTRAND.—(Con risa tranquila.) Es muy divertido lo que pasa aquí. Todos se pasean por parejas. Todos, dos a dos.
HILDA.—(Mirando.) Me parece que está pidiendo su mano.
LYNGSTRAND.—¿De veras? ¿Ha notado usted algo?
HILDA.—Ciertamente. No es muy difícil, cuando se tienen los ojos para algo.
LYNGSTRAND.—Pero la señorita Boleta no querrá. Estoy seguro.
HILDA.—También yo. Le parece que ha envejecido mucho, y teme que pronto sea calvo.
LYNGSTRAND.—Pero no es por eso sólo. No aceptará.
HILDA.—¿Cómo lo sabe usted?
LYNGSTRAND.—Porque ha prometido pensar en otra persona.
HILDA.—¿Pensar solamente?
LYNGSTRAND.—Sí; mientras esté ausente.
HILDA.—¡Ah! ¡En usted, sin duda!
LYNGSTRAND.—Tal vez.
HILDA.—¿Se lo ha prometido?
LYNGSTRAND.—Sí; me lo ha prometido. Pero por nada del mundo vaya usted a decirlo.
HILDA.—¡Dios me libre! Soy muda como una tumba.
LYNGSTRAND.—¡Me parece que ha sido tan buena haciéndome esa promesa!
HILDA.—¿Y piensa usted casarse con ella cuando regrese?
LYNGSTRAND.—No. No me atrevo a pensar en tanto, por ahora. Si pasa mucho tiempo, tal vez me parezca que tiene demasiada edad para mí.
HILDA.—¡Pero, sin embargo, usted quiere que ella piense en usted!
LYNGSTRAND.—Sí; porque será útil para mí y para mi arte. ¿Comprende usted? Y a ella, para quien la vida no tiene un fin determinado, le será fácil ayudarme. Pero no por eso dejo de agradecérselo menos.
HILDA.—¿Cree usted, pues, que podrá trabajar mejor en su tarea cuando piense que Boleta, desde lejos, le recuerda?
LYNGSTRAND.—¡Ya lo creo! ¡Imagínese usted! Saber que en alguna parte del mundo una mujer joven delicada y silenciosa sueña conmigo. Me parece que debe ser tan... tan...; no encuentro la palabra deseada...
HILDA.—Usted quiere decir tal vez... encantador, excitante.
LYNGSTRAND.—Sí; excitante. Eso quería decir, o algo semejante. (La mira un momento.) Es usted muy inteligente, señorita Hilda. Cuando vuelva aquí tendrá usted, aproximadamente, la misma edad que tiene ahora su hermana. Tal vez tenga usted el mismo aspecto exterior, iguales ideas que ella. De modo que será usted, a la vez, ella y usted; se habrán fundido las dos en una misma persona.
HILDA.—¿Y eso le gustará?
LYNGSTRAND.—Aún no lo sé. Me parece que sí. Pero ahora, durante este verano, prefiero que sea usted la que es, nada más que la que es y tal como es.
HILDA.—¿Me prefiere usted así?
LYNGSTRAND.—¡Sí; me gusta usted muchísimo tal como es!
HILDA.—¡Sí! Dígame, usted que es artista: ¿le gusta que lleve trajes claros, colores de verano?
LYNGSTRAND.—Sí; muchísimo.
HILDA.—¿Le parece a usted que los colores claros me sientan bien?
LYNGSTRAND.—Sí; muy bien.
HILDA.—Pero, dígame, usted que es artista: ¿cómo cree que me sentará lo negro?
LYNGSTRAND.—¿Lo negro, señorita Hilda?
HILDA.—Sí. ¿Cree usted que estaré bien de negro?
LYNGSTRAND.—El negro no es color a propósito para el verano. Pero creo que le sentará perfectamente, sobre todo por su fisonomía.
HILDA.—(Con la mirada vaga.) De negro, con el escote muy cerrado, con pliegues negros alrededor, guantes negros y un gran velo negro que cuelgue por detrás.
LYNGSTRAND.—Si la viera a usted así, señorita, me gustaría ser pintor para hacer un retrato delicioso: una viuda joven de luto riguroso.
HILDA.—O una prometida de luto.
LYNGSTRAND.—Sí, mejor una prometida. Pero es imposible que piense usted en semejante traje.
HILDA.—No lo sé. Sin embargo, esa idea me seduce... me atrae...
LYNGSTRAND.—¿Le atrae?
HILDA.—Sí; esta idea me atrae, me excita. (Indicando a la derecha.) Mire usted.
LYNGSTRAND.—(Mirando.) El gran barco inglés. Ya está en el muelle.
(WANGEL y ÉLIDA aparecen al borde del estanque.)
WANGEL.—Te aseguro, querida Élida, que te engañas. (Viendo a los demás.) ¡Ah! ¿Estáis ahí los dos? ¿No es verdad, señor Lyngstrand, que el vapor no está todavía a la vista?
LYNGSTRAND.—¿El inglés grande?
WANGEL.—Sí.
LYNGSTRAND.—(Señalando con el dedo.) Allí está, Doctor.
WANGEL.—¡Ha llegado!
LYNGSTRAND.—Ha llegado, sí, y hay que añadir: como ladrón en medio de la noche. Suavemente, misteriosamente, sin ruido alguno.
WANGEL.—Es conveniente que acompañe a Hilda al muelle. Apresúrese usted. Le gustará oír la música.
LYNGSTRAND.—Sí, señor Doctor; nos vamos los dos.
WANGEL.—Tal vez nos reunamos en seguida con vosotros.
HILDA.—(Cuchicheando con LYNGSTRAND.) Esos dos van también en pareja.
(HILDA y LYNGSTRAND salen por la derecha del jardín. Desde este momento hasta el fin del acto se oye una música de instrumentos de metal a lo lejos, sobre el fiordo.)
ÉLIDA.—Llegó. Está aquí. Sí, sí, lo siento.
WANGEL.—¡Élida! Mejor sería que entraras. Déjame hablar a solas con él.
ÉLIDA.—Es imposible. Te digo que es imposible. (Da un grito agudo.) ¡Ah! ¿Le ves, Wangel?
(El EXTRANJERO llega por la derecha y se detiene en el sendero, al otro lado del seto.)
EXTRANJERO.—(Saludando.) Buenas noches. Ya llegué, Élida.
ÉLIDA.—Sí, sí; es la hora.
EXTRANJERO.—¿Estás dispuesta a partir? ¿Sí o no?
WANGEL.—Ya ve usted que no lo está.
EXTRANJERO.—No me preocupo de su ropa de viaje, ni me importa saber si su equipaje está hecho. Tengo a bordo cuanto necesita para el viaje. He reservado un camarote para ella. (A ÉLIDA.) Te pregunto si estás dispuesta a seguirme por tu propia voluntad.
ÉLIDA.—(Suplicando.) ¡Oh! ¡No me lo pregunte! ¡No me tiente así!
(Se oye a lo lejos la campana del vapor.)
EXTRANJERO.—Es el primer toque de campana. Tienes que apresurarte a decir sí o no.
ÉLIDA.—(Frotándose las manos con angustia.) ¡La decisión! ¡La decisión! ¡Para toda la vida!
EXTRANJERO.—Sí. Irrevocable. Dentro de media hora ya será tarde.
ÉLIDA.—(Mirándole tímida y atentamente.) ¿Por qué se obstina de esa manera en llevarme con usted?
EXTRANJERO.—¿No comprendes tú, como yo, que nos pertenecemos?
ÉLIDA.—¿Por la promesa?
EXTRANJERO.—Las promesas no ligan a nadie, ni al hombre ni a la mujer. Si me obstino tan violentamente en que seas mía, es porque no puedo dejar de hacerlo.
ÉLIDA.—(Con voz suave y temblorosa.) ¿Por qué no vino usted antes?
EXTRANJERO.—¡Élida!
ÉLIDA.—(Con energía.) ¡Ah! Lo que tienta, lo que atrae, lo que arrastra hacia lo desconocido: ése es todo el poderío del mar.
(El EXTRANJERO salta el seto del jardín.)
ÉLIDA.—(Retrocediendo hacia WANGEL.) ¿Qué es eso, qué quiere usted?
EXTRANJERO.—Élida; lo veo; lo oigo como si tú misma lo dijeras. Sí; a pesar de todo, acabarás por elegirme a mí.
WANGEL.—(Acercándose a él.) Mi mujer no tiene nada que elegir. Soy aquí, no sólo el hombre elegido por ella, sino su defensor. ¡Sí, su defensor! Si no se va usted pronto y para siempre, ¿sabe usted a lo que se expone?
ÉLIDA.—¡Wangel! ¡Wangel! ¿Qué vas a hacer?
EXTRANJERO.—Sí. ¿Qué hará usted?
WANGEL.—Le haré detener acusado del crimen que cometió, antes de que pueda regresar a bordo. Sé quién cometió el asesinato de Skiddviken.
ÉLIDA.—¡Oh! ¡Wangel! ¿Cómo puedes?...
EXTRANJERO.—Lo esperaba. (Sacando un revólver del bolsillo.) También me hice acompañar de este objeto.
ÉLIDA.—(Colocándose delante de WANGEL.) No, no; no le mate usted. Máteme usted a mí, mejor.
EXTRANJERO.—Ni a ti ni a él. Tranquilízate. Sólo ha de servir para mí, para vivir o morir como hombre libre.
ÉLIDA.—(Cada vez más exaltada.) Wangel, déjame que te hable delante de él. Quieres y puedes retenerme aquí porque tienes fuerzas y elementos. Pero mi alma, mis pensamientos, mis inclinaciones, mis ardientes deseos no los encadenarás aquí. Buscarán y perseguirán el misterio, lo desconocido, para lo cual fui creada, y cuya puerta me cerraste tú.
WANGEL.—(Con dolor resignado.) ¡Ya lo veo, Élida! Cada vez huyes más y más de mí. El deseo de lo infinito, del ideal irrealizable, acabará por arrojar tu alma a lo más profundo y atroz de la noche.
ÉLIDA.—Sí, sí. Siento volar en torno a mí grandes alas negras y silenciosas.
WANGEL.—No es menester que llegues a eso. No hay más que una salvación para ti. Por eso rescindo el contrato. Ahora elige el camino. Estás en plena, en completa libertad.
ÉLIDA.—(Mirando un momento con profundo asombro.) ¿Es verdad? ¿Es sincero lo que dices? ¿Consientes desde el fondo de tu alma?
WANGEL.—Sí, de mi pobre alma destrozada. Consiento.
ÉLIDA.—¿Puedes hacerlo? ¿Te sientes fuerte?
WANGEL.—Sí; lo puedo, lo puedo, por mi amor hacia ti.
ÉLIDA.—(En voz baja y temblorosa.) ¿Ocupaba lugar tan hondo en tu alma?
WANGEL.—¿No vivimos juntos durante algunos años?
ÉLIDA.—(Juntando las manos.) ¡Y yo que nunca te comprendí!
WANGEL.—Tu pensamiento estaba lejos. Ahora estás completamente desligada de mí y de los míos. Ahora tu verdadera vida puede encontrar el camino verdadero y seguirlo. Ahora puedes elegir libremente Élida; bajo tu responsabilidad.
ÉLIDA.—(Cogiéndose la cabeza entre las manos y mirando fijamente a WANGEL.) ¡Libremente! Y bajo mi responsabilidad... Mi responsabilidad... ¡Qué cambio!
(Se oye otra vez la campana del vapor.)
EXTRANJERO.—¿Oyes, Élida? Tocan por última vez. Ven.
ÉLIDA.—(Se vuelve hacia él, le mira fijamente y dice con voz fuerte:) Nunca querré seguirle después de lo que ha pasado.
EXTRANJERO.—¿No quieres seguirme?
ÉLIDA.—(Acercándose a WANGEL.) Nunca te abandonaré después de lo que me has dicho.
WANGEL.—¡Élida! ¡Élida!
EXTRANJERO.—¿De modo que todo acabó?
ÉLIDA.—Sí, para siempre.
EXTRANJERO.—Sí, ya lo veo. Hay algo aquí más fuerte que mi voluntad.
ÉLIDA.—Su voluntad no tiene ya ninguna influencia sobre mí. Es usted para mí un hombre muerto que vino del mar y a él se vuelve. Pero ya no me da miedo ni me atrae.
EXTRANJERO.—¡Adiós, señora! (Salta el seto del jardín.) En adelante, no será usted en mi vida más que un recuerdo, el recuerdo de un naufragio.
(Se va por la derecha.)
WANGEL.—(Examinando a ÉLIDA detenidamente.) Élida, tu alma es como el mar. Tiene flujo y reflujo. ¿A qué se debió el cambio que se ha operado en ti?
ÉLIDA.—¿No comprendes que el cambio se realizó cuando me dejaste elegir libremente?
WANGEL.—¿Y el ideal, lo desconocido que te atraía?
ÉLIDA.—Ni me atrae ni me asusta. Tuve la posibilidad de comprenderlo, la libertad de examinarlo. Por eso pude renunciar.
WANGEL.—Poco a poco empiezo a comprenderte. Tus pensamientos, tus sentimientos son otros tantos enigmas y alegorías. Lo que te empujaba hacia el mar, hacia ese extranjero, era un deseo de libertad que se despertaba y crecía en ti, nada más.
ÉLIDA.—No lo sé. Pero fuiste un gran médico para mí. Encontraste y te atreviste a emplear el remedio heroico, el único que pudo salvarme.
WANGEL.—Sí. Nosotros los médicos, en las grandes ocasiones, arriesgamos el todo por el todo. De modo, Élida, que ahora serás mía.
ÉLIDA.—Sí, mi querido, mi fiel Wangel; ahora seré tuya. Ahora puedo serlo, porque voy a ti en completa libertad, voluntariamente, como quien se siente y es responsable de sus actos.
WANGEL.—(Mirándola con ternura.) ¡Élida, Élida, vamos a vivir el uno para el otro!
ÉLIDA.—Compartiendo los recuerdos comunes, los tuyos y los míos.
WANGEL.—Sí.
ÉLIDA.—¡Y nuestro amor por nuestras dos hijas!
WANGEL.—¡Las llamas hijas!
ÉLIDA.—¡Sí, esas hijas, cuyos corazones no son enteramente míos, pero que yo sabré conquistar!
WANGEL.—¡Nuestras hijas! (Besa alegremente las manos de ÉLIDA.) Gracias infinitas por estas palabras.
(HILDA, BALLESTED, LYNGSTRAND, ARNHOLM y BOLETA llegan por la derecha y entran en el jardín. Al mismo tiempo aparece el grupo de jóvenes de la ciudad por el sendero exterior.)
HILDA.—(En voz baja a LYNGSTRAND.) ¡Ah! ¡Mire usted! Papá y mamá parecen dos novios.
BALLESTED.—(Que le ha oído.) Es el verano, señorita.
ARNHOLM.—(Mirando a WANGEL y ÉLIDA.) El vapor inglés ya se va.
BOLETA.—(Llegando hasta el seto.) Se le ve mejor desde aquí.
LYNGSTRAND.—Es el último viaje que hace este año.
BALLESTED.—«Pronto todos los fiordos quedarán cerrados», como dice el poeta. ¡Es triste, señora Wangel! Y ahora vamos a perderla a usted también por algún tiempo. He oído decir que parte usted mañana para Skiddviken.
WANGEL.—No; este viaje no se realizará. Hemos cambiado de opinión los dos esta noche...
ARNHOLM.—(Mirándoles a uno después de otro.) ¡Ah! ¿De veras?
BOLETA.—(Acercándose.) Papá, ¿de veras?
HILDA.—(A ÉLIDA.) ¿Te quedarás con nosotros?
ÉLIDA.—Sí, mi querida Hilda, si consientes en retenerme a tu lado.
HILDA.—(Dominada por la alegría y las lágrimas.) ¡Que si lo consiento! ¡Ya lo creo!
ARNHOLM.—(A ÉLIDA.) ¡Pero ésta es una verdadera sorpresa!
ÉLIDA.—(Con grave sonrisa.) ¿No recuerda usted, señor Arnholm, lo que decíamos ayer? Cuando nos convertimos en seres terrestres, ya no volvemos a encontrar el camino del mar, ya no se retorna a la vida marina.
BALLESTED.—Lo mismo le ocurre a mi sirena.
ÉLIDA.—Poco más o menos, sí.
BALLESTED.—Con la única diferencia de que la sirena se muere. Nosotros, por el contrario, podemos acostumbrarnos, podemos adapt... adaptarnos. Sí, sí, se lo aseguro. Podemos adaptarnos.
ÉLIDA.—Sí, señor Ballested, con tal de que seamos libres.
WANGEL.—Y responsables, querida Élida.
ÉLIDA.—(Rápidamente y cogiéndole de la mano.) Y responsables; tienes razón.
(El gran navío inglés desciende silenciosamente por el fiordo. Se oye la música, que se va acercando.)
TELÓN