Rincón aislado del jardín del DOCTOR WANGEL: lugar húmedo, pantanoso y rodeado de árboles viejos. A la izquierda, un estanque encharcado. Un seto pequeño separa el jardín del sendero. Al foro, en el horizonte, el fiordo, y más allá del fiordo, las cumbres de las montañas. Empieza a anochecer.
(BOLETA está sentada sobre un banco de piedra de la derecha; está cosiendo. A su lado, sobre el banco, libros y un cesto de labores. HILDA y LYNGSTRAND llegan con aparejos de pesca, bordeando la orilla del estanque.)
HILDA.—(Haciendo una señal a LYNGSTRAND.) Estese usted quieto. Veo un gran...
LYNGSTRAND.—(Mirando.) ¿Dónde?
HILDA.—(Señalando con el dedo.) ¿No le ve usted? ¿Allí? Y otro allí. ¡Caramba! ¡Otro! (Mirando hacia los árboles.) ¡Uf! Ahí viene alguien a asustarles y a estorbarnos.
BOLETA.—(Levantando la vista.) ¿Quién viene?
HILDA.—¡Tu profesor!
BOLETA.—¿Mi profesor?
HILDA.—Sí, ¡caramba! Nunca lo ha sido mío.
(El profesor ARNHOLM llega por la izquierda, a través de los árboles.)
ARNHOLM.—¿Hay ahora peces en el estanque?
HILDA.—Sí, señor; algunos pececillos que nadan por ahí.
ARNHOLM.—¿De veras? ¿Aún quedan pececillos?
HILDA.—Verdaderamente resisten mucho. Pero ahora vamos a ajustarles las cuentas a algunos.
ARNHOLM.—¿Por qué no pescan en el fiordo?
HILDA.—Sí, es más interesante. ¿Tomó el baño?
ARNHOLM.—Sí, señorita. Acabo de llegar.
HILDA.—Y se ha quedado prudentemente dentro de la caseta.
ARNHOLM.—Sí. No soy buen nadador.
HILDA.—¿Sabe usted nadar de espaldas?
ARNHOLM.—No, señorita.
HILDA.—Yo sí sé. (A LYNGSTRAND.) Vamos a pescar allá, al otro lado.
(Se van por la orilla del estanque, a la izquierda.)
ARNHOLM.—(Acercándose a BOLETA.) ¿Siempre se queda usted sola, Boleta?
BOLETA.—Sí; generalmente, sí.
ARNHOLM.—¿No está su madre aquí, en el jardín?
BOLETA.—No. Sin duda se fue a pasear con papá.
ARNHOLM.—¿Cómo se encuentra esta tarde?
BOLETA.—No lo sé. Olvidé preguntárselo.
ARNHOLM.—¿Qué libros son ésos que tiene ahí?
BOLETA.—Un tratado de Botánica y un tratado de Geología.
ARNHOLM.—¿Le gusta leer esas cosas?
BOLETA.—Cuando tengo tiempo, sí. Pero es necesario que antes me ocupe de nuestra casa.
ARNHOLM.—Pero su madre, su madre política, ¿no la ayuda?
BOLETA.—No. Soy yo quien se ocupa de todo. Me vi obligada a dirigir la casa cuando papá se quedó solo y después continué.
ARNHOLM.—Pero, ¿sigue usted apasionándose por la lectura como antes?
BOLETA.—Sí; leo cuantas veces me puedo procurar libros útiles. Siento deseos de conocer algo la vida del mundo; aquí estamos alejados de todo, o poco menos.
ARNHOLM.—No hay que decir eso, mi querida Boleta.
BOLETA.—Sí; me parece que llevamos la misma vida que los peces del estanque. Están cerca del fiordo, donde van y vienen millares de peces de mar, de verdaderos peces libres; pero los pobres peces domésticos no lo saben dentro del agua, y jamás serán libres.
ARNHOLM.—A mí me parece que se equivocarían si quisieran ser libres.
BOLETA.—¿Quién sabe? Tal vez no les hiciera impresión alguna.
ARNHOLM.—Además, usted no puede decir que se vive aquí en completo retiro. Por lo menos, en verano. Desde hace algunos días es éste punto de cita, centro de atracción, de vida mundana, movimiento de gentes que pasan.
BOLETA.—(Sonriendo.) Eso es; porque usted es sólo alguien que pasa, se cree con derecho a burlarse de nosotros.
ARNHOLM.—¿Burlarme? ¿Cómo puede usted creerlo?
BOLETA.—Sí; todas estas palabras, punto de cita, centro de atracción, movimiento, las ha oído usted decir a los habitantes de la ciudad. Es su manía.
ARNHOLM.—Es verdad.
BOLETA.—Pero, en realidad, es un error. ¿Qué nos importa a nosotros, que vivimos siempre así, que todos esos extranjeros vengan aquí para admirar el sol de medianoche? ¿Qué ganamos nosotros? Nosotros no veremos el sol de medianoche. Nos vemos obligados a permanecer toda la vida aquí, en nuestro estanque de peces.
ARNHOLM.—(Sentándose a su lado.) Dígame usted, querida Boleta, ¿siente usted un pesar, un deseo en su vida retirada?
BOLETA.—Es probable.
ARNHOLM.—¿Qué desea usted?
BOLETA.—Ante todo, partir.
ARNHOLM.—¿Ante todo?
BOLETA.—Después, instruirme, profundizarlo todo...
ARNHOLM.—Cuando fui su profesor, su padre afirmaba que la dejaría estudiar cuanto quisiese.
BOLETA.—¡Ah, sí! ¡Pobre papá! Habla demasiado; pero cuando llega el momento de ejecutar... le falta energía.
ARNHOLM.—Desgraciadamente, tiene usted razón. Le falta energía. Pero, ¿nunca le ha hablado usted del deseo que sentía?
BOLETA.—No, nunca.
ARNHOLM.—¿A qué espera? Debe usted hacerlo antes de que sea demasiado tarde. ¿Por qué no lo hace usted, Boleta?
BOLETA.—Tal vez porque también a mí me falta energía. Debe ser herencia paterna.
ARNHOLM.—¡Bah! ¿Lo cree usted?
BOLETA.—Sí, desgraciadamente. Además, papá no tiene tiempo para pensar en mí, ni en mi porvenir. Ni tampoco lo desea. Evita esas conversaciones cuanto puede. Está completamente dominado por Élida.
ARNHOLM.—¿Por quién? ¿Cómo?
BOLETA.—Quiero decir que él y mi madre política... (Interrumpiéndose.) Ya se dará usted cuenta de que papá y mamá tienen mucho de qué hablar a solas.
ARNHOLM.—En ese caso, lo mejor sería que se fuese usted de aquí.
BOLETA.—Sí; pero me parece que, a pesar de todo, no tengo el derecho de abandonar a papá.
ARNHOLM.—Querida Boleta, más pronto o más tarde tendrá usted que abandonarle; cuanto antes, mejor.
BOLETA.—Tendré que abandonarle, no hay duda. Porque también debo pensar en mí. Necesito crearme una posición. Si papá muriera, no podría apoyarme nadie. ¡Pobre papá! Me da miedo pensar que tengo que separarme de él.
ARNHOLM.—¿Miedo?
BOLETA.—Sí; miedo por él.
ARNHOLM.—Pero piense usted que su madrastra seguirá a su lado.
BOLETA.—Sin embargo, me da miedo. No tiene el tacto y la delicadeza de mamá. ¡Hay tantas cosas que ella no ve, o que tal vez no quiere ver, o de las que acaso no quiere ocuparse! ¡No sé por qué!
ARNHOLM.—¡Bah! Ya veo adónde va usted a parar.
BOLETA.—¡Pobre papá! ¡Tiene también sus debilidades! Tal vez usted se haya dado cuenta. Además, está mucho tiempo desocupado, y ella no sabe ayudarle, sostenerle en sus horas de ocio. Algo de culpa tiene también él.
ARNHOLM.—¿Cómo?
BOLETA.—Quiere siempre ver rostros sonrientes a su alrededor. Es preciso que haga buen tiempo, que el sol brille, que haya alegría en la casa, como dice. Por eso tengo tanto miedo cuando ensaya algún nuevo remedio para curarla... No lo conseguirá.
ARNHOLM.—¿De veras? ¿Usted cree?
BOLETA.—Sí; no puedo apartar este pensamiento, que a veces me obsesiona de modo extraño. (Con cólera.) ¿No es injusto verme obligada a permanecer siempre en esta casa? Ni le soy útil a papá ni cumplo los deberes que tengo para mí misma.
ARNHOLM.—¡Vaya! Querida Boleta, ¿quiere usted que hablemos seriamente?
BOLETA.—No serviría de gran cosa. Hay que creer que mi destino es como el de esos peces: vivir en el estanque.
ARNHOLM.—Al contrario. De usted depende.
BOLETA.—(Vivamente.) ¿Lo cree usted?
ARNHOLM.—Se lo aseguro. Está en su mano.
BOLETA.—¡Dios mío! ¡Si fuera verdad! ¿Tal vez se propone usted hacer que papá tome una decisión?
ARNHOLM.—Sí; pero antes, mi querida Boleta, necesito hablarle con sinceridad, con toda franqueza. (Mirando hacia la derecha.) ¡Psit! Disimule usted. Volveremos a hablar más tarde.
(ÉLIDA llega por la derecha. Va sin sombrero. Una toquilla cubre su cabeza y hombros.)
ÉLIDA.—(Con agitación nerviosa.) ¡Qué bien se está aquí!
ARNHOLM.—(Levantándose.) ¿Viene usted de pasear?
ÉLIDA.—Sí. Di un largo paseo a pie con Wangel. Y ahora vamos a dar un paseo en bote.
BOLETA.—¿No quieres sentarte?
ÉLIDA.—No, gracias.
BOLETA.—(Haciéndole sitio en el banco.) Hay sitio.
ÉLIDA.—(Paseándose.) No, no; no quiero sentarme, no quiero sentarme.
ARNHOLM.—Este paseo debe haberle sentado bien. Tiene usted buenos colores.
ÉLIDA.—Sí; me encuentro muy bien, muy feliz y muy tranquila. Sí, muy tranquila. (Mirando hacia la derecha.) ¿Qué gran vapor es ése que llega por ahí?
ARNHOLM.—(Se levanta y mira.) Debe de ser el inglés. Se para junto a la boya. ¿Es ahí donde suele pararse?
BOLETA.—Sí; pero sólo durante media hora. Va a remontar el fiordo.
ÉLIDA.—¡Y mañana ganará el mar libre! ¡El mar libre! ¡Quién pudiera ir en él! ¡Quién pudiera!...
ARNHOLM.—¿Nunca hizo un viaje largo por mar, señora Wangel?
ÉLIDA.—Nunca. Solamente cortas excursiones por los fiordos.
BOLETA.—(Suspirando.) Tenemos que contentarnos con la tierra firme.
ARNHOLM.—Que, además, tiene la ventaja de ser nuestro elemento.
ÉLIDA.—¡Ah! ¡Eso sí que no lo creo yo! Me imagino que si nos hubiésemos acostumbrado desde un principio a vivir sobre el mar, en el mar mismo, seríamos mejores y más dichosos que ahora.
ARNHOLM.—¿Lo cree usted?
ÉLIDA.—Sí. Lo creo, y quisiera hacer la prueba. Muchas veces se lo he dicho a Wangel.
ARNHOLM.—¿Y qué opina?
ÉLIDA.—Piensa que tal vez tenga yo razón.
ARNHOLM.—(Bromeando.) Sea, pero el mal ya no tiene remedio. Aunque nos hayamos equivocado, convirtiéndonos en animales terrestres, en vez de ser animales marinos, desgraciadamente, es ya demasiado tarde para reparar la falta.
ÉLIDA.—Dice usted una triste verdad. Y creo que la Humanidad también lo lamenta. Y he aquí por qué nosotros sufrimos angustia profunda. Créame usted, ahí está el secreto de la melancolía humana.
ARNHOLM.—Pero, mi querida señora Wangel, no me ha parecido que todos los hombres se sientan tan tristes como usted supone. Al contrario, me parece que la mayor parte de los hombres consideran la vida muy alegre y muy amable, y que viven en una felicidad inconsciente.
ÉLIDA.—¡Ah! No. Eso sí que no. Esa alegría es como la que nosotros experimentamos durante las largas y claras noches del verano, esas noches durante las cuales pesa siempre la amenaza del mal tiempo, y esta amenaza perturba la alegría de la Humanidad, como la nube que pasa y proyecta su sombra sobre el fiordo... el fiordo que antes, hacía un momento, se presentaba tan blanco y tan azul, y después, de pronto...
BOLETA.—Deja esos tristes pensamientos. Hace muy poco estabas muy alegre y animada.
ÉLIDA.—Es verdad. Estaba... ¡Qué ridícula soy! (Mirando con inquietud en torno suyo.) ¡Con tal de que vuelva Wangel! Me lo ha prometido, pero no vuelve. Mi querido señor Arnholm, ¿quiere usted hacerme el favor de ir a buscarlo?
ARNHOLM.—Con mucho gusto, señora.
ÉLIDA.—Dígale de mi parte que vuelva en seguida, porque ya no le veo en este momento.
ARNHOLM.—¿A quién?
ÉLIDA.—¡Ah! Usted no lo comprende. Cuando no está a mi lado, me sucede, a veces, que se me borra su rostro, y experimento la impresión de haberle perdido por completo. Y esto es horrible. Pero ¡vaya usted a buscarle!
(Se pasea al borde del estanque.)
BOLETA.—(A ARNHOLM.) Iré con usted. No sabría usted encontrarle.
ARNHOLM.—Sí, sabré.
BOLETA.—(En voz baja.) No, no, estoy turbada. Temo que haya ido a bordo del vapor.
ARNHOLM.—¿Y eso la asusta?
BOLETA.—Sí. Va generalmente con la esperanza de encontrar amigos, y como hay un bar a bordo...
ARNHOLM.—¡Ah! ¡Sí! Comprendo. Entonces, venga usted conmigo.
(ARNHOLM y BOLETA se van por la derecha. ÉLIDA se queda con la mirada fija en el estanque. Después murmura, como si hablase consigo misma, palabras entrecortadas. En el sendero, detrás del seto del jardín, aparece un extranjero en traje de viaje. Su barba y sus cabellos son rojos y espesos. Lleva un gorro escocés y un saco de viaje. Pasa lentamente por el seto mirando al jardín. Al ver a ÉLIDA, se para, la mira fijamente y dice en voz baja.)
EXTRANJERO.—Buenas noches, Élida.
ÉLIDA.—(Se vuelve, gritando.) ¡Ah, querido; por fin has llegado!
EXTRANJERO.—Sí, al fin he llegado.
ÉLIDA.—(Mirándole con sorpresa y ansiedad.) ¿Quién es usted? ¿A quién busca aquí?
EXTRANJERO.—Lo sabes.
ÉLIDA.—¿Qué es esto? ¿Quién es usted? ¿Por qué me habla? ¿A quién busca?
EXTRANJERO.—Te busco a ti.
ÉLIDA.—(Asustada.) ¡Ah! (Ella le mira y retrocede, dando un grito sofocado.) ¡Los ojos! ¡Los ojos!
EXTRANJERO.—Ya empiezas a reconocerme. Yo en seguida te reconocí, Élida.
ÉLIDA.—¡Oh! ¡Esos ojos! ¡No me mire usted así, o pido socorro!
EXTRANJERO.—¡Psit! ¡Psit! No tengas miedo. No te haré daño.
ÉLIDA.—(Tapándose los ojos con las manos.) ¡Pero no me mire usted así! ¡Se lo ruego!
EXTRANJERO.—(Apoyando los codos en el seto.) Acabo de llegar en el barco inglés.
ÉLIDA.—(Mirándole con ansiedad.) ¿Qué quiere de mí?
EXTRANJERO.—Te había prometido regresar tan pronto como pudiera.
ÉLIDA.—¡Váyase, vuelva a marcharse y no regrese nunca más aquí! Ya le escribí diciendo que todo había acabado entre nosotros, todo, todo. ¡Usted lo sabe!
EXTRANJERO.—(Sin alterarse y sin contestar a ÉLIDA.) Yo hubiera querido venir antes a buscarte. Pero me fue imposible, ahora por fin lo conseguí y ya soy tuyo, Élida.
ÉLIDA.—¿Qué quiere usted de mí? ¿En qué piensa? ¿Por qué vino usted aquí?
EXTRANJERO.—¿No comprendes, pues, que vine a buscarte?
ÉLIDA.—(Retrocediendo, asustada.) ¿A buscarme? ¿Y piensa usted que le voy a seguir?
EXTRANJERO.—Sí.
ÉLIDA.—¡Pero usted sabe que estoy casada!
EXTRANJERO.—Lo sé.
ÉLIDA.—¿Lo sabe usted? ¿Y, a pesar de eso, viene usted... a buscarme?
EXTRANJERO.—Sí, vengo...
ÉLIDA.—(Cogiéndose la cabeza entre las manos.) ¡Oh! ¡Esa mirada! ¡Siempre esa mirada que perturba, que asusta!
EXTRANJERO.—¿Es que acaso no quisieras tú?...
ÉLIDA.—(Con horror.) No me mire usted así.
EXTRANJERO.—Te pregunto si no quieres.
ÉLIDA.—No, no, no quiero. ¡Jamás en la vida! Digo que no quiero, no puedo ni quiero. (En voz más baja.) Ni me atrevo tampoco.
EXTRANJERO.—(Salta al seto y entra en el jardín.) ¡Vaya! ¡Élida! Necesito darte una cosa antes de marcharme.
ÉLIDA.—(Quiere huir, pero se queda paralizada de horror, apoyada contra un árbol, cerca del estanque.) No me toque usted. No se acerque. Le digo que no me toque.
EXTRANJERO.—(Se acerca suavemente algunos pasos.) Élida, no debes tener miedo de mí.
ÉLIDA.—(Tapándose los ojos con las manos.) No me mire así.
EXTRANJERO.—No tengas miedo, Élida, no tengas miedo.
(El DOCTOR WANGEL entra en el jardín por la derecha.)
WANGEL.—(Desde los árboles.) Hace mucho que me debes esperar.
ÉLIDA.—(Se lanza hacia él, se agarra a su brazo y grita.) ¡Ah! ¡Wangel, sálvame, sálvame, si puedes!
WANGEL.—¡Élida! ¿Qué pasa, Dios mío?
ÉLIDA.—¡Sálvame, Wangel! ¿No lo ves? ¡Está allí! ¡Allí!
WANGEL.—(Mirando.) ¿Aquel hombre? (Acercándose al extranjero.) ¿Me permite usted que le pregunte quién es? ¿Y por qué ha entrado en mi jardín?
EXTRANJERO.—(Indicando a ÉLIDA con una inclinación de cabeza.) Quiero hablarle.
WANGEL.—¡Ah! Bueno. Debe de ser usted. (A ÉLIDA.) Al venir me dijeron que un extranjero había entrado en el patio preguntando por ti.
EXTRANJERO.—Sí. Era yo.
WANGEL.—¿Y qué quiere de mi mujer? (Volviéndose.) ¿Le conoces, Élida?
ÉLIDA.—(En voz baja, retorciéndose las manos.) ¡Sí, le conozco! Sí, sí, sí.
WANGEL.—(Con rapidez.) ¿Quién es?
ÉLIDA.—¡Ah! Wangel, es él, él mismo, él.
WANGEL.—¿Cómo? ¿Qué dices? Es usted ese Johnson que en otro tiempo...
EXTRANJERO.—Sea. Puede usted llamarme Johnson, si eso le place. Ahora ya no me llamo así.
WANGEL.—¿Usted no se llama?...
EXTRANJERO.—No, ahora no.
WANGEL.—¿Y qué quiere usted de mi mujer? Usted debe saber que la hija del farero se casó hace mucho tiempo y también debe saber con quién.
EXTRANJERO.—Lo sé desde hace tres años.
ÉLIDA.—(Interesada.) ¿Cómo lo supo usted?
EXTRANJERO.—Fue al regresar aquí. Leí en un periódico viejo, un periódico del país, que se había celebrado el casamiento.
ÉLIDA.—(Mirando fijamente al vacío.) ¡El casamiento! ¡Sí! Entonces, eso fue.
EXTRANJERO.—Me impresionó de modo extraño, a causa de aquella ceremonia de antes, la ceremonia de los anillos. ¿Te acuerdas, Élida? También fue un casamiento.
ÉLIDA.—(Tapándose la cara con las manos.) ¡Ah!
WANGEL.—¿Cómo puede usted atreverse a?...
EXTRANJERO.—¿Élida, te habías olvidado?...
ÉLIDA.—(Sintiendo que sobre ella pesa su mirada, grita.) ¡No me mire usted así!
WANGEL.—(Colocándose delante del extranjero.) A mí debe usted dirigirse, no a ella. Y ahora que ya conoce la situación, ¿qué tiene usted que hacer aquí? ¿Con qué derecho persigue a mi mujer?
EXTRANJERO.—Había prometido a Élida venir a buscarla tan pronto como me fuese posible.
WANGEL.—¡Élida! ¿Aún ahora?
EXTRANJERO.—Élida me había prometido esperarme hasta mi regreso.
WANGEL.—Llama usted a mi mujer por su nombre. Es una familiaridad que no consentiré en mi casa, señor.
EXTRANJERO.—Lo sé. Pero como fue mía antes que suya...
WANGEL.—¿De usted? ¿Se atreve?...
EXTRANJERO.—¿Le ha contado ella la ceremonia de los dos anillos, el mío y el de Élida?
WANGEL.—¡Sí! Pero, ¿qué importa? En seguida rompió con usted. Usted no lo ignora, puesto que recibió dos cartas.
EXTRANJERO.—Élida y yo estábamos de acuerdo. Pensábamos que la ceremonia de los anillos debía respetarse como una ceremonia nupcial. ¡Era un casamiento!
ÉLIDA.—Pero ahora no quiero. Óigalo usted. Nunca. Nunca. No quiero nada con usted. ¡No me mire usted así! ¡No quiero!
WANGEL.—Está usted loco, si pretende hacer valer un derecho fundado en tales puerilidades.
EXTRANJERO.—Es verdad. No tengo ningún derecho. En el sentido en que usted lo dice, no tengo absolutamente ningún derecho.
WANGEL.—Pero, entonces, ¿qué quiere usted hacer? ¿No se imaginará usted que puede arrancármela por fuerza y contra su voluntad?
EXTRANJERO.—No. ¿De qué serviría? Es necesario que Élida parta voluntariamente y me siga.
ÉLIDA.—(Con asombro.) ¡Voluntariamente!
WANGEL.—¡Y se atreve usted a creer que!...
ÉLIDA.—(Hablando consigo misma.) ¡Voluntariamente!
WANGEL.—Debe usted de estar loco. Váyase. Nada tiene que hacer aquí.
EXTRANJERO.—(Mirando el reloj.) Pronto será la hora de embarcarme. (Se acerca un paso.) Sí, sí, Élida, ya he cumplido con mi deber. (Se acerca más.) He cumplido mi palabra.
ÉLIDA.—(Suplicante, retrocediendo.) ¡Oh! ¡No me toque usted!
EXTRANJERO.—Y ahora vas a reflexionar hasta mañana por la noche.
WANGEL.—No tiene que reflexionar sobre nada. Salga usted. Váyase de aquí.
EXTRANJERO.—(Dirigiéndose a ÉLIDA.) Voy a remontar el fiordo en el barco inglés, y mañana por la noche volveré a verte. Me esperarás aquí, en el jardín, porque prefiero arreglar este asunto contigo sola. ¿Comprendes?
ÉLIDA.—(En voz baja y temblorosa.) ¿Lo oyes, Wangel?
WANGEL.—Tranquilízate. Sabremos impedirle que entre...
EXTRANJERO.—Hasta la vista, Élida; hasta mañana por la noche.
ÉLIDA.—(Suplicante.) No, no; no vuelva usted mañana por la noche. ¡No vuelva usted!
EXTRANJERO.—Y entonces, si estás dispuesta a embarcarte conmigo...
ÉLIDA.—¡No me mire usted así!
EXTRANJERO.—Prepárate a partir.
WANGEL.—Élida, entra en la casa.
ÉLIDA.—No puedo. ¡Ayúdame! ¡Sálvame, Wangel!
EXTRANJERO.—Tienes que saber desde ahora que todo acabará para siempre si mañana no me sigues.
ÉLIDA.—(Mirándole temblorosa.) ¿Todo habrá acabado? ¿Para siempre?
EXTRANJERO.—(Con una inclinación de cabeza.) Sí, Élida, para siempre. Jamás volveré a estas tierras, ya no me verás nunca ni tendrás noticias mías. Será como si me hubiera muerto.
ÉLIDA.—(Con un suspiro.) ¡Ah!
EXTRANJERO.—Reflexiona en lo que has de hacer. Adiós. (Se va hacia el foro, salta el seto, se para y dice.) Élida, prepárate a partir mañana por la noche. Vendré a buscarte.
(Se va lentamente, tranquilamente, por el sendero de la izquierda.)
ÉLIDA.—(Siguiéndole con la mirada.) Dijo: «Voluntariamente». Figúrate, me dijo que debía partir voluntariamente con él.
WANGEL.—Sé razonable. Ahora se ha ido y ya no volverás a verle.
ÉLIDA.—¿Cómo puedes decir eso, puesto que volverá mañana por la noche?
WANGEL.—¡Que intente venir! De todos modos, te garantizo que no te verá.
ÉLIDA.—(Moviendo la cabeza.) ¡Ah! Wangel, no creas que podrás impedirle que me vea.
WANGEL.—Sí, querida mía, confía en mí.
ÉLIDA.—(Pensativa, sin escuchar a WANGEL.) Vendrá mañana por la noche, después partirá en el vapor grande, hacia la mar libre...
WANGEL.—¿Y qué?
ÉLIDA.—Quisiera saber si no volverá nunca, nunca...
WANGEL.—No, querida Élida. Puedes estar segura. ¿Qué tendría que hacer de aquí en adelante? Tú misma le has dicho que no le querías. Ahora sí que acabó todo.
ÉLIDA.—(Hablando consigo misma.) ¡Sí! O mañana o nunca.
WANGEL.—Y si, a pesar de todo, se atreviese a volver alguna vez...
ÉLIDA.—(Vivamente.) ¿Qué?
WANGEL.—Le impediríamos que hiciera algo.
ÉLIDA.—No lo creas.
WANGEL.—Será bien sencillo. Si no quiere dejarte en paz, expiará el asesinato del capitán.
ÉLIDA.—(Violentamente.) ¡No, no, no! ¡Nunca! Nada sabemos del asesinato del capitán. ¡Nada, absolutamente, nada!
WANGEL.—¿Nada? Él mismo te lo confesó.
ÉLIDA.—No, no me dijo nada. Si hablas, te desmentiré. No se debe encarcelar a ese hombre. Pertenece al mar libre. ¡Allí está su vida!
WANGEL.—(Lentamente, mirando a ÉLIDA.) ¡Ah! ¡Élida! ¡Élida!
ÉLIDA.—(Agarrándose a él con violencia.) Mi querido, mi fiel Wangel, ¡sálvame de ese hombre!
WANGEL.—(Desasiéndose suavemente de ella.) Ven, ven conmigo.
(LYNGSTRAND e HILDA, llevando los aparejos de pesca, llegan a la orilla del estanque.)
LYNGSTRAND.—(Se acerca vivamente a ÉLIDA.) ¡Ah! Señora, tengo que contarle una cosa extraordinaria.
WANGEL.—¿Qué?
LYNGSTRAND.—Imagínese usted que acabamos de ver al americano.
HILDA.—Sí, también yo le he visto.
LYNGSTRAND.—Pasó por delante del jardín y después se embarcó en el gran barco inglés.
WANGEL.—¿De qué conoce a ese hombre?
LYNGSTRAND.—He servido en el mismo barco que él, hace algunos años. Tenía la seguridad de que estaba muerto y ahora me lo vuelvo a encontrar lleno de vida.
WANGEL.—¿Puede usted darme algunos informes sobre él?
LYNGSTRAND.—No; pero sin duda ha vuelto para vengarse de su esposa infiel.
WANGEL.—¿Cómo?
HILDA.—Lyngstrand lo emplea como protagonista de una obra de arte suya.
WANGEL.—¿Qué quiere usted decir?
ÉLIDA.—Más tarde lo sabrás.
(Aparecen BOLETA y ARNHOLM por el sendero del jardín, por la derecha.)
BOLETA.—(A las personas que están en el jardín.) ¡Vengan ustedes a verlo! El gran vapor inglés remonta ahora el fiordo.
(Un gran vapor pasa a cierta distancia.)
LYNGSTRAND.—(Cerca del seto del jardín.) Seguro que va a vengarse esta noche.
HILDA.—(Asintiendo con una inclinación de cabeza.) ¡De la infiel! ¡Ah! ¡Sí! ¡Seguramente!
LYNGSTRAND.—Y a medianoche.
HILDA.—Me parece que será interesante.
ÉLIDA.—(Mirando hacia el vapor.) De manera que mañana...
WANGEL.—Mañana, y después nunca más.
ÉLIDA.—(En voz baja y temblorosa.) ¡Ah! ¡Wangel, sálvame de mí misma!
WANGEL.—(Mirándola ansiosamente.) Élida, temo que me ocultes algo más.
ÉLIDA.—Lo que atrae está oculto...
WANGEL.—¿Lo que atrae?...
ÉLIDA.—Ese hombre es como el mar.
(Atraviesa lenta y pensativamente el jardín y se va por la derecha. WANGEL, inquieto, va a un lado mirándola con gran atención.)
TELÓN