EN SU INFANCIA
Dos historias escuchó Ibsen de labios de sus padres cuando aún levantaba muy poca altura del suelo. La primera relativa a un perro negro. Tratábase de un animal grande, peludo, hermoso y fiero, propiedad del celador. Éste subía a lo alto de la torre de la iglesia y desde allí daba las horas. Lo hizo como de costumbre la noche del 31 de diciembre de ese año. Se asomó desde lo alto a contemplar al vecindario celebrando la fiesta. El perro lo miraba con los ojos inyectados de sangre. El celador experimentó tal horror que sufrió un desvanecimiento súbito y cayó al vacío, falleciendo casi al instante mientras se oía el ladrido del animal.
La otra narración no era menos siniestra y además era verdadera. La torre y el cuerpo de la iglesia de Grimstad se habían incendiado en el siglo XVIII a causa del descuido de una sirvienta. La condenaron a muerte por su imprudencia, lo cual sin duda hizo meditar a Ibsen sobre la crueldad y la dureza de los hombres.
No le gustaba el edificio de la iglesia, presente después en su memoria a lo largo de su vida. Lo veía como un conjunto de piedras hacinadas, sin gracia ni verdor, interpuesta entre él y un horizonte que hubiera podido contemplar si el templo no estuviera allí. Contribuyó más a este desagrado que su niñera le llevara un día a la famosa torre y le permitiera asomarse al vacío, bien sujeto a ella. En su casa, y asomada a una de las ventanas fronteras a la fachada, se hallaba su madre entretenida en sus pensamientos. Alzó los ojos y vio al niño inclinando la cabeza y el pecho desde uno de los huecos de la torre. Cayó desmayada al instante con la consiguiente alarma de los vecinos, que corrieron a socorrerla. El niño se encontró en sus brazos, casi asfixiado por el abrazo, unos minutos después.
Marichen Cornelia Altenburg era su nombre, casada con Knut Henrik Ibsen, comerciante en madera, hijo de un marino muerto en un naufragio y nieto y biznieto también de marineros. Dos observaciones hacen a propósito de los antepasados de Ibsen sus biógrafos más atentos: que su tatarabuelo era danés, alemana su mujer, y escocesa y alemana la respectiva esposa del bisabuelo y del abuelo. Deducen de aquí que si el genio de Ibsen salta la frontera escandinava y alcanza categoría universal, se debe a esta mezcla de sangre.
LOS PADRES
Es interesante conocer la personalidad de sus padres porque arroja luz para esclarecer la obra de Ibsen. Knut Henrik Ibsen, el hijo del marino náufrago, fue uno de los hombres más alegres de su región. Frecuentaba las tabernas, organizaba tertulias y bailes en su casa, le encantaba que lo invitaran a las de sus amigos y hacía saltar estrepitosamente al niño sobre sus rodillas. Su mujer, Marichen Cornelia, influida por el ambiente luterano de la ciudad, pendiente de la falta que siempre creía estar cometiendo, aterrorizada ante la posibilidad del castigo eterno y viendo malos augurios en todo lo que ocurría, infundió al niño un pánico ante la vida del que nunca se liberó.
Una vez le regalaron al futuro dramaturgo una bonita medalla a la que el pequeño se aficionó en seguida. Jugaba con ella día y noche cuando, en una ocasión, al dejarla correr por un entarimado, la medalla se escurrió hasta desaparecer por un resquicio. La señora Cornelia interpretó el incidente como el anuncio de una catástrofe y dispuso que la medalla se buscara desclavando el entarimado. Fue inútil; no estaba por parte alguna. Ibsen sintió que él era el culpable de aquel mal augurio. No se lo dijo a nadie, pero empezó a temer a un vigilante de seguridad que se paseaba por el pueblo a la caída de la tarde. El niño corría a su habitación y se escondía bajo la cama hasta que imaginaba lejos de su calle al vigilante.
Así se hizo adusto, reconcentrado, pensativo, desaliñado y de difícil trato con los otros muchachos. Hasta se llegó a decir que al pequeño Ibsen le irritaba la alegría de sus compañeros. Le parecía que la vida era terrible y que la euforia feliz y la frivolidad se identificaban.
Por supuesto, muy pronto, por ser tan retraído, se aficionó a los libros. Había en su casa una vieja Historia de Londres que leyó repetidas veces. Muchos años más tarde la mencionó en El pato salvaje y la calificó como una obra reveladora de algo maravilloso y arcano. Empezó entonces a aficionarse a la historia, pero no porque sintiera admiración por el pasado y menos aún veneración, sino porque el rumor de todo lo acaecido en el tiempo y que se inmortaliza en la letra escrita, lo erguía sobre sí mismo y le descubría un arcano de su intimidad.
ECONOMÍA DRAMÁTICA
El espíritu de la previsión empezó a adueñarse de él desde esa época. Se trata de un término clave para comprender en buena medida una de las innovaciones que realiza en su teatro con respecto a lo que imperaba en la escena europea: a partir precisamente de CASA DE MUÑECAS, su teatro empieza a estar cronométricamente previsto. Tómese una obra de Shakespeare o de Molière o de cualquier dramaturgo del XVIII o de Victor Hugo ya en el XIX. Habrá algo que se podrá hacer: eliminar una escena, varios parlamentos, quizá fundir dos personajes en uno o llevar a cabo eso que en la jerga teatral se llama «peinar un texto». Inténtese el mismo experimento con CASA DE MUÑECAS o con Espectros. Será imposible. Cada escena, cada diálogo, casi cada instante de la obra lo hallaremos engarzado a otro del acto anterior y del posterior, de manera que cada pieza depende de las restantes y la menor alteración que sufra cualquiera dañará, no sólo la armonía, sino hasta el sentido del conjunto.
Ibsen no escribe ni una línea que no obedezca a una intención. En cada una, nos quiere indicar algo generalmente referido a la manera de ser del personaje o al curso de la acción o a la expectativa que pretende se apodere del espectador. Para sentir que está haciendo arte de veras y no mercancía al uso del comediógrafo vulgar, se demora en su taller trazando el plan de la obra una y otra vez, redactando varios manuscritos y dándole mil vueltas a cada uno de los detalles. Es la manera que tiene de escapar al azar tan temido por Marichen Cornelia en la mansión donde transcurrieron sus primeros años.
AUSTEROS Y SENSUALES
La familia Ibsen, después de vivir en la opulencia y al cabo de tanta noche de fiesta con ostras y champagne, se vio profundamente turbada por la ruina. Los negocios de Knut Ibsen fracasaron, tuvieron que mudarse de su mansión y suspendieron la relación con muchos de los amigos, pues no podían corresponder a sus atenciones.
El hijo del comerciante arruinado empezó entonces a dedicarle sesiones largas a la lectura de la Biblia. Quizá encontró en la lectura del Antiguo Testamento algo remotamente parecido a un acuerdo entre el perfil de la madre y el del padre: intensidad en ambos y extraña combinación de vida que exalta gozosamente, junto a una integridad moral que ensalza la perfección de la ley.
A lo largo de su carrera dramática se explayaría largamente considerando esta cuestión: ¿debe optarse por la austeridad, el cumplimiento de la ley, una cierta rigidez en la aplicación de los principios, o debe disfrutarse el momento presente que huye para no volver y que reclama la copa de vino, la reunión con los amigos hasta la madrugada, el humo del tabaco y un cierto olvido de la pesadumbre que la vida trae consigo? La huella de lo que meditó Ibsen esta cuestión puede seguirse fácilmente. CASA DE MUÑECAS y Espectros, se leen sin dificultad al hilo del tema. En CASA DE MUÑECAS hay un personaje secundario, el doctor Rank, que visita día por día el hogar de la familia Helmer y sostiene con Nora conversaciones muy agradables. Tal parece que este doctor siente algo más que amistad por la señora. Es un solterón y en algún momento confiesa que nunca disfrutó de la vida porque siempre sufrió una extraña enfermedad. El mal ha ido agravándose y ahora, durante las fiestas navideñas que le sirven a la obra de telón de fondo, la vida tristísima de este hombre va a llegar a su desenlace. Como es médico conoce los síntomas y antes de encerrarse para agonizar en solitario se desahoga con Nora. Su padre era uno de esos ejemplares de vitalidad y alegría que le sacan el mejor partido a la existencia: un teniente seductor de mujeres, gran viajero y excelente catador de vinos. Pasó muy bien el tiempo que le tocó andar por la tierra, pero le dejó al hijo en herencia una debilidad en la médula que lo trastornó desde sus primeros años.
Así, considerando la situación del doctor Rank, parece que Ibsen opta por el bando de los austeros y condena a los sensuales. Pero no es así. No se necesita salir de CASA DE MUÑECAS para encontrar a un puritano que detesta las deudas, no dice nunca una mentira, es ahorrativo, se muestra severo y paternal con su esposa, y oculta un corazón mezquino y una radical incapacidad de amar. Ibsen no elige ni a los sensuales ni a los austeros. Ya veremos a quiénes prefiere.
DRAMATURGO EN CIERNES
Antes de tomar la decisión de entregarse por completo a la literatura, y especialmente al teatro, estuvo a punto de hacerse pintor y más tarde médico. Parece que se tranquilizaba al dibujar el perfil de alguien, hombre o mujer, quién sabe si para imaginarlo en tal o cual situación y terminar componiendo una historia. Desistió pronto de tomar este rumbo, halló trabajo en una farmacia, el jefe quiso que lo acompañara en la mañana a traer yerbas del campo al establecimiento para macerarlas, y probablemente él fue quien le aconsejó que estudiara Medicina. A Ibsen le gustó la idea. Sintió siempre una gran estima por los médicos. Aparte de este doctor Rank de CASA DE MUÑECAS hay otras batas blancas en la galería ibseniana que invariablemente se distinguen por ser tipos muy humanos. Alguno de ellos no se limita a esto y llega a ser heroico enfrentándose a la gente y a sus intereses, como el doctor Stockman en Un enemigo del pueblo. El caso de Relling en El pato salvaje daría para un estudio interesante. Ya sabemos que Ibsen se adueña de tal manera de la técnica dramática, que se permite sugerir un mundo de ideas y sentimientos con sólo hacer algunas insinuaciones. Este Relling habla poco, pero es evidente que Ibsen le hace el honor de que hable por él. Es todo un escéptico, bebe más de la cuenta, no gana mucho dinero y sin embargo ha descubierto una medicina psíquica infalible para aquellos de sus pacientes que son mediocres: dejarlos reposar en las mentiras que se dicen a sí mismos y gracias a las cuales vegetan felices. Ya veremos también cómo en LA DAMA DEL MAR hay un médico que se distingue por su nobleza de carácter aunque adolezca de una cierta falta de iniciativa.
Ibsen se enfrentó una vez más al ambiente y no simpatizó con el personal de la farmacia. Por la noche había tertulia; él asistía de cuando en cuando para no aburrirse, pero siempre abandonaba el local pensando en la mediocridad y en la falta de visión de los presentes. Tenía un recurso para no desesperar: irse a su habitación, cerrar la puerta, meterse temprano en la cama, sacar un lápiz y unos papeles escondidos bajo el colchón y escribir un poema y otro, y otro... y otro hasta conciliar el sueño. No ha faltado crítico que se atreviera con la hipótesis de que a Ibsen le remordió toda la vida la conciencia por no haberse dedicado a la poesía. Es falso. Lo que sí puede afirmarse es que pretendió oscuramente, quizá sin darse él mismo cuenta hasta el final, ser un poeta dramático, como lo es cuando escribe LA DAMA DEL MAR mucho más que cuando sigue en Espectros el canon del naturalismo.
Encerrado en sí mismo era imposible que continuara. Los introvertidos feroces, sobre todo cuando se dejan refinar por la poesía, acaban encontrando sus espíritus afines. Ibsen los encontró y esto fue su salvación. El primero de ellos, uno de esos amigos que lo son en toda la resonancia y la entraña del vocablo, que escuchan una confidencia y no la repiten, que acompañan, se ríen, estimulan y admiran: Ole Shulerud. Moriría joven dejándole al dramaturgo un recuerdo imborrable de nobleza y lealtad. Entre los otros figuraría Björnson, más adelante también autor de teatro muy famoso, aunque menos que Ibsen fuera de Noruega. Sus relaciones con el autor de CASA DE MUÑECAS fueron complejas y más de una vez se distanciaron.
Ibsen y Shulerud compartieron una habitación estrecha en un barrio muy popular; los dos se interesaron por la política y llegaron a intervenir en ella. Ibsen preparó sus exámenes para empezar los estudios de Medicina y mostró a sus amigos su tesoro escondido: un drama histórico titulado Catilina. Los amigos se entusiasmaron al leerlo. El autor conocía muy bien los textos de Cicerón y de Salustio a propósito de Catilina. Y sin ser ni un investigador ni un especialista en historia de Roma, Ibsen daba su veredicto: Catilina se merecía un trato diferente al que había recibido de quienes emitieron un juicio negativo sobre él. Catilina era un individuo extraordinario, y a los que son de esta condición no se les puede exigir que se comporten como lo hace el común de los mortales. Aquí da comienzo lo que sólo terminará con el fin de su carrera: la exaltación del individuo frente a la sociedad.
Ibsen fue un romántico en el momento en que el romanticismo iniciaba su declive y el artista que lo cultivaba desesperaba por fortalecerlo. Creo que esta angustia del poeta romántico ante su propio romanticismo es la fuente de la inspiración de Ibsen, aunque el momento de la embriaguez romántica corresponde a los veinte años anteriores a la fecha de sus estrenos. Fue la época del poeta con la barba espesa, la chalina, la noche en blanco, la fe en la imaginación, la naturaleza vista como algo orgánico que se mueve incesantemente y que oculta igual dosis de belleza y horror, y la expresión que se vale de mitos y de símbolos.
Ese mundo surgió del cerebro de los poetas hartos de la cuadrícula dieciochesca de la razón, decididos a abrirle paso a lo insólito y monstruoso. En el teatro, en vez de las unidades clásicas, lo que tuvo primacía fue la unidad del héroe. Era un ser maravilloso, fascinante, enérgico, hermoso, dotado de una fuerza descomunal, digno de todo el incienso. En estas condiciones se sostuvo una larga temporada encarnada en los mosqueteros de las novelas y los bandidos románticos de los escenarios.
Pero los héroes, en torno a los cuales se arman las mejores tramas con su espléndido acompañamiento fantástico, duran poco en el trono. Hay un duende que les corroe subrepticiamente la piel de las botas. Y entonces es cuando el poeta se fabrica nuevos héroes sintiéndose no fuerte sino débil, pero con desesperada debilidad que se enmascara de fortaleza. El duende ha tocado al mito inexpugnable por donde mejor podía desplomarse: por la causa que defiende. Ninguna en el mundo es perfecta, ninguna colma el anhelo de felicidad que alienta en los hombres. Para colmo no hay héroe que al defenderla no caiga en esta o en aquella debilidad y de paso, igualmente, en esta o aquella ridiculez.
UN INDIVIDUALISMO «SUI GENERIS»
A Ibsen le toca escribir en el instante en que ya no hay vuelta atrás: no es posible volver al primer claro de luna del romanticismo. Y sin embargo, él cree en el individualismo. Su amigo y exégeta Jorge Brandes se encarga de repetirlo: el individualismo es la esencia de Ibsen, pero como no hay uno solo y como no puede ser el mismo para todas las generaciones, será preciso aclarar la manera del suyo.
Es, ante todo, el individualismo del gesto más que del acto. No se trata tanto del resultado de la acción emprendida por el hombre extraordinario, como el hecho de su energía. No interesa demasiado si su causa es buena o mala: lo que importa es que la emprende, lo arriesga todo por ella, la vida, se arruina o se destroza en el empeño. La fascinación que inspira se compone de horror y admiración; lo distingue la conciencia de que es alguien separado de una sociedad con la que ha de relacionarse necesariamente, pero cuyas costumbres, tradiciones, creencias y hábitos de vida no comparte. Quizá lo mejor de este individualismo se ejemplifique en la situación de dos mujeres que se descubren a sí mismas, la primera tras una batalla ciega en la que encuentra su propia verdad gracias a lo incondicional de su amor: Nora, la protagonista de CASA DE MUÑECAS. Pero antes de hablar de ella y de los tres actos de la obra, quiero decir una palabra sobre el individualismo de uno de los personajes principales de El pato salvaje: Gregorio Werle, el joven que dispara el mecanismo de la tragedia y acaba siendo el responsable de la muerte de la niña y de la ruina moral de una familia que funcionaba sobre la base de una mentira, pero con relativa felicidad y paz. Gregorio Werle decide por su cuenta que los miembros de esa familia, los esposos Ekdal, se entreguen a la faena de hurgar en su pasado para que salga a relucir una historia vergonzosa; se erige en paladín de la verdad, espera que a la hora del enfrentamiento se imponga la grandeza de alma de los esposos, actúa saltándose las normas de la prudencia burguesa. En última instancia, lo que Ibsen describe al retratar la personalidad de Gregorio Werle es un caso de individualismo perfecto, idealista, solitario y ¡grotesco!, porque la persona que lo ejerce no es del género que Ibsen admira. Esto significa que Ibsen llegó a no creer en el individualismo como principio absoluto. Restringió su creencia para limitarla al individualismo de los grandes individuos.
A la Nora, de CASA DE MUÑECAS, sí le profesa admiración, quizá porque reúne todos los rasgos que podrían darse cita en la más encantadora de las mujeres, sin descontar siquiera los defectos. Nora los tiene: le dice pequeñas mentiras a su marido, se muestra indiferente en lo que atañe a los derechos de la gente desconocida y, al final, cuando toma su tremenda decisión, abandona su hogar de casada y madre de familia sin volver atrás la cabeza. Hoy está legalizada la separación conyugal y por eso ya CASA DE MUÑECAS no representa un alegato importante en defensa de los derechos de la mujer, pero se sigue representando y el público sigue aplaudiéndola por la maravilla de su elaboración, la presencia rotunda de los personajes, el uso de los recursos presentes en la tradición teatral y la manera en que Nora llena el escenario y exhibe una riqueza increíble de carácter.
NORA
Ya se sabe que la acción transcurre durante una fiesta de Navidad. Es tiempo angustioso, apretado, de expectativa tensa por parte de Nora, aunque no al principio de la obra. Todo lo contrario: aparece seguida por el mozo que trae el árbol donde colgar los regalos y, de inmediato, hay una escena de amor conyugal que no puede ser más feliz. Nora es la niña que alegra la pesadumbre de su marido, Torvaldo, convirtiéndose en su «alondra», su «ardilla», su «pajarito cantor», etc. Da la impresión de ser la clásica pareja que se complementa: él es el hombre grave, responsable y trabajador; ella es la niña grande que se hace pequeña cuando juega con los hijos y que alegra la casa con sus travesuras y su gracia.
Aparece la señora Linde, una amiga a la que Nora no ve desde los tiempos del colegio. Viene de otra ciudad y quiere trabajar a las órdenes de Torvaldo en el Banco de Acciones donde acaban de nombrarlo director. Cada una le cuenta su vida a la otra. Y nos enteramos de algo que parece increíble a propósito de Nora: será todo lo «pajarito cantor» que su marido pretenda, pero es una mujer heroica, ama a su esposo hasta dar la vida por él, en vez de ser derrochadora como piensa Torvaldo. En realidad es ahorrativa hasta el sacrificio y ha sido ella la que ha salvado la familia en un momento de apuro grave.
Después de marcharse la señora Linde, aparece el personaje torvo de la obra: el acreedor Krogstad. Ha sido él quien le ha prestado el dinero a Nora que necesitó para curar a Torvaldo una enfermedad grave. Ahora no viene a cobrar su mensualidad de la deuda, sino a chantajear a Nora, lo cual nos permite asistir a la manera que tiene la muchacha de erguirse dignamente y presentarle batalla con todo el valor que la situación requiere. La veremos después caer en una depresión terrible, pensar en el suicidio, perder su autoestima, que era el principio de su alegría; esperanzarse, perder la esperanza; recuperarla, y coquetear ligeramente con un amigo de la casa sin dejar de ser la esposa fiel ni permitirle al buen señor que exprese sus sentimientos. Incluso, habrá un momento en que bailará disfrazada de pescadora napolitana, otro en que se colgará al cuello de Torvaldo para que le conceda unos minutos más de alegría frenética, y otro, el final, de lucidez terrible y de conciencia de ser alguien hecha de alma y cuerpo, educada según ciertos principios; normas y principios sobre los que ella no ha podido meditar nunca por vivir encerrada en la casa de muñecas que su padre y Torvaldo le fabricaron. Una casa de la que huye dando un sonoro portazo.
Ésta es Nora, la que casi no sale de escena a lo largo de las tres horas que dura la representación. El público se siente feliz en su compañía y ésa es una de las razones por las que la obra gusta. Pero no es la única. Un personaje trazado espléndidamente puede caer en el vacío si no lo acompaña una maquinaria teatral lo suficientemente eficaz como para destacar sus rasgos. La de CASA DE MUÑECAS es una de las más perfectas del teatro universal por la razón que se adujo antes, la perfecta economía de la obra con sus piezas admirablemente trabadas.
ALGO DE MELODRAMA
La realización de una estructura así exige crear una subintriga dependiente de la principal, sobre todo si se pretende transmitir al público una ansiedad que lo mantenga en vilo durante la representación. Esta subintriga es la que se añade a la primera por la intervención de la señora Linde.
Ahí reside el efecto de CASA DE MUÑECAS, poco advertido por el espectador y el crítico gracias al arte de Ibsen para encubrirlo. La señora Linde llega a casa de Nora viniendo de otra ciudad en la que ha residido durante los últimos años. Aparece en el momento en que Torvaldo es nombrado director del Banco y en que Krogstad se presenta ante Nora pidiéndole que intervenga para conservar su puesto en el referido Banco. Ya es casualidad que Krogstad trabaje en la misma entidad donde a Torvaldo se le nombra jefe.
Pero que en una obra de teatro se produzca una casualidad no es algo grave; cuando la calidad de la obra se empieza a poner en duda es al producirse la segunda y no digamos la tercera y la cuarta. Y aquí da la casualidad de que la señora Linde ha sido la novia de Krogstad, que viene a pedirle trabajo a Torvaldo y que éste decide nombrarla en el puesto ocupado por el acreedor. Es evidente que, para quien esté muy atento a la trama, la verosimilitud se resiente.
Lo que hace olvidar esta sombra en el conjunto admirable del drama es la manera de arreglárselas que tiene Ibsen para dar relieve a cada personaje sin excluir a los más insignificantes: conocemos el pasado de cada uno, incluso el de la sirvienta. Se busca que simpaticemos con todos menos con Torvaldo, aunque en la última escena sin duda inspira compasión al ponerse en evidencia la ceguera que caracterizaba toda su actuación anterior. Lo importante es cómo están presentes estos personajes ante nosotros y cómo Ibsen soslaya el carácter funcional de algunos al dotarlos de entidad propia.
Faltan dos detalles para advertir la mano maestra de Ibsen tejiendo esta incertidumbre dramática: el ritmo y el uso de los elementos tradicionales que sazonaban por entonces la escena europea. El primer acto alcanza una tensión que no decae; el segundo tiene un ritmo alterno, hasta el extremo de haberse trazado en varias escenas donde Nora se esperanza y se deprime de una secuencia a otra. Y en el tercero el ritmo se acelera, hasta la última escena de una lentitud inesperada.
Los recursos tradicionales de los que Ibsen echa mano son los consabidos del melodrama: la carta reveladora cuya apertura decide la suerte de los protagonistas; la tarjeta marcada con la cruz siniestra, anunciando la muerte del médico; el disfraz que se arregla en la escena, cuando la situación va haciéndose insostenible, y el baile de la protagonista con el marido al piano, desahogando la ansiedad que la destruye.
TEATRO DE ATMÓSFERA
LA DAMA DEL MAR pertenece a la última época de la producción ibseniana. Sólo escribirá otras cinco obras antes del silencio prolongado que precede a su muerte en 1906: Hedda Gabler, Solness, Juan Gabriel Borkman, El niño Eyolf y Al despertar de nuestra muerte. LA DAMA DEL MAR comparte con las otras, si se exceptúa a Hedda Gabler, la inquietud que fue creciendo en su espíritu en la medida que se acercó a la muerte. Nunca se había limitado a representar el mundo sólo como una realidad social en la que actuaban intereses, pasiones, afectos e ideales; algo que la razón podía conocer y dominar. A partir de El pato salvaje, empezó a interesarse más que nunca, no sólo en lo que funcionaba mal por culpa de la mala intención de los hombres, sino en la dimensión misteriosa de la realidad, la que era irreductible a todos los análisis. Dónde terminaba lo real y comenzaba lo irreal, de qué manera se podía penetrar ese misterio, qué fuerzas oscuras movían, salvaban y destruían a los hombres, cómo adentrarse en ellas, fue lo que le preocupó desde entonces. Ibsen consideraba que todo lo percibido debería interpretarse como un símbolo de algo que se ocultaba más allá de esta apariencia y que requería una intuición poética para esclarecerse muy levemente. A más no se podía aspirar.
Esta nueva aventura en la que revive el poeta que escribía sus versos en la cama durante su temporada de farmacéutico en ciernes, no le impide seguir atento a los problemas sociales. La lectura de LA DAMA DEL MAR arroja una cierta luz sobre CASA DE MUÑECAS, de manera que ambas obras se emparejan. Casi da la impresión de que Ibsen se dejó llevar por la opinión unánime, tanto del público como de las actrices que interpretaron el drama, que sintieron un malestar ante el hecho de que Nora abandonara a Torvaldo y a los niños sin que se produjera una reconciliación entre Helmer y ella.
LA DAMA DEL MAR plantea el mismo problema de CASA DE MUÑECAS: la situación de la mujer que no ha sido nunca libre y que necesita hallarse en posesión de su libertad para decidir su vida. Y en LA DAMA DEL MAR llega un momento en que Élida (la dama) al fin puede realizar su elección sin sentirse obligada por nadie que la condicione: elige al esposo y todo concluye felizmente.
Pero a la vez que las dos obras coinciden en esto, difieren por completo en todo lo demás. LA DAMA DEL MAR transcurre dentro de un marco hecho de pura delicadeza, sosegado el ritmo, los diálogos en voz baja, la decoración representando lejanías. Los personajes se mueven entre el mundo de la tierra y el del mar, todos experimentando una extraña turbación, paseándose por una población a la que la gente acude en verano y que después permanece casi desierta, con sus pocos habitantes viviendo una vida que es más bien una muerte.
No hay duda de que Ibsen ha pretendido crear una atmósfera. Ésta se trasluce en lo que se transmite del escenario al público y que consiste en ser algo flotante e indefinido. Se trata de expresar lo inefable, a medias desconocido hasta por sus portadores. Los personajes dialogan, pero se advierte en ellos que están callando lo esencial. Al mismo tiempo, eso que callan no es necesariamente un secreto que ocultan, sino algo que pugna por expresarse, pero que no se acaba de exteriorizar quizá porque su propia naturaleza no es exteriorizable o porque ellos no saben a derechas de qué se trata: es el subconsciente que pugna por hacerse consciente. Entonces se producen pausas en la conversación, todas ellas de un dramatismo confuso y, a la vez, gestos, miradas y palabras sueltas que no tienen mucho sentido.
ÉLIDA
El drama de Élida (LA DAMA DEL MAR) lo plantea Ibsen en este ambiente y a lo largo de cinco actos. Ibsen ha querido que nos familiaricemos con este mundo, un poco ajeno al que habitualmente nos rodea, presentándonos a tres parejas y a dos personajes más. No cabe duda de que es una de las obras más largas que escribió en cuanto a su representación y lo interesante es que esto coincide con una trama sencillísima y una ausencia casi absoluta de clímax, si se exceptúa una escena.
Élida (LA DAMA DEL MAR) ha nacido en un faro y se ha criado en ese contacto con el mar que parece haberla marcado para siempre. Uno de los tantos marinos que llegan a puerto y que siguen viaje en su embarcación, la conoce, se enamora de ella, Élida le corresponde y el marino organiza una ceremonia matrimonial que tiene lugar con la sola presencia de ellos frente al mar: atan sus anillos a una argolla y la lanzan a las olas. Es como si estuvieran casados. El marino se marcha y promete regresar. Élida recapacita y cuando él le escribe, ella le contesta rompiendo las relaciones. El marino hace caso omiso de lo que ella le dice y sigue enviándole cartas como si aquella boda ante el mar conservara su vigencia.
Hay un médico en la población, el doctor Wangel, que acaba de perder a su esposa, con la que tuvo dos hijas. Fue muy feliz con ella y todos sus recuerdos de la vida conyugal son espléndidos. Necesita la compañía femenina, se fija en Élida y piensa en reencontrar a su lado la dicha perdida. Élida da su consentimiento por sentirse protegida, pero no por amor. La boda se realiza, las relaciones de los cónyuges son aparentemente magníficas, los dos son personas excelentes, se tratan muy bien y se respetan, pero ella va sintiéndose más infeliz cada día que pasa. El recuerdo del marino le ocupa el pensamiento y la imaginación. Está fascinada por la imagen del ausente. Y su marido, el doctor Wangel, sufre también la misma experiencia: el recuerdo de la que fue su esposa no lo abandona.
La situación se agrava a causa de las hijas de Wangel: Boleta e Hilda. Boleta es la que lleva la casa, la que se ocupa de todo lo que necesita su padre, sabe sus defectos y se las arregla para cuidarlo. Pero a la vez que lo quiere mucho, siente la necesidad imperiosa de irse lejos de él porque su pasión es la del conocimiento: se quiere asomar al mundo, recorrer las ciudades, estudiar las ciencias, tratar a las gentes diversas y saber a qué atenerse con respecto a todas las interrogantes que se hace. Su hermana Hilda, la pequeña, sin duda que es una adolescente extraña: muy agresiva, a ratos antipática y que a veces parece tener malos sentimientos, en el fondo no es más que una pobre muchacha rabiosamente necesitada de afecto.
Hilda y Boleta contribuyen a que se acentúe la separación existente entre el doctor Wangel y Élida. No discuten violentamente con la madrastra, pero apenas si la tratan, procuran no coincidir con ella en los mismos lugares de la casa o de su exterior y se dirigen a ella con una frialdad cortés que resulta peor que cualquier otra actitud de rechazo.
Esta falta de violencia es uno de los rasgos distintivos de la obra. Ibsen renuncia al tratamiento intenso que suele darse a sus dramas en la manifestación exterior del conflicto e interioriza el mismo. Asistimos a la intimidad de cada personaje cuyo velo se descorre lentamente a lo largo de la acción. Sólo al final hemos llegado a conocerlos y cada uno se las ha arreglado para persuadirnos de que tiene un alma. Ahí reside en gran medida el atractivo de LA DAMA DEL MAR, en que los personajes no son patológicos, ni histéricos, ni bestiales: son buenas personas, seres civilizados, nada mediocres, todos finísimos. Es importante cómo entre ellos se destaca Lyngstrand, el muchacho tímido al que no puede irle peor en la vida, pero que es feliz gracias a la mentira vital en que se instala.
MARIO PARAJÓN