Había caído al arenal irredimible y seguía alegando inocencia. Me quejaba como un Job con un simple dolor de muelas. Una vagina volcánica, clandestina y ajena me estaba atrapando en su red y yo no quería reconocerme responsable de nada. Si Molina se tomaba su venganza como correspondía, ¿escribiría alguien por mí “vivo se lo llevaron, vivo lo queremos de vuelta”? Estaba jugando con algo más que fuego.
Perla se negó a darme detalles sobre los desaparecidos. “Mi bello” (yo) tenía que andarse con cuidado, como todos, no meterse en cuestiones de tipo político y “guardarse”, como todo el mundo, a la hora del toque de queda. Buscaba protegerme y que yo lo supiera. No sé si ella se daba cuenta, pero, entonces, mi casera se había convertido en un punto de referencia ineludible en mi vida. Tanto, que necesito dedicarle algunas páginas a su manto protector. Durante años, Perla Viel fue profesora, directora y propietaria de una escuela de peluquería, secretariado ejecutivo y corte y confección para señoritas en Provincia Tirado, esa abyecta franja del país donde siempre hay que incluir un temporal o un terremoto en cualquier tipo de planes. Un par de veces al año, las lluvias inclementes conducen a imparables inundaciones que cobran la vida de decenas de personas y cientos de cabezas de ganado. El desborde de los ríos se lleva casas enteras por la planicie anegada hasta depositarlas en el mar. Por eso, no es de extrañar que las playas en la desembocadura del Morote tengan que ser cerradas por la cantidad de vigas, ladrillos y todo tipo de enseres que quedan desperdigados sobre la arena, corroídos por el óxido que producen por turnos el agua, el viento y la sal del mar. Toda esta desgracia climática y telúrica está aceptada como una fatalidad o una parte integral del paisaje. De hecho, cuando llegan a transcurrir algunas semanas sin una gota de agua o, en su defecto, sin algún pequeño temblor, la gente comienza a vivir con el credo en la boca, se propaga todo tipo de rumores y aumentan exponencialmente la asistencia a misa y el número de confesiones.
Los constructores saben muy bien que Provincia Tirado no sufre temblores que vayan más allá del 5.5 en la escala de Richter y que solo se caen las casas de autoconstrucción de los pobres de siempre. Este conocimiento les permite cobrar por dos porciones de cemento por tres de arena, pero construyen el inmueble con una mezcla de una por cuatro. Así fue como el padre de Perla, constructor, amasó una fortuna en veinte años, que liquidó en tres horas en el casino de Panteras. De la debacle económica, solo se salvó el edificio donde Perla instaló la escuela, lo que le permitió tener un acceso muy fluido a los connotados del pueblo. Mal casada con un alcoholizado maquinista de los trenes a carbón interregionales, el alcohol y los largos itinerarios le habían permitido a Perla suficiente libertad de acción como para arribar a su primer desliz amoroso (con un voluntario del cuerpo de bomberos) y al convencimiento de que eso era lo que había estado anhelando durante mucho tiempo. Descubrió dos cosas adicionales: más que del deseo mismo, la voluptuosidad procedía de que todo fuera oculto y del hecho de que ella podía manejarlo a su antojo. Con el impulso a la acción que da la claridad de pensamiento, Perla se arrojó al torrente de los placeres carnales extramaritales con un desenfreno del que nunca se creyó capaz. A partir del cuerpo de un solo voluntario, terminó dando cuenta de la totalidad del cuerpo de bomberos. Sin importarle las habladurías en el pueblo ni que su marido desapareciera, borracho, por varios días, Perla le pasó revista a toda la comandancia de Rifleros (policía, hoy militarizada) y recién empezaba a lanzar sus sondas en las oficinas de la municipalidad, a cargo de lidiar con los destrozos de la Gran Inundación de 1964, cuando se enteró de que el maquinista había sido encontrado muerto entre otras decenas de cadáveres y restos de animales.
Perla sentía estar viviendo una especie de época postrera, el término de algo que nunca volvería a ser lo que fue. No es que me lo haya reconocido abiertamente, pero para mí que la muerte del maquinista le debe haber improntado el signo de Caín en el alma.
–Tomé una decisión: vender el edificio de la escuela y largarme. Recurrí confidencialmente al secretario de gobernación para que diera un buen precio. Era un examante mío, aunque el prefijo no se justifica, porque ninguno de los que me llevé a la cama podía reclamar un estatus especial. El precio de preferencia que pagó el gobierno local por el inmueble no tiene nada que ver con corrupción: hay que recordar que el edificio era sólido, construido con dos de cemento por tres de arena.
Cambió sus unitarios por dólares en el mercado negro y echó los fajos a una maleta, junto con unas cuantas mudas de ropa, un cartón de “Covitas” mentolados y un par de novelas policiales. Tres días después, mi noble casera flotaba en el sol y la humedad del Golfo de Darién, en un crucero que incluía Barbados y Jamaica. La rutina escolar, los temporales y los movimientos telúricos de Provincia Tirado, su cama con el desfile de pasajeros siempre cambiantes, todo aquello, al igual que su marido, el maquinista, estaba muerto. Como una comprobación de que la muerte también tenía un reverso, es que aceptó a su mesa al francés de ojos azules y que sabía oler a tabaco de verdad bajo el sombrero de fieltro. Esa noche, mientras bebían Mordak y fumaban a la espera de la comida, conversaron del cine de antes y de recetas de cocina. El coronel Viel imitó para ella a Louis de Funès, a Jean Gabin y Jacques Tati, solo para espiarle complacido la reacción a través de sus lentes de marco dorado. Más tarde, para cuando llegaron las entradas, Viel ya había jubilado como coronel después de la guerra de Argelia y vuelto a Francia, sin saber para qué. Más bien, sabía; pero no se resignaba a aceptar que la tortura y el asesinato fueran parte de la deontología de la profesión, ni mucho menos una especie de maldición que acecha a todo uniformado. Del mismo modo, había decidido romper con todo eso, sin comprender bien qué involucraba la decisión. El crucero por el Darién y el Caribe le venía bien como una primera parte para empezar a buscar respuestas.
El abundante Mordak destilado en Panamá y la cerveza fría se conjuraban con el tintineo constante de los comejenes que se estrellaban contra el cristal de la lámpara de carburo, y todo habría exigido que Perla y el coronel vieran amanecer, desnudos y abrazados, en la misma cama. Pero Perla tenía las riendas de la situación: estaba decidida a que el rostro del coronel francés pasara a ser un rasgo permanente de su almohada, de modo que hizo a un lado como pudo la mágica red tejida por el alcohol en la venas, el embrujo de la noche y los sapos que croaban en coros ocultos en la espesura, a medida que la rueda de paletas del barco iba hendiendo el agua iluminada por el reflejo lunar. El propio coronel no hizo alusión alguna a una cama compartida, con lo que el asunto se tornó serio a dos bandas, para asombro de la propia Perla, quien se vio desarmada para negarse a una nueva cena para la noche siguiente.
Según mi casera, incluso si hubieran intentado ocultarse el uno del otro, no lo habrían conseguido. Se encontraron en el desayuno, en la bebida de media mañana y al almuerzo, tras lo cual se pusieron de acuerdo en bajar juntos a comprar pañuelos y artesanía en el pequeño puerto de Tiara, donde el coronel le pidió permiso para obsequiarle un anillo de plata mexicana y Perla dejó que le enseñara a beber ron con piña colada en un coco perforado. Subieron al barco tomados del brazo tras cenar pescado con vino de arroz en un restorán de la playa y desembocaron juntos en la habitación de Perla. Ya desnudos, después de que el coronel le hiciera el amor con una furia que bien podía haber sido desesperación, vieron llegado el momento en que ambos debían confesarse un pasado de amantes, mientras fumaban en la oscuridad. Perla empaquetó en dos frases la infelicidad de vivir con el maquinista dipsómano y resumió todos sus amores sub specie aeternitatis: había habido un solo amante cuya intrascendencia se había evidenciado con el tiempo, con lo que ella se declaraba virgen a su manera. El coronel francés guardaba dos secretos. Primero, hacía treinta años que su esposa había muerto en un accidente de ferrocarril y, desde entonces, no había hecho el amor con nadie; el segundo secreto consistía en que Viel no perdía la erección tras el orgasmo.
El día en que mi casera me lo contó, hizo una larga pausa mientras servía dos “Anisette” almendrados. Después de encender un “Covitas” Menthol, Perla entendió, entonces, que el coronel le había hecho el amor con desesperación y no con furia; respecto al segundo secreto, que no era tal porque saltaba a la vista, ¿quién dijo que un valor agregado representaba un problema? No hay que ver debajo del alquitrán para entender por qué su narración me tenía fascinado. Conocido es el dicho entre militares: “en tiempos de paz, mi esposa es mi mano derecha y, en tiempos de guerra, mi mano derecha es mi esposa”. Pero, por muy coronel francés que fuera, un pájaro que canta a cappella por tres décadas exige una imaginación y una paciencia que revelan una vocación de soledad, la profunda y creativa soledad del verdadero artista del prepucio.
La estratosférica cantidad de experiencias normales de Perla le hacían totalmente incomprensible ese envidiable priapismo indoloro que presentaba Viel. Voluptuosidad creciente, glande elevado a la máxima expresión, eyaculación y pérdida de la turgescencia era el proceso habitual descrito en las enciclopedias sexuales. En expresión textual de mi casera, “el carnulo se recoge como acordeón”. Con el coronel francés ocurría lo que en la especie canina. Tras la descarga seminal, se produce una vasoconstricción que impide el recogimiento del pene. Esta es la situación que, en los barrios marginales de nuestras ciudades, motiva a almas piadosas a tomar turnos para lanzarles baldes de agua fría a las parejas de perros ensamblados para evitar que las vean los niños.
El sentimiento de culpa, de minusvalía qua mujer, le duró a Perla un par de noches. De pronto, y de madrugada, comprendió que todo jugaba en su favor, que la existencia le estaba regalando en este hombre único lo que ella tenía necesidad de buscar en varios y que quería al exmilitar en su vida y para siempre. Las confidencias mutuas los llevaron a un registro civil de Ciudad de Panamá y a un avión que los dejó en Atenas, donde pasaron lo que para Perla fue la primera noche de una luna de miel que no había tenido nunca antes. De ahí, fue el Pireo y otro barco que llevaría a la flamante familia Viel a la isla de Sinomphalia. Habían transcurrido apenas quince días de convivencia y Perla se sentía llena de una vida nueva, una vida de piel tostada y lustrosa que ella misma no se resistía a acariciar. El coronel, mientras tanto, había perdido grasa en todo el cuerpo y hasta el rostro de mentón duro se le veía más perfilado, ahora que habían desaparecido ciertas capas adiposas subcutáneas.
En la singladura por el Egeo, tras un recomendable examen de los vinos de Creta, el coronel le hizo saber a Perla que había cometido un sacrilegio estomacal: había mezclado vino tinto, café colombiano y cabrito al horno. Necesitaba recostarse. Perla lo condujo hasta la cabina y se tendió a su lado de manera de poder sostenerle la cabeza. Viel mantenía los ojos cerrados encima de la sonrisa habitual. Rechazó la idea de llamar al médico, pero aceptó que la mano pequeña de mi casera se desplazara por la pelambrera tupida del pecho, donde su marido estaba experimentando algunos dolores. A los pocos minutos, el coronel sonreía ampliamente y parecía al borde del sueño, que fue cuando Perla le notó el inoportuno bulto entre las piernas. Le deslizó la mano hacia abajo, eludiendo el elástico del calzoncillo, hasta palpar el pequeño animal, duro y húmedo.
Aclaración: mi eventual lector de este cuaderno creerá que invento (de hecho, el cuaderno entero puede ser una invención febril, hasta a mí me entran las dudas, de repente). Se preguntará cómo es posible que conozca, yo, todos estos detalles íntimos sin haber estado ahí. Mi única fuente es la propia Perla. Y el origen de su confesión está en la ausencia de los contrabandistas bolivianos de los que creo haber hablado. Perla se acostaba con ellos por turnos, en un triángulo perfectamente civilizado y respetuoso, regido por calendarios y disponibilidades. El misterio de los dolosos arrendatarios se expresaba en los pesados candados con que cerraron ambos cuartos, y en su injustificada y sostenida desaparición, pese a que el dinero del alquiler siguió llegando hasta que la pensión se incendió, muchos años después.
Afinando la aclaración: los contrabandistas bolivianos brillaban por su ausencia desde hacía meses cuando el joven y atlético profesor de filosofía estacionó el Taunus en el bandejón de arena, frente a la pensión, para inspeccionar el cuarto libre que estaba en oferta en la sección arriendos de “El Heraldo del Interior”. Por mi parte, la pensión estaba a la distancia perfecta de la sede universitaria, es decir, ni tan lejos como para llegar tarde ni tan cerca como para que se comentara en las aulas con quién me estaba acostando. El cuarto era amplio, los rincones se veían limpios, libres de alimañas, y el precio –que ya era conveniente– Perla decidió bajárselo al profesor y este le pagó estirando una tarde en que no tenía nada mejor que hacer que escucharla mientras bebían “Anisette” almendrado.
Todo termina de aclararse ahora: el recuento íntimo de Perla, sin mezquinarme detalles, no solamente había inaugurado una zona de confianza inexplicable para un par de horas de conversación en que el trato de “usted” había cedido imperceptiblemente al “tú” en su caso (que Perla punteaba cada tanto con la frase “no sé por qué te cuento estas cosas a ti”) sino que estaba, derechamente, destinado a despertar en mí una especie de necesidad súbita e inexplicable de saltarle encima y hacerle el amor violentamente sobre el sillón. De ahí mi acceso a los detalles de la felación con que incentivó al pequeño monstruo del militar a empinarse hasta su máxima estatura, que fue cuando Perla se arrancó los calzones de un tirón y se incrustó en el promontorio duro, para iniciar una cabalgata febril que culminó en un dúo de quejidos como si a alguien lo estuvieran estrujando en los rodillos del secado.
–Levanté la pierna por encima de la suya, como quien se baja del caballo, dispuesta al segundo round. Mi mano descendió hacia la entrepierna en la expectativa de encontrar esa ave bañada en los jugos naturales de la contienda, pero aún tiesa, como ya me tenía acostumbrada.
La encontró aplastada, humillada por el vigoroso trajín. El coronel sonreía como si con los dientes pudiera atrapar su propio aliento, el que parecía habérsele cristalizado en la boca.
–Estaba muerto, pero nunca me dijeron de qué. Claro que me sentí culpable. Pero, después, pensé: si fui yo la que lo mató, me alegro de haberle dado la muerte que se quisieran muchos.
Perla le dio otra pitada al “Covitas” mentolado y volvió a dejar más del escarlata de su pintura de labios en el filtro, que ya era un chiquero. Escanció un par de Mordaks y chocamos las copas con los ojos del uno en el otro.
–Aparte de mis propios ahorros, heredé varios miles de francos, con lo que me vine a vivir aquí y compré esta casa. También recibo un montepío del gobierno francés.
Perla era maestra en el arte de la seducción. Normalmente, entre el hombre y mujer se tiende el puente ritual del alcohol y la música antes del zarpazo final que lanza a uno en los brazos del otro. En el tocadiscos, hacía rato que Edit Piaff repetía Je ne regrette rien, del Anisette almendrado habíamos pasado al Mordak y la obligada, pero casi casual mención al amor, de rigor en estas circunstancias, había excedido sus propios límites. La incitación estaba lanzada: solo era cosa de incentivarme con estímulos crematísticos para reforzar el esperado efecto de la lubricidad del relato. Era el momento en que –en el guión de Perla– yo debía iniciar mi avance y suplir la prolongada ausencia carnal de los traficantes bolivianos, que ya le debía estar penando. Pero yo actuaba en otra película, una para menores de cuatro décadas, con otros actores y otros decorados. Al mismo tiempo, estaba muy lejos de querer herirla. No se puede rechazar el cuerpo de alguien sin que rechacemos su alma, y bien sabe dIos que me cago en el sentido con que los patanes usan el término. Perla, con esos pechos que colgaban como la piel holgada de un paquidermo dentro del vestido floreado y demodé, con sus glúteos descarnados y ya secos para siempre, era una compañera de viaje, una congénere acuciada por el hambre sexual que no amaina, pese a los años, y que, de pronto, se deja ver como otra faceta del gran drama de estar vivos: no podemos vivir en la soledad de nuestros cuerpos porque no somos dueños de nosotros mismos; pero es inútil intentar darnos a nadie, cuando ya no se nos quiere. Lo mejor para el caso era una mentira blanca, una manipulación de la verdad solo para ahorrarle a otro un sufrimiento innecesario. Dejé que se instalara en la sala una de esas pequeñas pausas que ayudan a cambiar de ambiente o de tema. Pedí permiso para silenciar a Piaff y levanté un índice en el aire con la timidez de alguien que señala algo y, luego, se arrepiente. Incliné todo lo que pude la cabeza hacia un costado y traté de sonreírle con los ojos, que mantenía clavados en los suyos, malamente pintados y con unas pestañas nutridas que quedaban desmentidas por la línea ciliar que la anciana se había dibujado con un lápiz de cera. Di algunos pasos hacia el piano como si me hubieran encargado la tarea de apretar una moneda con los cachetes del culo y ataqué “You go to my head”, echando mucho la cabeza hacia atrás y sonriéndole al cielorraso, como si acabara de ver un querubín de bucles dorados, en una interpretación que hasta el propio Liberace habría criticado por afeminada.
–Ya veo. Pues, ya me contarás.
Eso fue todo lo que dijo Perla para certificar que todo estaba ahora, a partir de ese momento, dentro de su cauce normal. Mi invención, si la desconcertó en el primer momento, no terminó por desilusionarla. En los días que siguieron, no me fue difícil ponerla en contacto con la señorita Elisa, con quien –según su encantada confesión– pasaba tardes maravillosas cantando boleros y jugando al truco, mientras bebían “Pirulet” dry. Desde entonces, quedé fuera de peligro. Perla me llamaba “mi bello” y me trataba como al mejor de los hijos que alguna vez pudo tener. Y hasta empezó a gastarme bromas de la cintura para abajo, como eso de dejarme un pepino sobre la mesa de la cocina, con una nota: “Ojalá que lo encuentres sabroso. Cómprate otro para la ensalada”.
* * *
Creo que me traspuse por unos minutos y he abierto los ojos a una instancia más de lo que es la vida como pesadilla. Se dice que todo pesimista es un optimista bien informado; estoy despierto, quizás, a horas de mi muerte (pesimismo), pero antes que nada tengo que cumplir con la tarea de terminar este cuaderno (¿qué más optimismo que esto?). No sé dónde estaba y sigo con lo que se me planta en la memoria, el lector sabrá.
Contra mis propios planes, la política económica de Oquendo le proporcionó a Juanita Allagani una buena torta en dólares y, en el otro tablero, una manera de que sus amigos pintores la quisieran todavía más. Con la divisa estadounidense a precio de huevo, Juanita ideó un sistema para sacarle los dólares al Banco Central de manera inconspicua. Se necesitaba un voluntario para un fin de semana en Miami. Juanita costeaba el pasaje y una noche de hotel. El voluntario le entregaba la cuota de dólares autorizada y la Condesa la vendía en un mercado negro deseoso de asegurar todo tipo de fortunas lo más rápidamente posible, en un tiempo de desconcertante incertidumbre. Descontados gastos, la ganancia llegaba a un cincuenta por ciento. Sé que Juanita envió a María Clara a Miami con el expediente, que fue, seguramente, de donde ella sacó la idea para lo que vendría después. La Condesa nunca habló conmigo. Si lo hubiera hecho, creo que habría pretextado hasta una excusa de principios, el interés nacional, algo, con tal de aprovechar la oportunidad para enrostrarle mi desprecio.
Ella tenía que proceder rápido antes de que el truco se hiciera demasiado conocido y el gobierno le pusiera trabas a la operación. El colectivo de vagos de la ribera izquierda del Retoba vino en su auxilio. Mientras la oposición a Oquendo había conseguido paralizar el transporte terrestre y sacaba a la calle a sus fuerzas de choque para obligar a cerrar al comercio, todos los miembros del colectivo comenzaron a viajar Miami por un día, en distintos vuelos y a diferentes hoteles. Parte del éxito de la operación dependía de que el menor número de personas posible supiera de ella, mientras la cantidad de viajeros continuaba aumentando. Juanita le hizo jurar a cada uno de los pintores que ni siquiera su familia debía enterarse. La Condesa jamás se imaginó que estaba sometiendo a sus artistas a un verdadero suplicio tantálico. Los pobres diablos lo único que querían era perifonear urbi et orbi cómo habían tenido que viajar rápidamente a Estados Unidos para arreglar unos contactos con miras a una exposición. Y se les obligaba a guardar el más sepulcral de los silencios. Ahí llegaba yo a sus reuniones en casa de mi madre para tentarlos a hablar, a que me contaran de las pretendidas fatigas de la espera en los aeropuertos o de la mala atención a bordo de tal o cual aerolínea, como creían que debían hacerlo los políticos, los hombres de negocios y los verdaderos artistas, que vivían arriba de un avión.
Hubo un pintor que nunca viajó. De hecho, él era una de las razones para mantener la operación en secreto. Rubén Cordero estaba, en esos días, tratando de asegurarse (eso decía él) un puesto de asesor cultural de la presidencia de la república. Varias veces lo vi sentado en los jardines que rodean el palacio de gobierno, mirando hacia el interior de La Garrufa como tal vez Maquiavelo habría babeado frente al palacio de los Medicis.
Para cuando ocurrió lo que necesito contar ahora, el país venía, recién, recuperándose del paro de camioneros que casi lo había paralizado. A Oquendo no le quedó otra solución más que llamar a miembros de las fuerzas armadas a integrar un gabinete que las buenas familias del país definieron como “de paz social”. Para los que decían situarse a la izquierda de Oquendo, el gabinete militar constituía un “golpe blanco” y una “claudicación.” Asocio la llamada que me llegó a la universidad con dos momentos decisivos para el resto de mis días. El médico de cabecera de Juanita me notificaba que mi madre estaba postrada en cama. Se había sentido repentinamente mal y requería mi presencia entre balbuceos incoherentes. No se jugaba por un diagnóstico al cien por cien, pero insinuó que podía tratarse de lo que yo creía que era. Insisto: dije “creía que era” y no “quería que fuese”: un derrame cerebral. La señora había estado trabajando demasiado duro en las últimas semanas y las tensiones que vivía el país estaban enfermando a lo mejor de su población. ¡Que le vinieran a él con cuentos!
Me serví un Mordak con mucho hielo y me senté al piano con algunos fraseos de Liszt y Chopin, tal como había hecho por años en esa casa donde había visto desaparecer mi niñez y mi primera juventud. ¿Qué sentir por esa mujer delgada, de piel blanca y casi transparente, que había brillado siempre por su ausencia en mi vida y que, ahora, se encontraba al borde de la muerte? Mis dedos recorrieron unas cuantas barras de “La Marcha Fúnebre”. Un ligero tono festivo desvirtuó de pronto la melodía. Todo estaba a punto de ser una realidad tangible, práctica, la más real de las realidades, pues, si mi progenitora abandonaba este mundo por otro que dicen que es mejor, yo me transformaba en su heredero universal. Pero no quería hacer planes pasando por encima de la muerte de mi madre. Repito: como fuera, Juanita era mi madre. Demás está decir que creo firmemente que la Condesa, sí, estaba “demasiado” preparada para la muerte de Hernán Floris, pero yo no veía la muerte como la veo ahora.
Sin embargo, ese momento tenía algo de especial, había una especie de obligación de pensar de una manera destrabada de los sentimientos, para bien o para mal. A pesar del arreglo del paro de los transportistas, nada me aseguraba que, en los próximos meses, el país, dividido con un abismo en el medio, no terminara con los dos bandos agarrándose a balazo limpio. Tenía que ser, por una vez, lo que no había sido nunca: pragmático. Vendería las tierras de Provincia Vilas y las propiedades de Virreinato a fardo cerrado para invertir en Nueva York (aquí ya iba en el Allegro ma non tropo). Tendría un contador a cargo de vigilar las inversiones, quien me entregaría un informe anual junto a doce mensualidades generosas que me permitirían dedicarme a escribir e investigar a jornada completa. Me convertiría en una especie de Schopenhauer sudamericano, que incorpora la visión mística a la sanísima filosofía del maestro alemán: una especie de bendito hijo rebelde a dos bandas (aquí la “Marcha Fúnebre” ya había degenerado en una interpretación à la Earl Hines).
Una nueva manifestación de apoyo a Oquendo pasó bajo nuestras ventanas, con sus desafiantes coros y eslogans. El término del paro del transporte los partidarios del gobierno lo interpretaban como un triunfo. Habían sabido resistir los inconvenientes, los atentados en las carreteras contra camioneros dispuestos a seguir trabajando, los dinamitazos de torres de alta tensión. Según ellos, las buenas familias se habían jugado el último as que guardaban en la manga. dIos protege la inocencia.
Como si se tratara de una estudiada coreografía, la Condesa volvió en sí apenas desfilaron los últimos manifestantes frente a la residencia y me llamó a su lado con un quejido. Las dos postreras palabras que le habría de escuchar llegaron separadas por una súbita trabazón del aire en la tráquea: tu, puntos suspensivos, suegro. Hasta el momento de esas dos palabras semitrabadas por la cercanía de la muerte, ¿había volado mi imaginación hacia uno de los almohadones de la cama de Juanita para verlo caer sobre su cara y soportar un débil encabritamiento hasta que todo queda en calma? Con toda honestidad, no era la primera vez. Me lo callé, pero en Roma me vi empujándola al Tíber, por ejemplo. Pronto cesó la fantasía del almohadón. Mi suegro. Una campana de alarma sonó por allá adentro, una luz roja se me encendía intermitentemente dentro del coco. La situación clamaba por un enfoque práctico ciento por ciento. En alguna parte, se estaba tejiendo la catástrofe: alguien nos había cagado en grande.
Abel Fornazzari no estaba en la oficina. En casa tampoco lo habían visto desde la mañana. Insistí con mi exsuegra, porque tuve el pálpito de que se me estaba escondiendo y algo me decía que el siguiente capítulo de la historia lo tenía que aportar él. Había mucho ruido de fondo, gente que trasladaba cosas por las escaleras, bultos arrastrados por el parquet con cierta prisa y descuido. Temí que Amandina me lo negara. Me era imprescindible hablar con su marido, mi madre estaba en coma. Mi exsuegra no respondía. La imaginé quitándose el tubo de la oreja y mirándolo largamente como si el adminículo le fuera a revelar si debía insistir en la mentira o exigirle al marido, a su lado, que contestara. Una voz profunda, envuelta en la monotonía que da la depresión, no hizo siquiera amago de tejer otro embuste exculpatorio. Le repetí el diagnóstico del médico y guardé silencio, a la espera de la información que Fornazzari se sabía obligado a darme.
–No sabes cómo lo siento, hijo. Te juro que parecía una inversión cero riesgos.
Lo del “cero riesgo” me llenó el estómago de pequeñas arañas. Exigí explicaciones. La economía, la bolsa, estaban desquiciadas. Nadie sabía para dónde correr con este gobierno de mierda. Aquí había otro crimen por el que tendrían que responder los comunistas. Mi madre lo había perdido todo. Y agregó con la seguridad de alguien que ya ha vivido el momento futuro que describe:
–Les van a embargar hasta el último cenicero.
En situaciones así, la mente queda fulminada sin que haya visto venir el rayo; toda fantasía anterior, toda elucubración previa al momento de la verdad, se convierte en un dardo ridículo y doloroso; el cuerpo suda frío, el estómago baila, y no se puede contar para nada con las piernas porque los pies parecen de plomo y están como atornillados al piso sin remedio, mientras una voz nos martillea las sienes, por allá adentro: “¡no es verdad, no es verdad, no es verdad!”, y lo peor es que uno quisiera creer que es cierto. ¡Que es cierto que no es verdad! ¡¿Cómo que nos iban a embargar, la puta que los reparió?! Los cinco millones de dólares se habían hecho humo. No tenía tiempo para explicarme en detalle lo que era un “Ponzi scheme”. Esencialmente, no había habido inversión en ninguna parte, sino un permanente reclutamiento de gente que aportaba dinero. Es decir, había que pedalear constantemente para no caerse de la bicicleta, recolectar más y más fondos, hasta que ya no se puede más, entonces, viene el porrazo. Y el derrame cerebral de mi madre. Nadie le había dicho nada a él, a él, con cuarenta años de corredor bursátil. Con el documento firmado por Juanita, había intentado renegociar un nuevo préstamo para recuperar los cinco millones, pero había fracasado. ¿Qué documento le había firmado mi madre? El poder que lo dejaba en posición de negociar y supervisar todos sus asuntos financieros. ¡Mi madre solo lo había autorizado a invertir los cinco millones! ¡No, señor, y si esto fuera televisión me mostraría el documento a través de las cámaras! Que echáramos mano a lo que nos quedara en el banco. Que nos largáramos del país. Por lo menos, me estaba dando un buen consejo.
–¡En cambio, tú, me echaste a mi hija a la calle sin un centavo y todavía no me das una explicación, pedazo de mierda pretenciosa!
La voz, que había tratado de parecer solidaria por todos los medios, dejaba caer, finalmente, la máscara meliflua y quedaba al descubierto la burla cruel. Mi madre quedó al cuidado de personal médico por veinticuatro horas. Tenía que enfrentar cara a cara al hijo de puta.
La casa la acababan de clausurar. El policía de punto fijo me informó que los residentes habían alcanzado a sacar todos sus enseres antes del embargo. Muy Ponzi Scheme sería, pero Fornazzari se había embolsado sus gruesas comisiones.
Estaba a punto de subir al taxi cuando alguien que se identificó como la empleada, me entregó un sobre con una caligrafía conocida. María Clara me pedía perdón, que no pensara mal de ella ni de los padres. Era una emergencia. Ya se volvería a contactar conmigo. Arrugué la nota y, más desconcertado que herido, la lancé sobre un montón de envases de plástico, latas oxidadas y envoltorios de cartón. A esa hora, la familia completa iría volando hacia Miami, a mandarles a los amigos y parientes fotografías de edificios de cristal. Todo tenía el aire de lo definitivo: un perro orinaba sobre los restos del destrozado cuadro del condotiero Piero Fornazzari, quien nunca existió.
Veinte días más tarde, en presencia de las tías viejas y cuatro o cinco de sus amigos presuntamente pintores, enterré a la Condesa. El fin de una total desconocida, con la que había sido uno de la única forma en que pueden serlo dos. Habría podido llorar, pero de desorientación. Los sentimientos se me imponían como una interrogante. ¿Qué estaba sintiendo? ¿Qué era lo que debía sentir? En medio del torbellino de las imágenes que se me agolpaban en el cerebro, era imposible no volver a las esquelas condenatorias. Como en el rebobinado de una cinta que permite ver todo el pasado en reversa, llegué hasta el momento en que Juanita escondía el par de hojas en el libro donde yo las había encontrado. En medio del aturdimiento provocado por la carta inconclusa, se me había pasado desapercibido por completo el tomo del que habían caído: el “Parerga et paralipomena”. ¿La Condesa leyendo casi setecientas páginas de apéndices y omisiones de un Schopenhauer que le habría resultado tan intragable como un pastel de moco? Aparte de mí mismo y de las sirvientas, a quien Juanita no tenía por qué temer, nadie más podía haber aparecido en el momento en que ella estaba pergeñando su infamia. El momento de claridad y de intenso dolor frente a lo irreparable fue uno solo. No había más que una persona a quien mi madre quería confiarle abiertamente sus sentimientos respecto a su hijo: ese era yo. Mientras descendía el ataúd a la tumba recién excavada, comprendí que no había podido seguir viviendo en el espanto de no encontrar dentro de sí el amor para ese ser que había crecido en ella. Incapaz de decírmelo a los ojos, sus insultos por escrito había que interpretarlos como desesperados llamados al perdón. La pobre Juanita había recurrido a todo ese montaje para revelarme el terror de una interioridad vacía. Y yo no solo no la había escuchado, sino que me había esmerado en herirla cada vez de mejor manera. Nunca le tendí la mano. Ahora estaba muerta.
La primera notificación de embargo fue para las tierras de Provincia Vilas. Más tarde, cayó la mansión de la infancia y las propiedades de Virreinato. Los escasos haberes que habían sobrevivido en algunas cuentas corrientes fueron congelados hasta el momento en que se les pudiera echar encima la garra incautatoria. Nada de esto tenía ya la más mínima importancia: en el toque final del desinterés por su hijo, mi madre había muerto sin testar. Quizás, si hubiera apretado algunas teclas, el propio gobierno de Oquendo me hubiera permitido quedarme con la mitad de las migajas. Junto con mi madre, moría algo más.
Me trasladé, con mi ropa que ocupaba una sola maleta, a un pequeño departamento de Matta y Saint Jacques, con unos cuantos LP’s de jazz y un par de cientos de libros amados, empaquetados en cajones de té “Monchai”. Si alguna vez mi vida marchó cuesta arriba, este fue el momento en que cambió drásticamente de dirección, como en la letra del tango.
* * *
Nadie sospechaba en la polvorienta universidad de las actividades extracurriculares del maestro; ni los alumnos, ni los colegas, ni siquiera el rector, quien alguna vez se refirió de soslayo a los rumores que le habrían llegado sobre mi caso desde la capital, todo para darme a entender que, en medio de esos eriales, el responsable por la integridad y seguridad de los estudiantes era él y que mejor no le viniera con cuentos. Así, para evitar la menor sospecha de que pudiera repetirse el episodio del triángulo cartesiano, me hice el hábito de no hablar con alumnas fuera de la sala de clases ni de quedarme en conciliábulos con una dama después de la cátedra cuando no hubiera presentes por lo menos dos estudiantes más. Me aislé totalmente. Jamás acepté invitaciones a comer de colegas ni anoté mi nombre para los paseos del personal docente. Al principio oía a mis espaldas una que otra crítica hacia el “egregio” que no se mezclaba con el perraje. Después, pasaron a tenerme por un tipo raro y terminaron, finalmente, olvidándome.
Todo se había ido dando de acuerdo a mi conveniencia. Ese que yo era al margen de la universidad vivía incrustado carnal y mentalmente en el cuerpo de Mariana. A veces, este pensamiento me inspiraba tal miedo que necesitaba convencerme rápidamente de que el único que podía deshacerlo todo en un momento, apenas se me antojara, era yo mismo. A veces me forzaba a faltar a una cita solo para demostrarme que seguía siendo libre. En las noches de esos días, caía preso del insomnio, del calor y salía a trotar por la costanera. Lanzaba los brazos al aire tratando de imitar las estocadas mortíferas de Mohamed Alí. Me quedaba mirando la espuma del mar y maldiciéndome porque tendría que inventar una excusa para el día siguiente mientras que, por esa noche, la testosterona no me dejaría tranquilo hasta que cumpliera con mi deber. Entonces, me exigía un violento juego de cintura y agachadas y me imaginaba que la vida era incapaz de alcanzarme con ninguno de sus golpes, porque quién le va a meter un solo pape a Nicolino Locche, díganme.
Nada tenía que relacionarme con nada ni con nadie en ese ambiente mientras no tuviera noticias de mi beca para el extranjero. Creo que acababa de prometérmelo, esa tarde, en aquel bar cerca de la costanera, donde había entrado para concentrarme un rato en el primer tomo de “El mundo como voluntad y representación”, con todos mis subrayados y anotaciones previas, antes de meterme al “Grand Palace”. Nadie puede hacerse ilusiones frente a un asco con el título de “El regreso de la momia”, pero es que era eso o volver a la pensión a cantar boleros con Perla o a corregir una treintena de ensayos despistados sobre el esse est percipi de Berkeley.
Salí a la calle calculando que el frescor de la cerveza se esfumaría con la primera bocanada del aire salino que nos llegaba desde la costanera, que a esta hora del día sucumbe al dióxido de carbono y el aceite quemado que dejan flotando los tubos de escape. La tufarada abyecta también puede tener otro origen: la incongruencia del olor de los puestos de pescado en el mercado central, revuelto con el aroma de los stands de las floristas, a pocos metros, es otro de los infiernos cotidianos con que este lugar del mundo envilece a todo forastero. Hasta era preferible encender otro cigarrillo y aceptar de nuevo el amargor en la lengua que aspirar el aire mezcla de olor a almejas y perfume de magnolias.
Vi detenerse la camioneta en la esquina de Aquino y Cuevas. ¿Qué mierdas se me había hecho el encendedor? En esos momentos, alguien baldeaba el piso de una carnicería y el agua sanguinolenta descendía hasta la cuneta, para luego escurrir –arrastrando una película de polvo– hasta la rejilla de la alcantarilla más cercana. Sé que de cualquier forma que lo intente no voy a decirlo bien: el hombre pareció que salía despedido desde una de las puertas traseras del vehículo. En instantes así, todo es una mezcla de estímulos, de anticipaciones y sensaciones vagas, un entramado que hay que desmadejar después, frente a más cerveza y cigarrillos. Creo que la secuencia siguió con el bocinazo del coche que venía detrás y que debió frenar para no embestir al hombre, que ahora intentaba correr penosamente para alejarse del sitio. Dos cosas estaban claras: podía sostenerse apenas en pie. Lo otro es que iba buscando con los ojos una mirada a la que asirse. Un par de sujetos descendió velozmente de la misma camioneta. El perseguido pareció sacar alguna cuenta de manera vertiginosa, alternando veloces miradas entre sus perseguidores y el bus que se acercaba desde el cementerio. Solo después pude entender su conclusión tras el cálculo apresurado. En ese instante, el hecho registrado fue simplemente el hombre arrojándose al paso del bus, que ya venía aminorando la velocidad, advertido por la luz anaranjada del semáforo.
El vehículo lo golpeó en el hombro y lo tiró contra los adoquines de la calzada, a unos pocos metros, justo frente a mí. Desde el suelo, me tendió los brazos, transido por el dolor del esfuerzo. Las magulladuras que tenía en el rostro y en el pecho, que se asomaban por entre la camisa desgarrada y manchada de oscuro, no se las había hecho el bus. A mí que me disculpen, permanecí clavado en mi sitio, incapaz de dar un paso: nunca he podido ver sangre. El hombre intuyó que estaba a punto de perder el conocimiento y que sus perseguidores pronto estarían encima de él. Cuando le quedó claro que no iba a auxiliarlo, hizo un esfuerzo que pareció consumirle la escasa energía que le iría quedando.
–Avise… paquetería Morilla… ¡Puerto Pedreros...!
Uno de los perseguidores se agachó junto al herido, que ahora sí había perdido el conocimiento sobre los adoquines, e intentó ponerlo de pie. El otro, con una metralleta pequeña en las manos, decidió acercarse al testigo, paralizado en la vereda. Cuando consideró que estaba a la distancia requerida y se aprontaba a escupirme vaya a saber uno qué en el rostro, con un aliento que no podía sino estar corrupto, algo pareció hacerlo recapacitar. Durante el par de segundos en que él mismo se quedó inmóvil, me habrá estado clavando la mirada desde detrás de los lentes ahumados de marco dorado que me impedían verle los ojos. Sin separar el dedo del gatillo, el sujeto dejó que la metralleta describiera un arco hasta quedar apuntada hacia el pavimento, a lo largo de la pierna, mientras me mostraba una sonrisa de dientes amarillentos, carcomidos por la nicotina, el alcohol y la falta de un cuidado mínimo. Lo único que supe, en ese momento, es que el fulano no me iba a descerrajar un tiro ahí mismo, ni me iba a hundir el cañón de la metralleta en las costillas para empujarme hasta la camioneta. Lo que ignoraba era la razón de sentirme tan seguro. Como si hubiera captado mi dificultad y estuviera dispuesto a sacarme de dudas, el esbirro se quitó los anteojos para el sol con un gesto que quería hacerme ver que estaba recreando voluntariamente todo un contexto anterior del que ambos habíamos formado parte, que podía identificarlo si se me antojaba, con la diferencia que ahora era él quien dirigía los acontecimientos, porque era él quien tenía la sartén por el mango o, mejor dicho, el dedo en el gatillo.
–Huevón peligroso este. Mejor no haber visto nada.
Caminó de espaldas, sin despegarme la vista de encima, como si le fuera la vida en el menor descuido. Parecía saborear el hecho de que lo hubiera reconocido. La camioneta se aventuró reculando contra el tráfico para llegar donde los hombres y estos depositaron al herido en el asiento trasero. Un par de letras y una cifra se me quedaron estampados en la retina. Después, los esbirros penetraron en su interior y el vehículo se puso en marcha a toda velocidad, con un chirrido de neumáticos que nos dejó a todos inmóviles, como si estuviéramos posando para una fotografía. De pronto, pareció que alguien hubiera echado a andar el tiempo de nuevo; desde un receptor de radio mal sintonizado en uno de los stands de las flores, se empezó a escuchar una antigua canción de Charlo, el carnicero arrojó otro balde de agua sobre el embaldosado del local, y yo por fin encontraba el encendedor en los bolsillos del vestón, justo cuando el aire empezaba a oler nuevamente a aceite de motor quemado.
La recomendación que me había endilgado el perseguidor parecía ser la norma de conducta preestablecida sin necesidad de afirmar lo obvio: nadie había visto nada. ¿Por qué me había dejado que le viera los ojos? El chofer del bus se sintió súbitamente liberado de cualquier responsabilidad en el accidente y miraba hacia todas partes, como esperando la instrucción definitiva que lo haría largarse de ahí. Algunas tiendas comenzaron a bajar sus cortinas de lámina corrugada, y la gente que tomaba el sol en los bancos de madera de la isleta peatonal, entre las palmeras, no tardó en desaparecer. Aturdido por el peso de una información que parecía obligarme a algo que no entendía (y que no quería entender) supe que no podía irme a casa. Lentamente, como si lo que había visto recién siguiera ocurriendo a mis espaldas y no me pudiera marchar, me encaminé de vuelta al bar porque necesitaba mucha cerveza y quizás algo más fuerte. Me senté a una mesa envuelta en lo que sería el ruido de costumbre, en las conversaciones habituales y los gestos de siempre. Todo demasiado normal como para no suponer que todo el mundo había visto el incidente desde la entrada del bar o parapetado detrás de la cortina de tirillas que impedía malamente la invasión de las moscas. Habrían visto al hombre estirando los brazos, suplicándome en un idioma casi incomprensible debido a la sangre que se le agolpaba en la boca. Caminé hasta el wurlitzer con las miradas de disimulo clavadas en mí. La imposibilidad de marcharme me ponía pesadas las piernas. Las monedas cayeron dentro de la caja con un ruido que bien podía ser el último que se iba a escuchar en el mundo. Presioné la tecla de la Sonora “Castillito”, lo único que podía venir en mi ayuda con un auxilio tropical hecho de bronces variados y excesiva batería. El mozo me había descorchado una “Babieca” y me esperaba con una fingida solicitud, como ofreciéndome agregar algo al pedido, cuando era obvio que me estudiaba el semblante, como si ahí estuviera escrito lo me había dicho el pobre hombre allá afuera, tirado sobre la vereda.
Con el último sorbo de la tercera cerveza, se acabaron los cigarrillos. Me habría extrañado no sentir deseos de ir donde Mariana. Al mismo tiempo, me invadió el pavor de que fuera el único refugio donde podía guarecerme en ese momento. Bajar hasta Plaza de Armas y meterme al “Grand Palace” a ver la inmundicia aquella me revolvía doblemente el estómago. Estaba comenzando a sentirme acosado, de una manera abstracta, sin entender bien por quién o qué. Arrugué la cajetilla y la arrojé dentro del cenicero, que ya empezaba a apestar como corresponde. Iba a gesticularle al mozo para que trajera el paquete de repuesto cuando una mano se abrió sobre el mantel como una flor inesperada. Tres cigarrillos se asomaban desde el paquete de “Covitas” roturado junto al sello donde viene el precio. En la firme amabilidad del hombre que no dejaba de sonreír, supe que prefería que no rechazara el ofrecimiento. El otro, el que asomaba intermitentemente la punta de la lengua por el intersticio producto de la falta de un diente, me allegó el mechero encendido.
Pedí un par de cervezas más, ahora que los visitantes decidían que no les venía mal sentarse a la mesa. El que me había ofrecido cigarrillos cambió la cerveza por una mineral con gas, diciendo algo así como que el creador no se había dado la molestia de concedernos un hígado para que nosotros lo cociéramos a trago, lo que no quería decir que anduvieran buscando discutir ninguna prueba de la existencia de dIos, sino lo que había ocurrido allá afuera, y, a todo esto, sin identificarse porque así se acostumbraba ahora, en tanto tiempo de Gómez Saldías, de modo que mejor me lo tomaba con calma.
–¿Se siente bien? –preguntó el primer hombre.
Tragué el humo en profundidad, más por miedo que por exigir que se explayara. El otro estaba sentado a horcajadas y solo me despintaba los ojos para escupir a un costado los restos de comida que iba desenterrando del tejido gingival con un mondadientes. Creía que nos convenía a todos ahorrar tiempo, por eso tiraba sobre el mantel de hule aquella funda de cuero en la que brillaba un trozo de metal.
–Marcelo Rivas. Comisario, si quiere. A su lado, el capitán Bermejo. ¿Qué le parece que nos cuente lo que pasó en la calle?
Ahora sí que no volaban las moscas, que de todas maneras seguían entrando desde la calle, pese a la cortina de tirillas. Nadie bebía, todo el mundo había dejado de respirar. El único zumbido era el del silencio, el momento perfecto para quedar de idiota.
–¿Se me acusa de algo?
Bermejo movió exageradamente la cabeza en señal de molestia. Después me puso la mano en el hombro y quiso instarme a hablar enarcando una sola ceja. ¿Había visto bien, yo, al hombre? ¿A qué venía tanto interrogatorio? ¿Que no se lo habían llevado ellos mismos al pobre infeliz, a plena luz del día? Rivas sugirió que me habría alcanzado a decir algo.
–Comisario, lo que yo vi se lo puede describir cualquier persona… Por otra parte, me parece que si usted llama al cuartel, le podrán dar detalles sobre la camioneta que realizó el operativo…
Rivas se tomó su tiempo para clavarme una mirada que pretendía restituir las cosas a una especie de cauce normal de respeto y decencia.
–Caballero… ¿usted cree que si hubiera sido Investigaciones yo estaría aquí tan fresco perdiendo el tiempo con usted?
O sea que la cosa era peor todavía, si no se trataba de Investigaciones. Por lo pronto, ni una mención del fulano de la metralleta.
–Pero… ustedes… las policías… ¿no trabajan juntas?
Bermejo pidió permiso para dar la explicación ladeando un poco la cabeza. Investigaciones era una institución legal y funcionaba abiertamente, de cara a la luz del día.
–Esos que usted vio tendrán su trabajo que hacer, seguro que les pagan mejor que a nosotros pero no tienen nada que ver con nosotros –remachó.
–Hay una denuncia… un ciudadano fue raptado en la vía pública hace medio año. Nuestra tarea es investigar. Sería bueno contar con la placa del vehículo. Sé que estas cosas pasan rápido, pero, igual, ¿le dejo mi tarjeta por si de repente se acuerda de algo?
Una cosa eran los rumores de que la policía secreta de Gómez Saldías secuestraba opositores en la calle para torturarlos y hacerlos desaparecer y otra, los hechos mismos. La prensa no informaba, no quería, no se atrevía, la gente que no había sido tocada en carne propia reaccionaba con un largo silencio, y despachaba el rumor como un simple rumor o se quedaban callados porque tenían miedo de que todo eso fuera cierto. Los que estaban de acuerdo con Ge Ese tenían la respuesta a flor de labios: ¿Y qué querían? Algo habrán hecho. El que nada hizo, nada tiene que temer. Yo ya estaba en otra categoría. Era de los que habían visto. El pobre hombre, tras meses de interrogatorios había preferido escapar arrojándose a las ruedas de un autobús. La fatídica elección daba cuenta del tratamiento infernal para quienes caían en las redes de los esbirros de Gómez Saldías. No sé para qué escribo esto como levantando una bandera moral, cuando en ese momento lo único que hice fue recoger el saco de lino del espaldar de la silla porque no tenía nada más que decir y, sí, muchos ensayos que corregir.
–Disculpe que lo hayamos retenido –dijo Rivas–. Permítanos… lo vamos a ir a dejar… ¿señor...?
En la sonrisa del comisario otra vez estaba la advertencia de que no podía negarme, así es que mejor le daba mi nombre y empezaba a marchar por el sendero que Bermejo me estaba abriendo entre las sillas del bar, que ya había tenido suficiente y, ahora, volvía al ruido de siempre.
Me dejaron bajarme frente a la pensión sin mayor insistencia. Le quité la llave a la puerta de calle y penetré en el inmueble que, a esa hora, olía al café colombiano que Perla tomaba en la salita de espejos, llena de plantas de interior, donde pasaba las tardes viendo telenovelas. En mi dormitorio, encendí un cigarrillo y espié hacia la calle por una rendija de la persiana cubierta por una capa de polvo endurecido, que olía precisamente a eso. La camioneta no se movía. Salir a la calle, en ese momento, en busca de Mariana habría sido tejer una maraña de acontecimientos que solo podían contaminarse del destino del hombre que había visto secuestrar esa tarde, y quien, para entonces, era muy probable que estuviera muerto. Me tendí en la cama con el primer tomo del Grandioso, pero el horno definitivamente no estaba para bollos schopenhauerianos. De pronto, en la calle, se echó a andar la camioneta que me sacaba de encima a los dos detectives. La suma de todos los momentos que había vivido con ellos apuntaba a una sola cosa: que me diera por enterado de que me tenían en la mira. Pero, ¿para qué? ¿Qué culpa se me estaba asignando? Yo había caído en ese infierno merced a un complot femenino y, como buen soñador, había despertado a un mal sueño, tenía encima de mí todo un aparataje represivo que insistía en apuntar a responsabilidades y, sobre todo, a castigos.
El día me había arruinado una noche de descanso. De improviso, como la esperada inspiración salvadora, el aire se llenó de un olor agridulce y pegajoso, con una textura de muslo y un concierto de labios mayores y menores, así que no quedaba más que desamarrarse el cinturón y echarse abajo los pantalones porque, ya se sabe, así es la testosterona.
* * *
Me acaba de ocurrir algo totalmente insólito. La enfermera rellenita me trajo el recado de un sacerdote católico. Seguramente enterado de que me queda poco hilo en la carretilla, solicitó verme. Mi primera intención casi me lleva a levantar el dedo del corazón para ofrecerle asiento. Pero ya no hay razones para estar tan beligerante a las puertas de la muerte, de modo que accedí, con una sola condición: hablaríamos como viejos amigos, pero él se comprometía a dejar el rosario en casa.
El hombre era de baja estatura y parecía totalmente adaptado a la insana costumbre de esconder el cuello entre los hombros. El mal hábito le hacía rebotar la cabeza con cada paso, lo que ponía en peligro evidente la estabilidad de unos anteojos de gruesa montura dorada, encajados en una nariz más bien mezquina y redonda. El tipo tendría unos diez años menos que yo, por lo que le clarifiqué que también me negaba a llamarle “padre”, no iba a estar haciendo el ridículo en plena agonía. Dije que iba a hablar si él estaba dispuesto a escucharme. Dijo que sí. Le pregunté si estaba dispuesto a contestar a mis preguntas. Dijo que sí. De esta forma, le expresé mi propósito de exponerle mi obsesión carnal y las circunstancias en que había ocurrido la muerte de dIos. En la confesión más impecable de mi vida, que descree de toda absolución, me reconocí como fornicador y masturbador irredento, y como un ateo abierto a sugerencias (esto último, para evitarle la sensación de estarse dando cabezazos contra la pared). Quería su opinión sobre un suceso macabro que rodeó los pormenores de mi primera masturbación. ¿Recordaba, él, su primera paja? La cabeza rebotó nerviosamente entre los hombros. Él venía a escucharme a mí. Bien. Necesitaba partir por el reconocimiento de las virtudes existentes en el placer solitario. Entre las bondades de la paja, yo subrayaría que es gratis y que no ofrece complicaciones sentimentales ni de salud, siempre que se efectúe con moderación y manos limpias. Como ejercicio de imaginación, compromete todo el ser (tal como la literatura, o la filosofía; no quise mencionar el amor a dIos para no provocarlo).
No es tautológico afirmar que no hay mejor paja que la hecha por uno mismo. Me explico: nadie mejor que el propio masturbador para manejar el ritmo, la velocidad, la presión y el roce de la mano. Aquí, el señor Micheles (tal era su nombre) trató de controlar los rebotes de la cabeza para no hacerme creer que asentía. De toda la mecánica anterior me había informado Cholito, de una manera práctica, una tarde de enero, a orillas del estero Conchehueco, donde habíamos ido para escapar del calor con unas brazadas. Cholito era hijo de una pareja de inquilinos que trabajaba para mi madre en uno de los fundos de Provincia Vilas que desaparecieron tras el desastre financiero. Mi joven y humilde maestro en las artes de la carne salió del torrente y se sacudió el agua como un perro. Después, tomó en la mano su pajarito aletargado y comenzó a frotarlo hasta que consiguió que se desperezara y quedara convertido en una especie de muslo de pollo, moreno y violáceo. Para mi sorpresa, en pocos minutos, su pájaro enhiesto dejó escapar una especie de escupitajo lechoso que quedó balanceándose entreverado en la hierba. En este punto, el señor Micheles ya no sabía adónde mirar y tal vez estaba lamentando la pérdida de tiempo con un enfermo terminal que ha rechazado expresamente la extremaunción.
–Entendía que era mi turno. Hasta ese momento, yo ignoraba los efectos de esa sabia manipulación del prepucio. Había tenido un par de sueños húmedos que no me permitían concentrarme en nada al día siguiente y, por las noches, le daba de espolonazos inútiles a la almohada, lo que me hacía dormir mal y me despertaba agobiado.
El sacerdote, para conformarse, como que se decía que este hombre que tengo al frente está más muerto que vivo y no me queda más que soportar su historia como una manera de compartir su sufrimiento. Micheles me estaba empezando a gustar.
–Fracasé. Tras cinco minutos, la frotación del prepucio sin lubricar me produjo una irritación casi dolorosa y perdí la erección. Cholito detectó un problema de metodología: tenía que tener una mujer dentro de la cabeza, pensar que se lo estaba metiendo entre las piernas, porque para eso las mujeres tenían esa especie de ranura como la que tienen las alcancías, así que mejor cerraba los ojos y pensaba en su hermana.
’La hermana de Cholito era una mocosa terrosa, flaca y tan aburrida como chupar un clavo. Fingiendo seguir sus instrucciones, tras unos cuantos minutos, me sobrevino el mareo, esa especie de embriaguez de todo el cuerpo, la sensación de haber transgredido la frontera de mi cuerpo, y la alegría de saberme poseedor de la llave para convocar a voluntad mis sueños húmedos. Ahí, sobre una roca enterrada en la arena, se deslizaba mi propio escupitajo lechoso. Ahora el secreto era todo mío y lo que me quedaba por hacer era borrarle la sonrisa de la cara a Cholito, quien no tenía por qué venir a darme órdenes de imaginarme que me estaba tirando a su hermana ni a nadie, qué se creía. Para que supiera, me acababa de tirar a su mamá. Feo, señor Micheles, ¿no? Es que, verdad ante todo, amigo Micheles, entre la hermana y la mamá, no había dónde perderse: la señora era morena, de dientes blancos, culo redondo y tetas como para mandar de regalo.
’No sé si había tristeza, odio o ambas cosas en la mirada de Cholito antes de que saliera corriendo. Lo volví a ver una sola vez en lo que quedaba del verano, y aquí es donde va a necesitar su capacidad hermenéutica, Micheles. La víspera de nuestro regreso a la capital, sentí desde mi dormitorio que alguien llamaba al “Patrón chico” en la oscuridad. Era Cholito. No dijo una palabra. Simplemente, apuntó hacia donde estaban los establos y yo supe que debía seguirlo. Llegamos hasta la construcción de adobe y subimos por una escalera externa hasta el piso superior y nos dejamos caer sobre el heno. Abajo, había unas pocas vacas echadas, curiosas, frente a los hombres que se desplazaban en medio de risas estridentes, a la luz de algunas lámparas de carburo. Este era el momento donde iba a necesitar toda la capacidad interpretativa de Micheles. Cholito volvió a apuntar en silencio hacia uno de ellos. El “Portento” era un gañán imbécil, algo jorobado, que itineraba por los fundos del área. La gente le daba pequeños trabajos a cambio de un plato de comida y un lugar donde dormir. Uno de los gañanes estaba encargado de recibir las monedas en la mano. El Portento se bajó los pantalones y dejó que los asistentes se rieran mientras le señalaban la entrepierna y le arrojaban boñigas hacia un miembro que, fláccido, le colgaba hasta la mitad del muslo. Estoy seguro, señor Micheles, que usted no ha visto en su vida semejante goma. Tras un par de manoseos, el idiota enarboló un mazo de carne temible y recibió las monedas entre aplausos. Entonces, vi avanzar a las dos figuras que le acercaban un bulto vivo. El idiota tentó entre las plumas con una mano torpe, mientras los hombres le impedían todo movimiento al ave. De pronto, el pavo lanzó un chillido. El Portento lo había ensartado. Entiendo por su cabeza quieta y los ojos abiertos en demasía que esta monstruosidad le causa el mismo rechazo que me causó a mí. Si quiere paro, señor Micheles, porque lo que le acabo de contar no es lo peor. Que siguiera, que siguiera.
–Quería largarme de ahí. Intenté pasar por encima de Cholito para ganar la escalera, pero este me sujetó con una mano en el hombro. Abajo, el idiota estaba acezando, y cuando empezó a dar gritos, vimos cómo se acercaba otro gañán con el machete y le cercenaba el cogote al pavo, que fue cuando el Portento lanzó ese alarido de placer que me iba a perseguir mucho tiempo en mis pesadillas. Cuando pude apartar la mirada del caño tronchado del que seguía manando sangre, me encontré con los ojos de Cholito. Se había vengado y me daba una última lección. Desapareció hacia la escalera y se perdió en la noche.
Regresé a Provincia Vilas dos años después. Cholito y su familia habían emigrado a Chile. Me moriré y ya no hay tiempo para descifrar lo que vi. Micheles solicitó permiso por unas horas. Dice que volverá a oír la segunda parte de mi relato, la muerte de dIos. Yo estaba seguro de que no iba a volver. Tampoco me importaba mucho, dedicado como estoy a escribir contra el tiempo y con esta memoria de colador que me planta los recuerdos y los olvidos sin orden ni concierto.
* * *
La enfermera ha entrado velozmente en la sala, cuando la mayoría de los pacientes duerme. Alguien se queja a unas cinco o seis camas de la mía. Cuando los quejidos son constantes, uno termina por olvidarlos. La gordita reacomoda al quejumbroso en su camastro y los lamentos cesan. Después, se acerca a mi cama y finge tomarme el pulso. Me susurra que el ministerio del Interior está demorando los primeros resultados porque Gómez Saldías ha perdido el plebiscito. En mi estado bien poco puede importar, pero ha creído descubrir a otro opositor al tirano. Aprovecho para decirle que, más tarde, necesito la lámpara encendida porque planeo escribir toda la noche. Se cubre los labios con un dedo de uñas ribeteadas por el desaseo y sale en puntillas. En la semipenumbra, distingo dos puntos móviles que dibujan piruetas entre la barba incipiente del cuello del hombre que yace en la cama del lado. No ignoro que piojo y pelo se llevan bien, pero no sé nada de los chinches.
¿Cuánto de lo que vivimos es fruto de nuestros actos y cuánto, simplemente, nos ocurre? Yo no había secuestrado a nadie. Había presenciado algo que no pedí ver y ahora mi nombre estaría en la policía al lado de monreros, contrabandistas y traficantes de cocaína. Romper con todo era una empresa inútil. Una vez más, la asfixiante red de los acontecimientos se abatía sobre un inocente. ¿Tenía sentido intentar cambiar? Me eché sobre el volante mientras esperaba que se secara el exceso de bencina para darle chispa otra vez al motor. Un remolino de esos de mediodía seco se levantó de pronto en el arenal del estacionamiento universitario, disparando contra los cristales del Taunus una andanada en espiral, hecha de restos de basura, piedrecillas y aire caliente.
No podía seguir viviendo tan alegremente al borde del tiro en el occipital cada vez que me filtraba a la casa del sargento. La última vez que había estado con Mariana, consentí en una taza de té. Le pregunté por el ataque de llanto que había acometido a su marido la noche de nuestro encuentro. Si era porque había sido puta en Bailemamita, Molina tenía el alma bien delicada para el oficio que había elegido y capaz que no durara mucho. Si era porque Mariana era la hija de Bailemamita, y de tal palo astilla, estábamos los dos embrujados, como les pasó con la presunta madre al padre Pepe, a un juez y tanto cliente anónimo. Mariana decidió no afirmar ni negar nada.
–Ya no me echa en cara el pasado. Es que a él le deberían resultar las cosas –había dicho, enigmáticamente– y hace tiempo que no le resultan.
No entendí, no quise entender, quizás me negué a hacer las preguntas que ella esperaba. En ese momento solo me reproché no estar fichando a Ángelo Silesio, en vez de estar respirando ese olor a caño oxidado y hongos proveniente del baño estrecho, húmedo.
Hice girar la llave en la ranura de la ignición y la chispa activó el motor después de una leve arcada. En el primer momento, se abrió la puerta del pasajero y una especie de mole informe pareció escurrirse dentro del coche. En el momento siguiente, tenía el cañón de un revólver incrustado en las costillas.
–Se me mueve, profe, y siga por donde yo le indico.
¿Me reía para transformarlo todo en una broma o fingía una furia inspirada en el terror, que tampoco haría desistir al atacante de su propósito? Ignoraba si lo conveniente era dar o exigir explicaciones en un tono que debía ser conciliador. Molina, con una camisa de color naranja y vaqueros gastados, no apartaba la vista de la calle, mientras me punzaba con el cañón del arma cada tanto, como para recordarme que más me valía obedecer y callarme la jeta. Abandonamos sin escándalo el estacionamiento y descendimos lentamente por la calle del mercado hasta la plaza de armas, para torcer hacia el mar. Subimos por la costanera, con sus escuálidas palmeras frente a los roqueríos, y enfilamos camino a Puerto Pedreros. En la ruta a Salar Perdido, me ordenó meterme hacia la cordillera. Tragamos polvo por varios kilómetros, hasta que me mostró con un dedo dónde debía detenerme. Bajamos del vehículo. Ahora tenía que caminar con los ojos cerrados, siempre con la pistola en la espalda. El miedo me forzó a entreabrirlos. Pude ver que subíamos por lo que debe haber sido una antigua duna a medio conquistar por magras briznas de hierba casi seca, distribuidas malamente por la superficie calcárea. El cañón frío de la pistola en la sien caldeada por el sol que caía en picada era el único punto que ataba el resto de mi cuerpo a una existencia que llegaba a su fin. El esfuerzo por mantener la provisión de aire fluyendo hacia los pulmones en ese calor seco, hacía imposible la tarea de tener miedo. Un olor a boca me reveló que el sargento se había allegado a inspeccionarme, después de que me diera la orden de alto. Lo que ocurrió a partir de ese instante es un largo paréntesis tras una muerte que no llegó, porque el metal del cañón del revólver pareció retirarse y, entonces, supe que tenía que abrir los ojos. Abajo, como un lunar verde en el mar de arena, se recortaba un caserío de hileras dispares y desordenadas. En ese instante, se me reveló esto: mi interés inicial en ese lugar se había ido desvaneciendo hasta casi desaparecer porque el verdadero viaje lo hacía, cada vez más frecuentemente, en la propia carne de Mariana.
–Bailemamita –oí que decía Molina–. Venga conmigo, profe, que este pecho paga.
El lunar parecía esponjarse a medida que descendíamos, como si la presencia del desierto se fuera retirando lo suficiente como para hacerse nula o transformarse apenas en un mal augurio por allá lejos. Bajamos por la arena intercambiando mis protestas fingidas por sus disculpas entre carcajadas. Creo que atravesamos la calzada de una calle mal asfaltada y entramos a un caserón de madera de varios pisos, con olor a sequedad, donde alguien, en alguna parte, instaló un long play del chileno Lucho Gatica y, entonces, aparecieron dos botellas de “Padre Pepe”, con cuatro vasos, que se acabaron en mitad de “Vanidad”, durante la media docena de boleros en que estuvimos apretando a un par de muchachas flacas, de rostro irregular, con las que no tardamos en pasar a un dormitorio y lo que veo claro en la memoria, antes del cólico, es a Molina y a mí, de pie, pantalones abajo, y las muchachas sentadas en el borde de la cama proporcionándonos a ambos un lengüeteo inútil, porque no estoy acostumbrado a testigos en esas circunstancias, y de haber más de dos participantes, no era la proporción genérica correcta y cartesiana.
El sargento fue el primero en retirar a su candidato de lo que ya iba pareciendo un concurso de adolescentes que terminan su último año de secundaria, lo sacudió un par de veces como si acabara de orinar y lo puso a buen recaudo tras su cierre de cremallera, al tiempo que culpaba al “Padre Pepe” por estar muy cabezón. Yo me dejé conducir por un pasillo oscuro hasta el arenal detrás de la casa, y me encerré en uno de los dos cubículos disponibles. La madera olía al alquitrán con que habían querido preservarla de la inclemencia del sol, lo que pronto se mezcló con la fetidez de mi descarga intestinal. El licor no había sido ni siquiera un catalizador: yo tenía que haber caído con los sesos destapados allá arriba, y a esa hora ya debía estar cubierto por la arena. Eso, si Molina hubiera sabido que me estaba tirando a su mujer. El pequeño detalle podía constituir la diferencia entre invitarme a que me lo chuparan en Bailemamita o hacerme añicos el occipital.
* * *
Mientras el sol derramaba sus miles de tonalidades rojizas y anaranjadas, el camino de regreso de Bailemamita tuvo algo de un renacimiento, como de borrón y cuenta nueva. Había una especie de restaurado equilibrio, como si el sargento, circunspecto y con la mirada clavada en la lejanía polvorienta, sin saberlo, hubiera consentido en alargarme la vida a cambio de la promesa de nunca más. Mi felicidad se veía redoblada por mi propósito de no cumplir una promesa que jamás había hecho. La estrechez de la carretera de doble vía por la que transitábamos me obligaba a mantenerme alerta frente a la vista de algún vehículo aproximándose en sentido contrario. No era tanto por la falta de espacio, como por el espantoso estruendo al pasarse los vehículos lado a lado. En esa enorme extensión estéril, el ruido como de que se rasgara el planeta entero, era un despropósito, un desconcierto auditivo que varias veces me empujó levemente fuera del camino. Emergiendo de una curva, vi venir la camioneta plana, desplazándose como un pez alargado sobre el asfalto aún tibio. Molina, siempre enfundado en su mutismo, le aplicó la colilla del cigarrillo a otro nuevo y, después, la arrojó displicentemente por la ventanilla, justo en el momento en que el trueno de la camioneta de Investigaciones, pasando al costado nuestro, me dejaba ver, en una instantánea, la cara del comisario Rivas revisando con una sola mirada el interior del Taunus.
–Tiras –dijo Molina, volteándose a mirar por el parabrisas trasero.
–¿…?
–Tombos, botones… canas. Policía de civil, profe. ¡Y se pararon! Estábamos en una recta larga antes de tomar la curva ascendente y, en el espejo retrovisor, la camioneta acababa de frenar fuera del asfalto, levantando una nube de polvo. En cualquier momento, giraría a toda velocidad para venir a la siga nuestra. Molina había hecho los mismos cálculos que yo.
–El que va a cargo es Rivas. Usted no se preocupe, profe, porque anda conmigo, ¿oyó?
Hice como que el nombre me entraba por un oído y me salía por el otro. El paternalismo del sargento tampoco logró divertirme. Rivas nos detendría con un solo objetivo: habría presentaciones, una especie de anagnórisis a tres bandas, y yo quedaría definitivamente inscrito en una red de relaciones que nunca debió existir. La camioneta seguía sin tomar una decisión y se iba empequeñeciendo gradualmente en el espejo retrovisor, hasta que desapareció en el marco de cristal. Molina continuaba con la vista clavada en la cinta de asfalto que dejábamos atrás.
–Se van –dijo, de pronto, echando fuerte el humo por las narices. Si Rivas había reconocido al sargento, ya tenía yo un problema más sobre los hombros. Ni siquiera en el infierno mismo del desierto se puede vivir al margen de todo. En el cruce a Narigua, me desvié hacia el restorán del vigía inválido varado en un mar de polvo. Nos acodamos a una mesa con trozos de pernil, pan con ají y cerveza fría. La televisión estaba dedicada en ese momento a algunas fotografías en blanco y negro del príncipe Rainiero y Grace Kelly, con la voz de uno de esos pobres locutores españoles a los que uno les descuenta instantáneamente un veinte por ziento de coefiziente intelectual nada más que porque zezean. Molina quería hablar, pero no fue más allá de decir que lo que le había acontecido arriba, en Bailemamita, le estaba pasando hacía tiempo. El resto era todo fragmentos de frase, anacolutos insensatos, a los que yo asentía mecánicamente porque todo daba un poco lo mismo. Habló de las horas nocturnas, mencionó el insonio, las pesadillas que lo llevaban al terror de cerrar los ojos. En un momento, dio por concluido el capítulo con un movimiento de las manos.
Aunque quisiera poner distancia con la mirada refugiada en la cerveza, me veía como la tabla que flota alrededor del náufrago, y solo esperaba una modesta insistencia de mi parte para aflojar la lengua. Yo tenía la mirada de Rivas clavada en el cerebro como una espina, y pese a todo lo que ya nos unía al sargento y a mí –nadie sabe cuánto me pesó esta comprobación en ese momento– lo que le pasara seguía sin importarme un comino. El silencio nos obligó a fingir atención al documental sobre la familia real de Mónaco, con el zezeante locutor sonando cada vez más papanatas con ese desconzierto de zetas y zes donde debe ir ese, mientras el inválido, detrás de la registradora, se entretenía en la tarea de matar las moscas sobre el mostrador con un golpe sorpresivo del menú de cartón plastificado. Si hay momentos privilegiados en la vida, que no están destinados a diluirse en el fragor de los minutos y las horas, este era uno de ellos: mi ser entero perduraba ahí, inmóvil, abrumado por el peso del absurdo.