OCHO

El bolígrafo negro empezó a experimentar una hemorragia que me volvió ilegibles varias líneas. He dejado la huella digital del pulgar estampada en la funda grasienta de la almohada. Escribo ahora con este bolígrafo rojo, el único que me queda y de él depende que termine este relato. Es la última de mis posesiones terrenales capaces de producirme algún tipo de ganancia. Acabo de regalarle a la enfermera un número de La ciencia al día que trae un artículo de particular interés para mí. Un equipo de investigadores de Sydney afirma que la masturbación frecuente protege contra el cáncer de próstata. Argumentan que la eyaculación permite mantener limpia la glándula de sustancias tóxicas. Debo ser la excepción que confirma la regla, porque próstata más limpia que la mía, ¿dónde?

Me he desprendido de todo, excepto de esta escritura y de unas pocas horas de vida que se consumirán en el momento justo. Este deslastramiento me produce una dicha que no puedo verter sobre el papel. ¿Miedo a la muerte? Sea lo que sea que dentro de nosotros teme a la desaparición total, parece haberse desvanecido de manera anticipada, totalmente. Parecerá extraño, pero el único temor que me asalta es deslizar el pulgar por el lomo de este grueso cuaderno y que las páginas que desfilan en un fundido encadenado me lancen a los ojos una blancura virginal, en vez de la letra pequeña que he creído ir acomodando de a dos líneas por renglón.

Estoy viendo las musarañas que dibuja la punta del bolígrafo sobre la hoja cuadriculada, pero igual dudo de que esté pasando al papel eso que podría resumirse así. En la ronda de muertes potenciales, probables o hipotéticas, Molina iba a matar a Mariana cualquier día de esos. Mariana contaba conmigo para matar a Molina. Bermejo había matado a Rivas y seguramente estaba esperando su oportunidad para hacer lo mismo conmigo. “El Heraldo del Interior” seguía llegando a diario, como un tormento cotidiano, pero ahora, en una maniobra de manual de estudio, llamaban a cualquier hora a casa y, cuando Perla me alcanzaba el teléfono, lo único que entraba por el auricular eran algunos compases de marchas militares. Incapaz de colgar, y menos de responder con algún insulto inútil, paralizado, me quedaba mirando una imagen desleída que estaba sobre la mesita del teléfono, la foto de Perla y el coronel Viel en Buenaventura, encerrada en un cuadro demasiado grande, como que se le notaba el cartón blanco que la sostenía tras el vidrio. Ese momento feliz, aprisionado en blanco y negro, me recordaba que yo no quería estar ahí, que quería verlos a todos lejos, separados de mí, y para siempre, por una distancia imposible de remontar. Y, sin embargo, seguía anclado en el arenal, como en la aporía del móvil, de Zenón.

Ahora todo era una cuestión de pesadillas alternativas, con golpes a la puerta o con Bermejo irrumpiendo en el dormitorio para sacarme desnudo a la calle caliente, donde aguarda la camioneta con los faros apagados. O me veía desnudo, de rodillas, al borde de una fosa, con el cañón metálico del revólver de Bermejo en el occipital. Entonces, sobrevenía una especie de alarido ciego y un despertar en la misma pieza donde falta el aire y estoy sudando a chorros, cuando lo único que permite hacer el insomnio es sentarse frente a la rejilla metálica, en la oscuridad, a escudriñar la calzada polvorienta por si se acercan vehículos sin luces encendidas. Nunca pude encontrar el sello distintivo del sueño y la vigilia, como decía Descartes. Claro que Descartes está puro hueveando: ¿quién no va a distinguir claramente la diferencia entre el sueño y la vigilia? Lo verdaderamente escalofriante es que despertarse al mundo de todos los días es entrar al verdadero sueño. Calderón de la Barca tenía razón: la vida es sueño, pero se olvidó de agregar un sueño que espanta.

Entonces, al círculo vicioso: un debilitamiento generalizado me quitaba el apetito, y la falta de alimento me iba volviendo más y más frágil, con lo que menos me daban ganas de comer. Me estaba obligando a tragar una sola comida medianamente fuerte al día, nada más que para seguir vivo. Inútil, el vómito era casi inmediato. Por angas o por mangas, tenía que borrarme antes de que los representantes de la OEA pusieran pie en la ciudad.

Las horas de insomnio entre pesadillas me empujaron a la decisión que me penaba. Empecé a retirar mis libros y escritos de la universidad, eso que ahora veo como el delirio de un desesperado. Armado de algunos bártulos, atravesaría el desierto y cruzaría la cordillera para instalarme en Santiago de Chile. Si me movía con discreción, podía disponer de unos tres o cuatro días, y cuando Bermejo se enterara, yo ya estaría fuera de su alcance, más allá de la frontera. Salvo Perla, no tenía a nadie a quien confidenciarle nada. Pero no podía descansar ni siquiera en ella, mi pobre madre del desierto: ¿qué tal que la torturaran para sonsacarle mi paradero? No tenía alternativa. El viaje, y la propia aventura, me servirían para desembarazarme de mí mismo y de todo ese bagaje aplastante. Me entregaría a las arenas, me haría devorar por el desierto, para resurgir, desde esa tierra sin milagro, totalmente renovado, de la cabeza a la punta del pie.

Llegué al edificio de la facultad justo cuando se iba yendo el camión con los soldados armados y en traje de campaña. La palidez de la señorita Elisa era lastimosa: había logrado convencer al militar que exigía mi dirección, de que a esa hora, en tiempo de vacaciones, no había nadie para echar a andar el computador. Decidimos reunirnos con Perla en una conferencia relámpago. Perla no quería dejarse convencer por la bibliotecaria, pero al final aceptó que mi vida corría peligro y que me convenía poner distancia por unos días. Ella se vendría a casa de Perla y me dejaría su departamento. Lo único que tenía que hacer era alimentar al gato, que ya se estaba quedando ciego de puro viejo.

El departamento de la señorita Elisa, un dormitorio y una salita sin televisor, donde estaba la cocina, se transformó en un sitio de confinamiento solitario. La presencia del gato y la necesidad de alimentarlo resultaron ser una ganancia. Tras su ración de “GudKat”, Bengurión levantaba la cabeza y enfocaba sus ojos casi transparentes hacia mí. Yo me daba por agradecido y lo compadecía en su vulnerabilidad y su ceguera, lo que me permitía olvidarme momentáneamente de mis propias desgracias. En el pequeño baño, algunos “Heraldos” atrasados, que me abstuve de tocar, yacían amontonados en un canasto de mimbre, entreverados con revistas de modas. La radio sintonizaba mal por falta de antena y más valía mantenerla apagada. El miedo no me dejaba concentrarme en ninguno de mis libros y la testosterona me había abandonado justo cuando más necesitaba un entretenimiento sano y sin mayor esfuerzo. Lejos de relajarme, la putrefacción que seguía avanzando bajo los restos de la lámina calcárea que alguna vez había sido la uña de mi dedo gordo, me llevaba a experimentar mi propio interior como un saco de órganos semipodridos y glándulas purulentas que competían por su espacio.

Pero, al contrario de lo que sostienen los creyentes, no hay infierno que dure para siempre: el infierno en que había estado ya por dos noches, cedió el paso a un infierno muchísimo mayor. Sin pegar pestaña, me levanté de madrugada en busca de un café que me permitiera ir, por poco tiempo, en busca de más cigarrillos, leche y, quizás, pan. Bengurión estaba echado en medio de la salita y tuve que practicar un cambio de dirección de último minuto para no encajarle el pie desnudo en el vientre blanquecino. Desistí de sacar la lata del aparador. Algo no andaba. El agua estaba ahí, solo era cosa de abrir la espita, la llama del piloto del gas seguía encendida, el plato sucio con los restos de la noche anterior esperaba en el lavaplatos que hiciera hoy lo que debía haber hecho ayer. Había una presencia que no correspondía en el cuarto, más bien una especie de ausencia, una respiración que contribuía al ritmo de ese pequeño universo y que ya no estaba ahí. Retrocedí un par de pasos. El gato ofrecía el mismo blanco que cuando había salido del dormitorio. Y no se movía. Dejé de acariciarlo apenas le sentí el cuerpo frío. No necesitaba esa complicación, con qué palabras le avisaba a la pobre bibliotecaria, está bien, un gato no es sino un gato, por añadidura, viejo y casi ciego, pero era el gato de la señorita Elisa y ella hubiera querido despedirse de él, quizás hasta haberlo encontrado muerto ella misma y decidir dónde y cómo enterrarlo. La pobre mujer me estaba haciendo un favor por iniciativa propia. En la semipenumbra, seguía habiendo algo que no me cuadraba, pero yo había salido del dormitorio sin hallar nada raro y la puerta abierta me permitía ver, desde donde estaba, el interior del baño, vacío. Ninguna ventana presentaba rastros de haber sido forzada, la puerta, cerrada con llave, todavía conservaba el manojo en la cerradura. Nada fuera de lugar, excepto Bengurión, muerto, con sus cuatro patas estiradas en una sola dirección, con la cabeza apuntando decididamente en la dirección contraria, como alejándose del resto del cuerpo, que era de donde venía el dolor provocado por esas dos líneas que no correspondían a la cinta de mariposa con que lo adornaría pacientemente el ama y que se le habría deshecho durante la noche, sino del nudo alrededor del cuello, hecho con el cordón de una bota. De una bota militar. Habían entrado durante la noche sin que me diera cuenta, habían despachado al animal en el más absoluto de los silencios y vuelto a salir sin que nadie pudiera advertir nada, que no fuera, y muy a posteriori, el enorme poder que manejaban los perpetradores para provocar la muerte y no dejar rastros. ¿Se entenderá, ahora, cuando yo hablo de despertarse a una pesadilla? Esta gente no estaba jugando, con el gato tirado en mitad de la salita me habían dicho que no me hiciera ilusiones, que no era capaz de engañar a nadie, que cuando yo iba, ellos ya venían de vuelta y que no tenía espacio para donde correr. Tampoco posibilidades que barajar. Estaba de cabeza contra el muro y, podía intentarlo, pero a cabezazos no lo iba a echar abajo. Esos son los momentos en que hace falta un dioS de verdad que esté dispuesto a echarle un piolín a uno. Quedaba un solo camino, despreciable, denigrante y único: el retorno al redil de las buenas familias, de rodillas, sobre dos tapitas de gaseosa boca arriba, si era imprescindible. No iba a pedir que me recibieran con los brazos abiertos, podían lanzarme todo tipo de críticas e improperios: estaba dispuesto a pagar cualquier precio con tal de que alguien con poder, con influencias, me diera un contacto para llegar a donde se tomaban las decisiones de vida o muerte.

La falta de café y cigarrillos no me dejó sentir la degradación en que me estaba hundiendo. Tenía que darle y darle al teléfono, recorrer listas de nombres, despertar a gente muy temprano. Me había encontrado al gato muerto, quiero decir, estrangulado con el cordón de una bota militar, pero no, calma, lo primero era ordenar la historia, si no, me iban a colgar por loco o drogado. Saludar, identificarme, entregar alguna disculpa plausible por mi falta de contacto y empezar desde el principio. El primero en mi improvisada lista fue uno de los Perraín, Gonzalo, me veía en un gravísimo problema del que no era responsable, le pedía que me escuchara, que fue cuando ¡clic!, chao. Quizás era lector de “Plif-Plaf Today”. Gustavo, del clan García Horsdeuvres, representó un progreso respecto a Perraín; antes de cortar me dijo que le era imposible ayudarme. Un par declaró no haber oído de mí en la vida. Tres o cuatro más no conocían a nadie, no estaban en el país, o que me asilara, mire que si tenía los militares detrás de mí, no es que me acusaran de andar metido en nada, pero la cosa era grave. ¡Clic!

Solo por darme ánimo con alguna acción positiva, busqué bajo el lavaplatos una bolsa de plástico para meter a Bengurión y sacarlo al patio. Me quedaba el último número y una cajetilla de “Covitas” arrugada en el cenicero desprovisto de colillas de emergencia. Martín Bienpiolaza tenía una imagen mía de muy pequeño y estaba en el extranjero en el momento de mi matrimonio, pero había estudiado con mi padre y creo que lo recordaba con mucho cariño. Mi historia, que para ese momento ya se había ido puliendo con los sucesivos llamados, fluyó sin exageraciones ni falsos dramatismos. Mi vida corría peligro. Era totalmente inocente. Me di cuenta de que el detalle del gato había terminado por decidirlo en mi favor. Mi número, que me esperara junto al teléfono. Que le diera un par de horas. Alguien me iba a llamar, un abrazo, muchacho.

Recuerdo que me preparé una taza del asco ese que es “Sick-Café” con los raspados del tarro. Imposible ir por más cigarrillos, mi reino por un “Covitas”. De pronto, reparé en que me había calmado totalmente, que había hecho lo que debía hacer y que estaba levantando a pulso el techo que se me estaba viniendo encima. Imaginé mil y una formas de entrar en una casa sin que lo noten los residentes, las palabras con que le daría la mala noticia a la señorita Elisa, el modo en que se echaría a llorar, tendríamos que abrir una o dos botellas de Mordak. Había querido protegerme y le habían asestado un golpe del que difícilmente iba a poder levantar cabeza. ¿Por qué la bondad siempre tiene que pagar un precio en dolor? ¿Es que no hay nada exento de sufrimiento?

Teléfono. Con él. Me llamaba de la dirección de la BRINAI, Brigada Nacional de Inteligencia, era el director, lo acababa de contactar un buen amigo de la familia, exacto, Bienpiolaza, sí, yo quería exponerle, no, que no dijera nada, que estaba todo bajo control, ¿control? Sí, tenía el expediente mío sobre el escritorio: había entorpecido la captura de un elemento subversivo que se había fugado. ¿Yo? ¿De Amengual? Sí, ¿señor...? Lo estoy leyendo en este momento. Me disculpará que lo contradiga, señor oficial, pero yo no hice absolutamente nada para obstaculizar la acción de un legítimo organismo del Estado y me temo que se esté a punto de tomar injustas represalias en mi contra. Curioso, el hombre me había dejado seguir de corrido, sin interrumpirme con ese aire de posición firme con que sonaba en el auricular. Que acortáramos porque era muy temprano y el día se venía fiero. Él tenía la potestad para resolverme la situación de un solo telefonazo, es decir, todo podía volver a fojas cero contra una promesa de mi parte. ¿Promesa? Una especie de cheque a fecha, si usted quiere, que usted me firma y yo me lo guardo. Usted dirá. Se compromete, digamos, a no entorpecer ninguna acción de BRINAI en el futuro, ¿entendía lo que quería decir?

De pronto fue como si el sol, a diario impenitente, tuviera la misión de iluminar un día rico en impensables posibilidades, quizás afuera se podía sentir que hasta el aire estaba más limpio. Otro gato para la señorita Elisa, uno más joven, tal vez dos, recién nacidos para llenarle la vida de esperanza. Por cierto que sí, tenía él mi palabra, borrón y cuenta nueva, entendía muy bien, ¿cómo me dijo que era su gracia? Coronel Esteban Arrigó Corona. Creía que mi madre habría trabajado alguna vez para su familia, entre nosotros, de Amengual Allagani, teníamos que ayudarnos.

El dolor de las rodillas fue lo primero que me permitió recobrar gradualmente la noción del cuerpo, durante todo el tiempo que permanecí doblado en posición fetal. Aplastado por la humillación, casi había perdido el conocimiento. ¿Exagero? A la gente como Arrigó Corona la envían a estudiar a Panamá, donde sacan papel y lápiz frente a algún diplomado en sicología de Harvard o West Point, al que el Pentágono o la CIA le han financiado experimentos que demuestran, científicamente, que en vez de matar al pretendido enemigo hay que hacerlo desaparecer sin rastro, de esta manera, señores oficiales de los ejércitos de las Américas, a una tumba que recoge las lágrimas de familiares y amigos en un duelo que reduce el efecto de la muerte, es mil veces preferible la efectividad del “desaparecimiento” del enemigo, que se vuelve un dolor constante y que paraliza una eventual reacción del entorno del “desaparecido”, maximizando de esta manera el daño, anoten bien, por favor, “maximizar el daño”, y ya está listo el taxi para que el hijo de puta sea conducido al aeropuerto, hasta el avión que lo devuelve a su mujer rubia y a sus dos niños pecosos, que lo esperan en algún suburbio estadounidense de grandes árboles y jardines tapizados de verde, servida espléndidamente la gran mesa, con el tiempo justo para cortar el pavo del Día de Acción de Gracias.

¿Soy yo el que exagera? Arrigó Corona, alumno aventajado en Panamá, me había dejado hablar sin interrupciones para que mi propia frase me quedara rebotando en las meninges y compusiera nítidamente el retrato del perfecto canalla: yo no hice absolutamente nada para obstaculizar la acción de un legítimo organismo del Estado. La frase cobarde regresaba acompañada de Eliecer Orellana tirado en la vereda, que extiende los brazos sin ninguna esperanza porque ya se sabe muerto, y me mira desde donde solo los muertos pueden mirar de esa manera, y yo no he hecho absolutamente nada, ni siquiera llevarle la verdad de lo sucedido a la anciana de la paquetería, que sabe que no necesito lo que he fingido comprarle porque se lo dicta la sabiduría de un dolor empecinado, en noches en que mucho antes de dormirse le matan a su hijo, la acción de un legítimo organismo del Estado, en que sueña que le están matando a su hijo, para despertarse a que le maten otra vez a su pequeño Eliecer, que acaba de entrar cantando despreocupadamente una canción sin sentido.

La estocada del remordimiento debido a omisión es más ácida que aquella producto de haber hecho algo. Y para hundirme irremediablemente en el oprobio, me perdonaba la vida el mismo miserable que se había creído en el derecho de sobrepasarse con mi madre. Por un momento mínimo, denso e inolvidable por las razones que no eran, comprendí desde dentro la crispación de los inválidos, la indefensión de los abandonados, la voluntad del suicida. Si todavía había algo en mí que yo quisiera salvar, tenía que adelantar los planes y volar antes de lo previsto. Suerte que la señorita Elisa había salido a trabajar, con lo que me ahorraba la incomodidad de darle la mala noticia. Perla me tenía una novedad: una mujer había estado preguntando por mí sin parar. Entendía que algo muy malo me estaba pasando y quería ayudar. Por de pronto, no me iba a dejar salir de casa si no confiaba en ella. ¿Cómo era eso de que una mujer? Tuve que volver a mentirle, la información errónea que le iba a proporcionar podía salvarle la vida en caso de apremios ilegítimos por causa mía. Había iniciado una relación con un militar, pero el canalla nunca me dijo que era casado. Que me calmara. Estoy calmado, Perla. La mujer se había enterado y todo era ahora una escandalera. El resto de la fabricación lo volvió redundante la campanilla del teléfono.

Eludiendo disculpas para las que su ansiedad no disponía de tiempo, la voz de Mariana en el auricular surgía del fondo de una de esas pesadillas que ya he descrito. En situaciones normales, hablaría como esas tontonas que envuelven cada palabra con el chicle que están masticando. A esa hora del día, sonaba espantosamente ordinaria, con frases vacilantes y mal hilvanadas, demarcadas por la pausa para recoger los mocos con una inhalación súbita. Hacía días que no la veía (¡cómo si yo no supiera!). Era urgente, quería hablarme (primero, muerto). Teníamos que juntarnos (¡en la mismísima mierda!). La putilla tuvo la desfachatez de mencionar un sitio y una hora, y agregó la amenaza de que no le fallara, por mi propio bien. Iba a pretextar una enfermedad, pero mi fatiga decidió colgar el teléfono.

Sin que Perla lo notara, había reunido lo poco y nada que quería llevarme de mi cuarto. Incluso, para protegerla, se me ocurrió que debía despojarla de unas cuantas joyas y algunos unitarios. Se quedaría odiándome hasta el fin de sus días, pero le creerían en un interrogatorio antes de aplicarle la electricidad. Las fuerzas tampoco daban para más, cuando la mente, todavía lúcida en alguna parte, sumó dos más dos. Algo grande tenía que haber pasado si Molina andaba en mi busca y si Mariana se había atrevido a llamarme a la pensión. Aún estaba a tiempo de concurrir al mirador donde me había citado.

Me cercioré como nunca de que no me vinieran siguiendo. En el lugar tampoco vi vehículos sospechosos estacionados. Arrigó Corona estaba empezando a cumplir su palabra. Mariana era una combinación de ojeras, hematomas y lágrimas. Ambos estábamos convertidos en un cuadro deprimente. Nos apoyamos en la baranda de fierro despintado y nos quedamos mirando el mar como si de verdad hubiéramos venido a eso. Trató de acercarse a mí y yo puse más distancia, pretextando con un guiño que mi lejanía era solo una medida de precaución. La noticia de que el sargento andaba en mi busca para regalarme un chuico de pipeño chileno consiguió enfriarme un cerebro febril hasta ese momento. Ahora ya la podía despachar rápido y volver a la mudanza. Me reprochó quedamente mi ausencia de tres semanas, pero no trató de conseguir ningún efecto en mí cuando me describió la última paliza. Molina ya ni siquiera se molestaba en encontrar un pretexto para golpearla. En las palabras de Mariana, intuí que se daba ánimos para acometer una acción para la que se sabía incapaz. El vacío en el estómago se transformó en náusea al recordar la frase que me había saltado a la mente antes: “lo nuestro”. Como si hubiera sabido lo que estaba pensando, dejó caer la frase de manera que no quedaran dudas.

–¡Tenemos que matarlo! ¡Y tú tienes que decirme cómo!

Lo planteó así, como quien diagnostica a un enfermo y lo remite al especialista que tiene la solución a la mano. ¿En qué parte de mí había visto Mariana la fibra del asesino? No podía dilatar más el corte del nudo gordiano. La miré de costado, como para evitar fulminarla con una mirada frontal.

–Voy a hacer como que nunca escuché estas palabras. No sé tú, pero lo que es yo, rajo. Todo este infierno me tiene hasta las mismísimas pelotas.

Me miró como si yo acabara de degollar a un ángel de un solo mandoble y le estuviera extrayendo los órganos uno a uno. Del horror, sus ojos pasaron a la furia. En un desfile atropellado de imágenes de alcantarilla, instaló a toda mi parentela en un prostíbulo, encomendó el trasero de mi madre a los buenos oficios de un asno y a mí, sodomita mayor, me mandó a chuparla por ahí. Ya solo era cuestión de que la bestezuela herida corcoveara unos segundos más. Después, sería el alivio y la cinta de la carretera por la que dejaría atrás el erial para siempre. Mi súbito optimismo no me permitió anticipar el as que Mariana guardaba en la manga.

–¡Nunca te olvides, en lo que te quede de vida, que dejaste un hijo aquí en la pampa, cabrón!

Mi estupefacción la dejó salir corriendo. ¿Qué había sido eso? La perra podrida iba a tener un hijo mío, aquello que solo se me había cruzado por la mente una sola vez, engañado por mi madre y Nina Simone, me lo brindaba como una realidad concreta una mujer odiosa, cuya existencia en mi vida era un error monumental. Nuevamente, mis planes estaban hechos mierda. Ya no podía largarme. No por el engendro a nueve meses plazo, sino que bastaba que Mariana le vomitara la noticia en la cara al sargento y que lanzara mi nombre sobre la mesa para que Molina saliera en mi busca por última vez. Todo podía ocurrir esa misma noche, si el sargento consideraba que la paliza anterior no había sido suficiente. ¿Cómo debía interpretar eso de “en lo que te quede de vida”, sino como una amenaza de quien sabe que esta puede cumplirse acaso más temprano que tarde? ¿Y quién mejor para llevarla a cabo que un marido engañado al que de pronto le cae la verdad encima como la cagada de un gallinazo gigantesco? Nada le costaba a él coordinar con el comisario Bermejo una cacería por todo el tiempo que fuera necesario. Ahora podían pararme en un control de carretera y hacerme desaparecer sin testigos. El círculo se había cerrado definitivamente. Era como si mi destino final, Santiago de Chile o cualquier otro sitio, se lo hubieran tragado las arenas.

La botella de gin que me llevó a vomitar un par de veces durante la noche, pero no fue capaz de ponerme fuera de combate, me concedió una oscura lucidez: no podía dejarme arrastrar por la fatalidad. Alguna vez tenía que oponer resistencia, incluso si involucraba un acto al que no me habría atrevido jamás si no hubieran desaparecido ya las circunstancias que me impedían llevarlo a cabo. El insomnio y el alcohol son buenos aliados a la hora de encontrarle ángulos nuevos a cualquier conflicto moral. ¿Estaba en mi poder cambiar la naturaleza del mundo? Alguien –y no había nadie– tenía que hacerse cargo del hecho de que la materia compitiera por su espacio. ¿No se devoraban los animales unos a otros? ¿Quién había decretado la ley inescapable de que para vivir hay que matar? ¿No hay algo espantosamente revelador en nuestra boca llena de dientes para desgarrar, trozar y triturar, en el estómago que deshace y en los retorcidos intestinos que asimilan y excretan? En el diseño general de la existencia, había aprendido, se manifestaba una voluntad perversa y yo tenía el derecho y el deber de oponerme. La verdadera rebelión es de carácter metafísico. Iba a tomar la iniciativa y todo quedaría intacto. Abriría las compuertas de la represa y, después, me echaría a dormir como si no fuera el causante de la inundación. Ya no tenía tiempo ni energía para mecanismos inhibitorios, por muy destructivo que fuera el impulso y, sí, mucho miedo del que es capaz de podrir el cuerpo en vida. Creo que por eso no me alarmó la conclusión con la que me topé de frente, toda máscara ya caída: quien se arrogara el derecho a forzar su voluntad sobre mi vida, podía esperar pagar con la suya.

Con lo que conjeturé el paso final bien claro en mi cabeza, ahora estaba en una lucha contra el tiempo. Mi decisión tenía un lado que me alegraba: ya no cometería la injusticia de abandonar a Perla como quien deja atrás una estación de trenes carcomida por las alimañas. Antes de que amaneciera, devolví en silencio los paquetes que había amontonado en el Taunus y regresé los libros y la ropa a su lugar habitual, como si en la estrechez de mi cuarto no hubiera habido ruptura en el rodaje de las horas. Durante la tarde, llevaría las cosas de vuelta a la universidad y el polvo se asentaría muy pronto sobre las huellas, de modo que nadie podría detectar pisada alguna.

En la estación de servicio, limpié prolijamente los parabrisas. Después, me instalé a esperar entre los materiales de construcción de la cancha de fútbol. La camioneta militar no estaba frente a la casa. Dentro de poco se abriría discretamente la puerta y Mariana miraría en mi dirección, tal como habría hecho, con desencanto creciente, durante los últimos días. La tensión y la arenilla que levantaba la ventisca me hacían más incómoda la espera. La puerta se entreabrió y cerró. Después, como si hubiera necesitado de unos segundos de reflexión para convencerse de que mi presencia era real, Mariana volvió a entreabrirla, dejando esa oquedad oblonga en el gris sucio de la entrada. No había nadie en la calle. Cerré la puerta detrás de mí y me dejé caer contra la hoja de madera como para reafirmar con el contacto que ese sería el encuentro final. Tenía que sonsacarle la información que necesitaba. Le pedí perdón cubriéndome la cara con las manos porque me sé mal actor. Ella bajó los ojos para no delatar qué era precisamente lo que estaba esperando. Aproveché de buscar con la mirada, en la pared a sus espaldas, la panoplia inmunda. Estaba todo en su sitio. Le dije que las cosas habían cambiado, que había pasado la noche entera meditando sobre nuestro futuro. La frase tuvo en ella el mismo efecto de un ventarrón fresco que despeja instantáneamente un ambiente enrarecido. Sus ojos se quedaron quietos, como buscando en la trastienda del cerebro algunas imágenes que solo tenían sentido para ella.

–Él no va a matarme –dijo, sin apartar la mirada de eso que estaba viendo y que no se hallaba en ninguna parte–. Me di cuenta la otra noche, mientras me golpeaba. Aparte del miedo que me tiene, es más lo que me quiere. Pero el pobre está tan enfermo...

Ahora sí me miró como diciendo que me seguiría hasta el fin del mundo. Lástima que no supiera a qué la exponía esa mirada. Pensé que si Molina hubiera dado señales de llevar sus palizas a su desenlace lógico, tal vez hubiera dejado que la situación se estirara por algunas semanas. Imposible. Esa mujer estaba incubando un monstruo y pronto se notaría. Le pregunté por lo único que tenía interés para mí en ese momento: ¿cuánto sabía Molina de “lo nuestro”?

–Nada, nada –dijo–. Y no tiene por que enterarse de nada, jamás. Menos antes de que nos vayamos.

Tuve que esforzarme para no revelar el asco cuando me echó los brazos al cuello. Esquivé sus labios con una última pregunta: ¿Era cierto que esperaba un hijo mío? Sé que no hay escritor honesto y que ninguna escritura autobiográfica resiste el envite de los páramos de la memoria, de los excesos de la imaginación, de la vanidad. Con todo, quiero creer que la ingenuidad con que respondió que le daría mi nombre, consiguió que me apiadara –más vale tarde que nunca– de ese maltrecho cuerpo de mujer abandonado en mis brazos, casi sin historia personal, nacido solo para ser traicionado. La mano que tenía en el bolsillo del impermeable se acomodó dentro del guante de plástico con que había lavado las ventanas del Taunus en la estación de servicio. Ahora ya podía manipular la panoplia sin que Mariana se diera cuenta, y apoderarme del corvo.

Juro que hubo piedad en esos instantes en que el arma penetraba en el pecho y bajaba hasta su vientre, un condolerse, la curiosa sensación de estar haciendo algo bien, algo como la solidaridad de una sombra que se funde en otra en el momento previo a la inundación de luz que las borra para siempre. Quiero creer que no miento. No me queda nada por qué jurar.

* * *

Concluyo este cuaderno convencido de que ya no voy a morirme como lo que siempre fui, un turista de la existencia, el canalla que siempre tomó palco y que vivió los últimos quince años de su vida sin ningún sobresalto, pese a cargar con un crimen. En una ironía final, mi único compromiso real con la vida fue el asesinato de Mariana. Me avergüenzo de mi logro: nada me podía relacionar con nada; a mí nada me relacionó nunca con nada. Por eso, me quedé a recuperar la salud con una dieta personalizada, con vitaminas, cosas de esas. Por cierto: jamás he visto una delegación de derechos humanos de la OEA. Tres lustros en que me hice completamente de nuevo en estos arenales, transformándome en el que siempre fui, sin intentar jamás salir de ellos; es más, los peregrinajes semanales y alternados a Bailemamita y el barrio chino fueron depositando en mi alma algo como una pequeña herida, una especie de nostalgia por la gente y los acontecimientos que no había alcanzado a vivir antes de llegar a estas sequedades, como si fueran de verdad el país de la infancia perdido y recuperado, con su paisaje de siempre y para toda la vida. Mi Odiseo no emprendió jamás el regreso a su Ítaca.

Tras la inesperada muerte de Perla, me vi dueño de la pensión. Mi madre de las arenas sí había testado a favor de su único pariente, “su bello”. La pena por su desaparición, la desazón de saberme propietario de un inmueble que nunca sabría administrar y el misterioso incendio que lo consumió poco tiempo después, tendieron una especie de manto protector, casi una inyección de anestesia, sobre las noticias que me entregaron en el hospital. Tras el diagnóstico (“tiene la glándula del porte de una pelota de golf”), desaparecieron del banco mis últimos ahorros; el Taunus se fue a precio de huevo para costearme la radioterapia, y con lo que me dieron por mi biblioteca, depositada en la universidad, me pagué una última cena, sin apóstoles, pero sí con verduras, puré, carne argentina y mucho vino chileno, la que arrojó un modesto saldo para el taxi que me trasladó al hospital.

Antes de estos trámites ya finales, Bermejo se había inventado la costumbre de pasar, de tanto en tanto, a tomarse unas cervezas conmigo y a conversar de lo que él llama filosofía. Su camaradería ocasional me recordaba que se me quería en la ciudad y que mi silencio seguía siendo muy valioso. El día del incendio, justo cuando regresaba del hospital con el sobre del diagnóstico, el comisario me esperaba delante de los últimos maderos humeantes de lo que había sido la pensión Viel. Quería anticiparme lo que sería después un informe oficial de bomberos y la policía. Un traficante de cocaína boliviano, con orden de captura internacional, antes de morir en un enfrentamiento con miembros de Investigaciones, había confesado que acababa de quemar la pensión donde él y el socio que lo había vendido guardaban varios millones de dólares bajo gruesos candados. ¿Sabía yo algo? ¿Los conocía? ¿Había visto algún tipo de traslado de paquetes desde la pensión? Ya sé, su versión tiene la rareza acostumbrada de este tipo de versiones: el contrabandista boliviano primero hace una confesión y, después, muere en un enfrentamiento. Pero yo ya había aprendido mi lección: más valía “non meneallo”. La muerte de Rivas, y quizás cuántas otras en las que le cupo participación, no le desordenaba un solo cabello al señor comisario. Bermejo pendejo venía ahora en busca de una tajada, pero yo no me iba a dejar zamarrear por su venalidad, menos en momentos en que mi bus parecía estar llegando a su última parada. Recuerdo que le mostré casi con sorna los candados ennegrecidos que descubrí bajo un montón de cenizas, los que aún se mantenían abrazados a las barras de metal. Bermejo se mordió el labio con furia durante todo el tiempo que me tomó leerle el diagnóstico del urólogo, mejor nos echábamos una cerveza, que investigara a los bomberos, que se dividen en pirómanos, destrozones y ladrones (primero incendian, después destrozan y, tercero, roban), que no perdiera el tiempo conmigo porque me quedaba poco hilo en la carretilla y ya había vivido todo el miedo de que era capaz. Para mi sorpresa, a petición suya, volví a leerle los versos de Rilke de la novena elegía de Duino, porque dijo que ahora, frente a los restos del incendio, él creía saber lo que había querido decir el poeta: “que estamos cagados por haber nacido”. Jamás ha venido a visitarme al hospital, no creo que ya lo vaya a hacer, y yo no puedo decir que lo extrañe. Sin embargo, sería bueno tener a alguien a quien decirle adiós.

¿Necesito especificar quién fue el autor de la llamada anónima que puso al sargento entre rejas? Incluso, sin mi llamada el desenlace habría sido el mismo. Si se pudiera llevar a cabo una imposible operación matemática en que uno suma, resta, multiplica y divide responsabilidades, imposiciones, decisiones y el azar que se mezclan en una sola vida, bajo la línea correspondiente, el resultado habría sido el mismo: a Molina había que compadecerlo. Un pobre sargento de ejército, ignorante e incapaz de ver más allá del límite que establece la nariz, es el portador de un destino trágico como no sospecharon los griegos. Primero, obligado a matar a quien no odia ni tiene una razón para hacerlo; después, condenado a muerte por un crimen que no cometió. ¿De dónde sale la música para esta danza absurda en la que estamos todos metidos?

La enfermera me ha acompañado al baño, que huele a ácido úrico y a pared de ladrillo avasallado por los hongos y la humedad. Mientras espero a ver si puedo orinar sin dolor y sin sangre, a través del cristal roto escucho el coro de hombres y mujeres que han salido a las calles a celebrar la derrota de Gómez Saldías. Se mirarán, se abrazarán, danzarán al son de melodías que despiertan en el alma el recuerdo de viejas libertades que, tal vez, nunca existieron; decididos a olvidar por una noche los frágiles dones que ofrece esta existencia, les parecerá al alcance de la mano un paisaje en el que pacen el lobo y el cordero, donde el hombre bien puede ser el guardián de su prójimo. Pero esto les dice la sabiduría de un hombre al borde de la muerte, de uno que nunca tuvo nada que ver con nada y cuya única atadura a la vida fue un crimen: después del tirano Gómez Saldías, con sus cámaras de tortura, sus desaparecidos y el hambre cotidiana, vendrá el mediocre y un guante de hierro forrado en terciopelo. Y los condenará al hambre cotidiana fingiendo inocencia, como si de verdad se condoliera porque ya no hay milagro en la cesta de los panes y los peces. Y pretenderá que la gente olvide el desencanto de todos los días señalando con su dedo admonitorio hacia el pasado: o bien, es esto, o es el espanto de los desaparecidos y las cámaras de tortura de Gómez Saldías.

Me acaban de poner lo que creo que será el pinchazo final. El doctor me ve con el bolígrafo y el cuaderno y me da una mirada de descreimiento. De la cintura para abajo, se me va acentuando una especie de calidez movediza que me deshace los opresivos nudos de las piernas a medida que se desplaza. Parece que los seres y las cosas estuvieran renunciando a su contorno. De la misma manera en que ya no veo lo que estoy escribiendo, acepto, como una imposición, el derecho a dudar de todo lo que he escrito. ¿Habré vivido, realmente, lo que quise escribir y que ya comienzo a olvidar? Diana apenas entrevista y perdida para siempre: no hay para qué lamentar la historia de lo que no fue. Estamos hechos para celebrar la historia de lo que pudo ser. En ella, hay un lugar donde nos hemos reencontrado y, liberados de la obligación de ser alguien, los días y las noches nos son indiferentes, porque en esos inviernos o veranos, nos amamos en la libertad de sabernos nadie. Es el final y no tengo nada más que perder. Mi última inversión también será imaginaria: entraré en la muerte besando tu espalda, para cerrar los ojos aferrado a algo parecido al agradecimiento.

La vida es un acto fallido: todo es fuga, el mañana es realmente inútil; el pasado es tierra de nadie, y las sombras que somos, una vez idas, es cierto que no regresan jamás.


Londres, octubre de 2013.