UNO

Desde esa altura, solo se podía ver un punto oscuro zigzagueando por la cinta de cemento que cortaba la extensión de arena en dos, una especie de reguero líquido que parecía hervir sobre una desolación hecha de cardos, rocas lunares y brisa que huele a sal. Hacía media hora del último vehículo, el que había pasado sin el menor amago de detenerse. Un par de grados más y los patos comenzarían a caer al spiedo. Si no conseguía que parara el bicharraco, que se perdía y volvía a reaparecer según los caprichos del camino, las iba a empezar a ver negras, porque andaba sin agua y sin comida, esa imprevisión que es el sello del afuerino en estos parajes infernales, como bien sabían los dos gallinazos de mierda que estiraban el cogote en mi dirección, como un par de ángeles degenerados parados encima de una roca.

El vehículo se perdió en la última curva antes de emerger en la subida, en la que mi Ford Taunus había quedado tirado a unos cincuenta metros de la cima. El reverbero del sol le daba el aspecto de una fotografía sobreexpuesta y móvil. Venía acelerando con un escándalo de émbolos que se asfixian en el calor del mediodía, envilecido por la gravedad y el desencuentro milimétrico de piezas metálicas que claman por un ajuste. La camioneta militar se detuvo en la cima y quedó enfocada para lanzarse pendiente abajo, hacia el otro lado del camino. De una de las puertas, saltó un bulto a tierra. El hombre de uniforme verde oliva caminaba hacia mí de una manera casi atlética, que no calzaba con el vientre prominente, pero era que venía tironeado por el declive del camino antes que impulsado por piernas de corredor de fondo. Otra especie de ilusión óptica. Hizo como si frente a él no hubiera nadie. Le dio un par de patadas a los neumáticos del Taunus y, después, como si fuera a entenderlo todo con una simple inspección, metió la cabeza dentro del vehículo caliente y aspiró el aire en una bocanada larga.

–Está con suerte, amigo. Se le paró en toda la subida.

Su carcajada fingida era como la de esos malos humoristas que echan a perder el mejor chiste anticipándole al público que es hora de celebrar y aplaudir. Algo no le cuadraba en la cara, como si esa nariz demasiado aquilina, instalada en medio de dos ojos muy juntos y de mirada traviesa, fuera la obra de un artesano arrepentido en mitad de su proyecto. El desconcierto de rasgos concordaba con el chiste pero, la verdad, el rostro del hombre todavía se veía desencajado, muy a su pesar, como si hubiera venido sosteniendo la palidez durante todo el camino y hubiera comenzado a reanimarse recién en su encuentro conmigo. Lo acompañé con otra carcajada fingida, a lo mejor se apiadaba. Estar tirado ahí, en pleno desierto, le altera la perspectiva a cualquiera, y se termina creyendo que las cosas malas hacen cola para salirle a uno al encuentro. La irritación del fin de semana desperdiciado, la soledad irremediable del paraje, me habían puesto el escroto como palo y tenía hasta las servilletas de papel listas para desahogarme dentro del Taunus de manera convenientemente unilateral cuando apareció la camioneta. Mi reacción ante el conflicto, y no solamente ante el conflicto, ha sido siempre la misma, pido perdón, soy enfermo: produzco testosterona en exceso (tengo el dedo anular considerablemente más largo que el índice).

–Dio justo en el clavo, mi sargento.

La sobreabundancia de sol estimula la hipófisis, que aumenta la producción de la dichosa hormona y hace que un par de desconocidos intercambien alusiones sicalípticas en vez de apellidos y saludos. “Dos machos heterosexuales obligados a vivir juntos en el desierto, terminarían destrozándose a dentelladas el uno al otro”, lo más filosófico que conseguí en Selecciones del Reader’s Digest del mes de mayo, año de la cocoa, en la peluquería del barrio.

Me pareció que el sargento ahora sí que se reía con ganas, incluso hasta me calzó una palmada en el hombro. Lo dejé abrir el capot del Taunus para que constatara la desgracia: se había agujereado el depósito del aceite. Estaba hasta las masas. Que me diera con una piedra en los dientes que no se me había fundido el motor; él tenía una cuerda y me podía remolcar hasta un garaje de Narigua, donde un amigo lo dejaría como nuevo con un puro parche, pero antes parábamos en el cruce a Salar Perdido a refrescar el almanaque. Me avisaba antes para que no me pillara de sorpresa la otra parada, y tuve que acompañar de nuevo al sargento con la risa porque nos iba a sacar de ahí sin tener obligación, aunque como humorista matara payasos de melancolía.

El cruce a Salar Perdido era el retrato mismo del infortunio. Saliéndose del pavimento, el camino de tierra pasaba al lado del cementerio de alguna antigua oficina salitrera donde los muertos hace ya tiempo que se han quedado tan solos. Después, venía una bomba de bencina plantada en la arena, bajo un parapeto de zinc acanalado, sostenido por pilares de cemento con grietas como arañazos. La edificación solitaria parecía apenas un manchón indiscernible cuando se perdía de vista cada vez que volvía a soplar el viento, o cuando reaparecía, más gris, apenas la cortina de polvo dejaba de abatirse sobre el lugar por unos segundos. Tres o cuatro árboles de hojas a maltraer por la tolvanera completaban el espejismo con esa especie de imposible verde sucio en el enorme parche de arena y sol, y, en ese momento, daban sombra a un par de vehículos cuyos dueños estarían almorzando en el galpón de madera, de ventanales y puertas reforzadas con plexiglás, donde se estrellaban los granos de arenilla como millones de insectos minúsculos.

El sargento prefirió sentarse adentro porque había menos moscas, un ventilador impotente y porque el televisor a colores estaba encendido, lo que nos venía muy bien por si de pronto nos quedábamos irremediablemente callados. Siempre hay que asegurarse de que haya ruido de fondo por si se acaba el tema de conversación; una precaución más en las relaciones humanas, como la de los pistoleros de las películas de John Ford, que siempre se sientan con la espalda para la pared. Antes de que viniera la muchacha a tomar el pedido, alcanzamos a hacer las presentaciones. Mejor le echábamos algo al estómago, no fuera cosa que la cerveza estuviera cabezona y todavía teníamos ciento veinte kilómetros, así que se imponía una cazuela de cordero y arroz con huevo, ahora que la mesera acababa de decir que no le quedaba caldo de pava, y el sargento Molina me susurrara que buen caldo haría él con ese pavo, clavándole exageradamente los ojos en el trasero apenas la muchacha se dio vuelta para ir hacia la cocina. Ya se sabe que los machos pagamos con este tipo de comentarios nuestra patente de macho. Una nueva carcajada de repertorio, otra palmada en los hombros con algo de circense, que es como el recibo, y ya estamos entre machos. Y yo, a qué me dedicaba. Le dije todo rápidamente, sin ningún deseo de entrar en detalles o de avasallarlo con pergaminos, pero Molina insistió con una mirada de descreimiento, como si fuera imposible que la vida le hubiera puesto a él, delante de los ojos, al personaje que tenía al frente, un profesor de silofofía y todavía de la anversidad. Después, pareció darse cuenta de que tanta admiración le jugaba en contra y me desafió a que le explicara qué hacía yo tirado ahí, en la subida, sin poder solucionar la pana, si era de los que sabían tanto.

El hombre tras la caja registradora permanecía con los ojos clavados en el programa sobre extraterrestres. Cuando se producía una pausa en la lluvia de polvo, movía la silla de ruedas y estiraba el cogote para inspeccionar el camino. Justo en ese momento, yo debía estar en alguna ciudad norteamericana desarrollando mi tesis sobre Schopenhauer, Taulero, Suso, Eckhart y cuanto místico, viendo mucho Chabrol, Truffaut y nouvelle vague en cine clubs nocturnos y yendo a la cama con rucias tostadas, de piernas largas, que vienen culeando desde la primaria, sin que mamita ni papito tengan derecho al más mínimo pataleo. Con mi despido, habían optado por la solución más barata para ahorrarse el bochorno, ahora lo veía claro, frente al salame de uniforme que aguarda mi respuesta con una sonrisa irónica, cuando el ecuatoriano experto en extraterrestres acaba de anunciar que ellos ya están entre nosotros y que muy pronto entregarán su mensaje a través suyo.

–Venía de Puerto Pedreros. Quería un poco de playa.

Con los ojos de hoy, era inútil mentirle a Molina: tendría que haberle confesado que no me podía arriesgar a que me vieran en el barrio chino local, que había perdido el fin de semana como un imbécil tratando de encontrar alguna comedida con taxímetro que me inspirara confianza para un par de desahogos bilaterales, sin importar precios, ahora que el Butilsatril me había dejado cero kilómetro. La bestia de la entrepierna disfrutaba de un presupuesto especial, incluso en época de vacas flacas. No jodo cuando digo que soy (fui, si quieren) un esclavo de la testosterona. Además, como soy profesor de filosofía, mi vida entera la he dedicado a servir a dos cabezas: una se encandila con el conocimiento y la otra se aturde en el desencanto. Yo mismo me pregunto cuál es cuál. Ya es demasiado tarde para que nadie intente disuadirme. No niego que me avergüenza un poco lo que sigue, pero franqueza obliga y, además, ya no queda mucha soga.

Todo lo que había hallado en Puerto Pedreros, caleta que de puerto solo tiene el nombre, al lado afuera de un bar que olía a vinagre y orines, fue un par de paquetes fofos a la espera de algún pescador con suficiente billete en el bolsillo y bastante vino en el cuerpo como para pasar por alto las risotadas que revelan la ausencia de varios dientes. Mi manera de escribir de los desamparados me sigue revelando algo sobre mí mismo que me abochorna. Me pasé la noche entera a cabezazos dobles una pensión que hervía en los altos del mercado municipal, desde donde me llegaba la tufarada del pescado solo para aumentar mi desesperación. No le dije nada de esto, pero el sargento me pidió con gestos que le mostrara la palma de la mano.

–Aquí viene escrito que en su destino está Bailemamita.

Si la palma de mi mano hubiera podido contar historias, el sargento y yo todavía estaríamos en el restorán. Llegó la mesera con el primer plato y Molina esperó a que el experto en extraterrestres se despidiera hasta la próxima semana, y, entonces, comenzó a acumular una serie de detalles sobre ese nombre que acababa de tirar sobre la mesa, como si después del ecuatoriano le tocara el turno a él. La voluntad del Universo: daba la impresión de que me hubiera estado aguardando desde toda la vida para endilgarme una historia que debía tener un solo oyente: yo.

* * *

Parecía increíble que hubiera una facultad de letras y filosofía en esos arenales. Lo demencial de esa anomalía hacía que los profesores estuvieran siempre de paso y solo duraran los que, como yo, esperaban eternamente que alguna influencia en los altos escalones, en la capital, los sacara de ahí. Nadie desmentía el par de suicidios del maestro de literatura hispanoamericana y el de didáctica del español, que se habían animado mutuamente a quitarse la vida ahogándose en los pantanales. Otros docentes daban francas señales de estar al borde de la locura. ¿Está o no loca una colega que afirma ante los alumnos ser la verdadera destinataria de “La canción desesperada”, de Pablo Neruda, y que cualquier otra cosa que ustedes escuchen por ahí no es más que una conspiración internacional de los comunistas? ¿Dije alumnos? Frente a mí se sentaban jovenzuelos picados de viruela, mal dormidos y peor afeitados, que bostezaban interminablemente antes de curvarse sobre la cubierta de sus pupitres como declarando agotada su cuota de atención por ese día. En vez de que se metieran en líos, sus padres preferían endeudarse para que perdieran el tiempo en aulas de pintura descascarada y permanentemente polvorientas debido a la falta de algunos cristales. Tanto los padres, como los hijos, al igual que nosotros, los profesores, sabíamos que los estudiantes no llegarían a ninguna parte. De hecho, nadie que tuviera la desgracia de estar ahí llegaría a ninguna parte. Pero los padres temían que los hijos terminaran en la cárcel de tanto pararse en las esquinas y estos aceptaban el tedio de calentar un asiento en la universidad con tal de tener una excusa para escapar del servicio militar.

La biblioteca era un antiguo establo reconvertido. El paralelepípedo estaba circundado por una especie de estrecho balcón interior adosado a todo el perímetro. Para penetrar al interior, la luz del día que se filtraba por los altos ventanales tenía que competir con rumas de documentos y revistas que se apilaban sobre el piso de madera del balcón y que, en algunos trechos, amenazaban con caerse por entre los barrotes. Abajo, las estanterías estaban repletas de libros de segunda mano, donde la mayoría, aparte del color amarillento y la sequedad quebradiza de las hojas que anticipa un pronto destino de polvo, conservaba esa ligazón de páginas parecida a la membrana interdigital de los patos. El himen intacto indicaba que nadie se había dignado a abrirlos. Seis mesas fraileras enfrentaban el escritorio de la señorita Elisa, una septuagenaria menuda, de escaso cabello blanco y enrulado cuidadosamente, que recibía las consultas bajando la cabeza y enfocando unos ojos azules desteñidos por encima de los lentes de marco dorado. Perdón por el cliché, la culpa no es mía si la señorita Elisa parecía un ratón de biblioteca. Su respuesta delataba el orgullo del funcionario que sabe su oficio y que, además, se ufana de los medios de que dispone para llevarlo a cabo.

–Diapositivas. “Heraldo del Interior”. Suplementos dominicales. Junio 1957.

Elisa llevaba cuarenta y dos años como bibliotecaria y había descartado el sistema de fichaje de libros y documentos. Lo tenía todo en la cabeza. ¿Qué iba a pasar cuando jubilara o apareciera muerta en su pequeño departamento, donde vivía acompañada de un gato viejo? No es que esto importara mucho tampoco, pero es una muestra de la relación que tenemos en este país con el conocimiento.

Mi pasado, este escrito, está en manos de lo que pueda recordar y a merced de la forma en que recuerde. Un pinchazo de morfina cada cinco horas, más fármacos, no es broma. No intento repetir el error del pasquinero turnio (detalles más abajo), sino escribir una historia que desconozco en gran parte y que no sé bien cómo hilvanar. Aseguro que lo que sé, lo sé. Debo proceder a gran velocidad, y, en las circunstancias en que me encuentro, una noche entera será siempre escasa. Sobre todo, me preocupa cuándo y cómo hablar de mi Diana, Artemisa, Helena de Troya o Ariadna, llámenle como quieran, ya que es la misma mujer, por supuesto.

Al hilvanar una historia, nunca se puede estar bien seguro de cuándo ha pasado el camello por el ojo de la aguja. Intento.

La locura de aquella primera noche en casa del sargento me había empujado a rastrillar en el pasado de Mariana. ¿Qué tenía que ver con Mamita? Y a mí, ¿qué me importaba? El lujo de las diapositivas provocaba un aislamiento que permitía estar confundido y concentrado en el reportaje que figuraba en uno de los dominicales de “El Heraldo del Interior”, y en el tercer fin de semana de junio del 57, tal como había anticipado la bibliotecaria. El creador de la nota había querido agregar autoridad a los párrafos escritos con una foto tamaño carnet en que miraba directamente a la cara del lector, con una severidad respaldada por gruesos bigotes. En contra de su intención, conspiraban un estrábico ojo derecho y la pilosidad varonil subnasal, que no lograba ocultar que el origen de su existencia era un labio leporino mal operado. Como todo provinciano disminuido que conquista una tribuna, el pasquinero se firmaba con dos nombres y dos apellidos. Juan Pedro Páez Salaver (el “Pedro” apoyaba al modestísimo “Juan”, mientras que el trillado “Páez” podía pasar casi inadvertido gracias al “Salaver”, que parecía conceder dignidad con su terminación afrancesada. Algo así debe haber pensado el plumario para ocultar su grave complejo de inferioridad). La nota no contenía un solo dato fidedigno y categórico sobre Mamita. Su identidad seguía siendo un misterio que Páez Salaver no tenía la menor intención de develar, al igual que su edad o si sabía leer y escribir. Condenado a llenar una página del suplemento dominical a cambio de unos pocos unitarios, el mediocre periodista le pasaba al lector gato por liebre en una crónica donde toda afirmación escrita con la mano era borrada con el codo, con trucos tales como “si fuera cierto que…”, “el rumor más extendido consigna que…”, no se puede afirmar ni desmentir que…”. Aparte de los talveces y los quizases, el resto era todo literatura de cuarta. Según él, la india había aparecido casi por generación espontánea en el insignificante oasis de Queregua y había marcado un terreno en la pampa, con un rectángulo de considerables metros cuadrados que contenía un rectángulo más pequeño. Pe Ese cita textualmente a Mamita: “En el rectángulo interno instalé la carpa para poner mi dormitorio y atender a los primeros clientes, que me pagaron con todo tipo de vituallas. Estos no solo me resultaron fieles, sino que pasaron la voz y me trajeron clientes nuevos. El rectángulo mayor representaba la superficie de la casa que sabía que iba a tener con los años”.

Cuando se hubo esparcido la noticia de su existencia por toda la zona, ya la aparecida cobraba en contante y sonante en un rancho de calaminas y planchas de aserrín prensado, con un lugar designado en la arena con banderines clavados en estacas para que los borrachos que bailaban al son de una vitrola salieran a vomitar, a orinar, a defecar, no porque fuera la pampa le iba a gustar a uno enterrar el zapato en la caca si se descuidaba. Los fines de semana, subían, quizás desde Narigua, un acordeonista, un percusionista de bongó y un saxofonista que soplaba con la misma expresión torturada con que inhalaba el humo de unos puros negrísimos. Ahora ayudaban a Mamita en los servicios dos paisanas más, que la gente decía que eran sus hermanas. Como se puede apreciar, todo conjetura; hasta da la impresión de que el lamentable Pe Ese ni se hubiera molestado en subir hasta el lugar, y que las fotos del sitio y de la fundadora, en un blanco y negro oscuro y de grano grueso, las hubiera reproducido apresuradamente de alguna revista de viajes de bajo presupuesto. Al fin de la página, Páez Salaver establece que el lugar pasó a llamarse Bailemamita por la petición que le hacían los asistentes a la dueña de casa, llegada cierta hora de la noche. Era el momento en que “se apartan mesas y poncheras para darles espacio al acordeón nostálgico, al saxo sensual y al mágico sincopado del bongó, cuando se extinguen las lámparas de carburo y se deja en su lugar la titilante media luz de las velas, la que parece vaporizarse en la piel caliente de la dueña del prostíbulo en la arena. Mamita se deja envolver por el aire de bolero que le va moldeando el cuerpo y lo empuja, después, como una suerte de burbuja de terciopelo, hacia los cuerpos de las otras parejas, para llenarlas de deseo y obligarlas a salir bajo la luna, a hacer un amor de pie, desenfrenado y con tarifa”.

Cito la poesía literalmente prostibularia de Páez Salaver, que espero poder olvidar lo antes posible en lo que me queda de vida, porque capta algo que no sé bien qué es y que tiene que ver directamente con Mariana, de quien la croniquilla, por cierto, no traía una mierda. Lo del intento de asesinato de Mamita me lo mencionó el sargento mientras terminábamos de almorzar. Justo en este punto, de manera totalmente imprevista, Molina chasqueó los dedos para pedir la cuenta. Fingimos forcejear frente al papel garrapateado a bolígrafo. El que tenía que pagar era yo, pero él terminó arrebatándome el vale. En la mirada que me dio, vi el mundo patas arriba: era como si yo le estuviera haciendo un favor a él y Molina quisiera contribuir mínimamente cancelando el consumo. Lo que estaba lejos de entender era por qué, carajos, me estaba contando una historia de putas como si supiera que mi vida entera estaba ligada a vaginas de alquiler o se hubiera percatado de la espantosa roca que andaba trayendo entre las piernas.

–Algún día me lo voy a llevar a Bailemamita, profe.

A los pocos días, como escribí, ya me había mandado a la biblioteca de la universidad en busca de información.

* * *

El sargento no vivía en la población militar, sino en una corrida de casas bajas, de antejardines que absorbían una enorme cantidad de trabajo de parte de sus dueños para mantener tres o cuatro plantas a medio marchitarse y mustias briznas de hierba que terminaban doblegándose inexorablemente ante la arremetida de las arenas. La vereda de enfrente llegaba solo hasta mitad de cuadra y desaparecía, cercada por una pared de bandejones de cemento, absolutamente inútil, que enmarcaba un solo lado de una cancha de fútbol casi tragada por la pampa. Si alguna vez jugó alguien equipado, con árbitros y público en ese baldío, seguro que no había vuelto a repetir la hazaña. Los travesaños de los arcos se veían vencidos por la gravedad, grises por el impacto constante del polvo, y no costaba adivinar la madera porosa y al borde de la pulverización. Molina metió la llave y empujó la hoja de madera seca con fuerza, lanzando algo como una orden de mando hacia el interior de la casa, que olía a carbón de espino, a antiguas comidas y sobre todo a encierro. El amigo de Narigua tendría el Taunus listo en veinticuatro horas, lo que significa dos o tres días para el que sabe traducir las promesas de los mecánicos al castellano.

El tiempo destruye algunos equívocos y fabrica otros. Explicar el momento presente es entrar en una complicada red de causas y efectos que culminan en la coyuntura que intento explicar. Hasta ahí no pongo problemas. Lo que me jode es esta perversión del pensamiento que convierte un PORQUE en un PARA QUE, eso que está tan de moda en estos tiempos de incertidumbre y que lleva a gente inteligente a ver en cada suceso “la voluntad del Universo”. Yo mismo podría decir que le abrí la puerta a un par de culos lúbricos que creí ansiosos de conocimiento para que se me castigara con relegación a los arenales, para poder aceptar el remolque que me propone el militar, para que ocurriera todo lo que se desencadenó después. Eso es una serie. En la otra serie, el joven Molina hizo el servicio militar para llegar a sargento, para que le ordenaran la misión que le ordenaron, para que me encontrara tirado ahí en la cuesta. Ambas series de acontecimientos, a las cuales confluyen incontables ríos de sucesos menores, produjeron el traslado con ese cordón umbilical ridículo, que habría resultado casi humillante de no ser por la soledad de la carretera que va hendiendo el desierto. La voluntad del Universo, lo digo por enésima vez, me la paso bien por el séptimo forro de las pelotas, pero volver a pensar en ello tuvo por lo menos la virtud de despojarme de la erección extemporánea. Mi última tableta de Butilsatril me había dejado el cuello del glande libre de purulencias y quedaba ya listo para participar en torneos de justa sin necesidad de lanza, dijo el mentiroso. Eso, en mi futuro inútil, porque mi presente dictaba otra cosa: sequedad y arena en todo su horrible esplendor en fuga. A veces, el espantoso mar. ¿Hasta cuándo? Mi ángel de la guarda (¿otra vez la palabra “ángel”?) del Consejo Superior en la capital me estaba abandonando. En seis meses, se había notado una ostensible merma en las cartas de Spadafora. En los últimos treinta días, había habido cambios en la facultad, un nuevo escalafón funcionario y él brillaba por su ausencia. ¿Me iría a dejar tirado en los arenales? Mi cerebro, a veces envilecido por el resentimiento y los deseos de venganza, repasaba incesantemente los mismos argumentos. Primero, ¿por qué armar un escándalo si lo que se quiere hacer es, precisamente, evitar tal escándalo? ¿Qué les costaba haberme sacado a Estados Unidos con una beca Fulbright? Spadafora y el Consejo Superior deberían haberse jugado por mí. Esas eran las cuentas que yo sacaba en esos días. No quebranté ley alguna, y si algún tribunal tuviera la pretensión absurda de juzgarme en lo ético, nada me costaría demostrar mi inocencia de manera irrefutable. Ninguna diatriba, de ningún tabloide, resistiría el más simple de mis argumentos. Contrario sensu, ellos acogieron en sus páginas pringosas las presuntas denuncias de nalgas falaces con el único objetivo de vender. Sé que no debo perder tiempo, porque no es aquí donde tengo que hablar del asunto, pero primó el moralismo torpe de los que aseguran que el bien y el mal dependen de si hay autorización para que confraternicen el pene y la vagina.

¿Qué me había llevado a aceptar la invitación de Molina? No tenía ninguna razón para hacerlo, lo que era la razón perfecta, ahora que daba la impresión de que mi propia vida, exiliado en esos absurdos descampados, había dejado de ser asunto mío. Entrar en la intimidad de un desconocido que me había echado una mano, con el que me había pasado casi un día entero y cuya vida me importaba tres pepinos, cuadraba perfectamente como uno de los eslabones de aquella seguidilla de causas y efectos que había terminado conmigo en un paisaje de arenales reverberantes, frente a la mujer morena que me tiende un abanico de dedos pequeños, sin mirarme a los ojos, ahora que el sargento Molina le dice que salude a su amigo, el profesor de silofofía. Algo extraño, parecido a una fricción en el aire, se produjo ahí por un segundo, algo que tenía que ver con la manera en que me esquivó la mirada, quizás para que no le viera la descoloración bajo uno de los arcos superciliares y, también, con la forma con que intentó compensarme en la calidez del apretón de manos.

Pronto hubo tres “Clos de Gouarain” sobre la mesa, ensalada verde, tallarines con pomarola y pan amasado, el decorado culinario perfecto para que Molina describiera una infancia irrelevante, debidamente certificada con álbumes de fotos, un intento frustrado como futbolista, cuando lo quebraron en la competencia regional, la carrera militar que decidió seguir cuando terminó el año de servicio y se dio cuenta de que afuera lo esperaban la cesantía y la asfixiante casa paterna. De esto, también había fotos sueltas. La mujer tenía los ojos clavados en un punto vago del espacio, perdida la esperanza de que las mismas narraciones, oídas incesantemente, le aportaran alguna novedad. Hasta ese momento, su nombre seguía siendo un misterio. Sentada frente a mí, ambos le servíamos de alas al dueño de casa, a la cabecera de la mesa, embebido en su tarea de conducir la conversación y la peregrinación por los ajados álbumes de fotos. La velada se desarrollaba bajo los auspicios de una panoplia gris y sin demasiada ejecutoria: un escudo nacional en madera, con los correspondientes agredonte y sintilo tallados, atravesado por un cuchillo de combate y un corvo de reglamento. A medida que el discurso del sargento sucumbía al vaciamiento progresivo de las botellas y sus ojos no conseguían estabilizarse, la mujer comenzó a escrutarme, con timidez al comienzo, con curiosidad después, casi con violencia al acercarse para cambiarme el plato.

Esta vez, el propio Molina fue hasta la cocina en busca de otra botella. Después de descorcharla, solicitó atención con las manos como si fuera a hablar en público y se me quedó mirando largamente, casi desafiándome a escuchar lo que a la mujer ya había dejado de importarle. Entreví una obsesión, algo que se me fugaba como en un destello, cuando me di cuenta de que el sargento retomaba la historia que había dejado trunca en el boliche del inválido. Bailemamita había visto la instalación de una cantina, más tarde de una panadería, de un emporio (donde todo costaba el doble que en Salar Perdido) y ahora corría una micro quejumbrosa que hacía el trayecto los viernes por las oficinas salitreras que todavía quedaban abiertas y efectuaba el mismo recorrido de vuelta el domingo en la noche. Estaba siempre lleno de pirquineros, de choferes de camiones que se desviaban de la ruta por un par de horas para solucionar una urgencia testicular, y de contrabandistas a la espera de pasar a Bolivia sin peligro.

El cura catalán que llegó a levantar la iglesia con ayuda de la gente del poblado se dio a conocer, simplemente, como padre Pepe. Remando a contracorriente, el religioso se planteó devolverles a todos la conciencia de la realidad: el poblado existía gracias a ese lugar donde se hacían ganancias atentando diariamente contra el sexto mandamiento y que ahora alardeaba de más camas que el hospital de Salar Perdido, y eso no era aceptable para los hombres ni bueno ante los ojos de dIos. Su lucha constituía una cruzada contra una nueva versión del pecado original.

Y, en ese espíritu, llegó el día en que padre Pepe tocó a la puerta de la casa de Mamita. No hay virtud alguna en predicarles a los convertidos y el único triunfo válido es aquel que arriesga un fracaso. Nadie sabe qué ocurrió dentro, todo es especulación sin confirmar. La incursión del sacerdote catalán en territorio enemigo se enterró en la ignominia; el religioso se declaró triunfalmente derrotado por todas las artes de un infierno que comenzaba recién a mostrar sus virtudes: se transformó en el amante oficial de la dueña. Padre Pepe no volvió a salir del prostíbulo, la iglesia quedó abandonada a medio camino y la necesidad y la falta de feligreses la transformaron en establo y chiquero. El suceso corrigió los rumores de que Mamita tenía pacto con el diablo: ahora decían que Mamita era el diablo.

La noticia de su increíble poder de seducción fue creando su propia leyenda. Ahora, de vez en cuando, la micro de los viernes hacía un segundo viaje, el día sábado, con las mujeres de los mineros que pasaban el fin de semana internados en Bailemamita desde la noche anterior. Se instalaban con pancartas y hacían sonar las ollas vacías durante horas, frente al prostíbulo. Desde el balcón de una de las habitaciones, padre Pepe (nunca aceptó que lo llamaran de otra forma) les daba su bendición en un latín traposo por culpa del brebaje que destilaba pacientemente, a partir de hojas de alcachofa en su alambique privado.

El tráfico hacia el burdel en la arena no paró siquiera en los momentos de altísima tensión que vivió el país tras el derrocamiento de Oquendo, cuando Mamita ya estaba muerta. Desafiando controles camineros, ejecuciones sumarias y balas perdidas, igual siguió llegando un hilo de mineros a encerrarse en brazos de las asiladas. Con el correr de las semanas, ya acostumbrados al toque de queda y a los registros que les hacían los militares en busca de dinamita, los mineros inauguraron la costumbre de depositar el sobre con el pago de la semana a la entrada del prostíbulo, y se volvían en la micro del domingo, fumándose el último puchito, con el cuerpo cortado, a enfrentar los gritos de la mujer y el llanto de mocosos medio hambrientos. Todo eso, a horas de que empezara el lunes, donde nadie sabía qué iba a pasar.

Uno de esos días –cuando ya estaba declarado el estado de sitio en toda la nación– apareció un camión militar en el caserío. La patrulla al mando del cabo Molina entró al burdel como si se tratara de un objetivo cuya toma estuviera planificada con antelación. El rancho de calaminas había cedido paso ahora a una casa de altos, con habitaciones de tabique, veranda, plantas de interior y baños propios. Mamita yacía bajo tierra a la sombra austera de un espino. Había sobrevivido a un golpe en la cabeza que le propinara una manifestante con una sartén, pero padre Pepe la descubrió, algunas semanas después, bañada en sangre en su cama de trabajo (no en la cama de agua que compartían en la recámara estilo oriental y con aves tropicales). Lo curioso es que aquí el pasquinero Páez Salaver brillaba por su ausencia respecto a otra crónica. El crimen no fue investigado y se empezó a correr el rumor de que el asesino era un juez de mayor cuantía que había caído mortalmente herido por el arte amoroso de Mamita y por su negativa a abandonar el puterío y mandarse a cambiar con él a Chile. El hecho de que hubiera que meterse con la judicatura podría explicar el silencio de Pe Ese. En cualquier caso, lo que dejó todo en su lugar, sin necesidad de remover una sola piedra, fue el suicidio de padre Pepe. La judicatura y la iGlesia podían echarle tierra, literalmente, a un asunto enojoso para ambos. El exreligioso apareció colgado de una viga de la recámara estilo oriental, frente a una cacatúa que no dejaba de repetir “¡chupa, chupa, mamita!”. A guisa de carta aclaratoria y póstuma, el sacerdote dejaba unos cuantos versos que el saxofonista de los puros negros y el maestro de bongó adaptaron al bolero bajo el título de “Cuerpo y Alma”: “Alma y cuerpo, corazón y vida/ separados no pueden latir/ cuerpo sin calma, alma mordida/ por la pena de que dejaste de existir./ Qué más quisieran estos ojos llorosos/ que en tu propio cuerpo otra vez verte/ volver a ese uno que hicimos entre dos/ y mi anhelo tan grande de quererte/ conmigo hace celoso al propio Dios”.

Aparte de mal humorista, Molina podía agregar al curriculum que, como cantante, olía a mierda a una legua, pero el bolero se empezó a cantar en Bailemamita como si fuera el himno del poblado prostibulario y deben haber sido los versos que recibieron al sargento y su comitiva, en una grabación que popularizaron posteriormente “Los zafiros de la luna”. El entonces cabo Molina se echó a la cama con una muchacha de ojos negros y nalgas duras, que llevaba el cabello en dos trenzas. Tendrían que pretextar un desperfecto del vehículo de vuelta en el regimiento y ocultar el olor a trago. Se la “tiró a lo bruto” (sargento Molina dixit) sin sacarse las botas, apenas bajándose los pantalones hasta las pantorrillas para asomar un miembro húmedo por el costado de un calzoncillo deforme, sudado y no precisamente limpio (elaboración mía). Andaban apurados, pero el cabo no pudo oponer resistencia a los deseos de no salir nunca de esa cama. Quiso decir algo así como que había empezado a tener miedo a perderla desde el momento mismo en que la había visto. Se quedó horas con la muchacha. Cada vez que intentaba levantarse, lo empujaba de vuelta la necesidad de volver a entrar por unos segundos en el cuerpo de la mujer, como si la grieta entre ese musgo oscuro no hubiera tenido otra misión en la vida que esperarlo a él, ahí, desde siempre. Algo así trató de decir él, con mucha torpeza. Añadió que perdió la cuenta de las veces que hicieron el amor, hasta que se desplomó en el sueño más profundo de su vida.

En la mesa, todos como quien ve llover: se vaciaban vasos y se volvían a llenar a medida que los espacios de silencio se iban haciendo más frecuentes. Un par de moscas permanecía inmóvil en la pared, al lado de la panoplia con el cuchillo y el corvo. Creo que comenzamos a fumar cuando Molina dijo que no pudo evitar volver, esta vez de civil y solo, porque algo le decía que no debía haber testigos. Pagó por la pieza, por el trago y las horas con la muchacha, y, ya entrada la noche, totalmente convencido de lo que había estado imaginando hasta la saciedad desde la primera vez que la tuvo desnuda en los brazos, bajó al salón y puso un fajo de billetes manoseados sobre la mesa, donde una de las presuntas hermanas de Mamita lo miraba casi con preocupación desde detrás del humo de su cigarrillo. Agregó una radio a pilas, un par de lentes para el sol, un prendedor de corbata que le aseguraban era de oro, y salió con la muchacha a las arenas del camino a buscar la mejor forma de llegar a Narigua.

Molina pareció pedir auxilio, intentando ocultar con la mano mal lavada el rictus que había persistido tras su entrampamiento en lo inevitable, casi suplicándome, con los ojos enrojecidos, que entendiera de una vez por todas, porque él ya no podía decir más, ahora que lo ahogaban los sollozos y el moco, antes que la cabeza caiga sobre el plato con los restos de espaguetis con pomarola, embotada por el exceso de alcohol. Tuvimos que arrastrarlo hasta el dormitorio de ventanas cerradas, donde le quitamos la ropa y las botas. Cuando en el aire quedó flotando una nube hecha de aliento alcohólico, axila rancia y el ácido que se estaría evaporando desde los calcetines del sargento, supe que era hora de dar por terminado ese paréntesis demencial en mis días. Salí a la calle medio masticando una despedida vaga, como si a las fantasmagorías que dejaba a mis espaldas no les cupiera otro destino que ser ignoradas. La cancha de fútbol estaba plenamente a oscuras. A esa hora ya no había niños jugando en el polvo. Algunas casas se iluminaban uniformemente con las variaciones azulosas de las pantallas de los televisores, ocupados en alguna vieja película para la sesión nocturna, una de esas en blanco y negro, con James Cagney hablando un perfecto castellano de Puerto Rico.

* * *

Machos del mundo: miraos la punta de los dedos y os conoceréis. Mucho ojo a la proporción entre el dedo índice y el dedo anular: nuestra relación con la testosterona parece estar representada por la proporción de nuestras falanges digitales. Gracias a Spadafora descubrí un mosaico fundamental de mi identidad, que puede explicar quién soy. Mi colega habría dado con el dato mientras investigaba formas de combatir la excesiva pilosidad que lo acomplejaba al desnudarse ante otros varones. Sostenía que, de haber sido heterosexual, habría odiado igualmente su cuerpo excesivamente velludo, la afeitada diaria que tenía que excluir exhaustivamente el comienzo del pecho, desde donde trepaba una pelambrera hirsuta como una enredadera negra. Las muñecas que se le asomaban desde puños de camisas encolleradas y los nudillos, daban la impresión de verdaderas plantaciones de pelo. Y justo donde él hubiera querido poseer una cabellera sedosa, que ondeara al viento como en los comerciales del champú “Colewey”, su eterno sombrero de Panamá tenía que cubrir una enorme extensión de piel lisa y aceitosa. Al revés de lo que pudiera pensarse, todos sus conocidos y amigos le escondíamos una cierta admiración, casi envidia. Contrasentido o no, en la universidad, Spadafora era el más macho de todos nosotros. Jamás pasó un fin de semana sin compañía. Con la descripción abierta de sus preferencias sexuales y conquistas, se declaraba inchantajeable, lo que hacía palidecer a uno que otro catedrático que llevaba una vida sexual activa del mismo tipo, pero haciéndole el quite a los ganchos y los abrigos dentro del ropero. La otra cosa admirable de Spadafora era su sentido del humor y la transparencia de conducta cuando entendía que con un hombre no se podía ir por ahí, “de manera que ninguno de ustedes necesita andar conmigo con el culito contra la pared”. Especialista en Wittgenstein y los problemas del significado, soñaba con crear el MOCIMA, el “Movimiento Cívico Maricón” porque “lo primero que hay que rescatar en la liberación de los homosexuales es el lenguaje denigratorio con que se nos condena”.

Los chinos, con su quirología de los cuatro elementos, habían descubierto que el hombre de dedo anular más largo que el dedo índice, mostraba un impulso sexual mayor que el promedio de sus congéneres, “y, ojo, que no estamos hablando del tamaño del pene”, y ahí tenía yo, para borrarme la sonrisa escéptica un artículo de “La ciencia al día” sobre un inusual estudio realizado en la universidad británica de Pouchester, todo esto, para quienes necesitábamos tener los pies en el suelo del pensamiento occidental, dos mil años después de los chinos: el feto que recibía una dosis mayor de testosterona en el vientre materno quedaba sujeto a la tiranía de la hormona sexual masculina, “y si no, cómo me explicas los 1.720 casos de varones que presentaban un dedo anular más largo que el índice junto con un apetito sexual de servilleta al cuello y tenedor en ristre, en el trabajo de la universidad pancuniana, que es el gentilicio de Pouchester, so ignorante”.

Karl Popper afirma que ningún número de instancias descritas por una ley puede validar esa ley, pero un simple examen ocular a mi mano derecha determinó aplicable el descubrimiento chino y su confirmación pancuniana: nadie me podía desmentir la proporción de mi índice con el anular y el resto lo experimentaba yo como el sufrimiento supremo: vivir con las pelotas siempre a punto del desborde. Si yo soy el que soy, como asegura la zarzamora ardiente en el testimonio fílmico de Cecil B. de Mille, mi madre tenía una responsabilidad adicional, según los chinos y Pouchester. Hela aquí.

Que nadie se llame a engaño. La señora Juanita, con sus ojos azules enmarcados por el cabello color de trigo, tenía un apellido que era el mentís del marinero alemán que había dejado preñada a su madre indígena, en Provincia López, durante una noche de trago: Allagani. El apellido parecía haber quedado sepultado, al igual que el verdadero origen de la portadora, en su piel casi rosácea y las abundantes pecas alrededor de la nariz. Con esa disyunción entre lo cultural y lo genético, pasó por una niñez y juventud que terminaron demasiado pronto. Su madre se había marchado en busca del marinero y nunca más supo de ella. Al morir la abuela que la había criado, Juanita abandonó la escuela secundaria y decidió probar suerte en la capital, como empleada doméstica. En su equipaje, transportaba de una casa a otra su más preciada pertenencia: el puñado de bocetos que iba a poner a sus pies un imperio económico y un hombre desesperado de amor.

Pero lo que no hay en esta historia es un registro de amantes de Juanita. Muy en sordina, la anécdota referida en círculos allegados a la familia afirma que fue en casa de los Arrigó Corona donde el hijo mayor intentó repetir con Juanita lo que el marinero alemán había hecho con mi abuela. La versión soterrada asegura que el patrón, Emanuel Arrigó, la amenazó con denunciarla por robo si ella recurría a la policía con “calumnias contra su heredero”, lo que obligó a Juanita a marcharse con lo puesto y sin un peso en la cartera.

La rubia indígena, eso era mi madre, apareció un día en “Porcelana Amengual” con su puñado de bocetos bajo el brazo, una veintena de acuarelas con paisajes de los muelles y los bosques interiores de Provincia López. En la línea de producción, se distinguía por su rapidez y seguridad con el pincel. Su primer salto dentro de la fábrica vino con su proposición de una serie con media docena de animales autóctonos de Provincia López para tazas de té. A las pocas semanas, “Porcelana Amengual” se dio cuenta de lo que tenía en las manos: una productora que podía ejercer como talentosa y fiel diseñadora, aparte de supervisar calidad y adiestrar a nuevos empleados. Tampoco hubo que pagarle un aumento de sueldo demasiado elevado porque la gerencia pretextó que la pobre venía desde dentro de la propia empresa. Pero a Juanita, en ese momento, no le importaba el dinero. Ojo: tampoco hay una sola anécdota de amores. Ni siquiera hay maledicencia, con lo fácil que resulta encamar a este con esta otra. Por lo tanto, tiene que haber sido insostenible echar a correr un infundio sobre su conducta sexual. Le debe haber bastado con adoptar el aire de superioridad que en países de mierda como el nuestro parecen conceder los ojos azules y el pelo rubio, lo que le permitía mirar a sus excolegas de trabajo, pese al apellido Allagani, por encima del hombro. La cuarta mujer de Mao, Chiang Ching, escribió alguna vez su frase para el bronce, una de esas que serán incluidas en el cohete final que lanzará la NASA al espacio, cuando se apague el sol, en mil millones de años más: “Yo pensaba que la mayor voluptuosidad estaba en el acto sexual. Después me di cuenta de que estaba en el poder”. Juanita, aparte de ferviente católica, debe haber sido inconscientemente maoísta. El trato altivo que le dispensaba a la gente como ella, venida de provincias de piel oscura, se vio estimulado cuando le hicieron un reportaje a todo color en una revista de Santiago de Chile, hasta donde estaban empezando a llegar las tazas con los animales de Provincia López. Si alguna vez tuvo dudas, ahí ya se la debe haber creído entera.

Cada vez más colocados en su papel de subalternos, los excompañeros de la cinta transportadora le calaron el mote de “la Condesa del Zanjón”. El Zanjón de Perquebenes nacía en una vertiente pura en los cerros de la zona cordillerana y nos llegaba, ya turbio, hasta donde la fábrica desviaba parte de su caudal para la producción de las piezas de porcelana. Ignoro si los justamente resentidos colegas de mi madre se percataron de que habían creado una metáfora demoledora con el sobrenombre.

Me consta que Hernán Floris de Amengual era igualmente fervoroso en su catolicismo, pero, aparte de esto, era un hombre en el que latía el buen corazón de gente como Owen y Fourier. Su espíritu sansimoniano lo llevaba a repartir bonos entre los trabajadores con cualquier excusa. Hacía fiestas para el personal en días en que habría sido imposible encontrar un motivo. A veces, pagaba tratamientos médicos de su propio bolsillo, pero no faltará quien lo critique por haber sido uno de los fundadores del Agnus en nuestro país. Mi presunción es que la fábrica, las otras propiedades y el dinero familiar, le cayeron encima como un don que temía, como una desgracia de la que no se habría de recuperar jamás. La fama internacional que comenzaba a adquirir “Porcelana Amengual” despertó en el heredero un súbito interés por conocer a la autora de las imágenes de los felontes y tetradarios, las especies autóctonas de Provincia López, que estaban acaparando inesperadamente los mercados de Santiago y Buenos Aires en una buena taza de té. Juanita debe haber despertado algo más en Hernán Floris: eso que yo creo que era un diamante en bruto. ¿Qué mejor acto de redención que darle alas definitivas a un talento que apenas lograba escapar del barro de la pobreza? Con el beneficio de la mirada retrospectiva, alguien podría decir (¡y achacárselo, una vez más, a “la voluntad del Universo”!) que mi padre estaba a punto de aceptar otra invitación de la desgracia.

He escrito voluptuosidad, deseo, testosterona, relación sexual, y creo que podría completar un diccionario de sensualidad y sexología y no hallaría un solo término para aplicarle a la Condesa. Y Juanita no puede haber planeado casarse con Hernán Floris por su dinero, pese a todos los lugares comunes y las habladurías.

El hombre inteligente que este fue no podía ignorar el otro sabio dicho popular: billetera mata amante. Creo que puedo aceptar de mi madre una actitud de respeto y agradecimiento hacia él. A veces, pienso que mi pobre Hernán Floris no quería más que enamorarse, que lo amaran, pero no sabía cómo.

El matrimonio entre Juanita Allagani y Hernán Floris de Amengual se llevó a cabo seis meses después de su primer encuentro, en la catedral de San Judas Tadeo, de la capital, en una ceremonia concelebrada por media docena de obispos, con la participación de seiscientos invitados de las cincuenta buenas familias que manejan este país. La lista incluía una invitación especial entregada por un sirviente de librea a los Arrigó Corona, pero no aparecieron.

Apenas año y medio después, llegué yo. Como Tetis con Aquiles en el Estigia, Juanita me bañó en testosterona cuando estaba en el vientre materno y ella se quedó vacía. Yo habría de arrastrar por la vida el excedente que, algunas décadas más tarde, me llevaría a proponerle matrimonio a una mujer recalcitrante nada más que para que se me abriera de piernas. Con los ojos y la energía que me están desertando hoy, lo veo y no lo creo.

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Las vaginas de alquiler ocupan en mi vida un lugar tan respetable como las “Meditaciones” de Marco Aurelio, el piano de la infancia, la mansión de Virreinato o la inspiradora influencia del señor Desmoulins, que me enseñó a pensar. Si a alguien no le gusta, que no siga leyendo. El mundo de Sierra y Pueyrredón (gran surtido, mejor ambiente y buenos precios) me fue abierto por María Clara, de quien, por cierto, nunca más supe una palabra desde que se fugara a Miami.

Cuando digo que el mundo prostibulario me fue abierto por María Clara es que me estoy resistiendo a narrar algo por la negativa. Con su rostro de fruta imprecisa, algo así como un injerto pecoso entre pera y manzana, mi parvularia novia me negó siempre el acceso a su pubis con un par de bien torneados muslos herméticos, pero me allanó la entrada a ese otro universo de mujeres siempre dispuestas a ofrecer una carne cálida y sin ataduras, en cuartos donde llega toda clase de ruidos y camas que huelen mal. Un flequillo corto le marcaba la frente, agrandándole los ojos de un azul deslavado que conseguían el efecto de perfecto ángel odioso, de ser asexuado y etéreo, eso que sus padres habían querido reproducir comisionando retratos de cuerpo entero, en marcos de moldura dorada, que después hacían colgar por toda la casa. Eso que llaman el perfume de la santidad era lo que querían que se derramara por todos los rincones. Sin necesidad de incienso, María Clara sabía, y yo también, cuál era el momento justo en que debía separarse de mí, cada vez que quedábamos solos en su casa. Bajo esa presencia intercesora entre el valle de lágrimas y el paraíso eterno, transcurrían las reuniones quincenales de las “Familias Seguidoras del Divino Verbo”.

El noviazgo se dio entre la Facultad de Filosofía y la Escuela de Parvularias. Me sentía plenamente familiarizado con las ideas contraintuitivas (perdonando el contrasentido) en que me había iniciado el señor Desmoulins. Para entonces, dIos estaba muerto y discretamente enterrado para no incomodar a parientes ni amigos. Seamos claros: dIos había ascendido de estatus en mi vida y era una poderosa metáfora, una especie de imagen de la trascendencia hacia la que no se podía ir por el camino del padre Pantrucca, sino por el de los místicos, el de San Juan de la Cruz y Meister Eckhart, esa publicidad que le viene de perlas a la iglesia del padre Pantrucca siempre y cuando el vuelo místico no vuelva demasiado independientes a los que lo emprenden. Es verdad que nunca se dejó de lamentar mi ausencia a las reuniones de las “FSdDV”, aunque me tocaba mantener una discreta cercanía, o distancia, según se quiera, porque me aparecía a buscar a María Clara para encaminarla a casa, cruzando el Parque del Centenario. Todo lo que me interesaba era hacer una parada entre las sombras, bajo los plátanos, donde yo la apretujaba contra mi pecho y le daba puntazos desesperados en el pubis hasta que ella decía que era hora de marcharse. Yo casi no tenía fuerzas para ver el reloj; se me cerraban los ojos y el endurecimiento constante entre las piernas se me transformaba en una especie de ola de dolor en toda la región intestinal. Apenas podía caminar a su lado y el glorioso tono azul que estaban adquiriendo mis testículos habría hecho hervir de envidia al Picasso de “El guitarrista viejo”.

No he dicho algo feo pero insoslayable. Nunca, nunca, estuve enamorado de ella. Mi relación con María Clara fue el producto de una revancha. Mis intenciones no iban más allá de unos buenos polvos bien echados para, después, abandonarla. Feo. Anoto en el margen del cuaderno que tengo que explicar por qué. Lo que importa, ahora, es que se entienda que su persistente negativa me transformó en un obseso, me llenó de ideas fijas, al punto de llegar a pensar que podría consagrarme a esa mujer improbable, aunque los sentimientos no afloraran por parte alguna, con el culto de una carnalidad permanente y excesiva. Es que, en el rubro carnal, todo lo veníamos anotando en la columna del debe, con rojo y subrayado.

Vivía atormentado por las erecciones constantes, casi al borde del priapismo, lo que tampoco iba a persuadir al pecoso ángel exterminador a dejar de apretar las piernas en el cine. En medio de la proyección, nos tomábamos de las manos y solo en esos momentos aceptaba que la mía quedara reposando sobre su muslo. Me abstraía sin dificultad de la película, al fin de cuentas no había pagado por dos butacas en la sala a oscuras del “Chorombo Blue Star” para ver a Burt Lancaster, de agente de la CIA, intercambiando trompadas en algún bar, sino para forzar a María Clara a que abriera la boca para introducirle la lengua y explorarle el muslo duro por debajo de la falda. Las dos horas de proyección, incluido el noticiero y la propaganda, constituían el plazo de que disponía para rendir el bastión de la entrepierna, que anticipaba húmedo y blando. Mis dedos primero bajaban hacia la rodilla, lentamente, fingiendo batirse en retirada. Al llegar a la altura del borde de la falda, alcanzaban a palpar el promontorio irregular de la rótula e intentaban rehacer el camino de vuelta. Para consolidar el territorio ganado, dejaba mi mano quieta y evaluaba el momento para un beso; esto podía tomar hasta un cuarto de película. Era como si no pasara nada entre nosotros, como si de verdad yo hubiera pagado dos plateas para celebrarle las trompadas a Burt Lancaster.

Lo del beso merece descripción aparte. Durante esa mera confluencia bucal, fría superposición de los labios, yo intentaba descargar mi lengua dentro de la boca de María Clara, so pena de que me estallara el frontal y quedaran los sesos desparramados sobre el terciopelo de las butacas. La barrera levantada por sus dientes de roedor en posición firme tampoco cedía. Sin exagerar, había momentos en que mi desesperación intentaba asfixiarla. Sin embargo, el fuelle de su pecho se mantenía inalterado, como si el trabajo al que estuvieran destinados esos pulmones fuera a ser siempre el mismo, bajo cualquier circunstancia. En cambio a mí, el corazón me agarraba el esternón a patadas, obligado a bombear sangre inútilmente para una función que, más abajo, no se estaba cumpliendo, y al fin retiraba mi boca, al borde del mareo por la falta de oxígeno.

Todo esto, incluyendo la parálisis testicular, se resolvía de manera unilateral en uno de los baños de mi casa, donde por fin podía completar lo que jamás habría de darse ni en el cine, ni en el parque, ni menos en casa de María Clara. Nombren cualquier otro lugar y diré que no: jamás se dejó tocar, jamás me tocó y así cualquiera se obsesiona al punto del asesinato con premeditación, alevosía y les regalo el ensañamiento, mientras hay que tragarse el discurso sobre la pureza y el respeto que los padres dejaban caer siempre que podían, de manera indirecta, cada vez que estábamos juntos en algún almuerzo del Agnus Dei, al que me veía obligado a asistir de tarde en tarde.

Se comprenderá: tres años de noviazgo en estas circunstancias, con alguien como yo, imposible. La Jujeña –de quien tengo que alcanzar a hablar– me sacaba de apuros una vez por semana en Sierra y Pueyrredón. Para soluciones rápidas, un galope demasiado intenso de la sangre en el cine o en el ballet me obligaba a excusarme por unos segundos, salía al pasillo tapándome la erección con el programa del “Cascanueces”, en el “Blondecaves Hall” y me dirigía a paso seguro hacia el retrete, donde le propinaba un iracundo castigo al monstruo que cargo entre las piernas, yo víctima, yo testigo, yo juez, yo verdugo que se hace justicia por su propia mano. Seamos claros: hasta el momento en que vierto estas palabras sobre el papel, no he conseguido jamás un solo ensayo, ni siquiera un miserable artículo periodístico, que exalte las bondades de la masturbación con estricta justeza. Los antiguos egipcios, en su infinita sabiduría, concibieron un dios que se creó a sí mismo (una especie de ens a se) mediante un acto de autofelación. Itemu, más tarde, crea a Shu y Tefnut (el aire y la humedad, de quienes proceden el cielo y la tierra) mediante un acto masturbatorio. Me dirán que todo esto es mitología, pero si los mitos son la expresión de verdades complejas y profundas que necesitan el lenguaje poético para transmitir su mensaje, que desmientan que la soledad es un estado de intensa fecundidad. ¿Y con qué desprestigiadas mitologías nos atormentan la existencia en occidente para hacernos desistir del empeño en la autosatisfacción, desde que advenimos al placer del primer fluido intrascendente? Tissot y los parroquianos del mismo tugurio nos amenazan con la convulsión epiléptica, con el cáncer testicular, la ceguera y hasta con la locura. Y estos profetas del Apocalipsis intentan convencernos de que jamás se interesaron en el arte del prepucio, cuando lo más probable es que hayan sido, hasta la muerte, una manga de viejos pajeros.

Al contrario de lo que se pudiera pensar, no intento defender el magnífico expediente solitario porque este –huelga decirlo– se defiende solo. Me interesa poner límite a sus virtudes. Uno de esos límites lo impone el exceso: la primera masturbación engendra la segunda, y la segunda exige una tercera, tal como en las tragedias griegas, donde la sangre derramada exige más sangre, todo es cuestión de más y más líquidos.

Iba en la tercera paja diaria y, apenas comenzaba mis clases matinales, empezaba a sentir el estilete en los sesos. La vez que la migraña me obligó a entregar en blanco un examen sobre San Anselmo y el argumento ontológico, tuve que revisar mi vida sexual, más bien la falta de ella. Spadafora iba de cacería, todos los fines de semana, al peligroso barrio Jefferson y nunca le había pasado nada. Y este machito, ¿en la cama a las diez? Armado de todo el valor de que era capaz, un día me aventuré en la noche de los callejones de Sierra y Pueyrredón, donde tal vez encontré más de lo que andaba buscando, y no me refiero solo a la gonorrea. Pero me pasé a hablar de María Clara, así que dejaré las vaginas de ocasión para más adelante (¿podré contar, alguna vez, esta bendita historia?). Estaba obsesionado sin remedio por una mujer fría, inasible, especie de sirena pecosa que huele a Ives Saint-Laurent y que no había visto un falo ni en pinturas rupestres.

Curiosamente, en la facultad me mantuve en la más estricta abstinencia en mi tiempo de alumno, lo que iba a cambiar radicalmente desde el momento en que me designaron como profesor. Entonces ascendí hasta el punto más alto de una pendiente mortalmente inclinada que me llevó a estrellarme en el escándalo de los culos cartesianos. Apenas saqué el título (Summa cum Laude, a pesar del semen que se perdía por cacerolas) intenté solucionar el desequilibrio con los padres de María Clara y exigí una fecha para nuestra boda. Yo pensaba que –en el fondo– su papá no estuvo nunca muy contento conmigo por la falta de perspectivas para la niña. Con la filosofía no solamente poco se goza –como dijo el poeta– sino que, además, rinde poco, cuestión que para el exitoso corredor de bolsa que era Abel Fornazzari debía resultar tan irritante como una espinilla en el escroto. Para mi estupefacción, dijo que sí; al fin de cuentas, me habían ofrecido una ayudantía en la facultad y María Clara tenía horario completo en un jardín infantil privado de Lo Arredondo. Admitamos que el argumento que había convencido hacía mucho tiempo a Fornazzari era la buena familia de la que procedía el muchacho, probadamente cristiana, cuya madre es la propietaria de “Porcelana Amengual”, tiene cuatro o cinco inmuebles en Virreinato, ni más ni menos, y tierras con vacas y bosques profundos en Provincia Vilas, para no hablar de cuentas bancarias. Un argumento así inclina la balanza a favor de la labor intelectual en cualquier parte.

Pero es que dejé en el aire a Mariana. Esto es un desastre. Vuelvo. Sin explicación plausible, sé que quemo el alcohol ingerido en poco tiempo, lo que me permite recuperarme rápido y el aire alucinantemente puro de esas sequedades contribuía a acelerar más aún el proceso.

Caminé a la luz de la luna tratando de convencerme de que quería llegar hasta la plazoleta magra que había visto al venir, a conseguir un taxi colectivo que me llevara a la pensión. Pero el martilleo en las sienes, la boca seca y el aliento contenido indicaban que debía regresar sobre mis pasos hasta la puerta entreabierta, donde Mariana (más tarde, me pediría tantas veces que repitiera su nombre) apaga el cigarrillo en la semipenumbra, y sabe, porque es lo que me vio en los ojos la primera vez que me sostuvo la mirada, que tiene que dejarme pasar, recogerse la falda y doblarse sobre la mesa para que yo le deslice los calzones hasta los tobillos y le separe las piernas, para así poder meter la mano entre esas nalgas duras, tibias, hasta que mis dedos se crispen sobre esa pelambrera suave, y vayan abriendo los pliegues húmedos, y la habitación se sature con ese nuevo olor, el olor al sexo de la perra morena, que ahora grita porque se ha dejado penetrar por mi miembro hambriento, y que gime en el crescendo que le van marcando los barquinazos de mi verga, y entonces, en alguna parte estalla el sonido metálico de puertas frías que se cierran de golpe, con paso de aldabas, y entonces entiendo, brevemente, que ya no importa si esa mujer me está arrancando uno a uno los órganos, porque esa muerte es el hundimiento en un abismo de sensualidad del que no se ha de salir jamás, por lo que hay que tenderse encima de ella y clavarle los dientes en el cuello en el estertor final, justo para oírle la frase, repetida como para ella misma, “no dejes que me mate... no dejes que me mate... no dejes...”, que es cuando las cosas comienzan a recobrar su perfil en la oscuridad del comedor, donde se vuelven a oír los ronquidos del sargento Molina.

Dejo constancia de que, si lo que acabo de escribir es un asco, soy el primero en sentir la náusea. La escritura de pasajes como el anterior me llena de alegría en el sentido de no tener que manejar una cámara. Sobre la base de las palabras, la imaginación de uno hace el ridículo a medias con la imaginación del lector. Con la imagen completa, como en el cine, el ridículo es completo. En todo caso, como en las buenas películas, la escena era obligatoria. Pido al lector eventual de este cuaderno perdonar sus muchas faltas.

Las luces de la pensión estaban apagadas. La calzada de arena, que soportaba un vientecillo tibio y húmedo, contrastaba con el frescor del hall de entrada, con su embaldosado morisco y las paredes blanqueadas, de donde colgaban pequeñas macetas con geranios y magnolias. Sorteé en la oscuridad ese pequeño lujo asiático de la fuente con nenúfares en la que a veces veía uno o dos pececitos dorados. No crujió uno solo de la media docena de peldaños que había que subir hasta el pasadizo que conducía hacia el resto de las habitaciones. Desde allí, se esparcía el perfume de las flores por toda la casa.

En la penumbra producida por la luz de la luna que se filtraba por un ventanal con rejilla, se destacaban los gruesos candados con que los contrabandistas bolivianos habían asegurado las puertas de sus habitaciones. Desde el cuarto de Perla, me llegó el serrucho de motor rudimentario que le producía la apnea a mi buena madre del desierto. Imposible no imaginar ese foso desdentado, al fondo del que vibra el tejido suelto de la laringe como el tegumento blando de un molusco carmesí. Sobre la mesita de noche, entre el marco de una foto de juventud y el vaso de medio litro con su placa de dientes, el despertador de campanilla debía sonar dentro de pocas horas. Perla se calzaría la dentadura postiza y se allegaría a la ventana para encender el primer “Covitas” mentolado de la mañana. La vejez, como en un mecanismo reflejo, le permitía recordar ambos objetos ligados (dentadura y cigarrillo), pero le dejaba olvidar, a veces por varios días, que necesitaba cambiarle el agua al vaso.

Me tumbé vestido sobre la cama, dando por descontadas las horas de insomnio que se me vendrían encima. Aparte del plácido ronquido de Perla, el ambiente de la pensión, a esa hora, se veía alterado apenas por el intermitente borborigmo de una cañería corroída por el óxido en la que circulaba más aire que agua. Era como si todavía me quemaran la piel de las manos los poros tibios de los muslos de Mariana; me había traído el olor de su sexo en mi propio sexo. Me habían plantado una mujer en mitad del camino, salvaje, ordinaria e indescifrable, solo para obligarme a reconstruirme yo mismo, y tenía que arrastrar su presencia pegada a mi propia carne, como un parásito deseado y que intuía mortal. En el insomnio, me enseñé a llevarme a la boca, en la palma de la mano, el sabor de sus jugos. Antes de que me diera cuenta, ya iba de nuevo en el sube y baja unilateral, con lentitud al comienzo, casi con furia al final, reproduciendo sus propios gemidos, el momento en que toda esa carne palpitante que Mariana había sido para mí de manera fugaz, casi brutal, amenazaba con extirparme todo lo que tuviera raíz en alguna parte de mí, el instante donde estalla el misterio y se aprende que la muerte puede ser la liberación de todo peso. Eso mismo era lo que había detectado el sargento Molina en ella, lo que lo había entrampado. ¿No será, San Juanito de la Cruz, que los místicos dejan a sus espaldas, precisamente, aquello que quieren encontrar? Bien entrada la noche, me dormí feliz, por primera vez en semanas, casi reconciliado con el universo absurdo que me había salido al camino.

Me despertó Mariana, suplicándome en el oído que hiciera algo, que no dejara que la matara. El calor de la media tarde, las moscas y el inevitable polvo penetraban por la ventana abierta, donde yo había dejado la rejilla sin bajar para que entrara algo más de aire durante lo que quedaba de la noche. Afuera, a un centenar de metros, el dueño de la panadería hacía desaparecer un rayado rojo en el muro blanco con desesperados brochazos: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos de vuelta”.