Lo primero que me preguntaron fue si estaba arrepentido. El trío de cartuchenses incluía al rector Pantrucca, que tenía la desconcertante costumbre de estarse mordiendo la barba todo el tiempo, al cura Cafieres, que corrigió la noción de usura de Savonarola y nos enseñaba, en economía, que el lucro cesante y la mora culpable eran causas que justificaban el interés. El tercer jinete del Apocalipsis era Torquebella, un hombre bajo, con una piel olivácea de sefardí y cuerpo de barril, que se desplazaba por el espacio con los codos extendidos hacia los lados, como si se estuviera equilibrando en la cuerda floja o pidiendo cancha para despegar. Torquebella estaba de visita y, sin embargo, era el más temible de los tres. Casi en los setenta, venía todos los años a hacerse cargo de los retiros espirituales. Obseso con la castidad, por lo menos con la castidad de los alumnos, llegó a recomendar instalar puertas de vaivén rebajadas en los retretes, para que el usuario no solo supiera, sino que sintiera, que diOs lo estaba observando. La proposición no prosperó porque si la castidad costaba mucho dinero, podíamos contentarnos con la efectividad de una buena prédica.
El obseso nos contaba la historia de una joven italiana que había muerto a puñaladas defendiendo su himen del ataque de su hermanastro. La joven había sido beatificada y el hermanastro, atormentado por el remordimiento, una vez cumplidos los veinte años de presidio, decidió recluirse en un monasterio por el resto de su vida. ¿Qué es lo que había convertido al hermanastro en un asesino? Todos sabíamos lo que venía tras la pregunta retórica, la respuesta del propio Torquebella, que creía enfatizar la fuerza de la condena adelgazando la voz hasta un contralto imposible para ese cuerpo chato y abarrilado: “El apitiiito sexuaaalll!” La historia de la pareja trágica ya era, para él, un disco al que le han apretado demasiadas veces el botón de repetición en el wurlitzer. Y no solo volvía con ella al año siguiente, sino que era capaz de contarla dos veces en un mismo día. La segunda vez, apenas planteaba la pregunta, nos anticipábamos a su respuesta imitándole en coro el afeminamiento con que deformaba las vocales: ¡“El apitiito sexual!”, y el pobre Torquebella abría los ojos maravillado ante su capacidad pedagógica y nuestra habilidad para asimilar sus enseñanzas. Después, cerraba el retiro espiritual, con él sentado en el confesionario y nosotros haciendo fila para pasar, por turnos, a reclinarnos en su hombro, y nos preguntaba cuántas veces a la semana nos masturbábamos, cómo y en qué pensábamos.
El cuarto juez invitado a la Inquisición estaba de parte mía. El señor Desmoulins dijo creer que había una pregunta que el tribunal no me había hecho: si el acusado reconocía responsabilidad en los rayados aparecidos en el baño. Desmoulins había estudiado filosofía y música antes de dedicarse a la pedagogía.
Con los ojos de hoy, lo único objetable en él era su idea de que toda ciencia y toda sabiduría conducen inevitablemente ante la presencia de un creador. Pero eso, a los doce o catorce años poco importa, sobre todo si lo están defendiendo a uno frente al potro del tormento. Después, cuando más grande, sería cosa de internarme por el mismo camino que él y doblar a derecha o izquierda un par de cuadras antes.
Torquebella exigía el detalle de lo que yo había hecho en el baño, paso por paso. Desmoulins reiteró su insistencia en que yo reconociera o desmintiera ser el autor de los rayados. Alentado por su defensa, dije que iba a contestar dos preguntas de una sola vez. Primero, sí, había sido yo el de la escritura en la pared del retrete. La respuesta a la otra pregunta era “no”, no estaba arrepentido. Cafieres encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse por la sala como para deshacerse de la exasperación que comenzaba a comérselo por dentro. Alto y muy delgado, no había que ser muy zahorí para darse cuenta de que los síntomas de úlcera estomacal que presentaba se debían a la necesidad reprimida de golpear a alguien hasta dejarlo convertido en un sanguinolento saco de huesos rotos. En ese momento, habría querido patear una silla o abofetearme a mí, pero sé que se conformaba con un hundirse la uña del pulgar derecho en el brazo izquierdo, donde ya tenía una herida que se le podía infectar en cualquier momento. Pantrucca conservaba un aire de no estar ahí, tras la barba blanca y esa manera suya de aparentar mecerse permanentemente, incluso en los asientos que estaban fijos al suelo. Para Cafieres, mi respuesta era escandalosamente desafiante de la autoridad y Torquebella afirmó que eso era precisamente lo que él estaba denunciando, de modo que si el acusado quería comenzar a hablar desde una posición de humildad, debía confeccionar una lista de lo que yo había hecho en el baño. Cafieres encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior y dijo que era hora de aplicar castigo. Desmoulins, con una elegancia que yo ya nunca tendré, concordó con el resto del tribunal en que la exacción confesa merecía un castigo, pero no pasando por alto un atenuante: la honradez con que el hechor había respondido a ambas preguntas, en contra de su propio interés.
(Nueva nota bene). (El lector ya estará pensando en descalificar mi crónica con la crítica de que mi retrato de los hombres de sotana está sobrecargado (“caricatura” viene del latín “caricare”, que da en español el verbo “cargar”). Es como si yo afirmara que son todos pedófilos y la realidad no puede ser así. A juzgar por las últimas noticias de la prensa internacional, solo la mitad de la curia lo es. La otra mitad son los encubridores, los que van trasladando a los pedófilos de parroquia en parroquia para eludir la acción de la justicia. No estoy de acuerdo con esta abierta exageración. Hay también una gran cantidad de reprimidos de tipo sexual, entre los cuales se cuentan ulcerosos, neuróticos y sicóticos, todo producto del deseo refrenado de eliminar la distancia entre una piel y otra piel. Pero también están los victoriosos, los menos, aquellos que han dominado lo que consideran el infierno de la carne y han triunfado sobre el pecado y la culpa. Esta es la gente que tiene todo el derecho a proclamar con el ejemplo el verdadero desinterés por el cuerpo y el alma del prójimo. Estos son los que deben hacer todo lo contrario de lo que les recetan a otros: NO arrepentirse en el momento de su muerte).
El tribunal se disolvió sin aplicarme pena, pero se citaba a Hernán Floris al colegio para darle cuenta de la situación. En homenaje a mi defensor, me despedí con mucha humildad de los miembros del tribunal. No se me pasó desapercibida la mirada de simpatía que me dio Desmoulins, medio de soslayo. La reunión con Hernán Floris no se habría de producir jamás.
* * *
Trato de recordar, pero no hay mucho que se me venga a la cabeza, quizás porque vi muy poco o, simplemente, no quise ver. No podía haber nada mejor que Punta del Este, en un país pequeñito pero que se prestaba de maravillas para las lunas de miel, y todo había sido un arreglo de Fornazzari, que consiguió las dos semanas con descuento preferencial en la agencia de turismo de su cuñado. No es que nadie estuviera muy necesitado, pero esta gente siempre trata de sacar algún tipo de tajada aunque sea por hacer gimnasia. A diez mil metros de altura, el aturdimiento que me había caído encima se expresaba como un gran vacío en el estómago y en el cerebro. ¿Qué estaba pasando conmigo? ¿Dónde estaba la bestia, la furia irredenta? Lo que era peor: ¿quién era ese súcubo sentado al lado de la ventanilla, masticando un chicle interminable mientras lee “Cosmopolitan” y exige con voz firme que le traigan más champán?
El taxi nos dejó frente a la entrada del lujoso hotel a una hora en que el aire –pese al sol que cae a plomo– se ve enfriado por una brisa que impone calma en el sistema nervioso, esas cosas que ayudan cuando uno tiene la obligación de cargar a la mujer por segunda vez a una alcoba nupcial preguntándose para qué. Más que el peso y la incomodidad de transportarla hasta el ascensor, y de ahí al tercer piso, era el bochorno, el tener que pedir disculpas con los ojos al recepcionista y a los huéspedes que pululaban por el vestíbulo en busca de un asiento a la sombra o del bar.
¿Ya dije cómo odiaba yo la playa? Acostumbrado a una infancia de veranos en los campos de Provincia Vilas, en mi casa jamás se mencionó el mar, como no fuera en el contexto de inconveniencias y catástrofes. En el origen de estas ceremonias de maldición de la marinería debe haber estado Juanita Allagani: un marinero la abandonó y, por su culpa, perdió a su madre. Por eso, salir de paseo por una media hora ni se me cruzó por la cabeza. El ocio comenzó a torturarme mientras contemplaba a María Clara en su sueño alcohólico bajo la sábana rosada. A duras penas había conseguido desnudarla hasta dejarla en calzones y sostén. Su pecho subía y bajaba de manera desacompasada, como un fuelle desarticulado y arrítmico que se interrumpía cada tanto, súbitamente. En ese momento, una especie de motor de arranque fallido destrababa el aire retenido en la tráquea y los ronquidos podían continuar libremente hasta la próxima parada, a veces anticipada por una contracción del diafragma que la hacía hipar de manera escandalosa. En circunstancias como estas, mi confusa sensación de ser un extraño en el mundo asume, por momentos, los contornos de una descripción lógica. ¿Qué red de causas y efectos me había conducido hasta ese punto en que ya no sabía quién era? ¿Era posible volver atrás? ¿Abrirse un camino lateral? ¿Podría, en esas condiciones, cargar con el súcubo por dos semanas? ¿Dos semanas? ¡¿La puta vida?!
Quizás la manera de destruir ese decorado pesadillesco que nos envolvía era con una acción destemplada. Me quité la ropa y me acerqué en puntillas a la cama. Descorrí la sábana rosa. Los muslos de María Clara estaban ligeramente separados, lo justo como para deslizarle un dedo por la grieta que se me había negado con obcecación los tres años anteriores. Dio un respingo; insistí y dejó escapar un suspiro. Apliqué los dedos con mayor presión en los bordes de la vulva y hurgué hasta encontrar el botón ya turgente. La cavidad comenzó a llenarse de una humedad espesa. Parecía una foto viva, una muñeca indefensa hecha de verdadera carne. Comprobé que mi animal estaba duro entre las piernas, habiendo regresado a una complicidad fustigada por años de dolorosas postergaciones. Ahora llegaba el momento de la justicia, en el que todo debía retomar su lugar correspondiente. Le separé un poco los muslos y me tendí encima de ella, tratando de acomodarme para penetrarla. María Clara abrió unos ojos opacos, envueltos aún en los vapores del sueño, ojos que no eran de terror, como los míos, sino de deseo, de un deseo contenido durante años de colegios de monjas, congregaciones marianas y catecismos dominicales. Me echó los brazos al cuello y me hundió con fuerza la lengua en la boca como si fuera una almeja chorreante, a punto del derretimiento total. Su voz de ese momento le vino desde una insondable profundidad:
–¡Ay, Serafín mío!, ¿qué te detuvo?
Por fin, ¿verdad? ¿Qué podía superar la entrega cálida de una mujer que emerge apenas de un sueño húmedo como de las aguas de un lago en el que se arrastra la neblina, con el camisón pegado al cuerpo? Os preguntaréis dónde estaban mis caricias, mis amapolas nadando en metafísica, la miel que a menudo se escurría por mis besos, llenándolos de mariposas y caracolas sonoras. ¡Tres años de mi vida habían desaparecido de un solo brochazo! ¡De un solo brochazo! No podía ser esa la misma mujer que yo había cortejado por mil de mis días, la vestal de himen invencible que me desterraba, desde su altar intocado, al lecho de la Jujeña, en Sierra y Pueyrredón. Pero, sobre todo, ¡¿quién era ese Serafín hijo de puta?!
Quería bajar los brazos y dejar que esa cabeza rubia terminara azotándose contra las tablas del piso de una vez por todas. Una vez más, lacio, increíblemente vencido, aplastado por la misma decepción, mi abatido animal hubiera podido ondear al viento. Tenía que echarle tierra al asunto momentáneamente y guardarme la indiscreción de María Clara para sacarla de la manga en el momento apropiado. Esa noche, dormimos a saltos, después de cenar asado a la cuyumbera con mucho vino tinto de Chile, que me tumbó en el sueño como si me hubieran dado la bendición con un mazazo en la cabeza.
El infierno de los días que siguieron se fue construyendo en círculos, siguiendo el diseño de Dante. Durante las comidas, María Clara y yo intercambiábamos preguntas intrascendentes por respuestas monosilábicas. En la playa, tendíamos a tomar turnos alternos tanto en la arena como en el mar. Cuando hacíamos el trayecto hacia el barrio de los restaurantes, caminábamos como musulmanes, a metros de distancia, con el pretexto tácito del calor, para no tomarnos de las manos, como si temiéramos contagiarnos de alguna enfermedad. En la noche, el centro de la cama era un territorio que se mantenía neutral hasta la madrugada.
Fue al término de la primera semana que ocurrió lo del catálogo. Mi repentina falta de interés en las fiestas de la carne me estaba comiendo el coco. Dormía hecho un rollo. Era como si me hubieran despojado de la última gota de testosterona a punta de jeringa. En medio de la noche, despertaba empapado en sudor y con la garganta seca. Necesitaba idear una emergencia, algún pretexto de cierto dramatismo que nos permitiera tomar el avión de regreso y dar por concluida esa locura, antes de que la impotencia intermitente se me hiciera crónica. Pero, ¿a qué? ¿A vivir un infierno a dos bandas, y en medio del infierno que son los otros? El enrojecimiento de mi piel naturalmente blanca, casi rosada, tras pasar por todos los matices del rojo imaginables, había derivado en el color violáceo propio de los hematomas y los vasos capilares de los alcohólicos. Tenía los pies hinchados por la insolación y lo único que me aliviaba medianamente era amarrarme una bolsa con hielo y ponerlos en alto, arrimándolos a la pared. Estaba en esa posición, cuando el súcubo echó mano al fondo de su maleta y extrajo el libro de fotos. Deslizando el pulgar por el canto de las hojas, hizo desfilar ante mis ojos su contenido, en un fundido encadenado que superponía penes a labios y grupas y vulvas espumosas. La candorosa parvularia del Agnus Dei había transportado el catálogo desde la casa paterna hasta Punta del Este, sin siquiera temer a una fortuita revisión aduanera. Es más: lo habría consultado y utilizado como fuente de inspiración quizás por cuánto tiempo. No invento: definitivamente, esto ocurrió así. Cuando preguntó por qué pose quería empezar, me vi flotando eterna, huevonamente, en la negrura de la noche espacial, tal como el astronauta de “Odisea del Espacio” después que el computador le corta la manguera y el pobre diablo sale cagando dando volteretas per saecula saeculorum.
Soy alguien que ha leído un par de libros, y no voy a volver a decir nada de Schopenahuer ni de su alumno, Freud, cuando se trata de mecanismos de represión. Educada desde niña en la moral del culo, María Clara tenía el perfecto derecho a consentir en cualquier fantasía sexual en lo escaso de sus riesgos, precisamente, porque es una fantasía que no puede dañar a nadie. Pero, al empastado de fotos puercas se agregaba la lubricidad de un nombre. ¿Lo utilizaría con Serafín? Mis cavilaciones no duraron mucho. María Clara quería saber si me gustaban los hombres, y que no me sonrojara, al fin de cuentas, ella había tenido más de una compañera de lecho durante el internado en Santa María de los Cobres, por mera necesidad y para evitar el peligro de un embarazo. Nada serio. ¿De dónde venía cayendo yo? ¿Dónde estuve yo todos esos años que no me di cuenta de que toda fachada de santidad oculta una trastienda? Cuando no en la paja, en Sierra y Pueyrredón.
Mi silencio, mi inmovilidad, no ayudaron a impedir que María Clara saltara de la cama como un gato y se perdiera hacia el baño, donde no tardó en escucharse el agua de la ducha corriendo. Me serví un Mordak y salí al balcón a mirar el cielo ígneo de la puesta de sol sobre una playa donde los veraneantes están decididos a llevarse en la piel hasta el último rayo del día, antes de lanzarse a una noche de tragos y parrilladas. Me animé a ir por el segundo vaso nada más que por darle a mi vida algún propósito en ese momento. El portazo me dejó clavado con el vaso en la mano. María Clara acababa de dar por terminada nuestra luna de miel en Punta del Este.
* * *
Un poco de historia patria. El proyecto político de los fundadores de nuestra república fracasó cinco veces. A principios del siglo XIX, Benjamín Sierra y Eudomiro Pueyrredón debieron huir a Europa tras el abortado intento de asesinato de Mateo de Castoral y Santoro, el representante de la corona española conocido como el Marqués de la Conquista. El atentado fallido desata una represión que cobra la vida de unos sesenta conspiradores.
En Londres, acicateados por los carbonarios criollos O´Higgins, Miranda y San Martín, los padres de la patria intentan conseguir el concurso británico para la lucha de independencia de las colonias hispanoamericanas. Wellington se niega terminantemente: no puede irritar a los españoles (a la sazón en un interregno) disputándoles pantanales y desiertos al otro lado del Atlántico cuando su objetivo inmediato es detener a Bonaparte. Para Sierra y Pueyrredón, esto constituye su segundo fracaso.
Sin embargo, a pesar de que la causa republicana terminó ciñéndoles los laureles de la victoria a los patriotas de marras, su triunfo fue episódico, efímero e inútil. Sierra y Pueyrredón se llenaron de gloria en las batallas de Corominas y Ayacucho, al lado de Simón Bolívar. Los libros de historia uruguayos (todos muy breves) concuerdan en que su oportuna llegada con refuerzos a los llanos de Chirulías, le permitió a Artigas convertir un potencial desastre en la victoria que marcó el comienzo del fin de la dominación española en el Río de la Plata.
Luego de cruzar Los Andes hacia Chile con el Ejército Libertador de San Martín, y tras participar en la expedición libertadora del Perú, Sierra y Pueyrredón penetran clandestinamente a la patria para organizar el levantamiento que liquidó al ejército español en una semana, en lo que se conoce como el sitio de Tembladeral. La pareja de insurgentes declina la silla de Director Supremo que les ofrece por turnos un conjunto de notables (exportadores de tabaco, mercaderes de esclavos, propietarios de ingenios azucareros). Los patriotas se pronuncian en favor del joven Rodrigo Armero, un profesor primario de probado valor en el campo de batalla, a quien han hecho general, el único que les da garantías de llevar a cabo la revolución permanente con la que Sierra y Pueyrredón esperan integrar a los pobres del campo y de las incipientes ciudades a lo que produce el país.
Es la etapa en que todo parece ir miel sobre hojuelas y nada hace prever lo que vendrá a continuación. Armero suma dos más dos y comprende que su sobrevivencia como Director Supremo depende del auge del azúcar, del tabaco y del comercio de esclavos; una noche de lluvia ordena prender a sus padres ideológicos y los hace ejecutar en el pantanal de Vallensana. La propia muerte de Sierra y Pueyrredón a manos del traidor Armero constituye su tercer fracaso. No puedo sino destacar que la traición fue un elemento definitorio en el tejido social de nuestro país desde muy temprano en su historia.
Tras dos guerras civiles, los gobiernos conservadores de los decenios, una fallida campaña contra Ecuador y la posterior dictadura de Ladislao Letrilla, la nación se toma un respiro porque está al borde del derrumbe total. Se logra consensuar una nueva constitución, se lleva a la práctica una reforma agraria de macetero y se tratan de imponer algunos cambios en la educación. Por cierto, se levantan las estatuas de Sierra y Pueyrredón, fundadores de la república.
Todo se olvida con una nueva guerra civil, con la ocupación yanqui de los treinta, con los veintiún presidentes que no alcanzan a sumar doce meses, hasta llegar al gobierno de Oquendo, derrocado por el traidor Gómez Saldías en mitad de su ejercicio. Que me perdonen los historiadores y las interminables generaciones de pobres que han dejado sus huesos en esta tierra: somos un país jodido. Si no, que me desmientan las estatuas de Sierra y Pueyrredón, ennegrecidas por la contaminación de los tubos de escape, mientras languidecen en el extremo norte del Parque Forestal, sobreviviendo apenas a la afrenta cotidiana de las cagadas de paloma. Cuarto fracaso.
El quinto y último condena a la inmortalidad a los padres de la patria en unas tres o cuatro manzanas de prostíbulos dispuestos alrededor de la intersección de la calle Sierra con la Avenida Pueyrredón, precisamente. Como una gran ironía, el barrio de los lupanares es uno de los más seguros de la capital. Los propios proxenetas patrullan las calles para impedir los asaltos y sofocar cualquier conato de violencia que pueda espantar a la clientela. La policía corresponde a la entrega de ciertos delincuentes, casi en papel de regalo, con una mesurada intervención para solucionar pacíficamente cualquier conflicto entre explotadores, con lo que ganan una pequeña comisión.
Ese alto grado de seguridad del área fue una preocupación menos cuando me vi frente a la Jujeña. La llamaban así porque, con toda seguridad, era lo único que dejaba saber de sí misma: que venía de Jujuy. La primera vez no le pregunté el nombre y, después, cuando ya le había arrendado el cuerpo para diferentes menesteres, resultaba casi ridículo hacerlo. La Jujeña tenía un bebé de unos seis meses, de piel olivácea como la suya, y pelo negro, grasiento, pegado al cráneo. El niño dormía dentro de un cajón de madera en el que aún se podía ver el logo desteñido de “Manzanas Tita”, al lado de la cama donde la madre se ganaba el pan.
* * *
Desde que me vio, tiene que haber captado que mi problema eran las bolas azules. Es como si me hubiera leído en la cara la historia de mi vida, con unos ojos grandes, de color marrón, que mantenía sin pintar, al contrario del resto de las mujeres que se veían en las veredas. De hecho, la prostitución debería ser una de las ramas de la fisiología, una especie de disciplina en que imparciales observadoras registran cada una de las múltiples contorsiones del cuerpo, distorsiones del rostro y alteraciones de la respiración con que los bicharracos del sexo masculino alcanzan un éxtasis que se diluye rápidamente con el ruido de la calle que vuelve a entrar en el dormitorio maloliente. Recuerdo la delicadeza con que la muchacha me dijo el precio, sin mirarme, se diría que hasta con vergüenza. Una vez en el cuarto, que olía a leche hervida y a mantillas orinadas, se sacó la ropa con cuidado para no despertar al niño y se tendió en la cama. Tras la semiparálisis del principio –esa distancia temible que se verifica entre los cuerpos desnudos la primera vez– la calidez que emanaba de la piel de la Jujeña me llenó de confianza para recorrer con fruición su piel alquilada por horas. Admito: raro. Era apenas una puta.
Una mirada de soslayo hacia el cajón de manzanas me obligó a detener mi exploración. El bebé parecía a punto del llanto, como si lo atenazara un dolor aún no declarado o hubiera visto alguno de esos espantos indescriptibles que ven los niños en el reverso de los párpados mientras sueñan. Lo toqué con suavidad en medio de la frente; algo pareció distenderse en el pequeño rostro afligido y la mueca preparatoria del llanto se transformó en un bostezo más, que tumbó al bebé en el sueño siguiente. La Jujeña me miró a los ojos como si fuera la primera vez que viera ojos como los míos. Me echó un racimo de dedos cálidos a la nuca y me atrajo hacia ella de manera que quedáramos respirando el mismo aire, compartiendo el mismo aliento. Cuando su lengua se introdujo en mi boca, fue como si se hubiera derretido al encontrar la mía. Estaba disfrutando de un privilegio, porque una cosa es la vagina, pero lo que es la boca, las putas la reservan para su proxeneta, y eso.
Mientras me exploraba el cuello con sus besos, una corriente subterránea me recorría la raíz de cuanto pelo tenía en el cuerpo. Mi pecho y mi vientre comenzaban a derretirse en una deliciosa anticipación. La aparté un segundo para ver en sus ojos si todo eso no venía incluido en el trato comercial. Algo me decía que esa misma noche –y quizás cualquier otra noche– la Jujeña estaría dispuesta a no cobrarme. Me atenazó las mejillas y tuve que impedirle que siguiera dibujándome los labios con la lengua. La dejé sentada al borde de la cama y levanté la cortina de raso que me separaba del patio. Bajo las estrellas, oriné largamente sobre las malezas. De las casas vecinas me llegaba una mezcla musical proveniente de salones de pintura descascarada, donde obreros, carreteros y matarifes, atizados por el alcohol de una ponchera, estarían acariciando pintarrajeadas rubias de botella que dejan la marca del rouge en los cigarrillos mentolados, postergando por algunas horas el inexorable regreso a la casucha de madera, con piso de tierra, donde los aguardan la proverbial mujer ajada y los mocosos que les preguntarán papito, qué trajiste. Me había sobrecogido un terror que no entendía. En Sierra y Pueyrredón, nada me diferenciaba de ellos: todos veníamos a tocar, a hacernos lamer y a penetrar contra reloj. Pero la Jujeña me había entrampado en algo que debía parecerse al amor, eso que me había llegado como un viento cálido entre materno y carnal, aquello que jamás me había dispensado mi madre y que María Clara nunca sabría darme.
Encendí un “Covitas” para llamarme a la cordura. No habían pasado muchos años desde Nina. En una de las piezas de los altos, se dejaba oír el crujido de un somier metálico de resortes vencidos, maltratado por una pareja que tenía prisa. ¡Mierda! La mujer que aguardaba adentro era solo una puta, un saco caliente en el que depositar un chorro de semen por unos cuantos billetes. Yo venía preparado, incluso, a que no se me parara en ese primer encuentro con la carnalidad de pago, al fin de cuentas el ave es más mente que fisiología. Tenía más de los quinientos unitarios que me había cobrado la Jujeña por el polvo en billetes de cinco. Por mi propia tranquilidad, iba a utilizar el juego para ponerla en su lugar.
Regresé a la habitación, donde ella se había vestido y acababa de arropar al niño. Le ordené que se quitara la blusa. Cuando obedeció, eché los primeros cinco unitarios en el cajón del bebé. La Jujeña comprendió las reglas sin tardanza. Mientras se quitaba más prendas a cinco unitarios cada una, me di cuenta de que el juego la había decepcionado pese a su ganancia acumulativa, lo que a mí me iba produciendo una excitación creciente. Más tarde, la comedida de Jujuy se ganó un rollo de billetes desnudándome a mí. Cuando me sacó los calzoncillos, tenía un palo duro al punto del estallido, una maravilla de potencia que no había experimentado jamás. Derramé el último montón de billetes en cascada dentro del cajón de manzanas. La Jujeña lamió y mordió, apretó y chupó, hasta que la tiré de espaldas sobre la cama, y la monté, y la cabalgué y en alguna parte se verificó un violento desborde, un retorcijón de placer que me quitó el aliento, y que se esfumó rápido, muy rápido. Entonces, me volvió a llegar el olor a leche hervida del cuarto y me invadió una sensación de ridículo, de yo ahí, encima y aún dentro de una desconocida. Aumentaban la ridiculez de la escena mis ganas de pedir disculpas. Me vestí sin siquiera limpiarme y tiré sobre la cama cincuenta unitarios más. Después, todo fue no saber cómo largarme de ahí. Creo que le di vagamente las gracias, le estreché la mano y quizás hasta le prometí volver.
El taxi que me llevó a casa esa noche tomó por Decanato y tuvo que parar ante el semáforo de Barros y Croquevielle. Desde la ventanilla, eran visibles las parejas que se acomodaban en los bancos del parque o que buscaban un lugar más íntimo, de pie, entre los árboles. En la esquina, cerrando el parche de verde hecho de arbustos, las estatuas de Sierra y Pueyrredón, mancilladas por los tubos de escape y las palomas, miraban en mi dirección como agradecidas, tal vez satisfechas de haber servido para algo.
* * *
En “Johnny Guitar”, Sterling Hayden le pregunta a Joan Crawford cuántos hombres ha olvidado y la Crawford contesta tantos como las mujeres que tú recuerdas. ¿Qué hombre olvida a la primera mujer de su vida? , pregunto yo. ¿Y yo no voy a decir nada? No se trata de un dato suelto, y meramente sentimental, para llenar espacio. La primera mujer de mi vida –como debe ocurrir con todo hombre sano– tendría que haber sido mi madre. Como ella nunca me quiso, pasé a los brazos de Nina, varios años más tarde, de donde rematé, en un anillo que unía a las tres mujeres, frente al pubis esquivo de María Clara. Ya se verá lo que quiero decir. Para mí, hablar de María Clara es tener que hacer una pausa obligada para dar detalles de Nina. No tengo nada contra mi lector si quiere saltarse el episodio (la gente se lo hace a Proust y no me lo van a hacer a mí).
Provincia Uribe es sinónimo de dos cosas: población mayoritariamente negra (por eso que las buenas familias se refieren a ella, en otro de sus deplorables intentos de comicidad, como “Provincia Tiznada”) y desplazamiento constante de sus habitantes por el sur del país, menos por la capital. Si uno la ubica en el mapa, hasta el mismo territorio parece ser un perfil de gruesos labios que se estiran en un beso.
Esta población trashumante corresponde a los descendientes de los esclavos cuyo comercio se esforzaron en combatir los padres de la patria, Sierra y Pueyrredón. A fines de los cincuenta, el paso de “Lo que el viento se llevó” dejó, entre las parejas de las buenas familias, la moda de proyectarse en sociedad como Clark Gable y Vivien Leigh. Nunca la Provincia Uribe experimentó más demanda de mano de obra que en esos años. Todo el mundo andaba a la caza de sus “tiznados” para incluirlos en la servidumbre. Las buenas familias entrevistaban profusamente, contrataban y desahuciaban personal de raza negra sin indemnización, apenas lo consideraban necesario.
Durante los sesenta, cuando en Estados Unidos se llevaban a cabo las grandes marchas contra el racismo y se escuchaba el sueño de Martin Luther King, en las reuniones sociales de las buenas familias lo que era de buen tono era quejarse del servicio. Cualquiera que se declarara contento cometía un atentado contra la etiqueta de tales encuentros y enfrentaba un período mínimo de ostracismo. Con ejercicios de esta naturaleza, no escritos en ningún código, sin que se lo propusiera con maldad, la elite blanca confirmaba inconscientemente que dirigía el país con el beneplácito divino y se fortalecía moralmente en caso de que los “tiznados” empezaran a joder con sindicatos y pliegos de peticiones.
Los sirvientes despedidos rara vez encontraban trabajo en otros sitios y no les quedaba más que el retorno a Provincia Uribe, cabeza gacha. Los más aventureros, los que rechazaban volver en la derrota, levantaban cuatro tablas en los alrededores de la capital y trataban de mantenerse con el comercio de agujas y botones para las camisas. Las primeras heladas del otoño, sin embargo, bastaban para empezar a cobrar vidas con pulmonías que se declaraban en cuerpos azotados por la falta de comida y, a veces, por la tuberculosis. Hoy, por hoy, una vez que pasó aquella moda, la nueva moda es todo lo contrario: nadie emplea a ciudadanos negros en la capital.
Nina llegó a vivir a mi casa a pocas semanas de que naciera a la vida el “Fizdepután Ensemble”. Recuerdo apenas los nombres de mis compañeros del Saint-Ignace y estoy seguro de que ellos, después de lo ocurrido, quisieran mantenerse en el anonimato, habiéndose olvidado de mí. Nunca conseguimos tocar nada decente porque el baterista se creía Gene Kruppa, y el contrabajista hasta sonreía como Scott LaFaro, que había muerto pocos años antes. Uno no podía ser menos, así que me sentaba al piano como John Lewis y cada cual tocaba para su santo; destrozábamos todos los estándares, pero estábamos convencidos de que apenas grabáramos, los críticos comenzarían por reconocer nuestro aporte al jazz, más bien dicho, un aporte inédito al jazz.
Lo primero era rebautizar el conjunto: el ahora “Fizdepután Spontaneous Ensemble” pisaba el maravilloso terreno de la improvisación sin límites y, de paso, quedaba blindado contra toda crítica. Nos deshicimos sin alcanzar a tocar en ninguna parte, precisamente, por la llegada de Nina Simone a trabajar a casa. Al revés de la práctica de las buenas familias, que construían una especie de caballeriza al fondo de sus mansiones para alojar a la servidumbre negra, la Condesa del Zanjón instaló a Nina en un dormitorio del ático de la casona de Virreinato. Por las noches, desde mi cuarto, sentía sus pies pequeños subiendo por la escalera alfombrada y cualquiera habría podido detectar la misma elegancia en sus pasos que detectaba yo, en esos momentos en que hasta los peldaños de la escalera crujían con delicadeza. Nina estaba lejos de ser bella. Ojos demasiado grandes, algo exoftálmicos, que parecían competir con una nariz demasiado chata sobre labios abultadamente carnosos. Pero nada de esto importaba a la hora de verla desplazarse como cortando el aire con ese aspecto de gacela inocente, siempre alerta y a punto de iniciar la huida.
Si llegábamos a cruzarnos en algún punto de la casa (cosa que yo empecé a procurar que ocurriera de manera creciente) bajaba los ojos y se pasaba la lengua por los labios como si una onda de calor repentina se los estuviera secando. Al mismo tiempo, aparte de esa fricción que se producía en el vacío entre ambos cuerpos, yo me quedaba con una especie de intenso olor a limón que despedía su piel. El perfume me mareaba al punto de la parálisis. No objetaría si alguien me dijera que pasé horas, tirado en la cama, mirando el cielorraso. Sabía que estaba condenado. Con Nina había entrado, en mi refugio del mundo, el mundo entero como una invasión planificada o una inundación presentida e inevitable. Estaba obligado a hacer algo, sin saber qué o por qué.
Aparte de dormir dentro de la casa, Nina no tenía una función específica. De hecho, me di cuenta con el correr de los días, no cumplía función alguna en el hogar. La Condesa tuvo siempre un par de empleadas viejonas y serviciales que le limpiaban, cocinaban, lavaban y remendaban (no mucho de esto último porque eran labores que se hacían en casas de pobres). ¿Por qué estaba donde estaba? ¿A qué había venido desde tan lejos? Convertida en una gran interrogante, asomó un día los ojos a un ensayo en momentos en que Kruppa azotaba los tarros en uno de esos solos en que LaFaro y yo podríamos habernos ido a tomar un café o a jugar una partida de póker. Después de todo, LaFaro le daba a un contrabajo apagado, y yo también estaba un poco caro para John Lewis, franqueza obliga. Pero, en ese momento, no sé quién gritó el nombre pero fue el instante en que el trío de músicos adolescentes y sin destino compartió una epifanía: el azar, con un destello maravilloso, nos había puesto ante Nina Simone y habría sido un pecado de lesa humanidad dejar pasar la chance. Le pedimos, le suplicamos, terminamos ofreciéndole un dinero que rechazó, como si supiera que el par de villancicos populares en Provincia Uribe que iba a intentar, nos dejaría ver el desastre inevitable que nuestra fantasía juvenil se negaba a contemplar por encima de nuestros raídos sueños de gloria. La voz sonaba débil, destemplada e incapaz de seguir fielmente la línea melódica que le iba anticipando el oído. Después, todo fue sonrisas exculpatorias, cerrar la puerta y nosotros volver a I’ve got you under my skin y nuestros solos de músico autista. ¿Good-bye, Nina? Sí, pero no. Nina Simone podrá haber muerto ahí mismo como cantante, pero siguió más viva que nunca en mí, de una manera que solo me pude explicar con los años y algunos libros. Si hubiera cantado como dicen que cantan los ángeles, se habría transformado en otra de esas perfecciones deleznables que pasan por la vida de un mortal común y corriente, como uno de esos cometas intrascendentes a los que se adora y se teme, hasta que se pierden en la negrura espacial y, después, nadie recuerda. Nina no tenía por qué acomodarse a nuestras fantasías desmedidas. Era ella misma su propio sueño. Esa fue la razón que me obligó a perseguirla, venciendo el miedo a ese vacío que separa a un cuerpo de otro y que, para un adolescente, se convierte en una distancia sideral, ya que hablamos de espacio y de cometas.
Una noche me armé de valor y llegué hasta la puerta de su dormitorio. No golpeé porque me sentí maniatado por una súbita amnesia: ¿a que había ido hasta allí? ¿Yo? La hoja de madera cerrada sin llave, apenas junta, se abrió lentamente, como si alguien al otro lado hubiera calculado de antemano el efecto y este conviniera a sus propósitos. Entré a la habitación con la respiración contenida, temiendo que se encendiera la luz de pronto y encontrara, frente a mí, los ojos azules llenos de reproche de Juanita Allagani. Pero la Condesa dormía, feliz y a solas, al fondo del corredor. Contra toda expectativa, un cuerpo salió de entre la oscuridad y se me apegó a la espalda sin vacilaciones, como si pudiera reiterar una antigua costumbre sin la menor sombra de duda. El aliento de Nina me mordisqueó la oreja: me había estado esperando todas esas noches, qué me había retenido. No necesito hacer ningún esfuerzo para recordar nada porque la escena nunca me ha abandonado. Seguro que yo, en ese momento estaba en mi propio cuarto, soñando que la empujaba con una torpeza mayúscula encima de la cama y que, con torpeza mayor, si fuera posible, casi como un derrumbe, le caía encima y la penetraba con una violencia esperada, poseedor del único sentimiento vivo en todo el universo: el temor de que ese pubis se encabritara y me desalojara de esa tibieza inaudita que se me ofrecía venida desde el fondo de los tiempos, que me estaba arrebatando el aire de los pulmones hasta dejarme tendido a su lado, cuando es imposible no cerrar los ojos.
Si la paz puede ser espantosa, ese era el tipo de paz que me envolvía: una especie de beatitud transida por el miedo. Temía abrir los ojos y encontrarme en mi cama, tal como me despertaba a veces con todo el pubis embadurnado tras la descarga seminal. No sabía cómo ni dónde instalar esos minutos dentro de mí. El cambio había sido demasiado violento, inesperado, y era como si pudiera entrever mi antigua piel tirada en la oscuridad, a los pies de la cama. Me había despojado de una carga cuyo peso había ignorado todo ese tiempo y la mujer que me había liberado yacía junto a mí, jugueteando con sus dedos entre mis cabellos, invitándome al sueño de una muerte deseada, de la que sí se puede volver.
La extrañeza de todo continuó con el desayuno, a la mañana siguiente. Si bien es cierto, Nina se sentaba a la mesa con nosotros en un privilegio inexplicable, nunca hacía preguntas, esperaba a que le hablaran para hablar y siempre respondía de la manera más breve posible, generalmente con respetuosos monosílabos a los que agregaba “señora”. Esta vez, fui testigo de una conversación increíblemente fluida entre ella y Juanita. Hablaron de animales autóctonos de Provincia Uribe, de las doce maneras de preparar el pastel de choclo y de los sitios ocultos donde se da bien la morebia en el verano. Yo fingía en la mesa una normalidad tan absoluta que si me hubiera podido ver desde fuera, habría sospechado de mí mismo. Me había pasado la noche entera jugueteando con el cuerpo desnudo de Nina, penetrándola por segundos, lamiéndole los pechos o recorriéndole interminablemente la curva de la espalda. Caía dormido por lo que debían ser minutos y me despertaba de nuevo a la delicia de ese ser misterioso que parecía existir solo para mi disfrute y mi contento. Nina y yo, al pasarnos el azúcar o la mermelada, intercambiábamos señales y gestos crípticos que solo debían tener sentido para nosotros dos. Mi primera amante me había dejado dueño de su cuerpo, un cuerpo en el que el mío podía extenderse como si le correspondiera mayor espacio en el mundo que al resto del planeta. Algo como una cadena, enhorabuena, se había roto y ya no pesaba más.
Me pasé el día entero en clases sin poder concentrarme en nada que no fuera el recuerdo de la noche anterior, y con el pitido de la tetera esa que escucho a lo lejos cada vez que me altero el sistema nervioso por falta de sueño. En los días que siguieron, no fallé una sola noche. Me atacaban, naturalmente, las erecciones diurnas inoportunas, pero eso que ya me ataba a Nina me impedía la solución unilateral. Si llegábamos a cruzarnos en esas horas en los pasillos o en el antejardín comerciábamos en guiños de ojo y agarrones sorpresivos, mordiscos surtidos y chupones al cogote.
Roto para siempre el aislamiento adolescente, no es de extrañar que sintiera ganas de alardear, de contar lo que hacía de noche, en corrillos donde todos fumábamos “Covitas” sin filtro y bebíamos Mordak. Me sentía, secretamente, rey frente a mis compañeros. Sus aventuras eróticas eran imaginarias, provenían de una entrada furtiva a algún cine de barrio donde pasaban un porno fraudulentamente ingenuo o de las temibles revistillas impresas a mimeógrafo que vendía un tipo gordo a la entrada del colegio, y que lo obligaban a uno a lavarse algo más que las manos después de la lectura. Mi transformación se dejó sentir, incluso, en los ensayos del “Fizdepután”, donde Kruppa y LaFaro empezaron a quejarse de que mis extendidos sondeos melódicos les estaban coartando sus “exploraciones rítmicas”.
La fantasía desorbitada de esa masita indefinida que seguía siendo, pese a Nina, me condujo a ver niños de ojos azules y piel morena corriendo por los jardines de Virreinato. ¿Sería amor eso que yo sentía por Nina antes de que se supiera todo? Sea lo que fuere, la realidad entró a saco con su desencanto, un día sábado, tras el desayuno conversado. La Condesa se disponía a conducir hasta Provincia Vilas, donde quería ir personalmente a hacer una oferta por un fundo. No podía entender que me ordenara subir al Oldsmobile sin darme una razón válida. Y había partido en dirección contraria a la carretera de Cachencho, que es la que lleva al sur. La Condesa Allagani conducía en silencio, sin anticipar nada de lo que vendría y yo presentía que no debía preguntar nada. Tras una curva que nos dejó muy cerca de los primeros cerros del contrafuerte cordillerano, comenzaron a ralear cada vez más las casas, hasta que llegamos a un poblado en el que se podían escuchar las gallinas y los balidos lejanos de las ovejas, donde destacaba un edificio de madera, con un campanario en silencio, iluminado por el sol. Juanita apuntó con el dedo y, con una voz que anticipaba un catálogo de tormentos si su voluntad quedaba incumplida, me informó que había un sacerdote esperándome en el confesionario.
–Entras y le dices que has pecado reiteradamente contra el sexto mandamiento.
De una manera extraña, había comenzado a hacer frío; soplaba el viento del polo, alguien me había dejado caer una cubeta de agua helada en la cabeza afiebrada. Nadie más que Nina y yo podíamos saber lo que estaba ocurriendo entre nosotros. Imposible que ella hubiera abierto la boca, por mucho que la Condesa hubiera superado sus complejos racistas, como yo creía, seguía siendo la patrona. Por otra parte, yo ponía un cuidado extremo en no hacer escándalo cada vez que estábamos desnudos en la cama, todo con el objetivo de proteger a Nina. Desde detrás del volante del Oldsmobile me llegó el latigazo que extirpaba de raíz un capítulo imposiblemente intenso de mi corta vida. Y, en el vacío dejado, resonaba una carcajada cruel
–No quiero mariconcitos en la familia.
Alguien me había quitado el suelo de debajo de los pies. El mismo alguien se había chupado todo el aire de la atmósfera y esa era la razón de mi mareo y del dolor del pecho que me obligó a dejarme caer en un banco de madera, al lado de un rosal plantado en la calle. En las cercanías, algún animal habría caído muerto o estaría a punto de morir, si no, los gallinazos no habrían estado revoloteando en las alturas como aerolitos erráticos, indecisos. La juventud es un espanto: todo sentimiento se exacerba en una época en que no estamos preparados para vivir tan intensamente; tarde o temprano nuestro mundo juvenil cae aplastado por el mundo adulto y su lógica probada, por su pragmatismo asfixiante. Juanita, temerosa de que la falta de padre me llevara al afeminamiento, se había asegurado de que la honra de la familia se mantuviera incólume con la participación de una forastera de raza negra. Todo había sido una maniobra cuidadosamente planificada, prefería hacerme perder la virginidad pero evitar que perdiera el cielo. Ya no habría niños de ojos azules y piel morena corriendo por los jardines de Virreinato. La posibilidad nunca existió, porque esa mujer que se alejaba cuesta abajo en el Oldsmobile color guinda seca se había encargado de que nunca existiera, incluso al precio de revelármelo todo.
Le di la espalda a la iglesia y volví a casa a pie, escupiendo bilis y pateando piedras hasta hacerme heridas. El dolor creciente en los pies contribuyó a distraerme del dolor del alma. Nina me había prometido un fin de semana “deliciosamente inmundo”; después de que yo acortara a una hora el ensayo del “Fizdepután”, andaríamos desnudos por toda la casa, haríamos el amor hasta el cansancio, en la sala, en la tina de baño, en la cocina y competiríamos en hacer ruido estando el uno en los brazos del otro y, entonces, después de haber dormido unas horas, podíamos pedir comida a domicilio de algún restorán italiano. Pero la vida había impuesto el sabor que no me abandonaría jamás: el sabor de la estafa, del ludibrio.
A pesar de la libertad absoluta que decíamos concedernos, el último ensayo del ensemble fue un desastre. A nadie podía importarle que algo como mi intencionado desafinamiento sonara demasiado desafinado como para engañarnos con un mínimo valor musical. No necesito decir que eran otras cosas las que me roían el alma. ¿Quién era ella? Debí sospechar que algo estaba fuera de lugar cuando aceptó envolverse en el nombre artístico que le dimos. Era como si yo mismo le hubiera proporcionado el alias bajo el cual podía despistar a medio mundo después de cometido el crimen. ¿En qué términos se había enganchado en la conspiración con la Condesa del Zanjón? Nada más tenía importancia para mí, excepto la explicación que aguardaba al fondo del pasillo, donde Nina, ignorante de que se había venido abajo el decorado, acababa de cerrar la puerta con la probable intención de dormir una siesta. La decisión que tomé, entonces, tampoco se me habría de olvidar: quien quisiera manipular mi vida, me iba a pagar un precio por el atrevimiento. De modo que apenas terminamos de destripar lastimosamente “All the things you are”, dejamos todo tirado y Kruppa y LaFaro aceptaron seguirme hasta el fondo del corredor, sin entender muy bien qué estaba pasando. Que en la vida nada es lo que parece ser, es algo que se tiene que descubrir por uno mismo. No hay padre ni maestro que pueda anticipar el aturdimiento, ni el dolor, ni mucho menos impedirlos, así que no sacaba nada con explicarles a ambos lo que estaba por suceder.
Como un anticipo de las delicias del fin de semana, Nina había decidido abrirme la puerta en calzones y con las tetas al aire. Esta vez le correspondía a ella el turno del aturdimiento mencionado, que le congeló la sonrisa al ver a los otros dos y que me permitió poner la mano antes de que ella intentara cerrar la puerta de un solo envión. Sin embargo, en cuanto a desencanto, el suyo tenía una ventaja en comparación con el mío: los ojos de Nina leyeron en mis ojos todo lo que había ocurrido, en la mañana, frente a la iglesia.
–Te traigo a estos dos colegas para que los descartuches. A ver si así empiezan a tocar como la gente.
Nina entendió la inutilidad de fingir; cualquier intento de excusa lo único que haría sería empeorar las cosas. Ahora que nadie podía reclamar inocencia, no quedaba más por hacer que poner las cartas boca arriba.
–La señora solo me paga por usted. Le habrá dicho…
Había pasado a tratarme de usted para instalar entre nosotros la verdadera naturaleza de nuestra relación: simplemente, negocios. ¿Quién era ella? ¿Quién había sido ella, verdaderamente, en esos momentos en que nos estremecíamos de placer, casi derretidos el uno en el otro? Con la formalidad, ella quería decirme que todo era un trato comercial, usted me entiende, y yo cómo le explicaba a ella mi enorme pena, que iba creciendo en la misma medida en que disminuía mi ira, frente a ella y la mujer que, con su dinero y su poder, le había alquilado el cuerpo para hacer totalmente infeliz a su hijo. El descenso de la ira me hizo desistir de romperle la jeta de una bofetada, pero, ya que mi madre había pagado, por qué no empujar a Kruppa al interior del cuarto y obligarlo a agarrar ese par de tetas, pendejo pajero, aunque el pobre se resista, no es para menos, en medio de tanta confusión y la irrupción de lo inesperado, en una tarde de sábado que lo único que ofrece es el aporreo de unos tarros, pero mira bien, ahora que acabo de arrancarle los calzones a esta tiznada de mierda, aprovecha de tocar y si eres hombre, maricón, se lo metes ahora mismo. LaFaro entendió que el próximo turno era el suyo y alcanzó a escabullírseme por el corredor antes de que le pudiera echar mano. Volví al dormitorio, acezando. Kruppa, con la vista clavada en el piso, no hacía más que tiritar, como si hubiera perdido la respiración y el cuerpo tratara de recuperarla con esa serie de temblores espasmódicos. No sé cuánto tiempo estuvimos los tres sin movernos, sin mirarnos. La puerta de calle, allá abajo, acababa de cerrarse y, segundos después, LaFaro atravesaba el antejardín con pasos torpes, doblado bajo el peso del contrabajo que cargaba apenas, rumbo al portón de barrotes de la entrada.
La noche transcurrió lenta y a saltos en mi cuarto. Cerca de la madrugada, había reunido suficiente valor como para acercarme al dormitorio de Nina y para pensar que todo era una equivocación monstruosa, en que nada de lo ocurrido era cierto. Quería que me mintiera, que inventara alguna historia insostenible, con tal de que me dejara volver a dormirme en sus brazos. La puerta estaba entreabierta; la cama, vacía, con el edredón con flores pulcramente estirado y los almohadones instalados en la cabecera como si ahí nunca hubiera dormido nadie. Nina había dejado la ventana abierta, en un intento de borrar cualquier rastro de su presencia. No necesité abrir los cajones de la cómoda para saber que estaban vacíos. Me lancé de bruces sobre el edredón y dejé que mi desesperación se abrazara a los restos de su fantasma antes de que terminara por llevárselos el aire puro que entraba por la ventana abierta. Y, sí, cómo no, lloré. Lloré como nunca antes lo había hecho. No sé si lloré por ella, por mí, o, simplemente, porque tenía unas ganas difusas de llorar. Tal vez lloraba de miedo: había descubierto lo que era despertarse a una pesadilla. Tercera vez (sí, tercera) que me juraba que mi madre me las tenía que pagar.
* * *
Casi me parece imposible que mi lector quiera seguir el hilo de la narración después del largo episodio de Nina Simone, pero, como fuere, creo que se entiende por qué tenía que hablar de ella. Agradecido de su paciencia, no necesito explicarle que entre María Clara y yo no se verificó jamás ese período melifluo e imbécil del deslumbramiento inicial y perecedero, la estafa a dos carriles que los cretinos confunden con el amor. En esto no hay nada de misterioso. Lo que tengo que explicar ahora es que la mujer con quien termine casándome iba a ser el medio y el vehículo de la venganza contra mi madre. María Clara era la niña de los ojos de Abel y Amandina Fornazzari y todos, con su Agnus Dei y sus Familias Seguidoras del Divino Verbo, formaban parte del escenario y el decorado de la Condesa del Zanjón. Le iba a caer a la niñita de los Fornazzari, la iba a enamorar y, cuando todo estuviera listo para la boda, la abandonaría con cualquier pretexto para dejar a mi madre con el molde hecho y la tarea de dar explicaciones. Esto, cuando ya habían pasado varios años de lo de Nina, pero la venganza es un plato que sabe mejor frío.
Todo partió con una presentación sin mayor pompa en una de esas repetitivas fiestas veraniegas de alguna de las buenas familias, donde los asistentes, la comida, los tragos, la música y los malos chistes son siempre los mismos. María Clara me mira a los ojos y todo se transforma en un dulce apretón del escroto. El resto es lo que he estado tratando de contar aquí: ignorante de mis propósitos, Eme Ce, con su negativa a ceder ante el llamado de la selva, consiguió enfermarme, obsesionarme, hasta llegar a la bajeza de aceptar una boda por la iGlesia con tal de que se me abriera de piernas. Pero, ¿y el futuro?- preguntará mi lector. Le respondo con la claridad del maestro Desmoulins: no existe. On s’engage et puis l’on voit, al decir de Napoleón.
Punta del Este, en los escasos días que llevábamos allí, se había convertido casi en sinónimo de odio a mí mismo (pido perdón al pequeño y noble pueblo uruguayo). Abandonado, quizás agradecido, me obligué a comer un bife de ternera con verduras de temporada, bañado con mi adorado vino chileno. Quería beber en algún bar frente a la playa a oscuras hasta caer rendido y amanecer en una ciudad amable, ojalá lejos de todo lo que ahora me estaba empezando a resultar insoportable, empezando por María Clara, la angustia misma. Recorrí el barrio de los restoranes en su busca, por una obligación malentendida o curiosidad malsana. Hice un par de detenciones para un bajativo y caminé sin propósito y sin medida de tiempo por una calle angosta, de aceras limpias y desprovistas de árboles, donde los niños, a esa hora, aún correteaban detrás de un balón. En un momento dado, la cinta de cemento cedió su lugar bruscamente a una explanada de arenilla, donde el cielo se había hecho más estrellado por la falta de faroles. El camino llegaba hasta un promontorio desde donde se podía ver cómo el mar rompía contra las rocas en un asalto de la espuma. Descendí unos metros y me dejé mojar por la llovizna salina que se esponjaba en el aire como un blanco animal marino tras el choque del agua.
A alguien como yo, más bien dado a la contemplación que a la acción, a quien se le dan las cosas así, sin remedio, lo único que le puede pasar es que se le desnorte la brújula a poco andar. La cordura se declaraba impotente para justificar mi presencia en ese lugar, a esa hora, a menos que estuviera viviendo el extravío de los poetas, lo que –muy a mi pesar– no era el caso. Aplasté el enésimo cigarrillo en la arena y me dispuse a reiniciar el regreso. En el promontorio que volvía a tener frente a mí, ahora en alto, se recortaba una figura de mujer. Mientras ascendía hacia ella pensaba si lo mejor era exigir explicaciones o, simplemente, seguir de largo hacia el hotel, como si nada le hubiera pasado nunca a nadie. La silueta dio unos pasos en mi dirección y, cuando estuvo cerca, se recostó contra la roca. Decidí detenerme a su lado y explorarle el semblante en silencio hasta obligarla a una disculpa. La cara alargada, casi equina, estaba circundada por un cabello negro que le enfatizaba el contorno. La luz de la luna fue suficiente para iluminar un rostro que solo vería a medias y que no era el de María Clara. La voz sonó inspirada en una historia de tabaco negro y aguardiente cuando me propuso el precio. No tuve necesidad de contestar, porque la mujer ya se había puesto de rodillas y me desamarraba el cinturón para facilitarse una labor que no le dejaría más recompensa que el equivalente a veinte dólares y la posibilidad de desocuparse rápido porque la situación total, la excitación mil veces acumulada y mil veces frustrada, mi pánico a quedarme impotente, me exigían esa descarga largamente adeudada, violentamente precoz, tras la que quedó uno que otro croar de ranas a la distancia y el rumor del mar en el fondo.
Me despertó el ruido de la fricción metálica en la cerradura. María Clara se había hecho acompañar por el conserje porque la única copia de la llave la tenía yo. Cerró la puerta tras de sí y se quedó en silencio, como cediéndome la iniciativa. Noli me tangere, le dije con la mirada. Mi problema era María Clara: no debía dejar que me tocara ni de lejos. Ella algo vio, notó un mosaico fuera de lugar que no convenía al diseño del escenario donde ella había decidido vomitarme la ultimísima, gran verdad:
–Mijito, llame a mis padres y cuénteles: me acaban de culear por todos los agujeros habidos y por haber.
El ludibrio estéril ni siquiera me motivó a hacerle una alusión al dolor que sentiría Serafín. Ni un científico, ni siquiera un gélido matemático, podrían estar tan separados de lo que observan como lo estaba yo del súcubo que huele a ron y que sonríe con una sonrisa de idiota antes de que le apague la luz.
* * *
Repito: ya para entonces habían empezado a aparecer los artistas de los que mi madre siempre quiso rodearse. Primero, fue uno el invitado a un simple café; luego ese uno trajo a otro para una taza de café con galletas y un par de Mordaks para el estribo. Al poco tiempo, la Condesa del Zanjón, que se inspiraba en las películas de “Sissy”, con Rommy Schneider, y que de seguro soñaba con un salón en Viena o París, contaba con la concurrencia de una decena de soi-disant artistas que, cada quince días, se dejaban caer a la mansión de Virreinato a tomar y comer gratis. Juanita se había mandado a hacer tarjetas de invitación y todo.
He escrito “para entonces” y mi eventual y alerta lector se estará preguntando de qué “para entonces” se trata. Me refiero al día en que el señor Desmoulins me salvó de la Inquisición. Yo mismo debía entregarle a padre una comunicación de Pantrucca en la que se solicitaba su presencia “para discutir materias profundamente preocupantes que atañen a la conducta de su pupilo”. Camino a casa, barajé las posibles reacciones de Hernán Floris ante la citación. Lo concreto es que no diría nada después de la lectura. Al día siguiente, podría bajar la cabeza humildemente ante los inquisidores y solicitarme una cuenta de los hechos delante de los jueces para determinar su castigo y satisfacer a la jauría. Bien podría ser también que llevara a cabo una segunda versión de la defensa del profesor Desmoulins, motivado por el profundo orgullo de un hijo que ya comienza a pensar por su cuenta y porque quién le va a decir nada a uno de los fundadores del Agnus Dei.
No ocurrió ni una cosa ni la otra. Padre, simplemente, no pudo reaccionar. El comandante de la compañía de bomberos, esa tarde, ante una Juanita paralizada en un sillón, con una taza de té, daba cuenta de que sus hombres habían tenido que maniobrar una buena hora para rescatar el cuerpo de Hernán Floris de Amengual del Zanjón de Perquebenes, por donde había ido flotando hasta quedar atrapado en la represa del Palomar. Esa misma noche, llegó la policía hasta la casa a entrevistarnos a todos sobre las últimas horas de mi padre. A cualquiera se le ocurre que, frente a una muerte inexplicada como la de Hernán Floris, no había más que tres posibilidades: papá se había caído por accidente al Perquebenes, en cuyo caso había que establecer claramente el motivo que podría haberlo llevado hasta un sitio en el que no tenía razón para estar. Segundo: si se trataba de un suicidio, era necesario rastrear los móviles, incluyendo el porqué del método. La tercera posibilidad, la policía fue demasiado tímida para mencionarla, pero tiene que haber estado en su radar: a mi padre lo habían empujado al agua. Lo que nadie dijo –y solo yo sé– es que a mi padre lo mató una sed de amor jamás saciada.
Eso. Lo otro que pasó fue que el mismo coche de la policía nos llevó a Juanita y a mí a reconocer el cadáver. Tapado con un cobertor de nilón azul celeste, el cuerpo de Hernán Floris parecía más largo, como si la muerte lo hubiera hecho crecer algunos centímetros al liberarlo del peso de andar arrastrando un cuerpo infeliz por la vida. Quizás mi dolor frente a esa carne inútil lo haya visto así. El forense levantó el cobertor. A mi Hernán Floris, la muerte no había conseguido arrebatarle su belleza. El cabello gris, algo ensortijado y ya raleando, establecía el marco perfecto para una frente amplia surcada por dos enormes pliegues, el sello natural de un hombre que dejaba que el alma pensara por él. Las cejas, breves y bien definidas, se enarcaban sobre los ojos azules ya clausurados para siempre por los párpados quietos. No parecía haber sufrido. Definitivamente, daba la impresión de que había entrado en la muerte dulcemente, quizás con los ojos bien abiertos. Juanita dio un respingo y se llevó la mano a la cara. De reojo, busqué en su rostro la satisfacción de quien comprueba que la misión está cumplida. El leve temblor de sus mejillas, los ojos imposiblemente abiertos me indicaron a las claras que no: Juanita no lo había matado ni tampoco había ordenado su muerte.
Si alguna vez hubo una carta firmada por mi padre donde explicaba las razones de su suicidio, esta no apareció. No faltaron los rumores de que altos dignatarios del Agnus Dei hicieron desaparecer la misiva y borraron todos los rastros de su existencia, presionando y sobornando a amigos y empleados de mi padre para que el suicida pudiera tener el funeral que tuvo en San Judas Tadeo. La policía determinó que se trató de una muerte accidental, después de entrevistar a parientes, amigos y empleados de Hernán Floris. Yo estaba demasiado sumido en sacar mis propias cuentas. Lo único que un muerto se puede llevar a la cita con el polvo es su propio cuerpo. Mi padre dejaba tras sí las canciones que me enseñó en la infancia, mi gusto por aprender y una cierta desazón en el alma, una comezón indefinida que nos había hermanado y que me costaba describir con palabras.
Juanita no había matado a mi Hernán Floris, pero si este se había suicidado era por su culpa. Si no se había suicidado, quizás había andado calculando la idea en el Perquebenes y se había caído accidentalmente al caudal. Entre el suicidio y el accidente solo mediaba la postergación del primero por un corto lapso. De manera que el tiempo tampoco absolvía a Juanita. Solo la infelicidad lo había llevado hasta ese lugar. Si mi padre había muerto accidentalmente, la culpable era mi madre.
El primer muerto de mi vida estaba bajo tierra. Lo seguiría llorando. Intentaría vengarlo. Esto era lo que no quería ver con claridad.
* * *
El barrio Jefferson es un área donde conviven los matarifes, los vendedores de fruta, los carteristas, los cargadores y los mecánicos que laboran a cualquier hora del día en talleres construidos sobre adoquines manchados por el aceite de motor. Las tiendas de ropa de baja calidad, las zapaterías de saldos y calzado de segunda selección, las antihigiénicas dulcerías y las boticas de yerbas, todo se nutre de la energía que circula alrededor del matadero municipal, incluyendo la competencia que llevan a cabo los ciegos, con lastimeras rancheras mexicanas y el tintineo de los jarritos enlozados donde reciben la limosna. En calles donde flota el olor del pescado y la harina tostada, junto a los pintores de letreros –que solo saben hacer letra gótica– están los boliches de tatuajes. Incluso aquí, donde la vida cuesta tres pitos, por unos pocos unitarios, corpulentos cargadores de camiones del matadero se hacen inscribir en los gruesos antebrazos corazones en tinta azul con la leyenda “amor de madre, abismo sin medida”. Otros, motivados por el funeral reciente, inscriben en un corazón igualmente cianótico la esperanza de un reencuentro: “Hasta pronto, mamacita. Tu hijo”. En las cocinerías de Jefferson o en los alrededores de las grandes bodegas de frutos del país del barrio de Ubilla Sastre, no es infrecuente escuchar a trovadores populares que aluden a la madre muerta con el verso: “hoy he perdido en el mundo la joya de más valor”. Yo, hombre delicado, lector de libros interminables y aburridos, declamador solitario de versos que apresaron la belleza eterna del drama de estar vivos, estupefacto contemplador de ríos al óleo que se van derritiendo en el océano de color del allegretto de la séptima de Beethoven, tengo menos que el asaltante que, mientras se dobla para poner el botín de la noche anterior sobre la vereda del barrio Jefferson, traiciona un escapulario con la foto de la mujer que lo echó al mundo a contribuir, con su propia vida de desgraciado, a la desgracia del resto de los desprevenidos. Sé que resultará increíble, pero lo único que me ataba a mi madre –aparte de los deseos de venganza que iban y venían, según las circunstancias– era un par de chistes que terminaron por no hacerme reír: “Madre hay una sola. /¡Uy! Y me tenía que tocar a mí”. El otro es una variante del anterior: “¡Y hay que ver que dura!”.
En lo que a mí respecta, el dolor de mi padre muerto era muchísimo más simple de entender que la animadversión mutua que sentíamos mi madre y yo. Hernán Floris había sido lo que todo hombre está llamado a ser: un productor y un sustento de la reproducción. Toda mujer representa un misterio en la medida en que es un animal capaz de abrirnos las puertas de la existencia. Eso nos duele terriblemente a los machos, que inventamos religiones en las que nos proyectamos como los concesionarios exclusivos del poder de cambiar la estructura molecular del trigo molido y transformarlo en el cuerpo de un dIos, que nos fagocitamos semanalmente, de preferencia el día domingo. Pero Juanita era doblemente misteriosa, porque después de levantarme la cortina para hacerme pasar a la vida, se desentendió de mí. En ninguna parte está escrito que una madre tiene que amar a un hijo, pero ¿significa eso que tenía que detestarme?
Las dos hojas inacabadas con que me había topado no me guardaban ningún tipo de contemplaciones. El hallazgo de las esquelas a medio terminar me inspiró una hipótesis tan inmediata como inevitable: Juanita había estado a punto de ser sorprendida en mitad de su canallesca labor. El otro cabo suelto era la identidad del destinatario de la carta inconclusa. ¿Quién podía estar absolutamente al corriente de los sentimientos de mi madre hacia mí? No había piedad para el hijo; ni para ella misma, porque todos los defectos que acusaba en mí delataban en ella la desidia o el abandono de que me hacía objeto. El olvido temprano de estas líneas habría sido una inesperada bendición, pero, en este caso, mi memoria decidió jugar el papel de torturadora y, así, puedo citar casi verbatim:
“No es una persona malvada. No es que le falte madurez ni educación. Le sobra todo aquello que podría transformarlo en un dechado, en una especie de faro para quienes lo rodeamos. Es mi hijo, sé que hay pocos mejores que él y, no obstante, estoy lejos de enorgullecerme de él. Es irritante, insoportable, en su saber, en el vocabulario pedantesco con el que azota al resto. Mis amigos artistas le temen. Vivir con él es la tarea más ingrata, porque todas sus buenas cualidades quedan opacadas por esta inteligencia execrable de la que hace ostentación cada vez que puede.
Nada suyo le es de utilidad al mundo por la furia con que exhibe su querer saber más que nadie, su afán de encontrar errores en todas partes, menos en sus propias posiciones, su inaudito esfuerzo por querer enterarse de todo.
Lo único que consigue es amargar a quienes lo conocen. A nadie le gusta ser educado a la fuerza, mucho menos por el insignificante individuo que todavía es, sobre todo cuando adopta ese aire de suficiencia para proclamar algo, sin siquiera sospechar la posibilidad de contradicción. Impide que otros sigan su camino de la misma manera en que él sigue el propio. Se cree una enciclopedia parlante y aparecería como un ser ridículo si no fuera la mierdilla irritante que es”.
Hasta este punto se trataba solo de la confesión de parte que me relevaba a mí de presentar pruebas: Juanita Allagani nunca me quiso y aquí no hay escándalo. Declaro: en ninguna parte está escrito que una madre debe querer a un hijo ni viceversa. Lo que me situó en pie de guerra con ella venía en los párrafos que quedaban interrumpidos por sea lo que fuere que interrumpió a mi madre en ese momento y que la hizo esconder el par de esquelas dentro de aquel libro.
“No culpo a Hernán Floris de manera indiscriminada, pero él fue responsable de gran parte de lo que me aqueja con nuestro hijo, entre otras cosas, por su permisividad apenas el pequeño monstruo dio señas de desviarse del camino de Dios y, qué duda cabe, por mantener el regalo constante de un torrente de libros que lo único que hicieron fue incentivar su pedantería y su desprecio por el prójimo. No creo equivocarme si digo que esperaba ver en el hijo lo que él no alcanzó a ser. En eso estaría empeñado cuando lo sorprendió la muerte”.
Acepté lo del calificativo de “monstruo” sin chistar, se diría que hasta con agrado. La pedantería y el desprecio por el prójimo resultaron proféticos en la carta robada. Lo que me resultaba inquietante era que la “Condesa del Zanjón” reconociera en Hernán Floris un destino frustrado del que podía hacerme cargo yo.