Al hablar del condicionamiento social de las creencias no podemos menos de referirnos a Marx; tenemos que recordar de nuevo uno de los textos más citados, el pasaje del “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la economía política:
En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta una superestructura política y jurídica y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general.1
El principio del condicionamiento de la superestructura por la base económica no expresa una teoría acabada; para ello faltaría definir con precisión los términos usados y establecer las relaciones de causalidad entre los distintos factores que se mencionan. Se limita a enunciar los conceptos generales que podrían constituir el marco de una teoría explicativa por elaborar. Por otra parte, el principio no se presenta como la generalización de casos particulares; no es el resultado de un estudio histórico de distintas formaciones sociales en las que se mostrara cómo, de hecho, diferentes modos de producción permiten explicar sus superestructuras. Se ofrece, más bien, como una conjetura teórica, como una hipótesis regulativa de la investigación, o —en palabras del propio Marx— como un “hilo conductor” (Leitfaden) de sus estudios.
Que ese principio no constituía una teoría explicativa acabada lo vio bien Engels; en varias cartas, escritas entre los años 1890 y 1893, señaló sus insuficiencias. “Teníamos que subrayar, frente a los adversarios que lo negaban, ese principio capital (Hauptprinzip), y no siempre había el tiempo, el lugar y la ocasión para dar la debida importancia a los demás momentos que intervienen en las acciones y reacciones.”2 La falla la situó Engels en dos puntos. En primer lugar, faltaba determinar el proceso por el cual se producían las ideas a partir de la “base”. En una conocida carta a Franz Mehring escribía:
Todos hemos hecho hincapié —y teníamos que hacerlo— en la derivación (Ableitung) de las representaciones políticas, jurídicas y otras ideológicas, así como de las acciones que ellas hacen posibles, a partir de los hechos económicos básicos. Con ello descuidamos el aspecto formal por el contenido: descuidamos la forma y manera como se originan esas representaciones.3
¿En qué forma se condicionan las creencias (“representaciones”) por las situaciones económicas y sociales? ¿Cuáles son los eslabones intermedios que permitirían derivar un hecho del otro?
En segundo lugar, las creencias están condicionadas también por otros factores que no forman parte de la base económica: la historia específica de la disciplina a que pertenecen esas creencias, la influencia de otros dominios culturales, factores políticos, institucionales, etc. La relación causal entre base y superestructura no es lineal; existe también una acción de las creencias sobre otras creencias y sobre la base material. “Si bien el modo de existencia material es el primum agens, esto no excluye que el dominio ideal ejerza sobre ella un efecto reactivo, aunque secundario.”4 ¿Cuál sería entonces el tipo de condicionamiento entre la base y la esfera de las ideas? No podríamos considerar la base material como la única causa necesaria y suficiente de un conjunto de creencias. Si así fuera, habría que aceptar que a determinadas relaciones de producción correspondería con necesidad determinada ideología; pero entonces deberíamos poder subsumir todos los casos particulares, sin excepción posible, dentro de leyes generales que enunciaran una correspondencia entre tipos de relaciones de producción y tipos de creencias. Esta interpretación es demasiado fuerte. No podemos establecer esas leyes generales necesarias porque, en cada caso concreto, tenemos que admitir otras condiciones iniciales, variables, que explican las creencias de ese caso. Por el contrario, si el factor económico se considerara como una condición inicial del mismo valor explicativo que las demás, la interpretación sería demasiado débil; el principio enunciado por Marx tendría que descartarse, puesto que las relaciones de producción ya no serían la causa que explicara la superestructura, sino un factor del mismo valor que otros.
Frente a una y otra interpretación, la salida de Engels es de todos conocida: el factor económico no es una causa única, pero sí “de última instancia”:
Según la concepción materialista de la historia, el factor determinante en última instancia de la historia es la producción y reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nada más. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convierte aquella proposición en una frase absurda, abstracta, que nada dice.5
Pero, ¿qué quiere decir que una condición inicial sea la condición “en última instancia” frente a las otras? Sólo puede significar que, mientras las otras condiciones no pueden determinar el efecto sin acompañarse de la condición predominante, ésta puede determinar el efecto acompañada por esas condiciones o por otras alternativas. Podríamos expresar lo mismo con otras palabras: mientras las otras condiciones determinan el efecto pero no la condición predominante (“en última instancia”), ésta determina tanto las otras condiciones como el efecto. En términos de Max Weber, sería una condición “adecuada” frente a otras “accidentales”; aunque —notemos— ninguna por sí sola es “suficiente”.6 En suma, la base económica es condición necesaria de un conjunto determinado de creencias y, a la vez, de otros factores que también condicionan esas creencias. Dado un conjunto de creencias, en una coyuntura histórica particular, podemos señalar varias condiciones que la explican: otros elementos superestructurales (otras creencias), factores psicológicos, procesos de justificación racional, relaciones sociales de diversos tipos, relaciones de producción. Todas ellas aparecen como condiciones de la creencia por explicar, pero la última sería “adecuada”, porque sería condición tanto de la creencia por explicar como de los otros factores circunstanciales que ayudan a explicarla. Pero entonces surge un problema: ¿cómo establecer, entre un conjunto de condiciones iniciales de un hecho por explicar, cuál es la condición adecuada? ¿Cómo mostrar que esa condición determina efectivamente las demás?
Para poder distinguir, en el seno de un conjunto de condiciones iniciales, una condición “adecuada”, es menester establecer las relaciones por las que esa condición determina las demás. Mientras no se conozca el proceso por el que la condición “en última instancia” determina las otras, no contaremos con una teoría del condicionamiento de las creencias por la base económica o social. Y ésa es justamente la falla que Engels señalaba en la aplicación del principio formulado por Marx.
A falta de una teoría acabada, el historiador o el sociólogo que quiera probar una relación de determinación entre base y superestructura se ve obligado a partir de la consideración de casos particulares e intentar explicarlos por una estructura que pudiera aplicárseles. Pero en cada caso histórico las condiciones iniciales son prácticamente indefinidas y varían considerablemente. Al investigador le quedan dos opciones: 1) Restringirse a un caso particular. Tratar de determinar las condiciones iniciales concretas más importantes de ese caso y renunciar a generalizar sus resultados a otros casos. O bien: 2) Generalizar. Tomar como base ciertos rasgos comunes a varios casos y renunciar a considerar todas las condiciones iniciales, que varían considerablemente de uno a otro caso. Examinemos las dos opciones.
l. Estudio de casos particulares. Podemos partir de la hipótesis general del condicionamiento de las creencias por las condiciones económicas; cabe imaginar un modelo ideal de sociedad en el que se daría ese condicionamiento, sin intromisión de otros factores condicionantes. Lo aplicamos entonces, como guía de investigación (Leitfaden), a un caso concreto. En él se podrían analizar las condiciones accidentales más importantes de una ideología determinada (políticas, educativas, psicológicas, culturales, etc.) en su interrelación. Pero, en la medida en que descubramos sus características históricas concretas, esas condiciones serán tan complejas y “coyunturales” que no podrán generalizarse a otros casos. Ésta es la experiencia común del historiador. Entonces, la hipótesis de que partimos no actúa como una ley general, sino como un principio eurístico que tiene por función guiar al investigador a que descubra las relaciones concretas existentes en un caso particular. Ese principio puede servir de orientación al historiador o al sociólogo para buscar los factores relevantes que dan razón de un hecho y relegar otros elementos. Parece decirle: “pregúntate cuáles son las relaciones de producción y los intereses sociales ligados a los grupos que intervienen en una situación histórica; si lo haces, podrás comprender muchos otros fenómenos concretos”. El principio eurístico orienta al historiador hacia la ordenación, en una estructura coherente, de la totalidad de los datos de que dispone. Resulta, de hecho, fructífero para convertir un caos de hechos históricos en un conjunto de relaciones con sentido. La utilización como principio eurístico de la hipótesis general propuesta por Marx, no elimina, por lo tanto, su valor teórico, pero sí le señala límites. Sirve para interpretar y comprender, en cada caso, una situación histórica particular, pero no para explicarla por subsunción en leyes generales. Por otra parte, la validez teórica del principio quedará limitada a los casos particulares en que tenga éxito la investigación dirigida por él.
2. Generalizaciones basadas en analogías. Podemos también establecer una relación de correspondencia entre base y superestructura, por generalización de varios casos. Entonces, tendremos que hacer de lado muchas condiciones “accidentales”, que varían en cada caso, y fijarnos sólo en elementos comunes susceptibles de generalización. En muchos estudios esta operación se efectúa mediante el examen de una “correspondencia” entre rasgos de la infraestructura económica o de las relaciones sociales y rasgos de las concepciones ideológicas de una sociedad en una época determinada. Se ha hecho esta operación en sociedades primitivas tomadas como una unidad. Así se ha podido ver una correspondencia entre el modo de producción de una tribu y su panteón (las sociedades agrarias suelen tener, por ejemplo, religiones “ctónicas”, en las que los ritos de iniciación juegan un papel central, mientras las sociedades nómadas tienen una religión “celeste”), o bien entre su organización social y su concepción astronómica (É. Durkheim), o entre su estructura de poder y su concepción del mundo (H. Frankfort, E. O. James). Una operación semejante se ha efectuado también en el estudio de sociedades más desarrolladas, al relacionar un “estilo de pensar” predominante con una organización social o un modo de producción. Por ejemplo, la relación entre la concepción astronómica medieval y la sociedad jerárquica, o entre la concepción mecanicista del mundo y la manufactura (Max Scheler); o bien entre la organización de la polis griega y la metafísica presocrática (George Thomson); o, en fin, entre la sociedad “unidimensional” y el cientificismo empirista (Marcuse).
En todos estos casos, el investigador establece una analogía entre una estructura económica o social, por una parte, y una concepción general del mundo o estilo de pensar, por la otra. De allí la multiplicidad y vaguedad de términos que suelen usar esos autores para describir la relación entre ambas: correspondencia, reflejo, imagen, semejanza, etc. Se pretende descubrir una correspondencia entre dos estructuras, que puede ser de varias clases. En unos casos, se establece un isomorfismo entre ambas estructuras; por ejemplo, entre el carácter jerárquico y cerrado de la sociedad y un sistema astronómico, o entre el equilibrio que establece la ley en la ciudad y el equilibrio de los elementos del cosmos bajo un principio ordenador. En otros casos, se trata más bien de una similitud entre rasgos característicos de dos campos de una sociedad; por ejemplo, entre la producción agraria y los dioses de la fertilidad, entre el poder imperial que regula la producción y los dioses solares reguladores de la marcha cósmica; habría aquí una semejanza entre tipos de actividades realizadas en esferas distintas. También puede pensarse en establecer paralelos entre el nivel de las fuerzas productivas de una sociedad y un estilo de pensar; por ejemplo, entre el alto desarrollo de la técnica y un racionalismo tecnológico, o entre una situación de escasez y un pensamiento mágico. De cualquier modo, se establecen correspondencias entre tipos de relaciones de producción o de relaciones sociales, por una parte, y tipos de creencias colectivas, por la otra.
Pero esa correspondencia no puede pretender ser causal. En efecto, para que así fuera faltaría demostrar dos cosas: 1) Habría que demostrar que entre las dos estructuras correspondientes existe una relación necesaria, de modo que a cualquier sociedad de un tipo definido corresponda un tipo determinado de creencias. 2) Faltaría probar que el tipo de relaciones de producción determina el tipo de concepción del mundo, y no a la inversa. Ninguno de esos dos puntos queda demostrado al establecer la correspondencia. El razonamiento por analogía establece, por principio, similitudes entre dos estructuras o dominios de una sociedad, pero no una relación de determinación necesaria entre ellos. Tampoco puede conducir al establecimiento de leyes generales, sino sólo a la consideración de regularidades típicas, que no excluyen la posibilidad de contraejemplos históricos.
Por otra parte, la comunidad de forma o de rasgos característicos entre una y otra estructura tiene que ser muy general. Para encontrar una analogía entre ellas tenemos que hacer de lado muchas características diferenciales y considerar sólo un conjunto limitado de rasgos comunes. Luego, sin hacerles violencia, la analogía no es aplicable a doctrinas particulares complejas, sino sólo a “ideas del mundo”, “creencias básicas comunes”, “estilos de pensar” constituidos por unos cuantos rasgos que pueden encontrarse en varias doctrinas y discursos diferentes. Así, la analogía sólo puede dar cuenta de las creencias más generales que constituyen una ideología. Por ejemplo, se puede señalar la correspondencia entre una sociedad agraria y una religión en la que tienen importancia dioses y ritos de fertilidad, pero no explicar las características específicas que distinguen a esa religión de otras análogas; se puede esperar que en una sociedad tecnológica avanzada se den ciertas formas de pensamiento racionalista y pragmatista, pero no se puede dar razón de tal o cual doctrina filosófica o científica particular en función de esa correspondencia.
Por fin, la analogía suele establecerse entre la situación económica o la organización de una formación social considerada como una unidad, por una parte, y el estilo de pensar común a toda la sociedad, o a toda una época histórica, por la otra. Es difícil que pueda establecerse, sin violencia, una analogía entre la situación de un grupo o clase social determinados y sus creencias particulares.
Pese a esas limitaciones, tampoco esta segunda vía carece de interés teórico. En efecto, si bien no puede suministrar una explicación causal, permite describir rasgos relevantes de tipos de relaciones económico sociales a los que corresponderían tipos de estilos de pensamiento. El razonamiento por analogía tendría también un valor eurístico. Al estudiar un caso concreto, el historiador o el sociólogo pueden orientar su investigación por la búsqueda de las correspondencias señaladas y alcanzar así una interpretación coherente de los datos de que disponen. Con todo, en ningún caso pueden pretender aplicar esas correspondencias a modo de leyes explicativas.
En suma, las dos vías que hemos resumido se han mostrado útiles para lograr una interpretación y comprensión más racional de las sociedades. Ambas pueden tener un valor eurístico que oriente la investigación empírica; ambas pueden fungir como hipótesis contrastables con los datos históricos o sociológicos. Pero ninguna constituye una teoría explicativa completa; ninguna puede pretender enunciar leyes generales ni establecer relaciones causales necesarias. Para que tuvieran fuerza explicativa, deberían acompañarse de un esquema teórico que estableciera relaciones de determinación causal entre las distintas condiciones consideradas y que fuera aplicable a cualquier caso posible. Para ello, dicho esquema debería establecer con claridad las relaciones entre los diversos factores que unen la base económica con la superestructura.
Propongamos otra manera de proceder: poner en relación la situación económica de distintos grupos con sus modos de pensar, mediante un término intermedio: sus disposiciones a actuar. Partiríamos de un esquema teórico que permitiera conectar la base con la superestructura, mediante eslabones intermedios. Podría ser el siguiente:
1) La posición de cada grupo en el proceso de producción y reproducción de la vida real condiciona su situación social.
2) La situación social de cada grupo condiciona las necesidades preferenciales que tienen sus miembros.
3) Esas necesidades preferenciales tienden a ser satisfechas. Para ello, generan impulsos y valoraciones hacia ciertos objetos de carácter social; esos impulsos y valoraciones constituyen disposiciones a actuar, de manera favorable o desfavorable en relación con aquellos objetos.
4) Las disposiciones a actuar en relación con los objetos sociales condicionan (junto con otras condiciones adicionales) ciertas creencias.
El esquema teórico pretende ligar la base económica y social (1) con las creencias (4) mediante dos eslabones intermedios: la creación de necesidades preferenciales (2) que condicionan, a su vez, disposiciones preferenciales (3). El término 4 se refiere sólo a ciertos conjuntos de creencias colectivas que llamamos “ideologías”. Por ese concepto entendemos un conjunto de creencias de un grupo social, insuficientemente justificadas, que cumplen la función de promover el poder de ese grupo. No podemos entrar aquí a justificar esa definición, que intentamos en otro trabajo.7 El término 3 se refiere a disposiciones a actuar que han recibido un nombre preciso en la psicología social contemporánea: actitudes.
El término actitud aparece por primera vez con un sentido técnico, en una obra de Thomas y Znaniacki.8 Esos autores concibieron la actitud como una disposición psicológica en que el sujeto está dirigido hacia un objeto de relevancia social y determina las respuestas de ese sujeto; la dirección al objeto implica una apreciación favorable o desfavorable hacia él. Por ello definieron la actitud como “un estado mental del individuo dirigido hacia un valor”. La actitud se refería sólo a disposiciones adquiridas por individuos pertenecientes a un medio social determinado; se podían distinguir, así, de los instintos y de cualesquiera otras disposiciones caracterológicas o innatas.
Muy pronto el concepto de actitud se convirtió en una idea central de la psicología social. Aunque mantiene hasta la fecha cierta imprecisión, ha mostrado ser útil en muchas investigaciones empíricas. Se intentó precisar el concepto mediante nuevas definiciones. Destacan la de Bogardus como “tendencia a actuar en favor o en contra (towards or against) de un factor circundante, que adquiere así un valor positivo o negativo”, y la de Thurstone, como “la carga de afecto en favor o en contra de un objeto psicológico”.9 La actitud se refería, pues, primordialmente a una disposición afectiva y valorativa dirigida a un objeto, de carácter socialmente adquirido.
Gordon W. Allport suministrará una definición más precisa que, aún hoy, puede considerarse válida: “Una actitud es un estado mental o neuronal de disposición (readiness), organizado mediante la experiencia, que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la respuesta del individuo a todos los objetos o situaciones con los que está relacionado”.10 Influida por la definición anterior podemos encontrar otra más concisa en un autor reciente, Martin Fishbein: la actitud sería “una predisposición aprendida a responder a un objeto dado, de una manera consistentemente favorable o desfavorable”.11 Ambas definiciones permiten distinguir la actitud de otros componentes psíquicos. Puesto que la actitud es aprendida o deriva de la experiencia, se distingue de otras disposiciones no adquiridas, como las caracterológicas e instintivas; puesto que tiene una relación afectivovalorativa o dinámica con su objeto, se distingue de otras disposiciones adquiridas, como las creencias puramente descriptivas; por último, puesto que es una disposición a responder, puede distinguirse de estados no disposicionales, como los sentimientos.
Entre actitudes y creencias habría relaciones estrechas. Ambas pueden comprenderse como disposiciones a responder a determinada manera, pero mientras la actitud se refiere al factor afectivo y evaluativo de la disposición a actuar, la creencia se refiere al factor cognoscitivo. Podríamos decir que la actitud está determinada por pulsiones (deseos, quereres, afectos) dirigidas hacia el objeto, mientras la creencia está determinada por las propiedades que el sujeto aprehende en el objeto o le atribuye. Esta diferencia podría ejemplificarse en el uso de distintos enunciados para una y otra disposición. Si decimos “los negros huelen mal” —señala Allport— expresamos una creencia, en cambio la frase “no soporto a los negros” expresa una actitud. El primer tipo de enunciado atribuye una propiedad a un objeto, con mayor o menor probabilidad; el segundo expresa una preferencia, de mayor o menor grado, hacia el objeto.
El concepto de actitud tiene un valor explicativo, tanto de otras disposiciones psíquicas como de acciones. En efecto, fue introducido justamente para explicar un síndrome de acciones —entre las que se encuentran respuestas verbales— que presentan cierta consistencia entre sí, aunque se den en circunstancias diversas. Por ejemplo, la expresión de opiniones negativas sobre los negros, los variados comportamientos de repudio ante miembros de esa raza, el disgusto ante sus costumbres o hábitos, manifestados en circunstancias variadas y referidos a individuos distintos, pueden explicarse como un conjunto coherente si los suponemos determinados por una misma actitud negativa ante el objeto social “hombre negro”. De este modo, comportamientos y creencias que pueden diferir considerablemente entre sí y parecer desligados, se relacionan, al referirlas a una actitud común. Posiciones conservadoras en política, creencias religiosas tradicionales, preferencias sexuales machistas, conductas familiares represivas, opiniones morales convencionales, pueden conectarse entre sí al considerarlas determinadas por una actitud peculiar, que podríamos llamar autoritaria. Así, una misma actitud puede condicionar una multiplicidad de comportamientos y creencias.
Con todo, la relación entre actitudes y creencias empieza apenas a ser estudiada en forma sistemática. Martin Fishbein y sus colaboradores son pioneros en este tema. Junto con Raven, Fishbein ideó un método empírico para medir por separado creencias y actitudes. Mediante la aplicación de ciertas escalas pueden estudiarse las diferencias y relaciones entre esas dos variables.12 Los resultados son prometedores. Por lo pronto, permiten algunas conclusiones generales:
1) Creencias y actitudes se condicionan recíprocamente. Los cambios de actitudes tienden a causar cambios de creencias y viceversa.
2) Toda actitud implica ciertas creencias básicas, pero les añade una dimensión afectivo-valorativa.
3) A la inversa, las actitudes hacia un objeto determinan un conjunto de creencias acerca de ese objeto. Una misma actitud hacia un objeto puede estar en la base de varios conjuntos de creencias referidas a ese objeto, que comparten un “estilo de pensar” común.
Podemos estudiar también actitudes colectivas, esto es, actitudes compartidas por una mayoría significativa de un grupo social. De hecho, todo grupo social más o menos organizado tiende a promover en sus miembros esas actitudes comunes. Las actitudes colectivas hacia ciertos objetos sociales constituyen un lazo de cohesión y condicionan creencias comunes en muchos grupos. Esas creencias comunes, a su vez, refuerzan las actitudes. Por ejemplo, la actitud favorable a la autoridad parental, transmitida por una educación represiva, conduce a creencias acerca de la sociedad que favorecen en ella la estabilidad y el orden; éstas, a su vez, refuerzan las actitudes autoritarias.
El esquema teórico que proponemos señala sólo las relaciones más generales entre los distintos factores que condicionan las creencias. Todas ellas tendrían que confirmarse empíricamente. Para ello habría que demostrar cómo: 1) a las diferentes posiciones en el proceso de producción corresponden variaciones de situaciones sociales; 2) a las diferentes situaciones sociales corresponden necesidades preferenciales en los individuos y a éstas, actitudes determinadas; y 3) a las variaciones de actitudes corresponden variaciones en las creencias. La primera relación compete a una investigación social, dirigida por el principio general señalado por Marx; las otras dos relaciones competen a la psicología social. Para obtener una confirmación empírica del esquema teórico propuesto, se requerirían aún muchas investigaciones concretas. Mientras no se realicen en forma sistemática, no podemos extraer conclusiones acerca de la validez explicativa del esquema teórico. Sin embargo, existen ya algunos trabajos que permiten razonablemente esperar su confirmación en investigaciones posteriores.
Los estudios sobre el prejuicio, realizados en el campo de la psicología social, han permitido establecer una relación entre ciertas actitudes y ciertas variables sociales que las condicionan. Los investigadores en este campo no han buscado expresamente condicionamientos de clase;13 han perseguido más bien la relación entre actitudes y características sociales tales como posición social, movilidad, heterogeneidad, etc. B. Bettelheim y M. Janowitz14 encontraron relaciones significativas entre la situación de los individuos en la escala social, las formas de educación de grupos sociales, su movilidad social, por una parte, y las actitudes prejuiciosas, por la otra. G. W. Allport,15 como consecuencia de su estudio sobre el prejuicio, llegó a proponer 10 “leyes” que según él establecerían las condiciones sociales de ciertas actitudes. Las actitudes colectivas estarían, así, determinadas por variables sociales que pueden detectarse empíricamente. Por otra parte, Allport demuestra la función que tienen las actitudes en beneficio del grupo: mantienen su cohesión interna, refuerzan su dominio sobre otros grupos y regulan o equilibran sus relaciones frente a ellos, funciones todas asignadas, en la literatura marxista, a la ideología.
Éstas y otras muchas investigaciones empíricas arrojan consecuencias importantes. Ante todo, permiten distinguir entre actitudes individuales y colectivas, y establecen con firmeza la existencia de actitudes de grupo. Además, pueden caracterizar tipos de actitudes colectivas que cumplen una función específica en el mantenimiento y la reproducción de las relaciones sociales que las condicionan. Sobre todo, abren la posibilidad de concebir la correspondencia entre sistemas de creencias y ciertos factores sociales, ya no como un postulado abstracto, sino como una relación susceptible de examen empírico, mediante la medición de actitudes.
Otros estudios han permitido también establecer relaciones entre conjuntos de creencias y actitudes. Desde la labor innovadora de Adorno y sus colaboradores,16 se abrió una vía prometedora en el estudio de las creencias estereotipadas de grupos sociales: ponerlas en relación con los tipos de personalidad que las condicionan. El concepto de personalidad puede entenderse como un síndrome de actitudes. La personalidad está condicionada por formas de educación y de vida familiar, las cuales dependen, a su vez, de relaciones sociales determinadas. Así concebido ese concepto, pueden establecerse tipos de personalidad que sirvan para explicar la existencia de estilos de pensamiento y de creencias comunes a muchos individuos. Conjuntos variados de creencias, que pueden diferir de una persona a otra pero que orientan comportamientos semejantes, pueden explicarse si están determinados por un tipo de personalidad. M. Rokeach,17 por su parte, aunque obtuvo resultados en parte diferentes a los de Adorno, confirmó la posibilidad de emplear métodos empíricos para mostrar el condicionamiento de sistemas de creencias, en tipos de personalidad, los cuales dependerían, a su vez, de estructuras familiares.
Esos estudios bastan para mostrar la viabilidad de nuestra hipótesis: el concepto de actitud puede fungir como el eslabón intermedio que permite conectar la base social con los sistemas de creencias colectivas. Por otra parte, suministran al esquema teórico propuesto una referencia a hechos observables, que permiten confirmarlo o falsificarlo.
El esquema que proponemos es susceptible de aplicarse en las dos vías de investigación señaladas en el apartado anterior. En ambas pondría en relación, mediante condiciones intermedias, las relaciones económicas y su superestructura. Podría aplicarse al estudio de situaciones históricas concretas, guiado por el principio eurístico que antes mencionamos. Nuestro esquema teórico incitaría, por una parte, a descubrir actitudes colectivas, debajo de la multiplicidad de creencias expresadas por los distintos actores de la historia; por la otra, a poner esas actitudes en relación con situaciones sociales propias de cada grupo. El concepto de actitud histórica de una clase o de un grupo social permitiría conectar las condiciones económicas y sociales con las ideologías de ese grupo y suministrar una explicación racional a un proceso histórico.18
El esquema propuesto permite también conectar causalmente las dos estructuras entre las que un pensamiento analógico puede establecer correspondencias más o menos vagas. Por ejemplo, la correspondencia entre una sociedad agraria y su forma de religión podría explicarse porque el proceso de producción engendra ciertas necesidades, las cuales propician actitudes afectivas y valorativas dirigidas a los procesos de fertilidad, crecimiento y renovación de la naturaleza; estas actitudes determinan, a su vez, estilos de pensamiento que están en la base de ciertas creencias religiosas. La correspondencia entre campos separados se explica al señalar, en las necesidades y actitudes sociales, sus nexos causales. La aplicación del mismo esquema permitiría, por otra parte, descartar como vanas e infundadas otras analogías en las que no pudiera encontrarse ese nexo causal.
Pese a las ventajas señaladas, el esquema teórico que proponemos presenta serias dificultades. Su consideración permitiría precisarlo, pues sólo al darles respuesta podría nuestro esquema convertirse en una teoría acabada. Tratemos de enumerarlas:
1. Relaciones entre situaciones sociales y necesidades preferenciales.19 Sólo en un modelo idealizado de sociedad podríamos considerar en forma aislada los distintos grupos, clases, estamentos que la componen. Sólo en ese modelo abstracto se podrían caracterizar necesidades preferenciales distintas para cada grupo, que corresponderían a distintas situaciones sociales. Pero en ninguna sociedad real se encuentran grupos aislados. Todos sufren la influencia de otros grupos y de la formación social global a la que pertenecen. Por ello podemos encontrar en un grupo necesidades preferenciales que podrían no derivar de su posición social específica, sino haber sido inducidas en él por otros grupos o clases sociales. De las necesidades propias de un grupo, que constituyen carencias reales derivadas de su situación particular como grupo, habría que distinguir las necesidades “artificiales” derivadas de su relación con la sociedad a que pertenece. Muchas de ellas podrían ser resultado del sistema de dominación a que el grupo está sujeto. Serían entonces las actitudes y creencias de otros grupos o clases sociales las que provocarían esas necesidades artificiales. Por ejemplo, a las necesidades específicas de un proletariado marginal urbano se añaden necesidades consumistas, inducidas en él por los sistemas de publicidad y de comunicación de masas, manejados por grupos comerciales dominantes; la inducción de esas necesidades ayuda a mantener la situación dominada del proletariado marginal. Sin embargo, aun en este caso, la aparición de necesidades artificiales en ese grupo puede explicarse por un doble factor que remite a su situación social. Por un lado, también ellas están condicionadas por la situación social del grupo, porque de ésta forman parte, no sólo las características que lo distinguen de otros grupos, sino también las que lo ligan a ellos en el seno de una formación social. Por otro lado, las creencias y actitudes de los grupos dominadores, que inducen esas necesidades en los dominados, pueden explicarse, a su vez, por la situación social de dominio y por la necesidad que dichos grupos dominadores tienen de mantenerla.
Si esto es así, para explicar las creencias y actitudes de un grupo A debemos admitir dos tipos de cadenas causales: 1) Una cadena lineal: la situación social específica de A causa necesidades preferenciales propias de A y éstas determinan actitudes y creencias igualmente características de ese grupo, destinadas a satisfacerlas. 2) Cadenas más complejas, por ejemplo: la situación social de A en relación con la formación social a la que pertenece, condiciona la recepción de actitudes y creencias propias de los grupos B o C; esas actitudes y creencias inducen en A otras necesidades preferenciales; por otra parte, las actitudes y creencias propias de los grupos B o C están condicionadas por su propia situación en la formación social a la que pertenecen. De este modo, pese a la complejidad que pudieran tener esas cadenas causales, la situación social de los distintos grupos —determinada por su lugar en el proceso de producción— sigue siendo la condición explicativa “en última instancia”.
Las observaciones anteriores se aplican también a situaciones individuales. En algunos individuos pueden crearse necesidades preferenciales, distintas a las propias de su grupo, que adquieren por su contacto con otros grupos de su sociedad o aun de otras sociedades; estas nuevas necesidades podrían dar lugar a actitudes y creencias susceptibles de modificar parcialmente la situación social del grupo. Estamos entonces ante un fenómeno de cambio de actitudes, que puede dar lugar a situaciones de movilidad social, o de “desclasamiento”.
Notemos que, así como las necesidades preferenciales determinan actitudes y creencias que les corresponden, las necesidades artificiales inducidas a un grupo desde fuera, condicionan otras actitudes y creencias inducidas. En el nivel de las creencias deberíamos distinguir también entre creencias que responden a las necesidades reales, propias de la situación peculiar del grupo, y creencias inducidas en él, que obedecen a la situación del grupo en un sistema de dominación. Para diferenciar ambas habría que fijarse en la función real que cumplen unas y otras.
Las primeras, al responder a necesidades propias del grupo, sirven para orientar comportamientos que las satisfagan; son pues benéficas al grupo en cuanto tal, al aumentar su sentido de identidad, su cohesión y su poder de defensa o de dominio frente a otros grupos. Las segundas, al responder a necesidades inducidas por las relaciones del grupo con otros, determinan comportamientos que satisfacen necesidades propias de grupos ajenos y refuerzan la relación de dominio respecto de ellos.
2. Actitudes y creencias colectivas. Otra dificultad concierne al modo de establecer creencias y actitudes propias de un grupo. Tendríamos que distinguir métodos diferentes, según el campo de estudio. En la investigación social suelen usarse métodos de medición de actitudes y creencias, mediante escalas que intentan cuantificar los resultados de la aplicación de encuestas diseñadas al efecto. La actitud adjudicada a un grupo corresponde a la manifestada por una mayoría significativa de sus miembros. El método llega, así, a juicios de probabilidad que establecen una frecuencia en la incidencia de actitudes, susceptible de ser medida numéricamente. Este método sólo puede determinar relaciones de probabilidad entre las condiciones que figuran en nuestro esquema teórico. En la antropología social, la observación participante directa del comportamiento de los miembros de un grupo, sin acudir a mediciones de frecuencias, puede llegar a resultados semejantes por simple inducción.
En el quehacer histórico tenemos que proceder de otro modo, puesto que está vedada la aplicación de encuestas a los actores históricos y no es posible la investigación de campo. Partimos del testimonio documental de comportamientos y creencias de distintos miembros de un grupo o una clase, en una coyuntura determinada; a partir de ellos, inferimos actitudes comunes a todos esos comportamientos y creencias. Si encontramos manifestaciones individuales que no expresen esas actitudes comunes, tenemos que explicarlas por su relación con otros grupos sociales. Al inferir actitudes comunes partiendo de creencias y comportamientos variados, nos dejamos guiar por nuestro esquema teórico: buscamos las actitudes que responden a la situación social peculiar de ese grupo.20
3. Aplicación del esquema teórico a encuestas. Las encuestas y escalas de medición empleadas hasta ahora en la psicología social no permitirían la aplicación del esquema teórico propuesto en este trabajo. En efecto, todas ellas son resultado de la desconfianza, de corte empirista, hacia los modelos teóricos complejos, previos a la investigación de campo. Ninguna ha partido del planteamiento previo de preguntas como las que se han hecho en este trabajo. De ahí lo limitado de sus resultados. Para contrastar con los hechos el modelo teórico propuesto, habría que elaborar encuestas que partieran de un marco teórico en el que se incluyeran variables susceptibles de medir, a la par que las actitudes, la situación social de los grupos y sus necesidades preferenciales. A los métodos ideados por la psicología social contemporánea habría que añadir el marco teórico inspirado en el “principio” de Marx.
4. Distinción entre actitudes y creencias. Otra dificultad es que los métodos de medición de actitudes usados con mayor frecuencia no distinguen con suficiente claridad entre preguntas destinadas a dar a conocer actitudes y preguntas referidas a creencias. La mayoría de las escalas de actitudes han pretendido medir fundamentalmente la evaluación positiva o negativa hacia un objeto, pero para ello toman en cuenta respuestas verbales que expresan indistintamente creencias, intenciones y afectos. La elaboración de métodos de medición más precisos, en la línea abierta por Martin Fishbein y sus colaboradores, sería indispensable para nuestro problema.
Por otro lado, como ya observamos, en historia no es posible aplicar esos métodos. Para distinguir entre actitudes y creencias, el historiador tratará de descubrir, debajo de las expresiones de creencias manifestadas por los actores de la historia, supuestos afectivos y valorativos comunes, a menudo no expresados, pero que tienen que admitirse como condición de posibilidad de esas creencias.
5. Acción recíproca entre actitudes y creencias. En los procedimientos de medición de actitudes se logra determinar, a menudo, las actitudes o síndromes de actitudes que condicionan ciertas creencias, pero no pueden separarse de ellas otras creencias básicas, implícitas en las actitudes. De hecho, toda expresión de actitud presupone la creencia en la existencia (real o posible) de su objeto. La actitud negativa hacia los negros, por ejemplo, presupone, por lo menos, la creencia de que los negros existen y de que son una raza humana distinta. Por supuesto que esa actitud condiciona, a su vez, otras creencias más complejas sobre los negros; permite, por ejemplo, aceptar con facilidad los estereotipos acerca de su pretendida grosería, suciedad, pereza, etc. Habría, pues, que distinguir entre las creencias condicionadas por una actitud y otras creencias básicas presupuestas en esa actitud.
Por otra parte, entre actitudes y creencias se da una situación semejante a la señalada en el punto 1, entre situaciones sociales y necesidades preferenciales. También las creencias pueden inducir nuevas actitudes.21 Las actitudes condicionan la adopción de creencias que, a su vez, refuerzan esas actitudes. Este proceso circular sirve para preservar y reproducir una situación social. Por ejemplo, una estructura familiar patriarcal y autoritaria da lugar a formas de educación que favorecen ciertas actitudes ante el poder, la libertad individual, el sexo, etc., las cuales condicionan sistemas de creencias; pero esos sistemas refuerzan, a su vez, las actitudes originarias y, al hacerlo, preservan la estructura familiar que las hizo posibles. Puede darse también otro caso: creencias provenientes de fuera del grupo inducen en sus miembros actitudes nuevas; las cuales pueden cambiar estructuras sociales. Existe pues una circularidad aparente.
La aparente circularidad obliga a justificar por qué, dada la acción recíproca entre actitudes y creencias, se eligen las primeras como condiciones “adecuadas” frente a las segundas. Creo que podrían aducirse dos razones decisivas.
Primera. Entre las condiciones iniciales de un efecto dado, se considera causa adecuada a la que determina el efecto aunque varíen las otras condiciones. En este caso, el concepto de actitud es introducido para explicar, relacionándolos entre sí, conjuntos de creencias que pueden ser muy diversos. Las creencias pueden variar, en un mismo sujeto o de un sujeto a otro, permaneciendo la misma actitud. La personalidad, entendida como conjunto organizado de actitudes, permanece en la base de varias creencias cambiantes. No puede decirse lo mismo de las creencias; sería difícil encontrar creencias comunes que permanecieran en un sujeto aun cuando cambiaran sus actitudes.
Segunda. Las actitudes se encuentran ligadas, en forma directa, a las necesidades y, a través de éstas, a las condiciones materiales. En este sentido, son más elementales y primarias que las creencias derivadas de ellas. Las necesidades provocan impulsos, deseos hacia los objetos o situaciones objetivas que pueden satisfacerlas. Las creencias, en cambio, pueden presentarse en un nivel más elaborado, no tienen esa relación inmediata con las necesidades. Así, al elegir a las actitudes como condiciones adecuadas, podemos obtener una cadena causal completa, desde las situaciones materiales hasta las creencias, por intermedio de las actitudes. Si procediéramos a la inversa, no podríamos establecer esa cadena, pues no podríamos explicar los factores materiales a partir de las creencias. Claro que la explicación supone una teoría de la personalidad, en la que funjan como factores fundamentales las pulsiones destinadas a satisfacer necesidades (o a abolir el estado de tensión que éstas provocan). La interpretación alternativa (explicar las actitudes por las creencias) tendría que comprometerse con otra teoría de la personalidad —de carácter idealista— en la que se derivaran las necesidades, y las pulsiones que provocan, a partir del sistema de creencias, lo cual parece imposible.
Al establecer las actitudes como causas adecuadas en relación con las creencias, no podemos excluir, sin embargo, acciones reactivas de las creencias para reforzar o cambiar actitudes previas. Cabría, en este punto, una respuesta semejante a la que dimos, en el punto 1, sobre la acción recíproca entre situaciones sociales y necesidades preferenciales. También aquí sería menester explicar las creencias susceptibles de inducir nuevas actitudes, por otras actitudes supuestas en esas creencias. Asimismo cabría distinguir entre creencias originadas en actitudes propias del grupo y creencias provenientes de fuera, basadas en actitudes y necesidades preferenciales de otros grupos o del sistema social en su conjunto.
Las dificultades enumeradas no bastan, en mi opinión, para rechazar el esquema teórico propuesto, pero sí indican la necesidad de completarlo y afinarlo hasta llegar a una teoría acabada. Para lograrlo, sería menester ponerlo a prueba, aplicándolo a situaciones concretas, tanto en la investigación sociológica como en la histórica.
El concepto de actitud puede servir también para aclarar otro concepto de la teoría marxista: el de interés.
Un pasaje conocido para estudiar ese concepto se encuentra en El 18 brumario de Luis Bonaparte.22 Lo que convierte a los ideólogos demócratas en representantes de la pequeña burguesía, escribe Marx, “es que no rebasan, en su mente, los límites que tienen los pequeñoburgueses en su vida; que, por lo tanto, se ven impulsados, en la teoría, a los mismos problemas y soluciones que impulsan a aquéllos, en la práctica, el interés material y la situación social”. Analicemos este párrafo. Se trata de un razonamiento por analogía. Existe una semejanza entre: 1) una forma de vida, impulsada por un interés material, y 2) una mentalidad teórica. La segunda representa a la primera, en la medida en que puede establecerse esa analogía. Sin embargo, en todo razonamiento por analogía debe haber un término medio que permita poner en relación los dos extremos considerados. En este caso, el único concepto que puede fungir como término medio es el de interés de clase: la forma de vida de los pequeñoburgueses puede compararse con la mentalidad de los demócratas porque en ambos se muestra un interés de clase semejante.
El interés de clase no puede revelarse en lo que los hombres dicen, sino en su comportamiento. “Así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que es y hace realmente, en las luchas históricas cabe distinguir aún más entre las frases y figuraciones de los partidos y su organismo real e intereses reales, entre la representación que tienen de sí mismos y su realidad.”23 Hay que distinguir, pues, entre creencias y discursos, por una parte, e intereses, por la otra. Los intereses habría que leerlos en las acciones externas de los partidos; corresponden, por ende, a disposiciones a actuar.
Por otra parte, el interés de clase motiva también la aceptación de creencias generales. “No se debe tener la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Antes bien, ella cree que las condiciones particulares de su liberación son las condiciones generales, únicas dentro de las cuales puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”24 El interés motiva en el ideólogo creencias generales, mediante un proceso de “racionalización”: hace que acepte como universalmente válidas creencias que lo favorecen. En la misma forma, el interés motiva en los pequeñoburgueses comportamientos prácticos benéficos para su clase. Así, el interés puede servir de término medio en la analogía entre la conducta de la clase y la mentalidad de sus representantes: la forma de vida de una clase cumple, en la práctica, una función análoga a la que cumplen las creencias generales, en la teoría: servir intereses.
Pero el término “interés” es vago. Para que motive tanto los comportamientos como las creencias generales, habría que concebirlo como una disposición a actuar dirigida por la preferencia hacia ciertos objetos. Gordon W. Allport25 consideraba los intereses como “un tipo especial de actitudes permanentes que se refieren, como regla, a una clase de objetos, más que a un objeto singular”. Partiendo de esa definición, podríamos entender como “interés de grupo o de clase” un conjunto de actitudes permanentes, comunes a los miembros del grupo social, dirigidas a una clase de objetos, que tienden a dar satisfacción a necesidades propias de ese grupo. Así, esas actitudes permanentes pueden explicar que exista un comportamiento de un grupo, consistente a través de varias situaciones, dirigido a cumplir con necesidades del grupo: cohesión, defensa, dominio, etc. Pero esas mismas actitudes permanentes permiten explicar también que los miembros del grupo lleguen a ciertas creencias generales, mediante la operación de “generalización” propia de la ideología. Entender los intereses en función de actitudes colectivas permanentes, comprobables por observación, permite añadir al esquema teórico marxista un concepto que hace posible su verificación o falsación.
Cabría distinguir también, claro está, entre los intereses reales, propios de una clase o grupo social, y los intereses aparentes, expresados de hecho por esa clase o grupo, inducidos en él por otros grupos o clases. Los primeros estarían constituidos por conjuntos de actitudes colectivas que tienden a satisfacer necesidades reales, propias del grupo, y sirven para reforzar su cohesión y sus capacidades de defensa y poder. Los segundos, los formarían conjuntos de actitudes que tienden a satisfacer necesidades artificiales, inducidas en el grupo, gracias a su situación en un sistema de dominación, por otros grupos, y que sirven para reforzar ese sistema de dominación.
El concepto de interés colectivo corresponde, así, en el esquema teórico que hemos propuesto, a las “disposiciones a actuar” afectivas y valorativas, o “actitudes permanentes”, las cuales permiten enlazar las necesidades preferenciales de un grupo o clase con sus creencias. Por ejemplo, las necesidades de un grupo dominante, para mantener sus prerrogativas sociales, dan lugar a un interés específico, el cual, a su vez, condiciona la aceptación de ciertas ideologías que justifican esas prerrogativas. A la inversa, el interés emancipatorio real de ciertos grupos dominados puede explicar su tendencia a impugnar ideologías imperantes y ser explicado, a su vez, por las necesidades propias de su situación explotada o reprimida. La relación entre forma de vida y mentalidad, expresada como una relación de analogía en El 18 brumario, aparecería, en nuestro esquema, como un condicionamiento social.
El principio teórico señalado por Marx podría dar lugar a una teoría explicativa, susceptible de contrastarse con los hechos, si se elabora un esquema teórico que incluya conceptos disposicionales. Éstos fungirían como los eslabones intermedios que permitirían enlazar la “base material” de un grupo con sus sistemas de creencias. Como cualquier explicación por disposiciones, no señalaría determinaciones necesarias, sino relaciones de probabilidad y tendencias, susceptibles de medición, mediante métodos adecuados.
Pero la utilización de un modelo teórico semejante supone el encuentro de corrientes teóricas distintas; se enfrentaría, por ende, a dificultades nacidas, no tanto de la crítica racional, cuanto del prejuicio.
Para que los métodos actuales de medición de actitudes pudieran emplearse en la confirmación del condicionamiento social de las creencias, habría que vencer la resistencia de muchos psicólogos empíricos al empleo de modelos teóricos complejos; habría, en efecto, que construir cuestionarios pensados expresamente para obtener respuestas a las interrogantes de ese modelo teórico.
Habría que superar también otro prejuicio de signo contrario. Los estudios marxistas sobre este tema han permanecido a menudo en el nivel de la discusión conceptual y han desdeñado contrastar los principios generales que utilizan, con enunciados de observación. El prejuicio antiempirista de muchos autores marxistas los ha llevado al extremo de considerar suspecta toda investigación sistemática de hechos concretos que no se limite a apoyar sus tesis más generales.
Estos dos prejuicios de signo opuesto vuelven, sin duda, difícil la adopción de la línea de investigación sugerida en este trabajo. Sin embargo, creo que sólo podrá elaborarse una teoría acabada de la ideología si somos capaces de proponer esquemas teóricos, susceptibles de ser confirmados por métodos probados de investigación empírica. El concepto de actitud, en su relación con los conceptos de necesidad y creencia, podría servir para este propósito.
* Una primera versión de este trabajo fue presentada el 12 de marzo de 1981 en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Quiero agradecer los comentarios que me hicieron en esa ocasión José Porfirio Miranda y León Olivé; sus observaciones me ayudaron a precisar ideas; muchas de ellas han sido incorporadas a esta nueva versión.
1 Marx Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1961, t. 13, pp. 8-9 (en lo sucesivo: MEW).
2 Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 465.
3 Carta a F. Mehring, l4 de julio de 1893, MEW, t. 39, p. 96.
4 Carta a C. Schmidt, 5 de agosto de 1890, MEW, t. 37, p. 436.
5 Carta a J. Bloch, 21 de septiembre de 1890, MEW, t. 37, p. 463.
6 Max Weber, The Methodology of the Social Sciences, The Free Press, Nueva York, 1968, pp. 174 y ss.
7 Véase “Del concepto de ideología”, supra, pp. 15 y ss.
8 Badger (ed.), The Polish Peasant in Europe and America, Boston, 1918.
9 Véase L. L. Thurstone, “The Measurement of Social Attitudes”, Journal of Abnormal and Social Psychology, núm. 26, 1932, pp. 249-269.
10 “Attitudes”, en C. Murchinson (comp.), A Handbook of Social Psychology, Russell and Russell, Nueva York, 1935, vol. 2, p. 810.
11 Véase Martin Fishbein e Icek Ajzen, Belief, Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975, p. 6.
12 M. Fishbein y B. H. Raven, “The AB Scales: An Operational Definition of Belief and Attitude”, Human Relations, 1962, vol. 15, pp. 35-44.
13 Sólo conozco dos trabajos de psicología social que se hayan planteado encontrar relaciones entre determinaciones de clase y actitudes, con resultados interesantes pero muy limitados: J. S. Bruner y L. Postman, “Symbolic Value as an Organizing Factor in Perception”, Journal of Social Psychology, vol. 27, 1948, pp. 203-208, y N. Warren, “Social Class and Construct System: an Examination of the Cognitive Structure of Two Social Class Groups”, British Journal of Social and Clinical Psichology, vol. 5, 1966, pp. 254-260.
14 Social Change and Prejudice, 3ª ed., The Free Press, Nueva York, 1975.
15 The Nature of Prejudice, Addison-Wesley Pub. Co., Cambridge, Massachusetts, 1954.
16 The Authoritarian Personality, Science Editions, John Wiley and Sons, Nueva York, 1964.
17 The Open and Closed Mind, Basic Books, Inc., Nueva York, 1960.
18 Antes de exponer los fundamentos teóricos de este método lo puse en práctica en un trabajo de historia: El proceso ideológico de la revolución de Independencia, 4ª ed., UNAM, 1953, 1982. En ese estudio, las actitudes históricas de los distintos grupos, que están condicionadas por sus situaciones económicas y sociales, sirven para explicar sus ideologías políticas.
19 Las dificultades a las que responden este punto y el siguiente me fueron planteadas por León Olivé.
20 En el trabajo histórico mencionado en la nota 18 seguí este procedimiento metódico.
21 Este punto me fue señalado por José Porfirio Miranda.
22 MEW, t. 8, p. 142.
23 MEW, t. 8, p. 139.
24 Ibid., p. 141.
25 Véase Murchison, op. cit, p. 808.