EL SENTIDO DE LA HISTORIA

DAR RAZÓN DEL PRESENTE

Historia, ¿para qué? La primera respuesta en acudir a la mente sería: la historia obedece a un interés general en el conocimiento. Al historiador, como a cualquier científico, le interesa conocer un sector de la realidad; la historia tendría como objetivo el esclarecimiento racional de ese sector. En este sentido, el interés del historiador no diferiría del que pudiera tener un entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico al clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región. Igual que al entomólogo o al botánico, al historiador le basta esa afición por el conocimiento para justificar su empeño. Sin duda, así sucede con cualquier ciencia: se justifica en el interés general por conocer, el cual cumple una necesidad de la especie. Porque la especie humana necesita del conocimiento para lograr lo que en otras obtiene el instinto: una orientación permanente y segura de sus acciones en el mundo.

Con todo, quien diera esta respuesta correría el riesgo de disgustar a más de un historiador. Cualquier historiador pensaría que, después de todo, su disciplina tiene una relevancia para los hombres mayor que la de un entomólogo, y que sus investigaciones, aunque presididas por un interés en conocer, están motivadas también por otros afanes más vitales, ligados a su objeto. Una colonia de abejas no puede despertar en nosotros, diría, el mismo tipo de interés que una colectividad humana. Si logramos determinar el objeto al que se dirige la atención del historiador, frente al que retiene la de otros científicos, daríamos quizá con una diferencia específica del conocimiento histórico.

Un acercamiento podría ser: la historia responde al interés en conocer nuestra situación presente. Porque, aunque no se lo proponga, la historia cumple una función: la de comprender el presente. Desde las épocas en que el hombre empezó a vivir en comunidad y a utilizar un lenguaje, tuvo que crear interpretaciones conceptuales que pudieran explicarle su situación en el mundo en un momento dado. En los pueblos primitivos, el pensamiento mítico tiene a menudo un sentido genético. Muchos mitos son etiológicos: intentan trazar el origen de una comunidad, con el objeto de explicar por qué se encuentra en determinado lugar y en tales o cuales circunstancias. Algunos pueblos invocan leyendas para dar razón de la presencia de la tribu en un paraje y de su veneración por algún lugar sagrado, por ejemplo: los primeros antecesores surgieron del fondo de la tierra por una cueva situada en el centro del territorio de la tribu. Otros pueblos atribuyen su origen a un antepasado divino, más o menos semejante al hombre, cuyas actividades, fundadoras de costumbres o instituciones, narran los mitos. El totemismo tiene, entre otros aspectos, el de remitir a la génesis de una colectividad humana: hay clanes que nacieron de un determinado animal, otros, de otro; esto explica la peculiaridad de sus caracteres y hábitos. El origen de diferentes instituciones, regulaciones y creencias suele también señalarse en acontecimientos que sucedieron en un tiempo remoto. Así, hay mitos para explicar las relaciones de parentesco, que las refieren a un momento en que se establecieron, leyendas que justifican el poder de ciertas personas por alguna hazaña de sus antecesores semihumanos, mitos que dan razón, por sucesos del pasado remoto, de una emigración, de la erección de un poblado, de la preferencia por una especie de caza, de un hábito alimenticio. Parecería que, de no remitirnos a un pasado con el cual conectar nuestro presente, éste resultara incomprensible, gratuito, sin sentido. Remitirnos a un pasado dota al presente de una razón de existir, explica el presente.

Esta función que cumplía el mito en las sociedades primitivas la cumple la historia en las sociedades desarrolladas. Un hecho deja de ser gratuito al conectarse con sus antecedentes. A menudo, la conexión es interpretada como una explicación y el antecedente en el tiempo, como causa. En historia se suelen confundir las dos acepciones de la palabra “principio”. Principio quiere decir “primer antecedente temporal de una secuencia”, “inicio”, pero también tiene el sentido de “fundamento”, de base en que descansa la validez o la existencia de algo, como cuando hablamos de “los principios del derecho”, o “del Estado”. La historia quizá nazca, como lo hizo notar Marc Bloch, de lo que él llamó “ídolo de los orígenes” o “ídolo de los principios”, es decir, de la tendencia a pensar que, al hallar los antecedentes temporales de un proceso, descubrimos también los fundamentos que lo explican.

La historia nacería, pues, de un intento por comprender y explicar el presente acudiendo a los antecedentes que se presentan como sus condiciones necesarias. En este sentido, la historia admite que el pasado da razón del presente; pero, a la vez, supone que el pasado sólo se descubre a partir de aquello que explica: el presente. Cualquier explicación empírica debe partir de un conjunto de hechos dados, para inferir de ellos otros hechos que no están presentes, pero que debemos suponer para dar razón de los primeros. Así también en la historia. El historiador pensará, por ejemplo, que el Estado actual puede explicarse por sus orígenes, pero si se propone esa tarea es justamente porque ese Estado existe, en el presente, con ciertas características que plantean preguntas; y son esas preguntas las que incitan a buscar sus antecedentes. El historiador tiene que partir de una realidad actual, nunca de una situación imaginaria; esto es lo que separa su indagación de la del novelista, quien también, a menudo, escudriña en el pasado. Quiere esto decir que, a la vez que el pasado permite comprender el presente, el presente plantea las interrogantes que incitan a buscar el pasado. De allí que la historia pueda verse en dos formas: como un intento de explicar el presente a partir de sus antecedentes pasados, o como una empresa de comprender el pasado desde el presente. Puede verse como “retrodicción”, es decir, como un lenguaje que infiere lo que pasó a partir de lo que actualmente sucede. Esta observación podría ponernos en la pista de una motivación importante de la historia.

El historiador, al examinar su presente, suele plantearle preguntas concretas. Trata de explicar tal o cual característica de su situación que le importa especialmente, porque su comprensión permitirá orientar la vida en la realización de un propósito concreto. Entonces, al interés general por conocer se añade un interés particular que depende de la situación concreta del historiador. Es cierto que ese interés particular puede quedar inexpresado, oculto detrás de la obra; es cierto también que a menudo puede permanecer inconsciente para el historiador, asunto de psicología, al margen de los métodos históricos empleados; pero aunque no esté dicho, se muestra en las preguntas —explícitas o tácitas— que presiden la obra histórica. Así, el intento de explicar nuestro presente no puede menos que estar motivado por un querer relacionado con ese presente. Benedetto Croce describía la historia como “el acto de comprender y entender inducido por los requerimientos de la vida práctica”. En efecto, la historia nace de necesidades de la situación actual, que incitan a comprender el pasado por motivos prácticos.

Si nos fijamos en esta relación presente-pasado, veremos cómo son intereses particulares del historiador, que se originan en su coyuntura histórica concreta, los que suelen moverlo a buscar ciertos antecedentes, de preferencia a otros.

A modo de ejemplos podríamos recordar algunos momentos de la historiografía. La historia política con base documental tiene sus inicios en historiadores renacentistas italianos: ellos necesitaban indagar los antecedentes en que se basaban los pequeños Estados de la península, con el objeto de recomendar a los príncipes las medidas eficaces para consolidarse. El comienzo de una metodología crítica se encuentra en historiadores y teólogos de la Reforma protestante. ¿Por qué en ellos? Porque querían dejar de lado lo que consideraban aberraciones del catolicismo; había que explicar por qué la Iglesia se había corrompido y redescubrir el mensaje auténtico del Evangelio, para normar sobre él sus vidas. Para ello tuvieron que establecer métodos más confiables, que permitieran discriminar entre los documentos verdaderos y los falsos, someter a crítica la veracidad de los testigos, antiguos padres, legisladores e historiadores de la Iglesia, determinar los autores y las fechas de elaboración de los textos. Para poder demostrar la justeza de sus pretensiones tuvieron que intentar un nuevo tipo de historia. Por más útiles que hayan sido al interés general de la ciencia, los inicios de la crítica documental estuvieron motivados por un interés particular de la vida coetánea.

Pensemos en ejemplos más cercanos a nosotros. La historia de México nace a partir de la Conquista. Los primeros escritos responden a un hecho contemporáneo: el encuentro de dos civilizaciones; intentan manejarlo racionalmente para poder orientar la vida ante una situación tan desusada. De allí los diferentes tipos de historia con que nos encontramos. Los cronistas escriben con ciertos objetivos precisos: justificar la Conquista o a determinados hombres de esa empresa, fundar las pretensiones de dominio de la cristiandad o de la Corona, dar fuerza a las peticiones de mercedes de los conquistadores o aun de nobles indígenas. Otras obras tienen fines distintos: las historias de los misioneros están dirigidas principalmente a explicar y legitimar la evangelización, esto es, la colonización cultural. Un examen superficial de las historias escritas por misioneros basta para percatarnos de que responden a una pregunta planteada por el presente: ¿cómo es posible “salvar” a ese nuevo pueblo, es decir, asimilarlo a los valores espirituales de la cristiandad? En el siglo XIX el condicionamiento de la historia por los requerimientos presentes es aún más claro. Las historias que escriben Bustamente, Zavala y Alamán están regidas por la misma idea: urge rastrear en el pasado inmediato las condiciones que expliquen por qué la nación ha llegado a la situación postrada en que se encuentra; al mismo tiempo que contestan preguntas planteadas por su situación, justifican programas que orientan la acción futura.

La historia intenta dar razón de nuestro presente concreto; ante él no podemos menos que tener ciertas actitudes y albergar ciertos propósitos; por ello la historia responde a requerimientos de la vida presente. Debajo de ella se muestra un doble interés: interés en la realidad, para adecuar a ella nuestra acción, interés en justificar nuestra situación y nuestros proyectos; el primero es un interés general, propio de la especie; el segundo es particular a nuestro grupo, nuestra clase, nuestra comunidad. Por ello es tan difícil separar en la historia lo que tiene de ciencia de lo que tiene de ideología. Sin duda, ambos intereses pueden coexistir sin distorsionar el razonamiento; pero es frecuente que los intereses particulares del historiador, ligados a su situación, dirijan intencionadamente la selección de los datos, la argumentación y la interpretación, a modo de demostrar la existencia de una situación pasada que satisfaga esos intereses. Esta observación nos conduce a una segunda respuesta.

INTEGRAR O LIBERAR

Los requerimientos de la vida presente que nos llevan a investigar los antecedentes históricos no son individuales. Si lo que trato de explicar es una situación conflictiva personal, ello me llevará a indagar en mi biografía; podrá ser un estímulo para hurgar en mi pasado. Ese estímulo estaría en la base de un análisis psicológico, pero no me conduciría a la historia. Las situaciones que nos llevan a hacer historia rebasan al individuo, plantean necesidades sociales, colectivas, en las que participa un grupo, una clase, una nación, una colectividad cualquiera. Las situaciones presentes que tratamos de explicar con la historia nos remiten a un contexto que nos trasciende como individuos. Si escribo estas páginas tengo en mente a las personas que pueden leerlas; detrás de ellas están las ideas de otros muchos hombres; al publicarse, estas líneas formarán parte de un complejo colectivo de relaciones económicas, sociales, culturales. Lo que escribo puede ser objeto de historia en la medida en que se pone en relación con esos contextos sociales que lo abarcan y le prestan sentido. En cualquier situación concreta podemos descubrir conexiones semejantes. Todos nuestros actos están determinados por correlaciones que rebasan nuestra individualidad y que nos conectan con grupos e instituciones sociales. Desde el momento en que vamos a comer a nuestra casa, estamos ya inmersos en una institución, la familia, la que a su vez no puede explicarse más que en el seno de otras instituciones; nos refiere, por ejemplo, a regulaciones jurídicas y con ellas a un Estado. No hay acción humana que no esté conectada con un todo. Pues bien, los requerimientos de que, según decíamos, partía el historiador, suponen esos lazos comunitarios. Sólo se hacen presentes en la medida en que tenemos cierta conciencia de estar realizando propósitos en común y de estar sujetos a reglas que nos ligan. Propósitos y reglas. No podría estar realizando ahora este acto de escribir si no aceptara implícitamente ciertas reglas de relación. Pueden no ser normas escritas, como las reglas más elementales de comunicación entre los hombres, el respeto a las ideas ajenas, la necesidad de claridad, la consideración del lector posible, etc.; pueden ser más explícitas, como las que regularán todo el proceso de discusión, impresión y distribución de estas páginas. Esas reglas responden a propósitos compartidos, en este caso los del desarrollo y crítica de una disciplina científica. Reglas y propósitos, al ligar a los miembros de una comunidad, permiten su convivencia. No habría ningún comportamiento social si no se diera esa especie de lazo entre los individuos. Una colectividad, un grupo, una nación, mantienen su cohesión mediante las reglas compartidas y los propósitos comunes que ligan entre sí a todos sus miembros. La historia, al explicar su origen, permite al individuo comprender los lazos que lo unen a su comunidad. Esta comprensión puede dar lugar a actitudes diferentes.

Por una parte, al comprenderlas, las reglas y propósitos comunitarios dejan de ser gratuitos; en la medida en que los insertamos en un proceso colectivo que rebasa a los individuos, cobran significado. Por eso, dar razón de ellos los afianza y justifica ante los individuos. Al hacer comprensibles los lazos que unen a una colectividad, la historia promueve actitudes positivas hacia ella y ayuda a consolidarlas. La historia ha sido, de hecho, después del mito, una de las formas culturales que más se han utilizado para justificar instituciones, creencias y propósitos comunitarios que prestan cohesión a grupos, clases, nacionalidades, imperios. En Israel primero, en Grecia y Roma después, la historia actuó como factor cultural de unidad de un pueblo e instrumento de justificación de sus proyectos frente a otros. Desde entonces, la historia ha sido un elemento indispensable en la consolidación de las nacionalidades; ha estado presente tanto en la formación de los estados nacionales como en la lucha por la sobrevivencia de las nacionalidades oprimidas. En otros casos, la historia que trata de regiones, grupos o instituciones ha servido para que los individuos cobren conciencia de su pertenencia a una etnia, a una comunidad cultural, a una comarca; al hacerlo, ha propiciado la integración y perduración del grupo como colectividad. Ninguna actividad intelectual ha logrado mejor que la historia dar conciencia de la propia identidad a una comunidad. La historia nacional, regional o de grupos cumple, aun sin proponérselo, con una doble función social: por un lado favorece la cohesión en el interior del grupo; por el otro, refuerza actitudes de defensa y de lucha frente a los grupos externos. En el primer sentido, puede ser producto de un pensamiento que propicia el dominio de los poderes del grupo sobre los individuos; en el segundo, puede expresar un pensamiento de liberación colectiva frente a otros poderes externos. Las historias nacionales “oficiales” suelen colaborar a mantener el sistema de poder establecido y manejarse como instrumentos ideológicos que justifican la estructura de dominación imperante. Con todo, muchas historias de minorías oprimidas han servido también para alentar su conciencia de identidad frente a los otros y mantener vivos sus anhelos libertarios.

Pero el acto de comprender los orígenes de los vínculos que prestan cohesión a una comunidad puede conducir a un resultado diferente al anterior: en lugar de justificarlos, ponerlos en cuestión. Revelar el origen “humano, demasiado humano” de creencias e instituciones puede ser el primer paso para dejar de acatarlas. Al mostrar que, en último término, todas nuestras reglas de convivencia se basan en la voluntad de hombres concretos, la historia vuelve consciente la posibilidad de que otras voluntades les nieguen obediencia. Las historias de la Iglesia, desde la Reforma hasta el moderno liberalismo, contribuyeron tanto como la crítica filosófica a la desacralización del catolicismo. La histoire des moeurs del siglo XVIII fue un factor importante en la desmistificación del absolutismo. Desde Herodoto, la historia, al mostrar la relatividad de las costumbres y creencias de los distintos pueblos, ha sido un estímulo constante de crítica a la inmovilidad de las convenciones imperantes.

En otros casos, los estudios “antioficiales”, al poner en cuestión las versiones históricas en uso y develar los hechos e intereses reales que dieron origen a las ideologías vigentes, han servido también para desacreditarlas. Comprender que las reglas y los propósitos que el Estado nos inculca fueron producto de intereses particulares puede arrojar sobre ellos el descrédito. La historia obtiene también este segundo resultado cuando se propone mostrar los procesos de cambio de instituciones y normas de convivencia. Entonces revela cómo, detrás de estructuras que se pretenden inmutables, está la voluntad de hombres concretos y cómo otras voluntades pueden cambiarlas. Tal sucede en la historia de los procesos revolucionarios o liberadores. Desde Michelet hasta Trotski, la historia de las revoluciones ha servido de inspiración a muchos movimientos libertarios.

¿Para qué la historia? Intentemos una segunda respuesta: para comprender, por sus orígenes, los vínculos que prestan cohesión a una comunidad humana y permitirle al individuo asumir una actitud consciente ante ellos. Esa actitud puede ser positiva: la historia sirve, entonces, a la cohesión de la comunidad: es un pensamiento integrador; pero puede también ser crítica: la historia se convierte en pensamiento disruptivo. Porque, al igual que la filosofía, la historia puede expresar un pensamiento de reiteración y consolidación de los lazos sociales o, a la inversa, un pensamiento de ruptura y de cambio.

OTORGAR UN SENTIDO

¿Se agotarían aquí nuestras respuestas? Quizá no. Tenemos la sensación de que, en las dos respuestas anteriores, algo hemos dejado de lado. No siempre expresa la historia un interés concreto en nuestro presente y en la comunidad a que pertenecemos. ¿Acaso no nos interesa, apasionadamente a veces, conocer la vida de pueblos desaparecidos, alejados para siempre de nosotros, remotos en el tiempo y en el espacio? ¿No tendríamos un interés especial, incluso, en la historia de los seres racionales más distintos a nosotros, los que pertenecieran a una civilización extraña o incluso a un planeta lejano? Estas preguntas podrían abrirnos a un interés más profundo que los anteriores, quizá el más entrañable de los que mueven a hacer historia. Sería el interés por la condición y el destino de la especie humana, en el pedazo del cosmos en que le ha tocado vivir. Este interés se manifiesta en dos preguntas, nunca expresadas, presupuestas siempre en cualquier historia: la pregunta por la condición humana, la pregunta por el sentido.

La historia examina, con curiosidad, cómo se han realizado las distintas sociedades, en las formas más disímbolas; la multiplicidad de las culturas, de los quehaceres del hombre, de sus actitudes y pasiones, el abanico entero, en suma, de las posibilidades de vida humana se despliega ante sus ojos. La sucesión de los distintos rostros del hombre es un espejo de las posibilidades de su condición; a través de ellos puede escucharse lo que hay de común, de permanente en ser hombre. Historia magistra vitae: no porque dicte normas o consejos edificantes, menos aún porque dé recetas de comportamiento práctico; “maestra de la vida” porque enseña, a través de ejemplos concretos, lo que puede ser el hombre.

Pero la historia no dice todo eso en fórmulas expresas. Su fin no es enunciar principios generales, leyes, regularidades sobre la vida humana, ni acuñar en tesis doctrinarias una “idea del hombre”. La historia muestra todo eso al tratar de revivir, en su complejidad y riqueza, pedazos de vida humana. En este procedimiento está más cerca de las obras literarias que de las ciencias explicativas. También la literatura intenta revelar la condición humana mostrando posibilidades particulares de hombres concretos. Sin duda, la literatura abre posibilidades verosímiles, pero ficticias, y la historia, en cambio, sólo revive situaciones reales; sin duda, la literatura se interesa, ante todo, por personajes individuales, y la historia, por lo contrario, centra su atención en amplios grupos humanos; sin duda, en fin, la literatura se niega a explicar lo que describe y la historia no quiere sólo mostrar sino también dar razón de lo que muestra. Pero, por amplias que sean sus diferencias, literatura e historia coinciden en un punto: ambas son intentos por comprender la condición del hombre, a través de sus posibilidades concretas de vida.

La pregunta por la condición humana se enlaza con la pregunta por su sentido. Necesitamos encontrar un sentido a la aventura de la especie. Para responder a esa inquietud, el pensamiento humano ha intentado varias vías: la religión, la filosofía, el arte; la historia es otra de ellas. La búsqueda del sentido no da lugar a un “para qué” del quehacer histórico diferente a los dos que expusimos antes: está supuesto en ellos. El interés en explicar nuestro presente expresa justamente la voluntad de encontrar a la vida actual un sentido. Por otra parte, la historia nos lleva a comprender, dijimos, lo que agrupa, lo que relaciona, lo que pone en contacto entre sí a los hombres, haciendo que trasciendan su asilamiento. Con ello, estaría respondiendo a la necesidad que tenemos de prestar significado a nuestra vida personal al ponerla en relación con la comunidad de los otros hombres. El historiador permite que cada uno de nosotros se reconozca en una colectividad que lo abarca; cada quien puede trascender entonces su vida personal hacia la comunidad de otros hombres y, en ese trascender, su vida adquiere un nuevo sentido.

La existencia de un objeto, de un acontecimiento, cobra sentido al comprenderse como un elemento que desempeña una función en un todo que lo abarca. Veo una extraña barra de hierro. ¿Qué hace allí ese objeto? “¡Ah!, es la palanca de una máquina”, me digo; el objeto ha dejado de ser absurdo. La máquina ha dado un sentido a la existencia de la palanca, el proceso de producción a la máquina, la sociedad de mercado al proceso de producción, y así sucesivamente. La integración en una totalidad conjura el carácter gratuito, en apariencia sin sentido, de la pura existencia. De parecida manera, en los actos humanos. La carrera desbocada de un hombre en los llanos de Maratón cobra sentido como parte de una batalla, pero sería absurda si no hubiera salvado a un pueblo, el cual adquiere significado al revivir dos milenios después en otras culturas, las cuales cobran sentido…, hasta llegar a un término: la integración en la totalidad de la especie humana.

La historia ofrece a cada individuo la posibilidad de trascender su vida personal en la vida de un grupo. Al hacerlo, le otorga un sentido y, a la vez, le ofrece una forma de perdurar en la comunidad que lo trasciende: la historia es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la muerte. Y ¿cuál sería el grupo más amplio, el último, hacia el cual podría trascender nuestra individualidad? La respuesta ha variado. En las primeras civilizaciones, el mito primero, la historia después, otorgan sentido al individuo al integrarlo en una tribu o en un pueblo, pero ese pueblo sólo cobra sentido ante la mirada del dios. La historia judía no rebasa, en este aspecto particular, la perspectiva reducida de los anales egipcios o asirios. En Grecia, el horizonte empieza a ser más amplio: más allá de la integración de los pueblos helénicos se apunta a una colectividad en la que los actos tanto de los griegos como de los bárbaros cobrarían sentido. Herodoto abre su historia con estas palabras: “Herodoto de Halicarnaso expone aquí sus investigaciones (‘historia’, en griego, puede traducirse por ‘investigación’) para impedir que lo que han hecho los hombres se desvanezca con el tiempo y que grandes y maravillosas hazañas, recogidas tanto por los griegos como por los bárbaros, dejen de nombrarse”. Herodoto quiere impedir que un momento de vida se borre de la mente de otros hombres y, en este punto, no hace diferencia entre griegos y bárbaros; lo que lo mueve es, en último término, permitir que esa vida subsista en la conciencia general de la especie.

Sin embargo, ni griegos ni romanos tuvieron una idea clara del papel que podrían desempeñar sus pueblos en el seno de una colectividad más amplia. Esto sólo acontece con la historia cristiana. Para ella, todos los pueblos cumplen una función en un designio universal que compete a la humanidad entera; con todo, ese designio no es inmanente a la propia humanidad sino producto de la economía divina. Más tarde, a partir de Vico, las leyes que gobiernan a la historia humana se conciben inherentes a ésta. Los grandes ciclos de la vida de la humanidad o bien su progreso hacia una meta final es lo que puede otorgar sentido a cualquier historia particular. Por eso, la mayor trascendencia que puede alcanzar la historia está ligada a la historia universal. En la historia universal cada individuo quedaría incorporado a la especie, en una comunidad de entes racionales. En ese empeño llegaría a su final el afán de integrar toda vida individual en un todo que la trascienda. ¿Llegaría a su fin en verdad?

Si los actos humanos cobran un nuevo sentido al integrarse a una comunidad y, a través de ella, a la humanidad, ¿no podríamos preguntar también: y qué sentido tiene la especie humana, en la inmensidad del cosmos? La historia actual no puede dar una respuesta, como no puede darla ninguna ciencia; sólo la religión puede atreverse a balbucir alguna. Pero, ¿cuál sería la comunidad última en que pudiera integrarse la historia de la especie? Sólo la comunidad de todo ente racional y libre posible. Tal vez, en un futuro incierto y lejano, en su persecución nunca satisfecha de una trascendencia, el hombre busque el sentido de su especie en el papel que desempeñe en el desarrollo de la razón en el cosmos, tal vez entonces la historia universal de la especie se ligue a una historia cósmica.

Bastará una observación para mostrar que ese ideal está ya presente en nosotros. Sin duda se nos ha ocurrido la posibilidad de que, en una catástrofe futura, causada por los mismos hombres o por un acontecimiento cósmico, la humanidad dejara de existir. ¿No sería para nosotros una necesidad dejar un testimonio de lo que fuimos? Ante una amenaza semejante, pensaríamos en dejar alguna señal, lo más completa posible, de lo que fue la especie humana, para que, si en épocas futuras, comunidades racionales de otros planetas vinieran al nuestro, rescataran nuestra humanidad del olvido.

Éste sería, en suma, el último móvil de la historia, su “para qué” más profundo: dar un sentido a la vida del hombre al comprenderla en función de una totalidad que la abarca y de la cual forma parte: la comunidad restringida de otros hombres primero, la especie humana después y, tal vez, en su límite, la comunidad posible de los entes racionales y libres del universo.