En nuestra época se inicia, quizá, la última etapa en un largo proceso: el de la convergencia de todas las culturas hacia una cultura planetaria. Este proceso tuvo su inicio en el siglo XVI, cuando la cultura cristiana occidental tocó su último limes. Con la conquista de América y la circunvalación del globo, dejó de haber para la cristiandad una frontera última. La civilización nacida en el Mediterráneo empezó entonces su expansión por el planeta; al proseguir su viaje en busca del límite, regresaba a su lugar de partida. Pero la abolición de las últimas fronteras implicaba también la supresión del centro. Hasta entonces, todas las civilizaciones se habían desarrollado en un espacio cerrado, en torno de un centro de irradiación. La civilización cristiana no fue una excepción. Durante centurias Roma fue considerada su centro inmutable. Pero la superficie de una esfera carece de márgenes; cualquier lugar puede ser el centro, cualquiera la periferia. La expansión de la civilización occidental hasta su última frontera fue también el inicio de la pérdida del centro. La civilización occidental comenzó un proceso por el que dejaría de ser una civilización circunscrita a un espacio limitado. Roma puede ahora estar en cualquier parte. Sólo una cultura sin centro ni periferia puede aspirar a convertirse en cultura universal. La pérdida del centro de la civilización occidental, iniciada hace poco menos de cinco siglos, abrió así el camino a la realización de una cultura unida en todo el planeta.
Sin duda, aún no hemos llegado al fin de ese proceso, aún no se ha constituido la cultura planetaria; no obstante, tal vez hayamos dado el último paso hacia la unificación. Ese paso fue posible gracias al enorme adelanto de la tecnología de la comunicación. La ausencia de centro y de periferia en nuestro mundo podría simbolizarse en dos imágenes: la visión del planeta azul desde un satélite espacial y la audición simultánea de su mensaje en todos los puntos del globo. La técnica y la ciencia son las avanzadas de una cultura una, pero sólo sus avanzadas. Porque si bien el conocimiento científico no excluye, por principio, a ningún pueblo, la misma situación no existe en las otras esferas de la cultura ni, mucho menos, en la organización política. La unificación de la ciencia universal es sólo un inicio en la construcción de una cultura universal. El empeño de mantener, en un planeta en realidad uno, centros de poder opuestos y barreras mentales divisorias puede dar al traste con la marcha hacia la unidad: en lugar de una Tierra unificada, su estallido en mil pedazos. De allí que resulte tan importante aclararnos la relación entre el proceso de unificación y los particularismos que se oponen a él. En este ensayo solamente tocaré el problema en lo que atañe a los aspectos culturales.
Todo proceso de unificación implica rupturas. El largo camino de convergencia, iniciado en el siglo XVI, pasa por feroces guerras de conquista, destrucciones de culturas, servidumbre de pueblos enteros. La marcha hacia una cultura universal no ha sido resultado del consenso entre iguales, sino de la dominación y la violencia. En la historia de todos los pueblos, tanto la constitución de las naciones como la de los imperios se expresó siempre en el predominio de una cultura más general sobre culturas particulares. Al someterse al dominio de la cultura más general, las culturas particulares sufrieron una suerte variable entre dos extremos: o su destrucción o su asimilación a la nueva cultura. En la mayoría de los casos, pasaron por un proceso de enajenación y de desintegración; en ninguno, el paso a un nivel mayor de unificación en las culturas se dio sin abandonos ni desgarramientos. Éste es el aspecto oscuro del proceso de convergencia. La vía hacia la unidad implicaba también enajenación y servidumbre.
De ahí que, al iniciar la que puede ser última etapa hacia una cultura planetaria, se nos hagan conscientes, con mayor agudeza, los dos aspectos contrarios de un mismo movimiento histórico. Por un lado, la esperanza de la integración final de la humanidad en una cultura universal, de la convergencia de todos los pueblos en una unidad superior; por el otro, la enajenación, la desintegración de las culturas particulares que esa convergencia entraña. En el nivel teórico se plantea una pregunta: ¿hasta qué punto sería posible la convergencia hacia una cultura universal sin pasar por la desintegración de las culturas particulares?
Esta pregunta se ha formulado simultáneamente en muchos países cuyas culturas sufren alguna medida de enajenación y servidumbre. Para ellos no se trata de un acertijo teórico, sino de una cuestión vital. En distintos países de África, Asia y América Latina, sin que haya habido influencias recíprocas, la situación común de dependencia ha dado lugar a movimientos que intentan recuperar las raíces culturales propias, que incitan a cobrar conciencia de su identidad, frente a un proceso de homogeneización cultural que se vive como enajenación. Por distintos que sean esos movimientos intelectuales, tienen en común el intento de recuperación de las características nacionales (la “identidad”, el “ser” nacionales) frente a la imposición de una cultura ajena. Reflexiones semejantes han solido acompañar los procesos de descolonización y los movimientos de liberación nacional. Por lo general, dan lugar a posturas que tienden a oponer una cultura propia a rasgos culturales que provienen de otros pueblos. A veces, ese problema se expresa en términos de una dualidad insoluble: universalismo frente a particularismo cultural. Ahora bien, en nuestra época, el más común de los particularismos culturales es el que se da en el nivel de las naciones; la defensa de la cultura propia toma entonces el carácter de un nacionalismo cultural.
Pero el dilema entre universalidad y particularidad plantea a cualquier política cultural un conflicto de valores, imposible de superar. Una política que propicie el acceso a una cultura universal está guiada por ciertos valores superiores: creación de una comunidad mundial, comunicación transparente de todos los pueblos, construcción de un saber universal. Pero tiene que enfrentarse a la pérdida de la riqueza de las múltiples culturas particulares y su sujeción a ideologías ajenas de dominio. Por su parte, una política distinta, que propicie la permanencia de los particularismos frente a una cultura mundial homogénea, se adhiere a valores contrarios: preservación de la identidad nacional, riqueza de lo múltiple y singular, superación de la enajenación. Pero tiene que levantar barreras al proceso de integración de los pueblos de una unidad superior, garante de la comunicación universal. En ese conflicto de valores, ¿hasta dónde sacrificar los unos al optar por los otros? ¿Acaso podemos precisar el grado en que podemos afirmar nuestras características particulares sin dañar nuestro acceso a lo universal? A la inversa, ¿es posible señalar el punto en que se podría asimilar una cultura ajena sin romper la propia identidad? Expresadas en esos términos, las preguntas no admiten respuesta. Basta esta observación para percatarnos de que el problema está mal planteado. Tenemos que analizarlo con otros conceptos que nos permitan superar el dilema universalidad-particularidad.
En realidad, en ambos cuernos del dilema se persiguen ciertos valores semejantes, aunque por vías distintas. Lo que tiene de valioso la primera alternativa no es la universalidad en cuanto tal, sino la integración de las particularidades en una unidad superior, que asegure la comunicación de todas ellas. Lo que tiene de valioso la segunda alternativa no es el particularismo, sino la afirmación de una cultura autónoma, integrada, libre de enajenación. Integración, unidad, comunicación, autonomía: tales son los rasgos de la autenticidad. En una y otra opción se buscarían, por diferentes medios, valores que se darían plenamente en una cultura auténtica. Así, el falso dilema “universalidad-particularidad” podría remplazarse por otra oposición más clara y radical: cultura auténtica frente a cultura inauténtica.
Pero, ¿qué entendemos por “cultura”? ¿Qué condiciones tendría una “cultura auténtica”?
“Cultura” es un término vago. Ha dado lugar a muchas interpretaciones. No podemos, en tan breve espacio, intervenir en esa discusión. Sólo retendremos que la tendencia actual predominante es otorgarle al término un sentido amplio. No se reduce a la suma de productos del trabajo humano, tales como utensilios, edificios, obras de arte, escritos, etc., sino que abarca también el conjunto de creencias y actitudes de los miembros de una sociedad, los cuales se expresan tanto en aquellos productos como en formas de comportamiento e instituciones. E. B. Tylor había ya propuesto un concepto “global” de cultura. Entendía por ella “ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad”.1 La mayoría de los antropólogos se inclinan, en la actualidad, por una concepción semejante. La conferencia sobre políticas culturales, organizada por la UNESCO en México en 1981, retuvo una definición análoga:
En su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.2
Para intentar ordenar ese conjunto demasiado disímbolo, podríamos distinguir nosotros, grosso modo, dos aspectos o dimensiones de la cultura, que denominaríamos, en un afán de simplicidad, “externo” e “interno”. El primero correspondería a los elementos percibibles directamente por un observador. Comprendería dos subconjuntos. Por una parte, los productos materiales de una cultura: edificios, utensilios, vestidos, obras de arte, conjuntos de signos, etc. Por la otra, los sistemas de relación y de comunicación, observables a través de casos concretos en los cuales se realizan o a los que se aplican. Entrarían en esta categoría las organizaciones sociales, los lenguajes de distintos tipos, los comportamientos sometidos a reglas (costumbres, ritos, juegos, etcétera).
Pero esa dimensión directamente observable de una cultura sólo es comprensible al suponer, en los sujetos, un conjunto de estados disposicionales “internos”, que le da sentido: las creencias, los propósitos o intenciones y las actitudes colectivas de los creadores de cultura.3 Esta dimensión “interna” de la cultura es condición de posibilidad de su dimensión “externa”. Tanto los productos como los comportamientos observables sometidos a reglas se vuelven comprensibles solamente si podemos inferir, a partir de ellos, los sistemas de creencias, valoraciones y propósitos que expresan. La cultura puede considerarse como una “segunda naturaleza” creada por las comunidades humanas con el objeto de justificar sus creencias, realizar sus valores elegidos y cumplir sus fines deseados. Mediante la cultura los hombres intentan varios objetivos: asegurar el acierto de sus acciones, dar sentido a su vida y a su modo, acercarse a un ideal de perfección, establecer una comunicación con los otros.
Ahora ya podemos preguntar: ¿cuándo podríamos decir que una cultura es auténtica? El término “autenticidad” suele aplicarse, en el lenguaje ordinario, a comportamientos o a creencias de individuos. Tiene una connotación moral y psicológica. Hablamos, así, de una “vida auténtica”, de la “autenticidad” de una conducta, o de las “auténticas convicciones” de una persona. Si queremos aplicar el término a una cultura colectiva no nos queda otro recurso que proceder por analogía. Pero ya desde Platón las analogías del “alma” individual a la sociedad se han mostrado provechosas.
Solemos decir que el comportamiento de una persona es auténtico cuando es congruente con sus verdaderas convicciones. De parecida manera, podríamos calificar de auténticas a las manifestaciones externas de una cultura si expresan adecuadamente las creencias y actitudes de sus creadores y si responden a sus propósitos. Productos culturales, comportamientos colectivos auténticos son los que expresan los valores y las creencias de una comunidad y sirven para sus fines. Así, la pregunta por la autenticidad de las formas observables de una cultura nos remite, inevitablemente, a las disposiciones “internas” que les dan sentido.
Podemos preguntar entonces por lo que constituiría la autenticidad de ese conjunto de disposiciones internas. ¿Cuándo son auténticas las creencias y actitudes de una colectividad de manera que den lugar a productos igualmente auténticos? Creo que, en este punto, podríamos hablar de dos sentidos de autenticidad, según se refieran a las razones o a los motivos de creencias y actitudes.4 Veamos el primero.
Por “razones” entendemos, en un sentido amplio, cualquier fundamento que se aduzca para justificar la verdad o probabilidad de una creencia. Pueden ser de índole lógica, como pruebas, argumentos, demostraciones, o bien de carácter personal, como experiencias, o testimonios, intuiciones, estimaciones. Pues bien, en un primer sentido, podemos decir que las creencias de una persona no son auténticas cuando se basan en justificaciones que no han sido examinadas por ella misma, cuando toma prestadas razones ajenas sin someterlas a discusión. Un pensamiento inauténtico es el que tiende a aceptar, sin un examen suficiente, opiniones que otros le inculcan. Decimos, así, que las creencias de una persona no son auténticas cuando repite ideas recibidas, sin ponerlas personalmente en cuestión. Pensamiento inauténtico es el que no expresa una actividad propia del individuo, el que sólo reitera argumentos prestados, o bien el que no lleva hasta el final el examen crítico de las opiniones transmitidas. Auténtica, en cambio, es toda convicción que se funda en las propias razones y resulta, así, del pensamiento personal de quien la sustenta.
Este sentido de autenticidad es aplicable, en primer lugar, a las formas intelectuales de una cultura, desde la ciencia y la filosofía hasta muchas creencias éticas y políticas. Esas expresiones culturales pueden tildarse de inauténticas si están constituidas por conjuntos de creencias y actitudes que no son el producto de un examen racional propio sino de la recepción pasiva del pensamiento de otros. En este sentido, autenticidad es una forma de referirse a autonomía de la razón. La cultura inauténtica es heterónoma, porque no es resultado del ejercicio de la propia razón, sino que es dependiente de un discurso ajeno.
El mismo sentido de autenticidad puede aplicarse también a sistemas de creencias y actitudes cuyo ideal de conocimiento no es un saber científico, sino alguna forma de sabiduría: la religión, la literatura, la moral popular. También ellas se justifican en razones, aunque de otro género: experiencias vividas, intuiciones personales, aceptación confiada del testimonio ajeno. También ellas se convierten en inauténticas cuando dejan de ser convicciones vividas, justificadas en experiencias personales, cuando se vuelven convenciones heredadas que se aceptan por imposición de la sociedad. Las creencias que daban sentido a la vida se fijan, entonces, en un conjunto de dogmas y de fórmulas hechas; dejan de confirmarse en una forma de vida, para repetirse ciegamente, como prejuicios aceptados sin discusión. También en este campo, la cultura inauténtica implica heteronomía.
El caso más patente de sistemas de creencias heterónomas son las ideologías. El pensamiento ideológico consiste precisamente en la reiteración de creencias aceptadas sin suficiente discusión, que sirven a los intereses de los grupos que las formularon. Cultura inauténtica es cultura manipulada, sujeta a los discursos ideológicos. Cultura auténtica es cultura crítica, autónoma, fundada en las propias razones.
Pero una cultura no sólo pretende fundar sus ideas en razones; también obedece a motivos. Por “motivos” entendemos, en un sentido muy general, cualquier causa psíquica que induce a la acción. Incluimos en ellos tanto los fines y proyectos conscientes que guían nuestro comportamiento como los deseos, intereses, impulsos emotivos, muchos de ellos inconscientes, que nos mueven. Pues bien, en un segundo sentido solemos decir que las creencias, actitudes o expresiones de una persona no son auténticas cuando no responden a motivaciones propias sino prestadas, esto es, cuando no satisfacen necesidades reales de esa persona, no expresan sus verdaderos deseos, preferencias o temores y no son medios para lograr los fines que ella se plantea. Una persona exhibe expresiones o comportamientos inauténticos cuando éstos responden a motivaciones y fines que no son los suyos. Inautenticidad es, en este sentido, incongruencia de las expresiones de un sujeto con su personalidad real.
De parecida manera, podemos decir que una manifestación cultural es inauténtica cuando no es congruente con las necesidades, ni los deseos, intereses y fines reales de sus creadores o consumidores. Una cultura es auténtica, en cambio, cuando corresponde, por una parte, a los deseos y conflictos reales que constituyen la vida profunda de una comunidad, cuando, por otra parte, es un medio adecuado para cumplir sus fines. La cultura inauténtica es imitativa; se dedica a repetir creencias, actitudes y modos de expresión que responden a motivaciones ajenas a las que impulsan nuestra vida real, y que se originaron para dar respuesta a deseos, satisfacer intereses y cumplir finalidades de otros grupos sociales.
Una cultura auténtica está integrada al grupo al cual pertenece y es, a la vez, integradora del grupo. Por una parte, expresa las necesidades, los valores y propósitos del grupo; por la otra, suministra a todos los miembros del grupo un medio de reconocerse a sí mismos y de comunicarse con los demás. Una cultura inauténtica, en cambio, expresa una escisión entre la vida real del grupo y sus formas de comunicación. Cultura inauténtica es cultura escindida de la comunidad, enajenada.
En suma, respecto a la justificación de las creencias que sustenta una cultura, autenticidad querría decir autonomía de la razón, respecto a los motivos que la impulsan, significaría congruencia con la vida real. Estos dos sentidos de autenticidad suelen ser complementarios. Una cultura autónoma, fundada en el examen libre de sus propias justificaciones, responde a necesidades e intereses propios. A la inversa, sería difícil concebir una cultura congruente con la propia vida que no tendiera a justificarse en un pensamiento autónomo. Autonomía y congruencia con la vida suelen ir de par, tanto en la vida individual como en la colectiva.
Preguntemos ahora: ¿qué relación guarda la autenticidad de una cultura con los términos del dilema universalidad-particularidad que ya examinábamos antes? Se ha ofrecido una primera respuesta. Frente al efecto desintegrante, en los países colonizados, de una cultura occidental con pretensiones de universalidad, se ha identificado la vía hacia la autenticidad con la defensa de los rasgos particulares de cada cultura autóctona. Es la respuesta de los nacionalismos culturales. En un mundo dividido en nacionalidades, las particularidades culturales se presentan generalmente en el nivel del Estado-nación. De hecho, en muchos países se ha tratado de promover alguna forma de nacionalismo cultural como política de preservación de la autenticidad. Pero, ¿es ésta efectivamente la vía más adecuada para alcanzar una cultura auténtica?
Por desgracia, “nacionalismo” es un término vago que puede recibir varias interpretaciones. Todas ellas, sin embargo, podríamos reducirlas a un núcleo común de significado. Un “nacionalismo cultural” supone, por una parte, una actitud de defensa o protección contra influencias externas a la nación y, por la otra, un hincapié en los contenidos propios de esa nación. Un nacionalismo cultural implica la idea de que existen elementos, rasgos peculiares de una cultura, los cuales pueden identificarse, en mayor o menor grado, con rasgos del pasado (según sea el tipo de “nacionalismo” de que se trate), pero que, en todo caso, deben defenderse frente a lo extraño, lo diverso, que podría adulterarlos.
Pues bien, así entendido, todo nacionalismo cultural es proclive a caer en tres graves confusiones.
Primera: la confusión entre lo auténtico y lo peculiar de una cultura. El nacionalismo tiende a interpretar lo auténtico en términos de lo distintivo, lo singular, esto es, de aquellas características peculiares que nos distinguen de las demás culturas. Pero lo auténtico no siempre coincide con lo peculiar. Bastarían algunos ejemplos triviales para mostrarlo. Si a un joven poeta italiano se le incita a escribir como Dante y a un poeta mexicano como sor Juana, se les está invitando a seguir expresiones culturales peculiares de su cultura, ¿se les recomienda también autenticidad? A la inversa, a un físico del tercer mundo que examinara con detenimiento las últimas aportaciones norteamericanas sobre su tema, pero desechara las de su propio país por no encontrar ninguna de suficiente valía, ¿podríamos tildarlo de inauténtico?
Las manifestaciones más auténticas de una cultura pueden ser, en determinadas situaciones sociales, las menos “peculiares”. Son las sociedades estáticas, donde las tradiciones desempeñan un papel preponderante en la cohesión social, las que desarrollan culturas con rasgos más distintivos. Con la transformación industrial, las culturas nacionales son cada vez menos peculiares. En las sociedades desarrolladas, el ámbito de expresiones culturales semejantes y de influencias recíprocas es muy amplio, porque responde a problemas y situaciones comunes a todos los países que han llegado a un nivel similar. Aunque en menor medida, una situación parecida se da también en los países en proceso de desarrollo. Tanto en los grupos que intentan afianzar el sistema capitalista como en los que buscan su cambio, resultan más congruentes con sus intereses reales, sistemas de ideas y valores que comparten con grupos de otras sociedades situadas en procesos semejantes, que ideas y valores distintivos, propios de una situación pasada. En una sociedad moderna, no sólo la ciencia y la filosofía, sino aun la moral y el arte, tienen que expresar una serie de conflictos nuevos que no son peculiares de una nación específica. Cierto que el desarrollo industrial y técnico, aunque propicie formas de cultura mundiales, no elimina las notables diferencias de las culturas nacionales, pero cada vez es más difícil distinguir en ellas los elementos que les son peculiares de los que comparten con otras.
Además, toda cultura nacional es el resultado de la convergencia de culturas diversas. Esto se aplica con especial propiedad a las culturas latinoamericanas. Son producto de la unión de la cultura hispánica, las varias culturas autóctonas de América e importantes aportes africanos y asiáticos, sin contar con las influencias posteriores francesa y anglosajona. Pero la cultura hispánica era, a su vez, un mestizaje de culturas: ibérica, latina, griega, visigótica, arábiga, y las culturas autóctonas provenían de varias raíces. José Vasconcelos pudo simbolizar con un mito, el de la “raza cósmica”, esa convergencia de todas las culturas en una. Pero en todas las regiones encontramos ejemplos semejantes. Ninguna cultura es pura. En algunas naciones, su cultura actual es incluso el resultado del encuentro de culturas radicalmente alejadas en sus orígenes. Pensemos en la confluencia de culturas tradicionales con corrientes modernas occidentales en países como Japón, India o China. En esos casos, ¿cuál sería la actitud más auténtica, la que pretenda reiterar un pasado cultural, por ser peculiar, o la que asimile y desarrolle formas culturales que rompen con él?
Los procesos de ruptura frente a formas culturales existentes pueden ser el producto de una situación de colonización o dependencia, sí, pero también pueden ser signos de renovación y de progreso. Porque la insistencia en las peculiaridades de la propia cultura es expresión, a menudo, de una actitud defensora de la situación social y temerosa de su renovación. Al confundir lo auténtico con lo propio, se puede tildar de “exóticas” las ideas críticas o disidentes del sistema social existente y, a nombre de preservar un legado cultural propio, fomentar patrones establecidos. El apego a lo peculiar frente a lo extraño puede cobrar con facilidad el sentido de reiteración de lo “normal” frente a lo “marginal”, de lo convencional frente a lo disidente. De allí a la aceptación de “esencias nacionales” que nos constituyen no hay más que un paso. Y ya es sabido que esas sutiles “esencias” suelen servir para poner el membrete de “traidora” o “descastada” a cualquier postura que no acepte las creencias establecidas. Bajo la defensa de lo propio y la condena de lo extraño puede ocultarse el temor a cambios susceptibles de transformar la realidad.
Esa confusión se propicia por la parte de razón que parece tener un nacionalismo cultural en una relación de dependencia. En situación semejante es frecuente la imitación, sin examen personal, de ideas y actitudes que no responden a motivaciones nuestras sino de la metrópoli dominante. Pero su falta de autenticidad no consiste en el origen externo de esas ideas, sino en su repetición, sin reflexión ni crítica, y en su falta de integración a nuestra vida. La cultura imitativa no es inauténtica por dejarse influir por elementos “extraños a la realidad nacional”, sino por aceptarlos sin ponerlos en cuestión ni integrarlos a nuestros deseos y necesidades reales. Su inautenticidad consiste en la reiteración irreflexiva de contenidos culturales que no responden a nuestra vida. Así, tan inauténtica puede ser una actividad que repite, sin ponerlos en cuestión, ideas y valores de la propia tradición cultural, como la que acepta ideas importadas. A la inversa, muchas actitudes disruptivas frente a la situación imperante son auténticas, si son fruto de una reflexión personal autónoma, aunque no repitan ningún contenido peculiar de la propia realidad cultural.
Al no hacer estas distinciones, el nacionalismo cultural corre siempre el riesgo de confundir cultura nacional con tradición cultural y autenticidad con reiteración de lo existente.
Segunda. El nacionalismo cultural suele estar amenazado por una segunda confusión: la confusión entre cultura nacional y cultura una.
El término mismo de “nacionalismo cultural” parece dar por supuesto que existe una cultura nacional. Convertido en programa político, puede ser un factor ideológico importante en la convergencia de expresiones regionales y locales en una unidad superior.
Pero el término “cultura nacional” es la abreviación de una realidad compleja. De hecho toda cultura nacional es el resultado de muchas convergencias y disidencias. Por una parte, son muchos los países en los que coexisten, en realidad, diversas culturas nacionales dentro del territorio dominado por el mismo Estado, se reconozcan expresamente, o no, como Estados multinacionales. Es el caso de países tan distintos como la Unión Soviética, España, Yugoslavia y muchos africanos. Aun en naciones con una cultura hegemónica, como Perú, México, Irán o Turquía, subsisten culturas divergentes que corresponden a etnias o comunidades minoritarias. Por otra parte, en el seno de una cultura dominante se da una diversidad de variantes regionales y una multiplicidad de valores y actitudes culturales conflictivas, que corresponden a clases y grupos sociales distintos. Una política de nacionalismo cultural, por su propia dinámica, suele tender a impulsar una cultura central uniforme y a menospreciar esas diferencias. Puede sucumbir incluso a la tentación de considerar ciertas manifestaciones culturales como arquetipos de cultura nacional, que entonces se proponen por igual a todas las etnias, regiones y estratos sociales. Pero cultura auténtica, hemos visto, es la que responde en cada caso a las formas de vida concretas de cada comunidad y es producto de su creación autónoma. La idea de una cultura nacional unitaria puede ir en contra de esa autonomía cultural, puede chocar con las múltiples y ricas culturas de las etnias, regiones, minorías que componen un país, y ayudar —como de hecho ha sucedido— a su destrucción, en nombre de su integración a la cultura nacional. La vía hacia la autenticidad cultural tendría un sentido contrario: exigiría el respeto y el fomento de todas las culturas étnicas, de las variantes regionales. Supondría una política de descentralización radical de la cultura y de estímulo a la consolidación de centros de creación cultural múltiples en la misma nación. Pero es difícil concebir cómo sería compatible una tendencia semejante con la inercia centralizadora propia de una política de nacionalismo cultural. Este punto nos lleva a una tercera y última confusión.
Tercera. Una política de nacionalismo cultural es propensa a la confusión entre cultura nacional y cultura auspiciada por el Estado.
Esta confusión se basa en otra: la de nación con Estado. Nación y Estado pertenecen, en realidad, a categorías distintas. La nación pertenece a la categoría de comunidad, el Estado a la de dominación. La nación supone la integración de muchos individuos y grupos en un todo, por su adhesión a los mismos valores y su elección de un proyecto común. El Estado se origina en la sujeción de individuos y grupos a un solo poder soberano. Valores, proyectos, disposiciones comunes, expresadas en un lenguaje compartido, constitiuyen la nación; la estructura de poder constituye el Estado. Hay naciones sin Estado y Estados que abarcan varias naciones o parte de una nación.
Al asumir como proyecto político un “nacionalismo cultural”, el Estado tiende a interpretarlo como cultura auspiciada por él. Difícilmente puede separarlo del fomento de una cultura oficial, destinada a mantener la cohesión de la nación bajo el dominio del Estado existente. Así entendido, el nacionalismo cultural tiene una doble función: por una parte ayuda a la consolidación del Estado nacional frente a las amenazas colonialistas externas; por la otra, refuerza su dominio en el interior de la sociedad. De cualquier modo, no coincide necesariamente con el fomento de la autenticidad cultural.
En efecto, cualquier cultura promovida por el Estado tiende a ser reiterativa de elementos culturales, propende a consolidar tradiciones, a consagrar valores culturales. Así, ayuda a establecer patrones de una cultura “normal”. Las disidencias innovadoras o críticas tienen que ocupar entonces una postura “marginal”. Pero la producción cultural más creativa tiende, por lo contrario, a ser disruptiva de la cultura normal; en lugar de reiterar valores establecidos, tiende a ponerlos en cuestión.
De hecho, muchas culturas nacionales se han renovado a partir de gérmenes que, en sus comienzos, han sido marginales o disidentes frente a los patrones culturales aceptados. En el campo de las concepciones del mundo, pensemos en la introducción de ideas modernas en sociedades tradicionales, en la irrupción de un pensamiento revolucionario en la crítica a las ideologías imperantes, en la emancipación mental de cualquier movimiento ilustrado; en el dominio del arte, recordemos todas las rupturas contra academias y patrones estéticos consagrados. En todos estos casos, es en el seno de la nación, no del Estado, donde surgen movimientos autónomos renovadores.
El nacionalismo, con o sin adjetivo que lo califique, cumple una función distinta según sea el tipo de Estado que lo utilice. En un proceso de descolonización o de independencia nacional, puede ayudar a la integración del país, reforzar sus defensas frente al dominio exterior, estimular la confianza y el orgullo del país antes dependiente. Es, entonces, un factor de liberación. Pero cualquier nacionalismo, al integrar a la comunidad, favorece también la aceptación confiada de las relaciones sociales. Puede usarse también, por lo tanto, para limar los conflictos de clase, en aras de la “unidad nacional”, para justificar la situación existente y rechazar, por “extrañas”, ideas y actitudes disidentes. Se convierte entonces en un factor de conservación. En algunas situaciones, puede incluso adquirir una función más siniestra, en manos de un Estado represivo. El nacionalismo ha sido ideología de muchos movimientos de liberación pero también de las peores tiranías modernas.
“Nacionalismo cultural” es un término susceptible de múltiples interpretaciones. Por su imprecisión, es proclive a las tres confusiones que señalamos. Se dirá que podemos aceptarlo si las evitamos. Sin duda. Pero entonces nos alejaríamos de lo que comúnmente sugiere la palabra nacionalismo y no podríamos evitar los consiguientes equívocos. Si queremos librarnos de ellos, más vale abandonar el término.
Si la autenticidad en la cultura no coincide necesariamente con la defensa de un particularismo cultural, la falta de autenticidad no está ligada tampoco a una posición universalista. Formas inauténticas de cultura no son las que responden a intereses generales, sino a intereses particulares de grupos privilegiados. La falta de autenticidad suele disfrazar intereses de dominio de unos grupos sobre otros. Cultura inauténtica es cultura ideológica.
Signos de la autenticidad, hemos visto, son la autonomía del pensamiento y su congruencia con las necesidades y los deseos reales de la sociedad. Lo que amenaza la autonomía de una cultura no son las ideas de otros hombres, sino la manipulación de las mentes por una cultura de consumo al servicio de intereses particulares, sean políticos o comerciales, internos o externos a las fronteras de un país. La lucha contra la enajenación cultural no consiste en la afirmación de nuestras peculiaridades, sino en el ejercicio de un pensamiento libre y riguroso, en el examen crítico de todo dogmatismo, en la desmistificación de las ideologías al servicio de grupos particulares. Lo que se opone a una cultura congruente con nuestra vida, por otra parte, no es la atención a actitudes y valores originados en otras sociedades, sino el desprecio o la ignorancia de las necesidades reales de la comunidad a la que pertenecemos.
La cultura al servicio de intereses particulares aparece tanto en el nivel nacional como en el mundial. La imposición de una cultura nacional homogénea sobre múltiples culturas locales o regionales correspondió generalmente al interés de los grupos dominantes dentro del Estado-nación. A veces la cultura de una nacionalidad se impuso a las de otras nacionalidades existentes en el mismo Estado; otra veces, la cultura de una clase o de un grupo se convirtió en hegemónica, dejando en la marginalidad a las demás. En todos los casos, la dominación de la cultura predominante inició un proceso de deterioro y enajenación de otras formas culturales adaptadas a las comunidades locales.
En los países del Tercer Mundo, el paso de sociedades tradicionales a una civilización industrial ha agudizado la crisis de las culturas locales. A menudo, la cultura hegemónica es puesta al servicio de los intereses económicos que dominan el mercado. Los medios informativos se encargan de difundir una cultura uniformizada, comercializada, desprovista de valores superiores, que las ciudades exportan al resto del país. La modernización de las viejas sociedades se ha acompañado, a menudo, con el remplazo de ricas culturas tradicionales por los vulgares patrones culturales de una mediocre sociedad de consumo. En nombre del “progreso” y la “civilización” se destruyen con frecuencia formas probadas de sabiduría, dejando en su lugar un vacío de valores. Los estudios de antropología social efectuados en países en proceso de desarrollo abundan en ejemplos de la desintegración de culturas comunitarias, víctimas del proceso de “modernización”.
Esta ruptura de culturas auténticas en el nivel nacional tiene una analogía en el plano internacional. Después de la descolonización política suele subsistir, en las antiguas colonias, un “colonialismo mental”, propio de élites separadas del resto del país. A veces, el extrañamiento entre la cultura popular y la de grupos mentalmente dependientes de la antigua metrópoli llega a ser tan grande, que podría hablarse de verdaderos “enclaves” de cultura importada en un territorio donde predominan culturas autóctonas. Aun en los casos en que la separación no es tan tajante, pueden subsistir por mucho tiempo actitudes de dependencia y subordinación de grupos privilegiados respecto de la cultura de los antiguos colonizadores. Se producen así culturas imitativas, puramente receptivas de expresiones espirituales extranjeras, carentes de autonomía y de originalidad.
También en este caso el proceso se agrava con el acceso a la sociedad industrial. Muchos medios de comunicación transnacionales se encargan de propagar por todo el mundo expresiones culturales sometidas a los cálculos financieros de los grandes consorcios: cultura adocenada, dirigida a formar hábitos consumistas. A través de la televisión, el cine y la prensa, se va constituyendo una seudocultura mundial manipulada.
La lucha por una cultura auténtica es también lucha contra esas formas de dominación mental. Está dirigida por un doble ideal: preservar la autonomía de las culturas comunitarias frente a los intereses de grupo, e integrarlas en unidades culturales superiores. Cabe, en efecto, la posibilidad de una cultura nacional que no destruya, sino que integre las complejas culturas locales; y, ¿por qué no habría de ser posible también construir una cultura universal que no sólo no se imponga a las culturas nacionales sino que resulte de su convergencia?
Ante las múltiples culturas de etnias, nacionalidades, regiones de un Estado, puede diseñarse una política de respeto, tolerancia y fomento de la diversidad, sin renunciar a su integración en una unidad superior. Una posición semejante sólo es posible si se preservan las estructuras y organizaciones sociales comunitarias, intermedias entre los individuos y el Estado-nación, que pueden servir de soporte a la diversidad de formas culturales frente a la cultura hegemónica.
Por otra parte, cultura universal no será la que impongan sobre las naciones los imperialismos políticos o financieros, sino la que resulte de la conjunción armónica de las distintas culturas nacionales. Una cultura sólo puede ser auténticamente universal si no se contrapone a ninguna cultura particular ni la sojuzga. Ni la cultura occidental actual ni, mucho menos, su caricatura propagada por los grandes medios de comunicación internacionales son la cultura universal. Ella está aún por construir y resultará de la integración de todas las culturas autónomas en un nivel superior. En realidad, constituye una idea regulativa de la que ignoramos cuándo y cómo llegaremos a alcanzar. Quizá una de las tareas de la humanidad en los próximos siglos sea propiciar la fecundación recíproca de las culturas, para elaborar una cultura unida en su cima, diversa en su base. Entonces empezaría la historia una de la especie.
1 Véase Primitive Culture, vol. VII, Londres, 1871, p. 7.
2 Véase “Declaración de México”, en Conferencia mundial sobre las políticas culturales. Informe final, UNESCO, París, 1982, p. 43. Cabría, sin embargo, oponer un reparo a esta definición: es puramente enumerativa, sin señalar el criterio seguido para la enumeración.
3 Algunos psicólogos sociales (por ejemplo, D. Krech, R. S. Crutchfield y E. L. Ballachey, Individual in Society, MacGraw-Hill, Nueva York, 1962 p. 146) incluyen esos tres aspectos en el término común de “actitud”; ésta tendría tres componentes: uno cognitivo (creencia), otro conativo (intención) y un tercero afectivo-valorativo (actitud propiamente dicha). Me parece más clara y operativa la posición de otros autores, como Martin Fishbein e Icek Ajzen ( Belief, Attitude, Intention and Behavior, Addison-Wesley Pub. Co., Reading, Massachusetts, 1975), que conservan la distinción entre los tres conceptos y reducen el de “actitud” a las disposiciones afectivo-valorativas.
4 Sobre esta distinción y su relación con las creencias, puede verse mi libro Creer, saber, conocer, Siglo XXI Editores, México, 1982, caps. 4 y 5.