Esto era como un castillo, para que nadie entrara. Peor que si hubiera tenido de esas zanjas llenas de cocodrilos. Pero usted sabe: por más que uno se tenga fe, por muy protegido que uno se sienta, siempre tiene que tener una salida de escape. No vaya a ser que se quede encerrado, o que no tenga para dónde salir corriendo. Eso le pasó al pobre Chaparro y a sus chaparritos ese febrero, con el calor loco que hacía. Ellos controlaban hasta los calzones de los que pasaban por su zona de la manzana H; ellos empezaron con el sistema de los vigilantes y los vendedores, todo muy organizadito, con señas y claves secretas. Como si fueran la corte del rey todos querían andar cerca del capo de todos los capos: se la pasaba en la Canchita de los Paraguayos. Así le decían al potrero para jugar al fútbol que había justo enfrente de mi casa. En la manzana H han pasado las peores tragedias de mi barrio. No es por exagerar; a mí me ha tocado en carne propia. Al comienzo, como cuando fue lo de Chaparro, fueron los familiares los que tuvieron que andar de acá para allá con los muertos. Después, cuando se les hizo costumbre reventar gente y ranchos, yo, doña “María Buena”, delegada de manzana, tuve que poner el cuerpo para enterrar los cadáveres. Es todo un arte eso de sepultar muertos ajenos. Hay que hacer la colecta para sacar para el ataúd, hablar con el cura para que les dé una despedida cristiana; después uno llora un poco antes de que le echen tierra encima, y después se va del cementerio con las manos vacías y el alma apenada.
Podrás tener un castillo, un tanque de guerra, una bomba atómica metida en tu rancho, pero por algún lugar te tenés que poder escapar de tu enemigo, si es que te quiere encerrar. Si no, te pasa como a Chaparro, que se creía invencible porque paraba en la Canchita de los Paraguayos. Lo vi desde mi ventana, pero no quise mirar. Lo vi, pero me eché para atrás y me escondí porque pensé que de tanto tiro alguno se iba a colar por mi ventana, que no tenía ni cortinas. Éramos pobres en esa época. Yo había llegado del Paraguay hacía unos tres años y vivíamos con lo que hacía mi marido en la construcción. Tenía la idea loca de fundar una cooperativa y de hacerme delegada, pero todavía no era, cómo decirte, del riñón, ¿viste? Es decir, que yo no era nadie cuando los mataron a los Chaparro. Pero ese día entendí que yo me movía y me adaptaba, o a mí también me iban a bajar. Entendí también que eso podía pasarme a mí, a mis hijos y a mi marido, a mi hermana, a mis sobrinos, a alguno de la familia. Mejor, me dije yo, estar preparada. Estar más al tanto. Así que desde entonces te digo, periodista, que yo sé hasta el color de los calzones de los muchachos. Eso sí, yo, leal hasta el último minuto de mi vida. Leal al barrio, digo yo, porque en el barrio en definitiva hoy mandás vos. ¿Y mañana? ¿Será por eso que se les dio por llamarme María Buena? Doña María Buena, me conocen, y me conocen desde los peores delincuentes hasta los del gobierno.
La matanza no fue algo que viera la gente de principio a fin. Porque ante la balacera no hay valientes, todos corren, todos se refugian, una se tira como esos dibujitos de la tele, como puede. Ya te quiero ver en un tiroteo a vos, “Lupe”. Porque yo, para que no haya problemas, te voy a rebautizar a vos, como sos tan delicado, Lupe. Como vas a México, a Colombia y te gustan todos esos lugares, Lupe te va a quedar bien. Así nadie sospecha cuando me llamás para consultarme algo, en lugar de saludarte, hola señor periodista tal, te digo: ¡Hola, Lupe!
No te rías, es en serio. Bueno, como te decía, Lupe, nadie puede decirte que una masacre fue así y así. Se puede suponer mucho, pero lo único que yo sé es que ahí murieron tres: Chaparro, su yerno —el novio de la hija— y un argentino que no sé qué tenía que ver. Estaban jugando al fútbol, hasta ahí los vi cuando volvía de hacer las compras. Hacía un calor que parecía que iba a llover de lo pesado que estaba. Un sol que parecía que ibas a caerte, y estos peruanos jugando al fútbol ahí en la canchita. El que vio bastante, porque me contó, fue el Celestino Castro Calle, que es un paisano mío. Después por eso de andar mirando el pobre tuvo que dejar el rancho, el negocio, todo. Como a él les pasó a muchos paisanos paraguayos. A los peruanos se les iba a dar por echarlos como a perros para quedarse con la villa para ellos solos. Nosotros, de milagro y de no andar metidos en nada, zafamos.
Yo me dije a mí misma: María Buena, acá no te asomés añamembuí porá; y me puse a rezar encerradita en el baño. Era lo único que tenía de material; no iban a pasar las balas. Acuclilladita, como una virgen, ¡me vieras! Padrecito querido, virgencita de Caacupé, ¡perdoname, che!, les rogaba, la más buenita. A veces pienso que ahí me gané todo lo que vino después, porque me arrepentí hasta del último de mis pecados. Yo tenía miedo, y como ya les sabía vida y obra a los que atacaban, más miedo tenía. Ese Chaparro se había hecho fama diciendo que era de Sendero Luminoso, comunista, y no sé cuántas cosas más. Pero para mí que él no era de la guerrilla. Más guerrilleros eran otros, como Teodoro y su hermano Niki Lauda. Esos dos chiquititos, hombres no muy bien parecidos, eran los peores. Y el amigo de ellos, Marlon, que era el que a mí mejor me caía, no sé por qué. Era un hombre más grandote, más joven, y siempre me trató con educación. Señora Buenita, de acá. Señora Buenita, de allá.
Y para mí, después, analizando lo que es analizando, te digo, Lupe, que el pobre de Chaparro, tan el machito que se hacía, terminó siendo el más gil. Porque lo agarraron de encerrona, como un grupo comando, sus propios perros. Eso dice Celestino, que vivía al lado mío. Era un paraguayo que se había llevado bien con Valdivia, el capo que había matado Chaparro, y con el Loco Miguel, que después cayó en desgracia. Mis paisanos se habían avivado hacía rato con el negocio de la marihuana. Algunos tenían contactos en Juan Pedro Caballero, y de allá les llegaban los encarguitos que hacían. Encarguitos, por decir algo, porque ellos terminaron moviendo cientos de kilos. Hacían cooperativas y la trasladaban entre todos. Vos sabés, Lupe, que mis paisanos son duchos en cruzar la frontera sin dejar rastro. Ellos todo lo hacen a través del río, la mayor bendición que nos ha dado Dios son esos ríos, el Paraná y el Uruguay. Los cruzás vadeando, con lanchas, con botes, con balsas hechas a mano, siempre cargado.
Celestino me contó que dos pibes, dos peruanitos que después se hicieron soldados de Marlon, casualmente se fueron de la canchita cinco minutos antes de la masacre. Eran “Cardocito” y “Caremacho”. Cardocito era familiar de un transa grande, de un verdadero narco, mejor dicho. Y Caremacho era un muchacho bien parecido que no parecía peruano y era pariente, por lado y lado, de Marlon Aranda. Dijeron que se habían ido a tomar agua. Para mí, ésos fueron los traidores. Si no, ¿quién? Los otros, si no murieron, fue por milagro. Después de la balacera nunca más les volvimos a ver el pelo. Se desaparecieron con los cajones, que esa semana enterraron con pompas de matones.
Chaparro se había confiado demasiado de Marlon porque se habían hecho compadres. Los compadres peruanos, y los bolivianos también, es peor que si se casaran cuando bautizan a la criatura, porque de semejante fiesta que hacen a medias salen un montón de obligaciones. Siempre me dije que ojalá que Marlon nunca me proponga ser su comadre, que a ninguno de los muchachos se les empiece a dar por comadrearme, porque hoy te amo y te respeto, y mañana te clavo el puñal por la espalda. Fijate lo que le pasó a Chaparro, tanto que se había hecho el amigo. No bastó una pelea cualquiera con la hermana de Marlon, la Celeste, para que le jurara venganza. Parece que ella, que siempre fue una engreída, le dirigió mal la palabra a Chaparro. Y el viejo le pegó una cachetada. Para mí que no midió las consecuencias porque ya se sentía el rey del barrio, pero hasta para los paraguayos estaba clarito que en esos pocos años, desde que bajaron a los Valdivia, Marlon y su hermano Cali habían hecho traer a casi toda su familia. ¡Y ellos eran trece! Así que imaginate, Lupe, qué se iban a achicar si les cacheteaban a una de las hermanas más queridas. Encima, en esa época, estaban unidos a los Reyes. Teodoro y Porfirio eran pesados y terrucos, como les decían por ser guerrilleros del Perú. Se conocían las mañas de cuando todos vivían en ese barrio de Lima que dicen que es como una ciudad, por lo grande. Lurigancho, le dicen.
En realidad la fama de matadores que tenían todos se la debían al más valiente, o al más sanguinario, como vos quieras llamarlo, que fue el hermano mayor de Marlon: Cali. Ése, para mí, fue el que primero hizo que se los respetara cuando bajó al pobre de Facundo Lozano, un argentino que se le puso en contra en un baile cerca de mi casa, y encima después lo denunció en la comisaría. Marlon era de los más chicos de los Aranda, y quedó después como jefe porque Cali fue preso y lo condenaron a doce años por la muerte del argentino. Marlon era menos serio, más relajado y mucho más viajero que su hermano. Anduvo de aventuras en el Brasil, y en el Paraguay. Después yo le supe hasta las novias que tenía por afuera de su matrimonio, y allá en Asunción él tenía otra mujer y otros hijos. Lo que pasa es que Marlon la ocultaba porque su suegra, doña “Mari”, era capaz de matarlo si se enteraba. Que la tuviera, pero que la gente no anduviera hablando. Todos éstos eran de tener más de una mujer, hijos con varias.
Para los peruanos ir a la cárcel, digo yo, es como irse de vacaciones. No sé, no es que ellos se desesperen, es como si fuera normal. Los argentinos delincuentes que conozco en Villa del Señor, más ladrones que otra cosa, son tumberos, como les dicen acá. Los peruanos no son tumberos, son iguales en las dos partes. O sea, no dejan de trabajar por más que vayan presos. Vaya a saber cómo hacen pero ellos manejan todo desde adentro, como si estuvieran en sus casas mandando a todo el mundo. Por eso, cuando cayó Cali, Marlon igual no estaba solo. Desde la cárcel su hermano, en un pabellón que era famoso porque estaba lleno de peruanos, tenía voz y voto en todo lo que pasaba en Villa del Señor. Una de las órdenes de Cali era que no contrataran argentinos para armar su ejército porque los argentinos son muy traicioneros. Y mandaba también que los empleados tomaran cerveza, la que quisieran, fuera de horario de trabajo. Pero no cocaína. Dicen los soldados que luego tomaron confianza conmigo que las órdenes de Cali siempre fueron impecables por lo cabales: “Matalo”; “No lo mates”; “Que se vaya”; “Quitale la casa”. Su voluntad era lo que hacían. Él fue el que pensó mejor todo el sistema de los vigías, los chacales, los perros y los vendedores. Él ordenó traer cada vez más gente de Lurigancho. Imaginate que desde la cárcel jugás al TEG, o a esos juegos de la guerra. Así me lo imagino yo, encerrado y siendo el mandamás. Él fue el que puso la ley: primer error, pelados al rape. Segunda equivocación: un tiro en la pierna. Tercera: la muerte. Él, dicen, fue el que desde la cárcel mandó a decir, cuando se cansaron de Chaparro: “Somos mayoría, ya saben lo que tienen que hacer”.
* * *
Los sicarios entraron a la Canchita de los Paraguayos seguros de que Chaparro y los suyos no tendrían escapatoria. Los habían esperado toda la mañana. Sabían que habría un partido en la cancha de fútbol. Eran cinco por equipo. Diez jugadores en total. Ese mediodía de febrero el capo había ganado por goleada. Los perdedores tuvieron que pagar gaseosas para todos, a diez metros del lugar, a una mujer que atendía por la ventana de su rancho a los clientes que iban por bebidas o pan. Entre bromas por las patadas del partido, desarmados, los diez se ubicaron en la tarima de los festejos. En el tablado había una silla. Chaparro, un hombre de metro setenta, de cuarenta y ocho años, grueso pero atlético, morocho, de pelo lacio y peinado a un costado por un tic infantil que le hacía enroscar el pelo detrás de la oreja, se ubicó en el único asiento. Los demás lo imitaron, desparramándose en las escalinatas que subían a la tarima, contra la pared del fondo. Dos de ellos se retiraron diciendo que se mojarían las cabezas y volverían a unirse al grupo. Se venía un almuerzo en un restaurante peruano.
Se dispusieron a beber. Tenían las remeras de San Lorenzo pegadas a la piel. Chaparro transpiró tanto que prefirió quitársela. Se quedó con los shorts, a cuadros, y unas zapatillas Adidas recién estrenadas. Se acomodó en la silla que había sobre los maderos y estiró las piernas. Resopló. Alcanzó a pararse, como si quisiera saltar; el ataque fue silencioso y masivo: al frente del pelotón que entró por la única puerta iba uno de sus soldados de mayor confianza con una pistola 9 milímetros empuñada. El primer tiro lo hizo caer de espaldas sobre el piso. Sonó un golpe seco: sus noventa kilos azotaron contra la madera. El estupor de los empleados de Chaparro, el miedo a caer en la volteada, la estampida, los quejidos y los insultos, todo se produjo al mismo tiempo. Los atacantes los bajaron de una sola barrida.
—¡Aguanta! ¡Aguanta! —le gritaba la muchacha de pelo lacio al hombre que mecía en los brazos, arrodillada en el piso de tierra de la Canchita de los Paraguayos.
Magalí Chaparro, llegada hacía siete meses de Lima, era la hija mayor del capo, y el hombre que se desangraba era su novio, Mario Emilio Espinoza, de 24 años.
Dos metros más allá, sobre una tarima de madera, yacía su padre, el mismísimo Chaparro. A unos tres metros del mismo entablado languidecía también su tío, Moisés, hermano de su madre, y recién llegado de Lurigancho hacía siete días.
Quizás por eso Chaparro se sintió cubierto. Estaba mudando familiares. Había traído a su cuñado y al yerno. Su hijo Chaparrito era el único que lo escoltaba cuando los tiburones se ponían celosos a su alrededor; y después del escarmiento que le habían dado sus muchachos al atrevido de Facundo Lozano, necesitaba cuidarse las espaldas. Calculó mal los movimientos ese fin de semana. La corrupción interna de su grupo alcanzaba a algunos viejos amigos, gente grande en el ambiente, con cierta experiencia. Dos de ellos lo dejaron solo en ese último momento, los dos que se retiraron a mojarse las cabezas, los dos que alquilaron la canchita al dealer paraguayo Celestino Castro. Les decían Caremacho y Cardocito.
—¡Aguanta! ¡Aguanta! —gritaba la muchacha a su enamorado y trataba de frenarle la hemorragia con una sábana.
—Perdónalos, Dios mío; perdónalos, Dios mío; perdónalos, Dios mío —rezaba aferrada a su tío otra de las hijas de Chaparro.
Chaparro, en cueros, con una bermuda, voló con el primer disparo. Cuando estuvo desparramado lo liquidaron con tres tiros más. Para Celestino Castro Calle fue suficiente. Cerró la puerta y se refugió en su casa, cuerpo a tierra, detrás de la pared más gruesa, en la esquina del baño. Pasó unos veinte minutos en esa posición, inmóvil. Sus vecinos, Jesusa Felicidad Fernández y Lautaro Pardo Maciel, no pudieron dejar de mirar. Apenas las ráfagas con que habían atacado los sicarios se apagaron, salieron del rancho en el que vivían, justo frente a la Canchita de los Paraguayos. El silencio fue un breve intermedio. Jóvenes matadores completarían el trabajo del primer atacante: de bermudas y remera manga corta, entraron por el portón dos pibes armados. Las mujeres que intentaban asistir a Chaparro se tiraron atrás de la tarima con tal naturalidad que sólo pareció que se desmayaban. Los sicarios subieron al proscenio, y sin abrir la boca, al mismo tiempo, pusieron sus armas sobre la cabeza y el pecho del hombre agónico y dispararon. Remataron al capo y huyeron. Nadie jamás pudo explicarme por qué, pero uno de ellos, como si se tratara de un mensaje, una ofrenda o una vieja deuda, se quitó una camiseta de San Lorenzo y la tiró junto al cuerpo de su víctima.
En el camino se cruzaron con otras dos mujeres. Eran la esposa de Chaparro y una de sus hermanas. Lloraban en silencio. A Chaparro le temblaba el vientre como si convulsionara. Entre las dos trataron de moverlo. Con cada intento de las mujeres de mover el cuerpo pesado, Chaparro se quejaba. Parecía hundirse en un charco de sangre que se escurría entre las maderas. Se les iba. Alguien de la familia llamó a la remisería Chacalón y de allí enviaron dos autos hasta la avenida Galíndez. Entonces, cuando estaban por levantar a las víctimas para llevarlas al hospital, apareció un último sicario. Las mujeres escaparon. Con un arma en la mano, y tranquilo al ver que los heridos ya no se movían, subió al escenario, y con dos dedos le tocó el cuello a Chaparro, tomándole el pulso. Enseguida miró el cielo y se persignó.
Chaparro había negociado con otros clanes familiares para que cada uno trabajara en su rubro. Los paraguayos manejaban la llegada de camiones cargados de marihuana a la ciudad y hasta entonces, hasta ese día, habían convivido con tensiones con los narcos peruanos, pero sin muertos. La llegada de Cali y su hermano Marlon, de Teodoro y su hermano Niki Lauda, establecería nuevas reglas: una zona liberada al narcotráfico local con jóvenes jefes dispuestos a ganarse el mercado porteño. La masacre fue una coreografía de violencia.
Las señas de la muerte en la Canchita de los Paraguayos continuaron como si no bastara con los disparos para terminar con la cúpula narco. Fueron diez jugadores, pero además, alrededor del rectángulo de juego, había otros tantos. Uno de ellos recibió un tiro en la pierna. Se arrastró con los codos hasta el pasillo. Su hermano lo encontró y lo llevó al hospital.
La canchita tenía una sola entrada, pero si se conocía bien el terreno, era posible también salir por un delgado pasillo que daba, finalmente, a la calle Monzón. Por ese pasillo entró el “Paraguayito”, un pibe que apenas conocía a uno de los asesinos, a los que vio correr cuando escapaban del crimen. Él había escuchado los disparos y había salido a ver qué pasaba. Se topó con ellos. Cuando entró en la canchita vio a Chaparro en la tarima. Muchas personas se le acercaban para asistirlo; para el Paraguayito era evidente que ya estaba muerto.
Fue hasta la casa de María Buena a mirar el cadáver y vio que era un hombre grande. Regresó a la canchita y se encontró con Celestino lavando la tarima. Le pareció que no era lo correcto: “Don, viene la policía”, le dijo. Pero Celestino continuó como un autómata con un balde con agua jabonosa y un trapo, tratando de borrar la mancha oscura de sangre que ensuciaba la tarima de su cancha. El Paraguayito vio tres casquillos de bala y un encamisado. Los levantó para dárselos luego a los de la comisaría.
Alguien gritó que en el pasillo había otro muerto. Una mujer corrió hacia el lugar: “Es mi esposo”, dijo y se tiró a su lado. Cuando el Paraguayito vio que el cuerpo del hombre en la tarima seguía allí, muerto y al sol, pensó que lo mejor era cubrirlo. Buscó un pedazo de tela y la extendió sobre el cadáver tibio de Chaparro. Como había ráfagas de brisa, decidió que lo mejor era sostenerla con dos piedras en los extremos. Intentaba evitar que se volara y que la muerte, la lividez progresiva del cuerpo, quedara expuesta a los ojos del mundo.
* * *
La orden llegó de arriba. Del Ministerio del Interior, o de Presidencia, no sabemos. Lo que los puso locos fue que la jueza dijo que podían ser ex Sendero Luminoso. Eso hizo que nos llamaran a nosotros, de Antiterrorismo. Éramos los muchachos del “Bomba” Gutiérrez, y aunque el Bomba se tuvo que ir por la mala fama que le hicieron con una escucha telefónica, nosotros, los que estábamos a sus órdenes, no nos dejábamos mojar por nadie. Yo debo haber tenido menos de cuarenta y no había agarrado viaje cuando estuve en Narcotráfico, quería ascender y pensé que estos peruanos eran una oportunidad. Veo que me mirás mucho el anillo. Sí, sí, las iniciales no son las mías, Evaristo Danteri. Son también las de mi viejo. No sé qué pensás de la cana, por ahí sos de esos que creen que somos todos la misma mierda. Llevo el anillo con orgullo porque soy tercera generación de polis. Mi abuelo fue poli, mi viejo fue poli. Y ahora, mi hija es poli.
Teodoro y Porfirio, yo creí cuando me dijeron los nombres que eran un invento, ¿quién podía llamarse así en Buenos Aires? Solamente peruanos, y solamente gente de campo, pensé. Después entendimos que era así, que muchos de ellos venían del campo, de las sierras, de la selva, que eran gente a la vista, muy básica. Eso no significa que no fueran rapidísimos. Creo que de todos ellos el más inteligente siempre fue Teodoro. Se lo veía mandar. Se lo veía controlar la situación. Era gracioso porque entre nosotros, cuando nos tocaban los seguimientos, siempre uno prefería seguirlo a él, con él podía haber acción. No porque el hombre haya sido una polvorita, no; si vieras la tranquilidad con que manejaba su negocio. Sino porque uno sabía que la pista grande estaba detrás de él y entonces cuando lo veía ir de un lugar al otro al menos podía inventar hipótesis de trabajo, para después darles al Bomba y a la jueza, que nos llamaban todas las semanas. A los pocos días de la masacre de los Chaparro, el juzgado recibió un anónimo. Decía:
“Señor Juez, ante usted me presento y expongo lo siguiente:
”Soy familiar de uno de los muchachos asesinados el día jueves del presente. Yo estuve, y sé quiénes fueron. Ahí le envío una foto de uno de los asesinos, se llama Teodoro Reyes, peruano. En ese crimen también está implicado el hermano, que se llama Porfirio Reyes y es conocido como Niki Lauda, y comercializa droga al por mayor sobre avenida Bonavena. Todo esto se suelta a raíz de la droga. Ellos quieren adueñarse de toda la Villa del Señor para comercializar. El señor Teodoro es distribuidor de droga de toda la villa. Incluso si no me cree lo que le estoy haciendo saber, investigue usted en el aeropuerto de Ezeiza cuántas veces salió y entró del país. Además tiene mulas que trabajan para él y le traen la droga por Bolivia y el Paraguay. También tiene gente en cana que él los ha dejado tirados; es una persona muy mala. Señor juez, él es la cabeza de esta masacre y si no lo detienen va a seguir matando. Ahora, tengo entendido, por lo que he averiguado, que está escondido en Lanús Este, y si no está ahí se encuentra en Adrogué. Con respecto al hermano, él se encuentra refugiado en la Argentina. Cuando Porfirio Reyes (Niki Lauda) llegó del Perú, pidió asilo político y fue a la Cruz Roja a pedir ayuda porque él y su familia están buscados en el Perú por terrorismo, al haber participado en Sendero Luminoso. Dicho sujeto vive enfrente de Villa del Señor, con su mujer. Pero su paradero es, mayormente, en la casa de la manzana H en Villa del Señor, donde también hay un locutorio trucho con celulares.
”Lo único que le pido encarecidamente es que usted haga justicia. Disculpe el no haberme presentado personalmente, por temor a que me hagan daño. Este sujeto Teodoro Reyes siempre para armado. Cuando él ha maltratado a los vecinos y lo han querido denunciar él los amenazaba y decía que tenía arreglo con la comisaría 38 y todo quedaba en nada. Que Dios guarde a usted y tenga suerte en las investigaciones para que no quede impune esta masacre.
”Nota: llegando a este sujeto ‘Teodoro’ va a llegar a los demás”.
En la Justicia argentina un anónimo no alcanza para investigar a un fulano. Pero la jugada de los Chaparro con esa carta hizo que se mandara todo a un juzgado federal, que trabaja temas relacionados con drogas.
Los investigadores judiciales ya no estarían interesados en saber quién fue el autor de la masacre, sino quiénes eran los traficantes de Villa del Señor. Nosotros entramos al caso cuando se habló de terroristas traficando drogas. “Danteri”, me dijo el Bomba, “si estaba aburrido vaya despidiéndose de su tranquilidad porque le voy a dar algo que lo va a hacer divertir”. Droga y Sendero Luminoso, para lo ignorantes que éramos de la realidad peruana al principio, era una combinación rara para Buenos Aires. Esa combinación fue lo que nos llevó a seguir durante meses los pasos de Teodoro y Niki Lauda. Creo que tuvieron mala suerte, porque se encontraron justo con un grupo de polis que no éramos corruptos. En mi caso personal, yo después de mucho tiempo de trabajar con el jefe Bomba y después en Drogas Peligrosas, me fui cansando. Me harté de ver la suciedad que había entre los jefes de mi propia fuerza. Antes eran los que manchaban el uniforme que para mí es sagrado (ahora lo mancha cualquier estúpido porque andan desesperados por el mango, por pagar las cuotas de un auto o el cumpleaños de quince de la hija). Terminé como custodio de un ejecutivo extranjero que me paga cuatro veces más que lo que me daban en la poli. Ellos mismos, los jefes, me abrieron la puerta para que me fuera. ¿Quién quiere tener cerca a un tipo que no se engancha en la joda? La misma policía lo sabe: los contrabandos ilegales, desde personas hasta armas, son no sólo una necesidad del sistema económico en todo el mundo, sino que son como Disneylandia para los corruptos. Si ganás mal y para seguir a un narco no tenés ni una camarita para sacarles fotos, es difícil que no aflojés.
Nunca contamos oficialmente con la colaboración de la familia Chaparro; tiraban la piedra y escondían la mano. En otro mensaje nos dijeron que Marlon y Teodoro habían sido socios de Chaparro y se habían peleado por cuarenta kilos de cocaína. Nos imaginábamos que escribían las mujeres, pero después nos dimos cuenta de que podía ser otro competidor, que esperaba que éstos cayeran para quedarse con el mercado. Las viudas se retiraban del negocio. Estaban resignadas a perder todo, como suele ocurrir con las mujeres de estos jefes intermedios. Heredan el rencor de los ofendidos y los problemas con los competidores. Con esos anónimos no alcanzaba. No nos daban una pista concreta. Entonces, infiltramos un hombre en la Villa del Señor: “Marito”, un gordo grandote que tiene cara de reventado. A la semana tenía los celulares de nuestros peruanos. Empezamos a escucharlos.
Dos meses más tarde, sobre un mapa, dibujamos líneas que iban de Villa del Señor al norte de la provincia de Salta, en la frontera con Bolivia. Entre los que hablaban nos llamó la atención un tal “Tío Merlo”, que parecía ser el que tenía la ruta que llegaba hasta Villa del Señor. “Las cosas ya están del otro lado en lo del ‘Bolita’, así que tenés que traerlas al sitio para que pasemos a recogerlas”, le decía a un tipo en Tartagal. El Tío era una de las cabezas más visibles de una organización que no solamente proveía a Villa del Señor, sino a varios otros peruanos vendedores al peso, gente que, como Teodoro, había conseguido hacerse de una lista de clientes que sí se dedicaban a la venta de papelitos de merca. El papeleo, que le dicen.
Por lo que supimos, el Tío Merlo y su amigo se encontraron en el Paraje Tonono, al borde de la ruta 36, un pueblo miserable en el que viven unas dos mil personas. Poco después el Tío se fue a Lima y dejó en la Argentina a un buen amigo, un tipo parco y cortante, que en los llamados se hacía nombrar “Humala”. El viejo Humala fue el único de los grandes capos que logró mantener sus relaciones comerciales con los dos clanes, los Aranda y los Reyes.
—“Tino”, no los puedo esperar mucho con el pago. Tienen que mandar la plata —se queja Humala con un cliente remolón en una de las escuchas.
—Perdóneme, causita —dice el otro desde Buenos Aires—, pero es que tuve problemas con la Western Union.
Empezamos por hacernos un mapa en el que las cabezas que aparecían eran sobre todo Teodoro y su hermano Niki Lauda. Marlon era otra cosa, parecía más dedicado a lo local. Los Reyes tenían los contactos en el norte de la Argentina y de ahí con el Perú: ellos la vendían en cantidad. Eran además los que tenían experiencia en Sendero Luminoso. Éste es el fax que nos enviaron desde Lima:
* * *
Lima Urgente 3081
Difusión Interpol — especial IP Buenos Aires ex. 8184/99 CR 5337
A solicitud del juez especializado penal para proceso en reserva del Callao que despacha la doctora Rocío Mendoza Caballero, favor ubicar y capturar a la siguiente persona:
—Apellido: Reyes
—Nombres: Porfirio Libardo
—Nacionalidad: Peruana.
—Características: Piel trigueña, ojos pardos, cabellos lacios negros, estatura 1,52 centímetros, nariz recta, frente amplia, labios medianos, cejas semipobladas.
—Señas particulares: alias Carlos, cicatriz en el pómulo izquierdo (ocho centímetros), en la ceja del ojo izquierdo de tres centímetros, altura de axila izquierda ocho centímetros, y cadera lado izquierdo, dos tatuajes en el pómulo derecho (lunares), otro tatuaje con el rostro de una mujer con la inscripción “Dios y mi madre” en el antebrazo derecho y otro en el dorso de la mano derecha con las letras P y L.
—Breve resumen de los hechos: el día 07 may 86, miembros de la Policía Nacional contra el Terrorismo intervienen el inmueble, encontrándose en su interior abundante material bibliográfico (volantes, folletos, hojas mecanografiadas y manuscritos) perteneciente a la organización subversiva “Sendero Luminoso”. Entre éstos figura el informe de aniquilamiento de miembros de las Fuerzas Armadas y fuerzas policiales elaborado por el procesado Reyes (a) Carlos, integrante de uno de los destacamentos del Comité Zonal Este de Lima Metropolitana del Partido Comunista Peruano “Sendero Luminoso”.
Fin.
IP Lima.
Y otra vez, en las escuchas, se repetían diálogos como: “Hola, ¿Tino? Compadre, lo llamo desesperado porque ya no puedo esperarlo por ese trabajo que hicimos, pues”. O: “No se preocupe, causa, yo voy a hacer los trámites necesarios. Se lo vamos a mandar por la Western Union. No se haga problema que va a llegar, quiero dejar las cosas claras porque quiero hacer otro trabajo antes de fin de año”. Las escuchas telefónicas se acercaban más a las de una red internacional de tráfico, desde el Perú y Bolivia hacia la Capital, pasando siempre por la frontera norte, que al grupo de Villa del Señor. El único de la villa que parecía relacionarse con los proveedores era el soldado más pequeño pero más cruel: Teodoro Reyes. Casi bajamos los brazos. Para colmo, cuando teníamos una punta interesante, resulta que fue en contra. Dimos con un tal Gerardo, que terminó siendo oficial de la Policía Federal. Tuvimos que alertar al juez sobre nuestro propio compañero, que podía estar en actividades ilícitas. Este poli se comunicaba con una dealer de Constitución. Era la madre de una travesti que, además de prostituirse, vendía en la calle Brasil.
Decidimos que lo único que nos quedaba por hacer era seguimientos cercanos. Nos dieron una camioneta con vidrios polarizados; desde ahí los filmamos. Vimos a Niki Lauda cuando apareció a saludar a los muchachos frente a la virgen de la manzana H. Teníamos una fotografía en blanco y negro que había enviado por fax Interpol de Lima: era la cara morocha y de ojos achinados de Porfirio Reyes, alias Niki Lauda. Tenía puesto un sobretodo gris y una gorra con visera roja y negra. Estaba frente a una casa con otro hombre, una mujer y un niño. Lo seguimos hasta uno de los pasillos que entran a la Villa del Señor, sobre la avenida Galíndez. La mujer y el chico esperaron diez minutos. Ellos volvieron y retomaron el camino. Iban a una casa en Moreno, en un barrio nuevo. Entre dos baldíos había dos piezas con techo a dos aguas, reja verde en la entrada frente a un rancho que tenía un cartel que decía “Taller de compostura de zapatillas”. Entraron el auto. De todo eso nada servía para acusarlo.
El que nos impresionó por cómo se manejaba con su gente fue el hermano más chico, que era el que más mandaba: Teodoro. Lo descubrimos usando un “equipo de cuerpo” que era como le decíamos en esa época a lo que ahora se conoce como “manos libres”. Se comunicaban sin que se notara que estaban hablando. Después, cuando declararon, dijeron que estaban escuchando música peruana con auriculares. Se reunían en un pool que administraba Niki Lauda. Teodoro tenía un taco de pool en la mano y estaba por darle a la bola blanca para empezar un partido cuando nos distinguió a la distancia, como un lince. No sé si habrá visto la luz roja del encendido de la filmadora, o el cigarro que fumaba el chofer, o le extrañó la camioneta, la cosa es que Teodoro sacó la pistola que llevaba en la sobaquera y dio orden a sus soldados. Desenfundaron. Se pusieron en guardia.
Teodoro salió a la calle, pasó una bala a la recámara y apuró el tranco hacia adentro de la Villa del Señor. A los veinte metros dobló en un pasillo y se apoyó en la pared con el arma empuñada a la altura de la cabeza. Sin miedo, con una determinación bárbara, miraba a cámara mientras sus muchachos se parapetaban en el mismo pasillo: esperaban que alguien se atreviera a poner un pie en su zona. Dimos marcha atrás y nos alejamos. Nos fuimos del barrio mientras mirábamos las imágenes que pensábamos sumar al expediente. Ya los teníamos intercambiando dinero por objetos no identificados. Con eso íbamos armando todo para que el juez bajara las órdenes de detención por asociación ilícita. Sabíamos que no los íbamos a agarrar con las manos en la masa, pero teníamos dos buchones en puerta que los iban a mandar al muere.
Uno de ellos era un limeño de clase media que había dado el mal paso. Contador de profesión, se había dedicado al tráfico por pura necesidad, como tantos. Tenía el tono de un hombre con cierta educación. Había conseguido no sólo que lo emplearan durante un tiempo sino que, además, le tuvieran confianza. De a poco le fueron contando cómo era la vida dentro de la villa peruana. Supo pronto que al jefe anterior, Chaparro, lo habían emboscado en la Canchita de los Paraguayos. “Se puso abusivo. Mataba peor que Marlon. Mataba hasta porque no lo miraban bien”, le dijeron. Decía que las bandas eran como una familia con muchos tíos y todos los sobrinos del mundo. Los Aranda solos eran trece hermanos. El tipo se les había esfumado en Nochebuena con los trescientos pesos de la recaudación. Con eso era suficiente para que lo mataran. No era necesario que los mandara al frente para merecer el peor de los castigos. Él mismo había visto cómo habían dejado rengos a los chorros que se querían aprovechar de los bolivianos. Su vida no valía demasiado. Se paseaba por pensiones y hoteles baratos de Constitución. Se sentía perseguido hasta por el ruido de sus pasos.
Lo más importante era que sabía cómo escondían la cocaína y las armas; cómo habían aguzado la picardía para no correr riesgos con una técnica asquerosa: cubrir los paquetes bien envueltos en excremento humano. Dijo que los hundían en un pozo séptico. No había perro que rastreara la merca metida en mierda, en uno de los cientos de pozos de una villa sin cloacas. Después supimos que por el mismo motivo Pablo Escobar Gaviria tenía un zoológico: usaba la bosta de los animales para envolver las cargas. En Villa del Señor bajaban y subían armas y drogas con un sistema simple, de poleas y sogas, que no falla. Parece increíble pero si uno conoce este ambiente sabe que son las mismas sogas usadas para vadear ríos con mercadería en la selva cocalera peruana, en el norte argentino o la frontera paraguaya. Empaquetan la mercadería y la atan a sogas para que la rescaten sólo los que conocen el secreto.
El otro buchón fue un testigo de identidad reservada. Declaró ante la jueza. Nosotros ni siquiera lo conocimos. Para mí era alguien que había estado muy adentro. Él contó que después de la masacre de los Chaparro los asesinos se replegaron por unos quince días, para después mostrarse como los nuevos jefes. De todos, el que más ruido hacía era Marlon. El hermano, Cali, estaba preso, y se suponía que era el que daba las órdenes. En su ausencia era Marlon el que llegaba por las mañanas, antes de las once, en una moto Ninja 1000. Deslumbraba a las chicas del barrio. El testigo decía que cada tres meses se mudaba, y que por entonces vivía con su familia en un country fuera de la ciudad. Pasaba unas tres horas junto a un altar del Señor de los Milagros que se hizo construir en el corazón de Villa del Señor. Y desaparecía en su Ninja. Tenía buena onda con los vecinos. Se hizo amigo de una paraguaya que le facilitaba las cosas porque hacía de intermediaria con la gente. Se encargaba de dar sepultura a los muertos cuando quedaba uno tirado y nadie se hacía cargo. Y contrató una mano derecha que le respondía ciegamente. Era negro. Peruano, de color. Le decían “Rufino”. Pagaba las cuentas y distribuía la mercadería en La Boca, Constitución, el Centro y Barracas.
El testigo dijo que Teodoro y Niki Lauda eran los proveedores de Marlon. Le vendían la mercadería para que él se ocupara luego de papelear. Todo lo que contó el buchón coincidía con lo que nosotros teníamos de las escuchas telefónicas. Incluso ya entonces hubo problemas entre ellos porque en determinado momento Teodoro se quedó sin stock. Marlon le reclamó porque les entregaba la droga a otros y lo dejaba sin nada a él. Por ambos lados nos quedaba claro que hacían de todo. O traían cargamentos de mucha cantidad, o usaban mulas para pasarla de a poco en avión. El arrepentido estuvo adentro: vio treinta kilos de cocaína recién llegada disimulada en latas de atún, champú y troncos de adorno. Las mulas se manejaban con los dobles fondos de las maletas y los zapatos con doble taco, un método que había inventado Teodoro.
Marlon intentaba buscar otros proveedores porque veía que no podía confiar en Teodoro. Se puso cada vez más paranoico. Creía que debía desconfiar de todas las líneas, incluso de las de mayor confianza. Si habían traicionado a Julio Valdivia, los soldados que lo ayudaron en la masacre podrían ponerse al servicio de otro cualquier día de éstos. En definitiva eran sicarios, mercenarios, gente a sueldo. Además, nunca le había gustado cómo lo miraba ese tal Jerry. Escuchó de sus muchachos que la mujer, Alcira, lo tenía amenazado con que si no dejaba de ser su perro lo abandonaría. Y el muy imbécil se había dejado presionar. Si lo hacía no era por idiota, era porque en cualquier momento venía por él. Le bajó el pulgar y mandó a ponerlo. Lo hicieron a la hora de la siesta, en una esquina de la avenida Bonavena. Al mismo tiempo comenzó a sospechar de Rufino. La confianza que había asumido en la organización lo hacía alguien que fácilmente podría tentarse con el poder. El testigo le dijo a la jueza que Marlon buscó cómo protegerse cada vez más y consiguió arreglar con la Brigada de la comisaría de su zona. Declaró que les pagaba cinco mil dólares por mes para que nadie lo jodiera. Si por esas casualidades uno de sus muchachos perdía a pesar de todo, lo sacaba luego con un arreglo aparte, según el puesto que ocupaba el detenido en su organización, y según el parentesco que tenía con él. Un sobrino de sangre, por ejemplo, era más caro.
El testigo dijo también que Marlon tenía tanto miedo de que le pasara lo mismo que a Chaparro, que se llenó de armas. Se las compraba a un teniente coronel retirado del Ejército. Eran cajas del Ejército. Había ametralladoras PAM y mini Uzi, Uzis, fusiles FAL, chalecos antibalas, Itakas de siete tiros, pistolas calibre 45. Yo resumo para que no te confundas. Porque él habló hasta por los codos. Como no lo podíamos nombrar por su identidad verdadera, le pusimos el “Loro”. Lo metido que estaba en el asunto y el resentimiento con el que embarraba a Marlon y Teodoro nos llevaban a pensar en alguien que había tenido un muerto en manos de éstos. ¿Un familiar de los Chaparro? ¿Chaparrito? ¿Su hija Magalí Chaparro? ¿Uno de los paraguayos? Porque en la misma fecha que el testigo secreto habló, hablaron algunos de los vendedores de marihuana de Villa del Señor. Temblaba de miedo y sollozaba al contar cómo “los chicos malos” mandaron a torturar a un hombre con ácido muriático. Los polis peruanos de antiterrorismo, cuando se enteraron, nos dijeron que para ellos eso no era novedad. El comisario Manco Barranco, el que los siguió a ellos en su tierra, nos dijo que ésa fue una de las maneras usadas por los soldados de Sendero Luminoso en la guerra, para herir y producir terror. La persona a la que le tiraron ácido terminó muriendo tres días después del ataque. Es uno de los métodos de los que escuchó hablar en Villa del Señor. Por eso creo que todavía tiene miedo. Se imagina que lo descubren. Conoce el código del enemigo.
Cuando tuvimos más o menos todas estas pruebas que ahora le cuento, recibimos la orden de detenerlos. A Niki Lauda me lo acuerdo porque cuando uno lleva mucho tiempo detrás de una presa se la aprende hasta en los gestos más pequeños. Lo habíamos tenido al alcance de la mira muchas veces, pero nunca habíamos estado habilitados a tirárnosle encima. Al ser detectado estaba en cuclillas, como un campesino junto a un árbol, pero en la puerta de un rancho de la manzana H, tomando una sopa de maní caliente. Hacía frío. Nos tiramos sobre él como si fuera un ternerito. Lo levantamos en el aire; no pesaba nada. Lo subimos con las manos atrás en la parte trasera de la camioneta. Recién a las seis cuadras, fuera de Villa del Señor, paramos. Escribí el acta de detención sobre el capó y obligamos a dos bolivianos que pasaban a firmar como testigos del procedimiento. Eran las siete de la tarde. Ya se había hecho de noche.
Al otro día encontramos a su hermano, Teodoro. Iba en la scooter negra y amarilla. Le cruzamos el auto en medio de la calle y frenó. Iba desarmado. Solo. Parecía recién bañado y estaba vestido como para salir. Pantalón de corderoy claro, zapatos marrones y una campera de cuero negra. Cuando le quisimos preguntar algo, se nos rió en la cara, de costado. Tiene una risa que da miedo, aunque es muy chiquito, parece más grande. “Sí, en la villa se vende droga, y debe haber armas, como en cualquier villa”, me dijo, y se metió al patrullero con las manos esposadas en la espalda.