El hijo debe salvarle la vida al padre. Cada vez que sufre un ataque epiléptico, Leoncio Reyes se contorsiona como una culebra. En el cuerpo de ese campesino que cultivaba sus propios alimentos, el cambio brusco del campo por el último rincón del suburbio de Lima inició una enfermedad misteriosa que las brujas diagnosticaron como el mal de la tierra perdida. De un día para el otro, cuando Leoncio anda lento con la carreta cargada de materiales para armar la nueva casa, el cuerpo cede, pierde el equilibrio y cae pesado sobre el suelo.
Con el primer corcoveo es como si un remolino lo tirara desde adentro torciéndole los brazos, apretándole los puños, acomodándole la cara en una mueca de dolor. Los ojos se le dan vuelta. La lengua amenaza con atorarlo: los médicos han dicho que si se le clava en la garganta puede morir asfixiado. Esa posibilidad aterroriza a su hijo, Teodoro Reyes, que mira la escena con los ojos azorados. El padre se agita tirado en el piso con la conciencia perdida, y, como le enseñó su madre, Edelmira, el niño se le acerca con una cuchara en una mano. Con la que tiene libre le abre los labios, le separa con fuerza la mandíbula y, en un solo movimiento, le mete la cuchara bajo el paladar. No sea que el papá se le vaya de un lengüetazo.
Ante cada ataque de Leoncio, en cambio, Edelmira queda inmovilizada. Sólo se encarga de hacer lo que le recomendó una bruja de Pampas, su pueblo natal, en Ancash, a siete horas de Lima: hervir en agua ortiga, manzanilla, menta, panisara, poleo, valeriana, huamanripa, excursionera, huira-huira y cedrón, para que Leoncio beba. El hijo se dedica a los menesteres duros en la casa y aunque es uno de los más chicos en la lista de dieciséis hijos que Leoncio y Edelmira tuvieron, la salud del padre es una responsabilidad que no lo deja descansar.
Así como Leoncio dejó de ser un campesino dedicado a sus animales y su huerta, Teodoro pasó de gatear entre el gallinero y la casa a aprender a caminar sobre el polvo seco de Caja de Agua, el barrio que fue una planicie yerma al costado de un cerro de unos ochocientos metros en el norte de la Gran Lima. Allí, los Reyes tomaron una pequeña porción de terreno para levantar su nuevo hogar. En el campo Leoncio se levantaba al alba y enseguida comenzaba con la faena, los niños todavía en las camas, durmiendo de a tres por catre, y Edelmira en la cocina, encendiendo el fuego.
Teodoro tenía poco más de cuatro años cuando la familia enrolló los colchones y se montó en un bus repleto de serranos escapando de la pobreza. Colinas de declives suaves entre dos cadenas montañosas con ranchos de adobe que resguardan del frío de la noche y el calor de la mañana es todo lo que recuerda Teodoro de Pampas, la tierra de sus padres. Los había empujado el hambre. El punto límite fue esa cosecha tan rala que por las noches Edelmira tenía que mezclar Maizena con agua para calmarles el apetito. Tuvieron hambre. Huyeron del hambre.
Llegaron a Lima, a armar una casucha de esteras sobre un alto áspero, como una lija de arena. Al poco tiempo, así como cuarenta años más tarde en Buenos Aires pasó con los que quisieron instalarse con sus carpas de nailon en los baldíos frente a Villa del Señor, a ellos los corrieron de la toma con tiros y gases lacrimógenos. Deambularon hasta que un amigo les contó que los de Ancash se habían organizado para tomar los terrenos desérticos que había en otro extremo de la ciudad, al pie de un cerro, en Caja de Agua, distrito de San Juan de Lurigancho. Para entonces no habían nacido aún todos los hijos de Leoncio y Edelmira. Teodoro no se acuerda de todos, porque no todos sobrevivieron. Ya en Lima, de muerte natural, se fue la más chiquita, la última que tuvo su madre. En el camino quedaron otros cinco.
¿Teodoro cree en Dios? Sí. ¿Teodoro tiene otros salvadores que lo protegen en su mundo de venganzas y cuentas abiertas? No. Desprecia los santos y las liturgias paganas, el umbanda, el San la Muerte, el Equeco, el Tata Bombori. Por supuesto, ni siquiera el Señor de los Milagros, la masiva imagen del Cristo negro de los peruanos que se repite en cada capital del mundo donde un inmigrante añore su tierra, lo conmueve. En Teodoro se mezclan las creencias que le transmitieron sus padres. Una mamá católica y un padre que al llegar a la ciudad se abrazó a dos causas bien jodidas, la izquierda política clásica y el alcohol que pierde y agita las pasiones. No me resulta extraña esa combinación.
Teodoro se consideró un hombre enamorado cuando tenía doce años recién cumplidos. Ella se llamaba Soledad y era tan bonita, dice, que la miraba pasar y por dentro sentía que temblaba. Ella lo quiso, le dijo que sí, que sería su enamorada. Eran casi de la misma edad. Teodoro nació en agosto. Soledad, en diciembre. Y como ya era un hombre a los doce, a los trece Teodoro aceptó, dice, el traguito de cerveza que uno de sus tíos de Ancash le dio a beber. Le gustó demasiado. Se emborrachó. Lo tuvieron que llevar a la cama entre dos y acostarlo hasta que se le pasara la mona. Las fiestas familiares suelen ser como un carnaval de permisos que habilitan a los grandes a tomar hasta perder la conciencia, y a los chicos a ensayar esos hábitos que luego practicarán de grandes: tomar y bailar, seducir y caer. A Teodoro pronto se le hizo una costumbre y, aunque Soledad no le decía nada, los “suegros”, que vivían unas casas más allá, en el mismo barrio de Caja de Agua, comenzaron a defenestrarlo. Aunque Teodoro iba a la escuela César Vallejo y demostraba ser un chico inteligente, los padres de la novia lo consideraban alguien muy por debajo de lo que su hija merecía y le prohibieron verlo. Entonces se las arreglaron con excusas escolares: clases extras para ingresar a la universidad. Los dos soñaban con una carrera. A Teodoro se le antojaba ser abogado. A Soledad, maestra. El amor entre ellos era tierno, reposado, de largas charlas y paseos en el naciente barrio, alguna que otra incursión al centro de la ciudad, domingos en la tarde tomados de la mano, un helado, un refresco. El deseo sexual estaba allí, agazapado todo el tiempo, pero Soledad no iba a dejarlo avanzar. Salieron cinco años y jamás hubo debut, se lamenta Teodoro. Es que en ese tiempo uno tenía tabúes. Ella no quería. Apenas si le permitía un roce con la ropa puesta que a él lo dejaba al borde del estallido. Ella creía en los consejos de sus padres y de los curas y las monjas: llegar virgen a la iglesia para poder vestirse con toda dignidad de largo y de blanco. Los padres de Teodoro, cristianos al fin, le habían transmitido la misma idea a él. Así que Teodoro tampoco presionaba a su enamorada. La creía la futura madre de sus hijos, era mejor que lo rechazara demostrando su virtud. Al fin y al cabo, para eso estaban los burdeles. Rezar y pecar; en eso pensaba antes de comenzar una vida en la que no dudaría en salvar la propia, tantas veces como pretendieran arrebatársela a tiro limpio.
El primer prostíbulo se llamó como una iglesia: San José. Así de impía puede ser Lima, la católica. Teodoro y varios amigos se copetearon antes de tomarse una combi hacia La Parada, ese mercado a cielo abierto en un extremo de la ciudad que hierve todavía, cada vez más sórdido, pobre, violento y vital. Allí se venden los amuletos de las sierras y de la selva, la ropa hecha en talleres clandestinos, los electrodomésticos robados, las flores de plástico y papel, los discos de boleros y rancheras, huainos y cumbias, se hacen las ceremonias para atar amores y desatar maleficios y se consiguen los animales más extraños para convertirlos en mascotas, todo a precios increíbles y removiéndose en un caldo que aun en los días más fríos es caliente. Los burdeles que hay en La Parada tienen varios niveles. El que eligieron los amigos aquella noche fue uno de los más baratos, y clandestino. Eran todos menores. En los más reputados no los hubieran dejado entrar.
Teodoro se había guardado la plata en la media para que las pirañas —los arrebatadores que suelen acechar en los rincones de La Parada— no se la quitaran. Sabía por sus tíos que La Parada era un sitio picante. Entraron. De a uno, en fila, como si los arreara el diablo, para que la culpa y la vergüenza no terminaran de asediarlos diciéndoles: “Arrepiéntete”. Los recibió una vieja con pocos dientes que los hizo comprar tragos. Y sin dejarlos elegir, les asignó una muchacha a cada uno. Teodoro vio a la suya y pensó que era la chica más hermosa que había visto en su vida. Nunca, hasta ese momento, había podido ver la piel de una mujer en esas zonas en donde todas parecían veladas por la ropa, cubiertas por el pudor. Apenas había vivido el roce con su novia adolescente, la percepción de la carne bajo la tela de mezclilla y el tacto bajo el sostén pero sin llegar al pezón, y de pronto, en una sola bocanada ácida de ese puticlub de cuarta, esta mujer de tetas grandes como las de las revistas con las que se masturbaba, lo hacía gozar, consciente ella de que él estaba perdiendo la virginidad. Los amigos volvieron a Caja de Agua agotados y felices. Esa noche nacieron dos de sus perdiciones: ni las drogas ni los lujos, sólo la cerveza y las mujeres.
A las pocas semanas los amigos volvieron al San José. Las chicas estaban, pero esa vez no los dejaron entrar al burdel. Estaban de huelga, dijeron. Era el comienzo de una etapa política dura, de conflictos y de lucha permanente. Los sindicatos se organizaban contra el gobierno de turno, entonces hasta las putas se habían sumado al boicot que empezaba a tejerse en cada barrio. La familia Reyes en pleno comenzaba a participar de esa pelea. En Caja de Agua la cosa se dividía entre los que, como los Reyes, se identificaban con la Izquierda Unida, y los que, como los padres de Soledad, se sentían más cerca del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), el movimiento político creado por Víctor Raúl Haya de la Torre en 1924. Pronto Teodoro y sus hermanos se volvieron militantes. Todavía recuerda con la misma fruición que el debut sexual en La Parada el debut político en su barrio la noche en que, mientras pintaban un muro con consignas marxistas, se aparecieron los apristas a querer quedarse con la pared y ellos a punta de piedrazos los hicieron retroceder.
La tarde parecía hecha para el fin del mundo, un espectro de tarde que se debatía entre la lluvia y el viento desaforado. Leoncio, el padre de Teodoro, había salido sin rumbo, como solía hacer desde que los ataques de epilepsia desaparecieron, cuando él sintió que había progresado en la construcción de la casa que al comienzo fue de barro del río y luego de material noble. Así, “noble”, les dicen los peruanos al ladrillo y el cemento. Leoncio era un buscavidas que supo convertir su sabiduría campesina en trabajo urbano: se hizo jardinero de las zonas más coquetas de Lima. Casi no alcanzaba a atender a todos los clientes que le surgieron. Más tarde consiguió un empleo fijo como jardinero contratado por la alcaldía. Durante la semana se comportaba. No faltaba al trabajo y llegaba a los brazos de Edelmira. Pero cuando se acercaba el viernes todo era posible: que preservara la conducta o que, en un solo sorbo de cerveza, se definiera su futuro inmediato. Una juerga salvaje se desataba entonces. Al principio Edelmira lo padecía y se lo cobraba con las maldiciones que le echaba cada vez que volvía. A veces los hijos salían en su búsqueda para evitar que amaneciera tirado en la calle, o expuesto a los pungas que lo pelarían apenas lo vieran indefenso. Con el tiempo Edelmira se acostumbró; todos en la casa se habituaron a esas salidas, a que no regresara en uno, en dos, en tres días. A la borrachera Leoncio le sumaba su adicción por las mujeres, un vicio de seductor desenfrenado que lo hacía cultivar amantes aquí y allá. Fue tal su perdición en esas bacanales que nadie salió a buscarlo la última vez, cuando la policía llegó a la casa a avisarles.
—Lo que pasa es que mi viejo era muy mujeriego. Y una vez lo encuentran en ésas. Mi padre se mete con una mujer. Y la mujer parece que tenía otro marido, otro amante, no sé qué. Parece que esa persona engañada solamente quería pegarle, pero se le pasó la mano. Y lo mató nomás.
—¿Cómo?
—Lo mataron por allá por San Luis, y en un coche lo llevaron acá por San Juan de Lurigancho. Cerca de la casa. Entonces, lo encuentran pues, y nos dan la noticia de que era mi viejo. Dijeron que tenía todos los huevos hinchados de que le habían pegado ahí. Lo mataron porque mi viejo era muy mujeriego. Era muy mujeriego.
—Como vos, Teodoro.
Conozco entonces la sonrisa que esconde Teodoro. Es un gesto que parece no pertenecer a ese rostro. Le surge de un costado, y levanta los rasgos andinos, hasta tajear una mueca en la mejilla que avanza desde la comisura de los labios hacia los ojos, sorprendente. Cuando volvemos al diálogo, me doy pena por haber hecho ese chiste: no era el momento. Más tarde me daré cuenta de que fue quizás esa broma la que selló la confianza entre nosotros, la que lo dejó navegar su vida sin temor a que lo engañara.
Para recuperarme hice una pregunta de cronista de nota roja.
—¿Supieron quién fue el asesino?
—Como en el transcurso del año, año y medio, nos llegamos a enterar de quién fue.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
—¿Y hubo justicia?
—Eh, nosotros queríamos hacer justicia pero mi vieja no quería. Mi vieja decía: “No, no, hijo, no”. De ahí el tipo se quedó en la cárcel nomás.
—¿Cómo los afectó a ustedes, los hermanos?
—Y, nos cayó mal, pues. Era mi papá.
—¿Imaginaron que podía pasarle algo?
—No, no, jamás.
—¿Y él no había tenido relación con algún tipo de delito?
—No, mi viejo y mi vieja siempre nos han criado de una manera muy derecha. Mi viejo lo que nos decía era que nunca había que ir a robar y hacer esas cosas, porque la policía después te castiga, te pega. Siempre nos tenía derechos. Siempre nos inculcó lo mejor.
* * *
De entre sus quince hermanos, Teodoro se dejó influir sobre todo por Arsenio, el mayor, el único que nunca adhirió a la idea de la revolución armada y se mantuvo en su adscripción al APRA; y también por el hermano que lo antecedía, dos años más grande que él, “Niki Lauda”, el que primero cruzó la vereda entre la Izquierda Unida electoralista en la que se peleaba por ganar la alcaldía de Lima y la militancia clandestina, férrea y violenta de Sendero Luminoso. Arsenio era un tipo de pocas palabras que desde que llegó a Lima se concentraba en su trabajo de fabricación artesanal de zapatos. Una tarde, cuando Teodoro era todavía un chico, le ordenó que se sentara a pegar suelas. Otro día lo hizo cortar moldes de cuero. Por fin le enseñó a coser y a dibujar las progresiones en cada modelo. El otro aprendiz que se volvió profesional en la familia Reyes fue Niki Lauda. Y cuando crecieron y tuvieron edad para buscar su propio sustento, a los diecisiete años, Niki y Teodoro se asociaron y comenzaron a hacer sus propios zapatos.
Teodoro tuvo su primer sueldo en la mano cuando no había cumplido los dieciocho. Su padre solía darle lo justo para la escuela y el transporte, no sabía lo que se sentía cuando la mano rebosaba de dinero, cuando el bolsillo, después de cobrar, apenas se dejaba abultar por los billetes. Pero si había conseguido eso por aprender a hacer zapatos, se multiplicaría si encontraba algo mejor. Masticaba la repulsión y la furia que le producían los insultos y los malos modos de Niki, que por ser dos años mayor lo quería tratar como a un peón más, sometido y servil. No, él no iba a soportarlo, y no lo soportó. Se hartó de los gritos de Niki y le cantó las cuarenta. No más huevón, no más gritos, esas palabras delante de la gente, no más esa humillación. Teodoro todavía no sabía que había dejado embarazada a su nueva enamorada, la que tuvo no bien dejó a Soledad, cansado de esperar a que se decidiera a entregarle su virginidad. No tuvo más paciencia. No supo. Ahora, si pudiera volver atrás, quizás haría todo distinto. Pero la chica con rasgos de la selva que conoció en el baile también lo quería, también lo amaba, él podría corresponderla y darle lo que necesitara. A ella, y a los hijos que tuvieran, como ese que ya venía en camino y terminó por obligarlo a buscar otra salida, otro trabajo en la ciudad.
En esos primeros años algo había alcanzado a ahorrar. Se llevó algunas máquinas y buscó un nuevo socio, un amigo que también le daba a lo de los zapatos. Sacaron un primer lote y se lanzaron a la calle, cargados con un palo que les cruzaba la espalda, y los zapatos relucientes, lustrados hasta brillar, colgando como adornos, ristras de zapatos. En sus recorridos en busca de clientes se conoció todo San Juan de Lurigancho y, apenas pudo, mejoró las herramientas. Llegó a tener una buena máquina de marroquinería fina, y conoció a todos los proveedores de cueros y suelas de Gamarra, el barrio de comerciantes en el que se puede conseguir lo que a uno se le ocurra para vestir y coser, de los pies a la cabeza. En algunas cosas, la verdad, piensa Teodoro, Buenos Aires puede ser muy elegante y europea, pero no le llega ni a los talones a Lima. Por más que quieran los coreanos y los judíos, el Once de las telas en rollo y por kilo no se puede comparar con las calles y calles y calles de Gamarra, donde la gente muestra sus precios colgados de los hombros, como si fueran avisos humanos. ¿Cómo estar a la altura de esas galerías donde esperan las ofertas más convenientes, el algodón pima más suave y duradero, las muchachas que te agarran del brazo y te llevan para adentro, te suben al tercero, al cuarto piso a descubrir la caleta más caleta, y donde todo le saldrá la mitad? Pase, patrón. Qué busca, rubiecita. En qué anda, amigo. Le damos más barato. Le damos lo mejor. Teodoro adoraba caminar entre ese gentío inmenso en el que lo que valía era el artilugio para vender, la sagacidad para comprar. Llegó a saber mucho de zapatería. Además, el oficio, al ser autónomo, le permitía seguir metido en la política.
Fue de un día para el otro, o de una noche para la otra, porque las reuniones en Izquierda Unida eran más bien de noche. Todos trabajaban. La necesidad de aprender los códigos de la política empuja a la gente, y sobre todo a los más jóvenes, a esos encuentros en salas tumefactas en las que la luz es una bombilla bajo la que alguien explica claves básicas para comprender de qué miserias está hecho el mundo. Teodoro se sentaba a escuchar las diatribas de unos hombres serios y cejijuntos que así como le transmitían las máximas del marxismo-leninismo, le enseñaban a cantar canciones revolucionarias. Apenas se acuerda de “La Internacional”, pero le quedaron las letras de casi todas las de la Guerra Civil Española, sobre todo aquello de que los pobres coman pan y los ricos, mierda mierda.
Fue de una noche para otra cuando empezó a sonar junto a las canciones el nombre misterioso de esa nueva agrupación política, más extrema y comprometida que el partido que postulaba sus candidatos en las elecciones: Sendero Luminoso, le susurraron al oído después de una reunión para hablarle de un compañero. Era un infiltrado de Sendero, como tantos hombres y mujeres que sólo iban a las reuniones para captar nuevos cuadros para su propio bando. Necesitaban jóvenes, hijos de trabajadores que vivieran su condición de pobres y migrantes con una mirada despiadada, porque en esa condición estaba también el deber de la lucha política, y de la lucha de clases. El resentimiento como base y la lectura de los clásicos, desde Marx y Lenin a Mao Tse Tung, podrían hacer de uno de estos nuevos adeptos el revolucionario más frío y obediente a la gran estructura que llegaría a ser Sendero. Pronto, tras acostumbrarse a ese nombre al que luego sólo se aludía como “el Partido”, en una reunión en la que los compañeros habían cubierto la pared del fondo de un local recién hecho, todavía con olor a cemento, con una enorme tela roja con una hoz y un martillo amarillos, Teodoro oyó el nombre del líder al que debía seguir: Abimael Guzmán.
La insurgencia armada comenzó en el Perú en el pueblo de Chuschi, en las sierras centrales de Ayacucho, a comienzos de 1980. Cinco encapuchados, maestros de escuela adoctrinados en el maoísmo latinoamericano de Guzmán, atacaron un puesto eleccionario a tiros y quemaron las urnas. Fue el 17 de mayo. El incidente, que terminó con las cajas de madera chamuscadas, no dejó muertos y a los pocos días apenas mereció un pequeño recuadro en un diario ayacuchano. Era el debut público de Sendero Luminoso, lo que el periodista Gustavo Gorriti llamó “el primer disparo, engañosamente asordinado, que rompía los fuegos de la guerra milenaria”. En su libro Sendero, historia de la guerra milenaria del Perú, Gorriti fundamenta ese origen a pesar de que las culturas originarias de los Andes aparecen desdibujadas tras los discursos “chinos” de Guzmán y su plana mayor. Chuschi, detalla, es un enclave en el que Sendero no tiene mayor adhesión de los comuneros —de hecho fueron ellos mismos quienes, la mañana siguiente al ataque al puesto eleccionario, detuvieron a dos de los muchachos que habían quemado las urnas— y por otro lado lleva cuatrocientos años siendo un centro comercial. Reúne cada semana a campesinos que llegan desde los cuatro puntos cardinales tras viajes a pie y en mula de hasta dos y tres días por caminos escarpados. Chuschi ha sido además un centro ceremonial y toda el área de Ayacucho ha sido poblada por campesinos descendientes de aymaraes, angaraes, moches de la costa, mitimaes y taquiguas.
Hacía dos meses que el Partido Comunista del Perú se había reunido durante diez días para debatir un rumbo nuevo en su accionar de décadas. Los enfrentamientos internos —entre una línea dura y una línea blanda que deben sintetizarse en una línea justa— habían causado peleas y enemistades, purgas y defecciones, y lo que quedaba de la dirigencia era un ala dura que sólo necesitaba un líder capaz de bajar la línea más dura posible, la de la guerra frontal. Jornada tras jornada, en discursos plagados de citas políticas de Marx, Mao y Lenin, Guzmán copó con éxito la Segunda Sesión Plenaria del Comité Central. Sus compañeros le dieron la razón: ante un país en el que la enorme mayoría sufría la pobreza en las ciudades y la miseria extrema en el campo prefeudal y premoderno, no había más alternativa que levantarse en armas, sacrificando, si era necesario, la propia vida, para vencer al Estado burgués de una falsa democracia e imponer el gobierno de los trabajadores.
Desde entonces la expansión de Sendero Luminoso en los pueblos más apartados del Perú, y luego en Lima y las grandes ciudades del país, continuó al mismo ritmo con que aumentó la violencia aplicada, su crueldad y el terror ocasionado. La estrategia para tomar el poder era avanzar contra el Estado corrupto de la democracia recién recuperada tras un gobierno militar, el del general Francisco Morales Bermúdez. Guzmán, vencedor en la interna de su partido basado en la idea de Mao Tse Tung de “apoyarse en los cuadros medios y parte de las bases de la organización”, tenía el poder total. Con su discurso, en el que mezcló estrategia militar prusiana con líneas textuales de Deng Siao Ping, Guzmán logró convencer a los jóvenes militantes de Sendero del “sacrificio necesario para conseguir la victoria”. Sobre una base de soldados convencidos de la necesidad del autosacrificio —“tener voluntad de morir”— y dispuestos a eliminar al enemigo, de acuerdo a los principios del marxismo-leninismo-maoísmo y a las experiencias de China y Vietnam, Sendero Luminoso logró imponer la guerra. La liturgia guerrillera senderista encontraba su maestro en un líder único e incuestionable, duro, severo y docente, que realizaba advertencias, inspirado por textos de Shakespeare. En una de las sesiones plenarias en las que Guzmán convenció al Partido de pasar a la acción armada, la guerra de guerrillas y la violencia, hizo leer párrafos de Julio César para ilustrar cómo se complotan los conspiradores. Y algunos de Macbeth, para comprender cómo nace una traición.
Mientras Teodoro Reyes se iniciaba en Sendero, su hermano Niki Lauda ya era un soldado de la causa. Toda su familia apoyaba la idea de que para cambiar las cosas en su país no se podía pelear por el poder en las urnas. Entre los entusiastas también estaban sus hermanas. Una de ellas se casó con un muchacho que, como Niki, pasó a la acción en el comité de su zona. Teodoro jura que él fue uno de los menos vinculados de la casa paterna en esa primera etapa de Sendero. Cuando se hartó del maltrato de su hermano y abrió su propio negocio de zapatos, comenzó a alejarse de las apuestas cada día más arriesgadas de sus compañeros. En casa quedó el mayor de todos los Reyes, un hombre que veinticinco años después seguía en la misma casa de San Juan de Lurigancho. Encontré el número en la guía y llamé sin pensarlo mucho. Del otro lado sonó la voz de alguien mayor y vital que no se sorprendió al escuchar que había un tipo interesado en la historia de la familia.
—Cuando uno no tiene dinero para pagar, no se le puede creer a la prensa, porque son como esos animales carroñeros —me dijo Arsenio Reyes.
—Soy escritor —atiné a decirle.
—Eso podría mejorar las cosas, amigo, pero ¿cómo yo sé que usted me dice la verdad?
—Porque puede poner mi nombre en Internet y ver que no le miento.
—No uso esas tecnologías. Yo he sido el mayor, soy un hombre de muchos años, con mi hermano al que le dicen Niki Lauda hemos crecido los dos juntos. Me sorprende todo lo que se dice de él en Buenos Aires. Quiero decir que no somos gente que se llene de riqueza con esos asuntos de los que acusan a Niki y a Teodoro. Debería verme, la sencillez de mi casa, de mi barrio; soy un hombre mayor y sigo trabajando. Toda mi vida me ha dado por el trabajo.
—A su hermano le interesó muy temprano la política.
—Mi hermano sí estaba en la política y eso me enorgullece, porque la pobreza es un problema político. Y le soy sincero, a mí pueden verme toda mi trayectoria y mi familia y nada podrán encontrar que ensucie nuestras ideas y nuestras actitudes. Siempre nos hemos caracterizado por nuestra pobreza y por eso con mi hermano hemos andado para arriba y para abajo para sobrevivir. Niki, sí, estaba en la política. Él, por ese motivo, fue acusado, cumplió un tiempo en la cárcel y luego se fue como asilado político a Buenos Aires. En los medios apareció como terrorista de Sendero. Nadie puede decir lo que realmente pasó, nadie puede decir lo que puede pasar mañana.
Dijo misterioso don Arsenio.
—¿Ustedes son religiosos?
Pregunté sólo para poner entre nosotros un tema posible, un tema de opinión sincera, antes de que me corte. Escucha, se calla por unos segundos y se entusiasma por fin.
—Yo de la religión católica me he desengañado, empezando por el Papa. Me he hartado de todo lo que significa. Ellos son claves en el sistema para aplastar a las masas.
—Su hermano se rebeló ante eso. ¿Qué fue lo que lo hizo cambiar?
—A él no le ha gustado nunca aprovecharse de nadie, hasta su propia ropa él regalaba. Él perteneció a un gremio sindical de la construcción. Hasta que lo despidieron cuando entraron los líderes de más alto nivel y negociaron con la patronal. Ver eso, estar metido en el proletariado, en esos años en que revienta toda la lucha social, lo convenció de participar del proceso revolucionario. Todo lo influyó para que entrara a la política.
Los senderistas dieron algunos golpes con bombas más poderosas que la de Chuschi, y cada vez más cerca de la ciudad. Para 1985, los estruendos en Lima se hicieron sentir como un cataclismo. Como esos tsunamis que se llevan consigo las costas, esta organización política, que parecía surgir de la nada, se llevaba la tranquilidad de los peruanos. La actividad era intensa en la casa de los Reyes en Caja de Agua. El cuñado de Teodoro se disponía a liquidar a un policía de la Guardia Civil. Niki Lauda se unía a una célula en la que les tocaba incendiar locales del gobierno y comercios y hacerle la inteligencia a un coronel del Ejército para tenderle una emboscada y eliminarlo. Teodoro no olvida que, aunque su hermano no era de ocultar sus movimientos, porque gozaba de una silenciosa pero clara venia de la familia, supo que estaba comprometido con la lucha armada cuando una mañana lo vio llegar con tres hombres jóvenes que venían de otros lugares del interior del Perú.
A Teodoro el padre le había regalado el aire de los techos del fondo de la casa de Caja de Agua para que se construyera la propia. Él había levantado una pieza en la que vivía con su mujer y su primer hijo. Estaba saliendo del cuarto con su ristra de zapatos cuando se los cruzó. Eran campesinos recién llegados a los que la organización les había asignado misiones en la capital. Su casa, la casa de sus padres, se había convertido en una casa de seguridad, un sitio clandestino en el que, tratando de que no quedaran rastros, iban a darles alojamiento a guerrilleros, hombres desconocidos a los que los unía solamente el convencimiento de que había que lograr el poder cercando la ciudad de Lima hasta abatir al presidente y sus ministros. Su casa, su hermano, su cuñado y quizás él mismo, eran clandestinos. En definitiva, todo había sido clandestino durante la dictadura que fue del 70 al 79 y, aunque las esperanzas de un cambio para los más pobres eran muchas, apenas ganó Belaúnde Terry el Estado era, seguía siendo, el enemigo. Había que avanzar sobre él, convencidos de que si en el camino se perdía, eran las reglas de una revolución maoísta bien entendida, donde el militante lo dará todo, incluso la vida.
Si Teodoro se pone a pensar en qué ha sido para él la clandestinidad, algo que terminaría atravesando toda su vida, se le viene a la mente no una de aquellas reuniones de Sendero Luminoso, sino la tarde en que, con un amigo, le robó el arma a su padre y subieron al cerro a disparar por primera vez. En el campo las armas son un objeto clave en la casa de cualquiera. Nadie puede defender su tierra si no tiene un arma. El arma es una herramienta de trabajo con la que primero se caza para comer. Y luego se mata al animal depredador de la siembra y al que se roba los animales domésticos, los de crianza, también para comer. Las armas están atadas a la familia, son una herramienta tan necesaria como el azadón o el arado. Es más, hasta que la guerra no llegó a las sierras y a la selva de la mano de Sendero Luminoso, las armas no tenían una carga negativa. Eran una salida a un problema, una defensa preventiva a los ataques de la naturaleza, o de la naturaleza humana. Para cuando Teodoro tuvo una en las manos, la guerra ni siquiera había asomado en el horizonte de su barrio, al pie de ese cerro que los invitaba a subir para saber qué se sentía cuando el gatillo golpeaba el percutor y salía la bala.
Cuando escuchó el impacto, creyó que así de fuerte como había rebotado en sus tímpanos, así llegaría de nítido al otro lado del cerro, en donde, sobre el río Rímac, la policía tenía un centro de entrenamiento. Se darían cuenta, los perseguirían, los acusarían de ladrones, irían presos, les pegarían. Corrieron resbalando por la ladera del cerro, haciéndose magullones en los tobillos, hasta dejar atrás el disparo, y entraron al barrio silbando bajo, con las manos en los bolsillos y el revólver escondido en las pelotas. Tentados de risa se dejaron llevar por la música que salía de las casas ese sábado a la tarde, y ahí nomás empezaron a emborracharse porque ya se sentían grandes.
¿Y qué más recuerda como verdaderamente clandestino de ese tiempo en que prevalecía la inocencia? El burdel. El disparo. ¿Qué más? La confesión del tío, el hombre que ejerció sobre él y Niki Lauda la influencia que su padre no alcanzó a tener por su debilidad ante el trago, por su callada forma de ayudarlos y su muerte temprana. El tío era un hermano de su padre que solía regresar de largos viajes a la selva con los bolsillos llenos. Él y Niki eran sus preferidos porque eran, de todos sus sobrinos, los más jodidos. En ellos veía la picardía, la astucia del que puede comprender la ventaja que da lo ilegal. Si sus padres insistían en que la honestidad era lo que había que defender y que si uno se asumía ilegal debía ser por ideas políticas superiores, su tío llegó a las Navidades y los Años Nuevos con la generosidad del que trae dinero fácil. Las fiestas de su adolescencia en las que no se terminaba la cerveza fueron auspiciadas por ese tío. Un día se presentó en la casa de los Reyes poco antes del cumpleaños de Niki Lauda. Sobrinos, les dijo, ahora quiero que busquen un buen conjunto para el sábado: festejaremos. Y acto seguido se los llevó a la pieza, donde les preguntó: “Sobrinos, ¿saben ustedes quién anda en lo ilegal por acá?”. A Teodoro la pregunta le pareció muy general: en su barrio había muchos que eran ilegales. Entonces le pidió que se aclarara. El tío metió la mano en un bolso que llevaba todo el tiempo consigo y sacó un paquete envuelto en una bolsa y una media de caballero. Al desempaquetar quedó un trozo pequeño, como un pedazo de queso, de una sustancia blanca. Era cocaína. Fue la primera vez que Teodoro vio cocaína, coca ya sometida al procesamiento químico de maceración y de clorhidratación. Clorhidrato de cocaína. Ni entonces, ni jamás, a Teodoro se le ocurrió probarla. Lo que pronto le entró fue una curiosidad obsesiva por lo que se podía hacer en la selva para ganar mejor plata. Además, allá —pensó—, las mujeres son todas hermosas: esa piel, esas formas en un cuerpo que parece haberse criado tan al aire que en él todo es firme.
El impacto de llegar a la tierra más caliente del Perú es el calor y los zancudos, esos mosquitos que contagian pestes y hacen en la piel una roncha que amenaza con convertirse en herida si se la rasca con insistencia. Teodoro había pasado por las filas de Sendero y conocía el secreto de su tío. Pronto consiguió en San Juan de Lurigancho un contacto que ofrecía trabajo en la ceja de selva, hacia el Norte, la segunda zona más cultivada de coca del país, el Alto Huallaga.
Desde que llegó, Teodoro sintió el golpe del clima en el cuerpo y la mañana en que tuvo que levantarse para salir a trabajar en el campo que le habían asignado no se creyó capaz. Eran tres peones contratados en esa parcela. Dormían en una barraca y desayunaban en una mesa al aire libre. En un fogón se freían una yuca o un plátano y, si acaso, se hacía una sopa de vez en cuando. A eso se le sumaba bastante arroz. Con el estómago engañado salían al campo. A Teodoro la cosecha no le resultó complicada. Sólo es necesario entender que hay que ser cuidadoso al sacar la hoja del tallo, que no mide más de un metro. Porque la misma planta puede rendir, a los dos o tres meses, otra cosecha más. Por eso los productores consideran a la coca como su caja chica. Es lo que les da la diferencia, el dinero necesario para comprar el resto de los insumos para sobrevivir. Cultivan lo que pueden para comer —el frijol, la papa, el tomate—, y con el efectivo que les paga el traficante al vender la hoja pagan los extras. Quienes contrataron a Teodoro tenían sede en un pueblo llamado Progreso. Teodoro había entrado al departamento de San Martín en el Alto Huallaga por Tocache, y había conocido los pueblos de Uchiza y hasta uno que se llamaba Paraíso, cuyo nombre le hizo gracia porque a medida que él se adentró en la selva iba sintiendo que no era lo suyo. Él no estaba loco, lo que lo volvía loco eran esos mosquitos que no le dejaban la piel en paz y picaban donde ya lo habían hecho, como queriendo acentuar el daño, y ese calor terrible. Era gente de usar machete, porque sólo con el machete puede uno abrirse paso a cada lugar de la selva. Para todo eran de usar machete, porque si eras ladrón, si se te daba por el delito, te pasaban a degüello, aparecías tirado en el valle, en el cementerio que nunca se llena. Lo suyo no estaba ahí, estaba en la ciudad.
En el pueblo de Progreso aprendió a imaginar el negocio sin haber llegado a participar de él. Sabía que en otros puntos de esa misma zona había pozas de maceración. Que había quienes cargaban toneladas de pasta base de cocaína en unas avionetas y partían hacia el extranjero. Si los aviones iban y venían con esa facilidad era porque el dinero estaba afuera, no en esa miserable chacra donde uno se doblaba de sol a sol. Extrañaba Caja de Agua, el centro de Lima, La Parada, y eso, lo sabía, no iba a bastar. En Lima la cosa andaba mal. Nadie tenía trabajo, y el que conseguía algo por la venta ambulante pasaba hambre igual. En la selva empezó a soñar con vivir en una gran metrópolis, con escapar, ya no hacia adentro de su país, donde además ya se vivía la guerra, sino hacia fuera, al exterior. Venezuela, pensó. Venezuela es el lugar. El boom petrolero había disparado la economía y allá se cobraba en dólares.