No recuerdo cuándo fue la primera vez que Alcira me propuso que me convirtiera en el padrino de su hijo Juan. Quería que fuera su compadre. Desde entonces, cada tanto, de una u otra forma sacó el tema del bautismo de Juancito, de la necesidad de que tuviera a alguien que lo cuidara y protegiera si ella faltaba: si caía presa o si la mataban. La propuesta me resultaba por lo menos desmesurada. La sola idea de que debía asumir esa responsabilidad me causaba repulsión. Desde el comienzo le dije que no, que era impropio, que no estaba dentro de los códigos de mi oficio. Así como en su mundo había reglas no escritas como que no se puede mejicanear al hermano, en el mío era imposible emparentarse de la manera que fuera con una fuente.
—Pero yo no estoy loca —me dijo.
Lo que más me inquietaba era la idea de convertirme en compadre de Alcira y Denis, las consecuencias de esa familiaridad. Así que fui cambiando las excusas. Al mismo tiempo, no dejé de ir una sola semana al inquilinato de Alcira. La visita comenzó a convertirse en un ritual no sólo para mí sino también para los niños. Juancito se instalaba en mi regazo y me pedía que le contara cuentos mientras su madre cocinaba o atendía a los clientes.
Entonces era común que llegaran a pedir sus dosis hasta en la misma cocina de Alcira.
La primera gran mudanza, dentro del mismo terreno, fue de las piezas de la entrada a las del fondo. Dividió el baldío en dos, para siempre. Adelante, una fila de piezas para alquilar. A lado y lado, armó ranchos de chapa con piso de cemento. Al fondo, puso un portón de hierro; detrás, al lado del único árbol que había en todo el solar, hizo construir las piezas para ella y su familia.
Para disimular que la venta de droga había vuelto a ser su mayor ingreso, Alcira se compró un horno industrial y comenzó a fabricar empanadas. En eso los encontraba yo cada vez que llegaba. Denis amasando, con las manos llenas de harina. Y los primeros inquilinos con las cajas en las manos, llevando pedidos. Para Alcira el negocio gastronómico siempre fue una manera de ahuyentar a la policía y al mismo tiempo una caja chica a la que hacía rendir. En el sistema económico de Alcira la combinación de un emprendimiento gastronómico con el rellenado de bolsitas de cocaína se relacionaba tanto entre sí como que el dinero de uno derivaba en el otro, solidariamente.
Llegar al mediodía de un sábado a visitarlos implicaba el privilegio de probar la exquisitez del día. El ceviche que preparaba Denis sólo podía compararse con el que hacían cerca de su casa y del mar en el Callao. Manejaba con precisión el cuchillo al cortar las pequeñas lonjas de pez pollo, el pescado con el que en Buenos Aires se reemplaza al toyo limeño. Era un alquimista al mezclar el limón con el ají rocoto y lograr el líquido en el que el pescado era remojado media hora antes de ser dispuesto en el plato con todos los detalles de costumbre: el trozo de maíz, la cebolla morada cortada en finas julianas y el maíz blanco que mitiga el picante del plato. Durante esos encuentros Alcira comenzó a sentirse en confianza al menos para hacer ostentación de su poder doméstico. Sus gritos se volvieron tan habituales para mí como lo eran ya para los inquilinos, los empleados de su pequeña organización, el hijo adolescente y los más chicos. Pero sobre todo como lo eran para Denis. Con el tiempo mi presencia se volvió diplomática: cuando llegaba se producía cierto armisticio. No había golpes. El lenguaje se suavizaba con un intermedio entre la rudeza habitual de Alcira en el control del clan y la visita del extranjero que se volvía cotidiano, el humor era el mismo pero sin tanta violencia.
Las puertas de la casa de Alcira se abrieron para mí a medida que me apegaba a los niños. Un día Alcira me propuso que la acompañara a llevarlos de paseo a algún sitio. A la semana me vi trepándolos a los juegos que hay en el último nivel del shopping del Abasto, el barrio más peruano de la ciudad. Aun así intenté que la idea de asumir el padrinazgo, de convertirme en el padrino, se disipara en la cabeza de Alcira. Juancito hacía su trabajo silencioso: apenas habló, dijo mi nombre y sus rulos ensortijados eran lo primero que yo veía meciéndose por el pasillo del inquilinato cada vez que entraba. También nos acostumbramos a ir juntos al kiosco en busca de un huevo Kinder para sentarnos luego a armar los diminutos juguetes siguiendo las instrucciones de un plano que descifrábamos como si fuera el que nos llevaría a un tesoro. Sabía que cuando Alcira se sulfuraba y los niños no respondían a las órdenes, los fajaba. En la casa le habían puesto nombre a la pequeña cincha con que los castigaba: le decían Josecito. Con Josecito se hacía todo tipo de bromas. Vino “Josecito”. Vieron a Josecito. Como Alcira supo que no estaba de acuerdo con que les pegara a los nenes, me juraba que sus estallidos eran cada vez menos y hacía chistes:
—¡Éstos quieren que me denuncies a los derechos humanos de los niños! —me decía y se reían todos, ellos y ella.
—¡Sí, Cris, por favor, deciles a los derechos de los niños! —decía Juan a media lengua.
En febrero de 2006 viajé a Barranquilla, Colombia, a cubrir el carnaval más intenso de América Latina y a visitar a mis amigos.
En medio de la fiesta uno de ellos me llevó a conocer a una mujer que leía las cartas del naipe español. Solían contratarla algunos funcionarios de Naciones Unidas cuando tenían que emprender negociaciones y proyectos con las comunidades de la Costa Caribe. Jesenia, la bruja, los acompañaba para indicarles con quiénes era mejor entablar relación, cómo cuidarse de las traiciones, para analizar el terreno no sólo con las varas de los sociólogos y los violentólogos expertos en resolución de conflictos. La mujer decía que con sólo mirar a los ojos veía el aura de las personas, y algunos aspectos de su pasado y su futuro. Con esos ojos de un verde casi fosforescente, clavado en las cuencas ojerosas de una mujer que parecía no dormir, Jesenia convencía a su cliente al saludarlo con un pestañeo.
En el patio de entrada su madre y sus tías, todas mujeres setentonas que descansaban del calor monstruoso de la ciudad vestidas con batones de popelín, conversaban sobre viejas historias del carnaval. Una de ellas relataba con detalle cuando vio por primera vez caminar a un degollado con la cabeza en la mano. El “descabezado”, supe después, es un personaje típico del carnaval y lava en la fiesta el amargo sabor de la guerra. Para tirarme las cartas, Jesenia me hizo pasar a su habitación. Hizo que me sacara los zapatos y me sentara como un chino sobre su cama de madre soltera. Cubierta con una colcha amarilla, sobre ella comenzó su tarea. Pensé en la mai Oxún. Quiso comenzar con mi vida, con el devenir de mi propia vida. Le dije: “No, sólo quiero saber sobre los personajes de la historia que estoy escribiendo”. No le gustó la idea, pero procedió.
Me dijo que al más poderoso de todos lo descubriría en una situación que jamás debía divulgar si no quería perder la vida. Si lo cuentas, te matan. En una carta, sobre la cama, apareció una mujer morena, de menos de cuarenta años, con hijos de varios matrimonios y ataviada con uvas que le cubrían el torso desnudo. Jesenia cerró los ojos y dijo:
—Jamás esta mujer y tú deben firmar juntos el mismo papel.
—¿Qué?
—¡Jamás! Tú y ella pueden ser amigos toda la vida. Pero a condición de que nunca se dejen tentar por poner sus nombres en el mismo documento. Eso sería peligroso para los dos.
—¿Ella me traicionaría?
Tiró cartas.
—Esta mujer nunca te traicionará, siempre y cuando le quieras a su progenie. A ella no le importa otra cosa. Quiere que seas alguien importante para sus hijos más pequeños. Tiene dos. Una niña y un niño.
Tiró más cartas.
—El niño —dijo— es quien más cerca estará de ti.
La visita a la bruja rindió sus frutos cuando regresé. Alcira se aferraba tanto a las creencias en deidades paganas y hechizos andinos que el argumento de una bruja del Caribe sobre lo de firmar juntos el mismo papel me resultó ideal para espantar la idea del padrinazgo. Si bautizábamos a Juan en una iglesia, había que anotar nuestros nombres en el certificado que el cura, tras una bendición, entrega a los padres. “Ah, sería peligroso”, dijo Alcira. Sí, para los dos.
—Entonces por ahora no pensemos más en eso. Voy a consultar con una bruja nueva porque veo que la mai no tiene mucho poder con usted. Es duro de roer.
A mi regreso de Colombia me esperaba una noticia: el casamiento de Alcira y Denis. Habían tenido varias peleas de las que yo no sabía demasiado, algunas violentas. De pronto Alcira quiso que su fantasía dorada de lucir el vestido blanco y bailar el vals se concretara con urgencia. Me propuso ser el padrino de la boda. Arriesgué la misma teoría barranquillera y volví a rehuir al compromiso.
Los preparativos de la boda hicieron evidente el primer espaldarazo que les había dado el negocio ilegal. Los sueños pueden convertirse en realidad. En Colombia a los narcos que iniciaron sus carreras vistosas en los ochenta, al ritmo de Pablo Escobar, los hermanos Ochoa, los Rodríguez Orejuela, les decían los mágicos. Veinte años después en Buenos Aires, como por arte de magia, las piezas del conventillo se transformaron en cuartos de material noble. En la cultura andina, el cemento y el ladrillo son el símbolo más cierto de prosperidad. La construcción no sólo es el gremio al que más se integran los inmigrantes llegados del Perú y Bolivia a Buenos Aires, sino una declaración de principios. Construir es sobrevivir. Denis era clave en el desarrollo del proyecto de Alcira. Experto obrero de la construcción, sólo él y algunos ayudantes podían levantar el castillo inexpugnable que estaba ideando Alcira.
La prosperidad de ese año comenzaba a parecerse a la que Alcira conoció en su mejor época, cuando supo reinar en Constitución. Al principio Alcira recordaba su pasado sin sumergirse demasiado en su vida narco. Pero cuando le comentaba que al salir de su casa iría a una cita en el barrio de esa estación, se imaginaba el escenario, los hoteles, la prostitución callejera, y suspiraba. Nunca sufrió así por alguien. Sólo por ese territorio al que controló alguna vez.
* * *
Las cosas se me fueron de las manos una sola vez en esos dos años. Fue por culpa de una concha. Las conchas siempre me han traído problemas. Puro problema, el que tuve con esa piba que me vendía en Constitución, por las calles Salta, Solís, San José, avenida Garay, Pavón y hasta San Juan. Entré a una esquina disputada y no quise pagarle a la Brigada, así que lo tuve que pensar. Me enorgullezco, aunque ahora me suene medio estúpido, pero jamás les pagué a esas ratas. Por eso aparecía y desaparecía. La idea era volverme invisible. Desde que aterricé con mis ahorros hasta que me metieron presa, antes de que me detectaran ya estaba en otro lugar ¡como por arte de magia!
Para colmo de males, la piba era una argentina. En el negocio los argentinos, si no son putos, me traen dramas. Son complicados. La piba era linda y tenía un macho que la explotaba. Se peleaban en la calle porque él la veía charlando con otro o imbecilidades como ésa. La vigilaba. La extorsionaba. Era un hijo de puta. Tuve que meterme. No me quedó otra. En esas situaciones una no tiene que dudar, tiene que actuar de la forma más rápida posible. Así que lo visité con mis soldados. Pero ojo, no le hicieron nada.
Yo misma le pegué. Ni tan fuerte como para que se quejara tanto. Los hombres que golpean a las mujeres es fija: son muy débiles, hasta lloran por el dolor de una trompada bien dada en el hígado. A éste le di dos cachetazos y después los chicos lo patearon como para que no se le ocurriera sacarla a la piba en pelotas a la calle otra vez. ¡Con qué derecho! Ella era una mujer trabajadora de doce horas diarias que nada ajeno se quedaba en el bolsillo y no robaba clientes.
No es fácil en el negocio, cuando se es del tamaño que yo soy, conseguir los empleados que no se vayan a atrever a despacharse cualquier domingo con los clientes después de lo que te costó sumarlos a tu lista. Es todo un tema. Por eso, cuando se dan esas situaciones, hay que meterse y ser firme. Defender al otro, sobre todo si es una mina, porque el otro es uno también. El gil se recuperó de los golpes y le quedaron las marcas en la cara, pero también el resentimiento.
La piba estaba enamorada y, con la calentura que tenía, empezó a verlo a mis espaldas. Así que el tipo le sacó de mentira verdad mi dirección, el hotelito de la calle San José donde me refugiaba los fines de semana, que era cuando más vendíamos. Él, muy picado porque le había puesto los puntos, le pasó el dato a la policía. Era un argentino con un amigo en la Brigada. Como todo fiolo, era buchón. El traidor se esconde en cualquiera. Nunca se sabe quién te va a hacer voltear. Es raro, a veces te das cuenta, a veces no. La mayoría de las veces, desgraciadamente, me di cuenta. Siempre es doloroso. Sobre todo cuando la traición está muy cerca de ti, en tu propia familia, en tu propia casa.
Entraron con una orden de allanamiento al hotel, pero uno de los soldados alcanzó a silbar fuerte. En aquel entonces no usábamos celulares. Escuché el chiflido: bicho feo-biiiicho feo, y me corrió un frío por la espalda. Era como escuchar que te van a gatillar en la cabeza. Sin perder el tiempo, con la frialdad de un muerto al que no le importa nada, agarré el medio kilo que guardaba en un bolso con pañales y lo desenvolví en el inodoro. La bolsa en la que estaba tenía olor a merca, así que la hice un nudo y la tiré. Pero se atascó. Tiré la cadena y se quedó sin pasar para adentro. Me hinqué y con la mano la empujé. El negocio es así, a veces te tenés que ensuciar las manos. Cuando me aseguré de que había pasado, respiré. Me lavé las manos. Me puse perfume. Me senté. Me concentré. Me encomendé al Tata Bombori. Hice pis.
Estuve dos días detenida. Me tuvieron que largar porque el cobarde éste había hecho una denuncia anónima y con eso nadie queda preso. Le salió mal. Aunque yo perdí plata, quedé marcada en el hotel y tuve que esconderme. Volví a Villa del Señor. Me refugié con Jerry. Nadie podía volver a delatarme así. Tuve suerte. Podría haberlo perdido todo. En el ambiente se iba a saber lo que había pasado. Que un perro de mierda, un fiolo al que nadie respetaba, me había querido voltear como si yo fuera una gila. No lo iba a permitir. Por eso tomé la decisión correcta para el momento. Aunque parezca feo, yo lo recuerdo con orgullo. Mandé a matar al buchón. Me costó tres mil pesos. Lo hicieron cerca de mi casa. Le bajaron dos cargadores de nueve milímetros en el estómago. Cuando escuché los tiros, estaba mirando la tele. Me paré en el aire, me puse las zapatillas y salí a la calle. Era en la otra cuadra, llegué como para ver su cadáver sobre el barro de la vereda. No me dio culpa. Era necesario.
* * *
Durante la investigación para esta crónica varias personas entrevistadas aceptaron que alguna vez habían matado o al menos habían mandado a matar. Conocía de cerca el discurso de los ladrones del Gran Buenos Aires, los pibes chorros de San Fernando que todavía se enorgullecen de haber robado sin ultimar. La muerte en el lenguaje narco se hace presente como un conjuro repetido hasta el cansancio. La muerte como algo constante y natural avanza primero en la boca de los narcos y los transas que confiesan sus crímenes por fin seguros de que no soy más peligroso que un sacerdote detrás de una cortina de terciopelo en una capilla derruida en medio de la sierra o la selva. Escuchar a la muerte se vuelve una señal sorda que pasa de fondo como acolchada por el sinfín de acontecimientos más melodramáticos. Las peleas sentimentales de Alcira con sus hombres podían desatar el recuerdo más espectral.
En la lista de Alcira, los muertos de Jerry se podían diferenciar entre los necesarios y los errores. Ella estaba en el corazón de la villa cuando el escuadrón atacó a los Valdivia, y recordó la tristeza que le produjo saber que, en lugar de bajar a Luis Valdivia, habían bajado a su hermano Manuel, “un chico bueno, que no se metía con nadie, que nunca había pasado por encima a ninguno de nosotros”.
—¿Qué hiciste, Jerry? ¡Sos un hijo de puta! ¿Por qué masacraron a ese inocente? ¿Qué tenía que ver con la guerra de ustedes? Nada, ¡infeliz! Te ensuciaste las manos en un inocente.
—Son negocios, Alcira; él quiso cruzarse, quiso morirse.
Eso había sido un error, pero había habido otras muertes necesarias. Alcira llevaba años en el negocio. Jerry ya sabía que a ella la habían violado a los ocho años. También quién había sido, cómo se llamaba, dónde vivía, qué hacía aquel tío abusador, el primo hermano de doña Francisca. Apenas Alcira tomó conciencia de que se había enamorado de un killer, supo qué le pediría. Fue un trabajo impecable. Lo bajó en un supuesto intento de robo. Sólo ella supo que el maldito había pagado en vida. Se lo merecía. Lo habían detenido una vez por violación y lo habían dejado en libertad. Después violó en Bolivia, de donde tuvo que escapar porque en la comunidad casi lo linchan. Ahora no le haría eso a nadie más. Alcira reconoce que una leve sensación de placer le recorrió la espalda cuando la llamaron para contarle la desgracia que había afectado al pobre tío. Se ríe. Disfruta aún.
Entre muertes, peleas de gritos y amenazas, y el deseo encendido, Alcira pasó cinco años junto a Jerry. Le resulta difícil decir ahora cuántas veces él cayó preso, pero tiene claro que un día se hartó de tumbear. El verbo tumbear refiere a múltiples actividades, siempre relacionadas con la tumba o cárcel. Son las mujeres de los presos —o sus madres— quienes los sostienen desde afuera con la logística necesaria para obtener mínimas condiciones de dignidad. Los lujos de la alimentación, las visitas, la droga y el ojo distraído de los carceleros se pagan caro. Para un narco o un transa preso todo servicio está tarifado. Y, entre ellos, el del abogado es el más caro. Aunque contratarlos siempre esquilma, si se cuenta con el dinero no se escatima en ellos: es la más delicada e importante de las inversiones.
Cuando a Jerry se le daba por cuestionar su oficio de traficante desde la ética del robo a mano armada, Alcira sabía qué decirle: “Vos robás hoy, mañana, pasado; pero cuando vos perdés, lo que me das no me alcanza para nada porque termino gastándolo todo en abogados y en paquetes para llevarte al penal. Estando preso se te antojan las mejores comidas, las zapatillas último modelo, lo más caro. ¿Vos te quejás de que uso tu plata para crecer en mi negocio? Cerrá la boca, porque cuando caés la que te termina manteniendo soy yo, la transa, ¡pa-pi-to!”.
La soberbia con la que se paraba frente a Jerry y su metro ochenta y cinco se fundaba en su formidable crecimiento económico. Su zona le había quedado chica. Como en toda estrategia de ocupación de un mercado, el crecimiento de la cantidad y la calidad de los clientes tiene un límite. Se satura. Si los flujos ilegales de los pequeños transas tuvieran economistas dibujando diagramas de comercialización, el de Alcira habría llegado a su curva ascendente y amenazaría con descender, porque la competencia le daría su merecido. Por eso apostó a Constitución, la zona donde habían asesinado a Grove, su primer marido.
Dejó de vender en papelitos de diez para sacar sólo bolsas de más de cinco gramos. Puso a trabajar a dos pibas. Una argentina y una peruana. Hizo un trabajo fino: armó una lista de hoteles en los que reservaba pieza. Era una revancha extraña: en su mapa mental abarcaba aquella vieja escena del crimen. Por fin se rodeó de dos pibes armados que le mantenían el área vigilada. Sus propios “perros” patrullaban como vendedores ambulantes dos cuadras a la redonda del hotel en el que hacía rancho ese día. Cualquier problema con un cliente, ellos lo resolvían.
Alcira comenzó a mover de a cinco kilos. Tenía confianza con uno de los peruanos que hacían bajar la droga desde la frontera entre Pocitos y Yacuiba, en Salta. Había sido buena pagadora. Así logró entrar en la lista de diez que ese vendedor “al peso” abastecía. Claro que, si las ganancias se multiplican, también lo hacen los enemigos. Los pasos torpes del recién llegado suelen hacer ruido. Y cuando se acercan a los de los más grandes, las huellas quedan indelebles en los expedientes judiciales. La escucharon. La siguieron. Tenían de ella tanta información como si fuera una gran narcotraficante. Ella se sentía segura porque trabajaba con uno de sus hermanos.
A Jerry no le gustaba trabajar con sus propios paisanos. Prefería hacerlo con un grupo de chilenos que se habían especializado en boquetes. Durante una temporada fueron inmobiliarias, luego agencias de viaje, al final lo intentaron asociándose con Los Gardelitos (una banda de ladrones tucumanos con éxito en la capital). La mejor etapa fue la de las casas deportivas. La mercadería era buena para revender. Alcira lo hacía en la villa con un bolso en el que llevaba desde zapatillas hasta raquetas de tenis. Jerry les ponía a sus objetos un precio mayorista. Alcira compraba y ofrecía los productos al doble. La ganancia también iba al negocio propio que daba hasta cuatro veces su valor, el de la merca.
En el robo a un local de Nike, mientras intentaba llevarse el dinero de la caja y cargar una camioneta estacionada en la puerta, atraparon a Jerry. Al leer los expedientes judiciales confirmé que la mujer que lo acompañaba en el intento de robo se deshizo de culpa y cargo declarando en su contra. Puede que haya sido un acuerdo. Todo indica que Jerry se había sentido tan atraído por la muchacha como para evitarle la cárcel. Alcira cree que se trata de la “Rumbera”, una de sus amantes. Siempre las tuvo. Siempre parecidas a ella. De pelo largo, cintura, buen culo, con la personalidad fuerte y los ojos achinados. Jerry tenía sus gustos concentrados en nacionalidades. Bolivianas o peruanas, nunca paraguayas o argentinas.
Hasta el final anduvo metido con la pollera menos aconsejable, dice Alcira. Sólo pensar en esa licencia permanente en la que vivía Jerry y Alcira se altera, aprieta las mandíbulas y es posible imaginarla parada, frente a la mole que era su marido. Lo enfrentaba sin miedo, con rabia y dolor, con odio y crueldad, sin piedad alguna, como si en el otro comprobara su propia dureza. Alcira construye el pasado a partir de la muerte de su primer esposo, sobre la base de una serie de antinomias. Elige arbitrariamente algunos defectos de Jerry para armar la coraza de su firmeza, y habla del vicio por la droga. Ante ese exceso de él, opone su abstinencia. Si algo la enorgullece es no tomar, no fumar, no drogarse.
Él era un buen tipo, si se lo piensa bien. La mimaba, la llevaba a comer afuera, vivía comprándoles regalos a ella y a los chicos, no la obligaba a quedar embarazada y era generoso con su negocio aunque despreciara a los de su calaña. Laburaba, en lo suyo, pero laburaba. Proveía. Se preocupaba por los chicos. La mimaba. Era un buen esposo.
En esa época Alcira sintió que tenía lo propio. La propiedad. “El rancho.” Se compraron una casa de cinco ambientes. La pintaron de rosado y la dejaron lista para mudarse de Villa del Señor a ese barrio de clase media con una escuela de curas para los chicos.
Jerry era un sol, se convence Alcira, sólo que tenía un enorme defecto; cuando terminaba un “trabajo” exitoso, necesitaba gratificarse. En su caso no era una clásica gira por tugurios con chicas, alcohol y merca, sino un encierro en su propio rancho que podía durar una semana. Con una bolsa, bebida y cigarrillos. No comía. Nadie podía molestarlo. Durante días dejaba de hacer ruido. Alcira llegaba a preguntarse si seguía vivo. Nunca pudo con ese hábito. Aunque de la queja por esas giras en soledad, nada obtuvo.
Alcira consiguió imponer su lugar como transa:
—¡Sabés que me revienta que estés tan enfermo de la droga!
—Pero es solamente por ahora, mami. Pásame uno solo y no pido más.
—Si querés tomar más, me la tenés que comprar.
—¡Pero no me la puedes vender!
—A mí no me interesa que seas mi marido. Esta plata es mía y de mis hijos. ¿Qué sentido tiene que haya luchado tanto para tener una cosa? ¿Y te la voy a dar a vos para que te la tomes? Vos estás loco. Yo, que es mía, no la tomo, sería de locos dártela a vos y que te la tomes. ¡Yo te la vendo!
—¿Por qué eres tan ambiciosa?
—Porque si es por vos me quedo tirada y nadie cría a mis hijos. Yo quiero ser mayorista, Jerry, y no lo voy a conseguir financiándote los vicios.
* * *
Los relatos de los dealers y pequeños traficantes que caen presos suelen alimentar un mito razonable: “Era lo último que hacía”; o en una versión muy argentina: “Después de ésta cuelgo los guantes”. Alcira jura que así pensaba la madrugada en que decidió mover esos cuatro kilos y un patrullero encendió las luces azules delante de su coche. Para seguir creciendo, para dejar la venta minorista y consagrarse como vendedora al peso se había asociado con uno de sus hermanos. En sus recuerdos de infancia no hay hermanos. Sólo una madre violenta. Lo demás, limpiar, correr, barrer, casi como en la colimba. El hermano, fantasmal, apareció sólo en la peor hora, y para engañarla. Juntos habían apostado: quince kilos en sociedad, la ganancia de cuatro años sin parar.
Esa noche no había conseguido una mula que le moviera el paquete hasta un punto de encuentro con un cliente. Le habían dicho que la seguían. Temía que le reventaran el rancho en Villa del Señor, donde había llegado a ser la transa más próspera de la zona de la Canchita de los Paraguayos. En un momento se sintió invulnerable al lado de Jerry. Todo el barrio sabía que él había estado a la cabeza del grupo que mató a los Valdivia. Nadie podía tocarla. Los demás eran giles que andaban en el punguismo, a lo sumo en un robo a mano armada con campana. Algunos se vanagloriaban por haber hecho camiones de caudales en Perú, y por lo bajo se hablaba del pasado como Sendero Luminoso de Teodoro y de Niki Lauda. Alcira los veía entonces como clientes. No se imaginaba que durante los cuatro años que pasaría presa, desaparecida del mercado, esos peruanos se convertirían en los nuevos capos de la villa. Cuando una caída deja espacio en la red, cuando se produce un vacío en el que falta un proveedor para determinada cantidad de clientes, o consumidores, o transas de pequeño calaje, el impulso vital de la dinámica narco empuja hacia arriba como si se tratara de un sistema biológico. Se acomoda de tal manera que la ley del más fuerte, la del parentesco y la de la corrupción que garantiza impunidad impulsan como a un delfín al más arriesgado, el que se quiera quedar con la porción de negocio que el recién detenido ha dejado.
Sandro, ese hermano con el que hoy suele cruzarse cuando visita a su madre en la provincia, cada tres meses, no era sólo su socio, sino además su chofer, el remisero que la llevaba a cada cliente. Por eso cuando puso el culo en el asiento de atrás del patrullero, amarrocada como una gila, pensó: no me los va a devolver. Se va a quedar con la mercadería y con los clientes. Sabía que alguien la reemplazaría, pero no había alcanzado a imaginar que sería Sandro. El hermano de Alcira se quedó con diez kilos que todavía los dos almacenaban antes de distribuir en la primera gran operación de mediana escala a la que se habían atrevido. Era el comienzo de otra etapa. Claro que ella sabía que podía quedar en el camino si se animaba a más. La ambición era la peor consejera en este negocio de celosos caimanes. El enemigo puede tener hasta tu misma sangre.
En la cárcel comenzó peleando por la cama. Supo que estaba embarazada en la enfermería y sintió que ya no le tenía miedo a nada. Sobrevivió sin más roces hasta que el embarazo estuvo avanzado. Tenía una panza pequeña que parecía no querer crecer. Adelgazó. No sentía a la criatura. La carcomían la preocupación y el desengaño. En la cárcel los chismes corren más rápido que en la calle. El llamado cotidiano logra concentrar en pocos minutos toda la información conspirativa disponible en el entorno de cualquier interno. “Jerry te mete los cuernos con la sobrina de Valdivia”, le dijo una paraguaya que fue mujer de uno de los capos. La noticia le llegó poco antes del juicio oral.
Ante el tribunal, en una sala del quinto piso del edificio de la avenida Comodoro Py, en Retiro, escuchó la condena. Cinco años y seis meses. La sentencia la derrumbó. La depresión, que se había hecho carne con las novedades sobre los amoríos de Jerry, se volvió grave. A veces, a pesar de la prosperidad que ha ganado durante los últimos años, cuando entra en períodos de honda preocupación, todavía la asalta la misma tristeza. Se queda acostada, sin poder levantarse, mientras la asisten sus empleados y sus ayudantes nuevos. Es como si aquel encierro en Ezeiza la volviera a tomar por asalto.
La trasladaron a la maternidad Sardá, en Parque Patricios. No pudo retener al bebé, que parecía querer escaparse de su cuerpo delgado. Buscaba sobrevivir. Gabriel, el hijo de Jerry y Alcira, nació de urgencia cuando llevaba seis meses de gestación. El parto trajo un único consuelo; ya no tenía que estar encerrada en un pabellón rodeada de otras internas con sus hijos, sino en un hospital. Algo es algo. El niño pesó casi 700 gramos. Tardó seis meses en llegar a los dos kilos y medio. Entonces los mudaron otra vez al penal de Ezeiza. Durante sus primeros años el nene no conoció sino las paredes y los barrotes del penal. Ya caminaba cuando pudo ver la calle, gente caminando por las veredas, casas, autos. Desde entonces y hasta que su madre cumplió cuatro años de condena efectiva, Gabriel entró y dejó la cárcel como un preso con salidas transitorias. A veces lo iba a buscar su abuela; otras, su madrina; en pocas oportunidades, su padre, Jerry. Si acaso había una presencia de ese hombre, era difusa. Durante algunas conversaciones telefónicas desde el pabellón en las que Alcira desesperaba ante su desidia, ella comprobaba su manera infantil de enfrentar las malas. Alcira le gritaba, lo insultaba y lloraba con el crío en los brazos.
—¿Te volviste pelotudo? ¿Ahora sos medio boludo? ¿Te pudo más la concha que otra cosa? No pensás en tus hijos, hijo de una gran puta. No pensás en tu familia. Voy a perder la casa si no te movés.
—Ése no es mi negocio.
—Qué no va a ser tu negocio. La droga también es tu negocio. Te creés que no sos de la banda. ¡Pero trabajás para Marlon! Siempre lo hiciste. Sos perro de ellos. ¡Gil!