Cuando caí presa, quedé más sola que una viuda malvada. Hasta que nació Gabriel, tan chiquito. Me quedé adentro, entre todas esas mujeres con sus hijos, en un pabellón que ardía de calor en el verano y se congelaba en invierno. Yo, sola, con mi hijo. La soledad de adentro no se mide por las que se puedan acercar a vos, por la ranchada, sino que se mide por lo de afuera. Y afuera yo estaba más sola que cuando me fui de mi casa a los catorce años, nadie protegía lo mío. ¡Como si no me hubiera costado! Es así, una de las leyes malditas de mi negocio: todo lo que ganás como transa se desvanece en el aire. Es como si Dios se encargara de desarmarte con sus propias manos el castillo de naipes. Tarde o temprano, con un roce de su dedo largo, queda demostrado que eso que supuestamente te hacía feliz, el dinero que ganabas, no valía nada. La casa. El auto. La moto. El fin de semana en Mar del Plata. Nada. Empezás a sentirte vacía en una cárcel demasiado llena. Si sos transa es peor. Te tenés que estar cuidando de que alguna que se cree muy chorra quiera hacerse cartel jodiéndote la vida a vos. Es mirar día y noche con desconfianza, no poder relajarte nunca. Cuando el nene creció, recién entonces Jerry me hizo llegar comida y ropa. De vez en cuando lo mandaba a Ángel, que venía con los bártulos, porque en algunos períodos él, Jerry, se la pasaba también preso. Fueron casi cuatro años en total, así que muchas cosas las aprendí ahí adentro. Por ejemplo, a hacer repostería. Soy buena repostera. A veces los inquilinos de mi conventillo me encargan tortas para sus cumpleaños. Es una moneda más que entra y quedo como una señora de su casa.
Reconozco que a veces llegaban los regalos de Jerry y yo me ponía contenta. Pero al mismo tiempo todo iba a parar al rincón de la rabia. Su dejadez y sus vicios me rebelaban. Nunca lo pude entender. Solía soñarlo cubierto de tierra, como una visión de lo que podía pasar en cualquier momento. A veces, cuando intentaba dormirme con mi chiquito entre los pechos para que recibiera mi calor, su cara se me formaba con las marcas que había en la pared. Todas las que pasaban por ahí dejaban anotaciones, poemas, puteadas, amenazas y dibujos horribles que pretendían ser bonitos. Entre todo ese caos de figuras a mí se me aparecía la cara de Jerry, con esos pómulos puntiagudos y esa nariz aguileña. Los ojos, de repente, se me hacían vivos, me acicateaban moviendo las cejas arriba y abajo, y me daba miedo. Pensaba: estoy loca. Entrada la noche, cuando las otras mujeres se habían ya dormido y sólo alguna lloriqueaba en el fondo, cuando los chicos ya habían callado todos los berrinches, me venían las preguntas. Una detrás de otra, como caballos que se te acercan al galope en el campo. Una de todas esas dudas me vuelve de tanto en tanto. ¿Por qué no pensó en el bienestar de su prole? Con la excusa de que él no se ensuciaba las manos por ese dinero manchado de droga, no se ocupó de ninguno de mis asuntos. Mucho menos de sus hijos.
La casa quedó vacía, desamparada. Nadie se volvió a preocupar por esa propiedad que tanto nos había costado. Los vecinos vieron el allanamiento de la Federal y se pasaron un par de semanas vigilando si alguien se preocupaba por lo que había quedado. Dicen que fueron los ratis los que salieron con los televisores y todo lo electrónico. Claro; como nunca vieron a un familiar, se aprovecharon de la situación. La saquearon. Se robaron hasta los juguetes de los chicos. Después los del juzgado la confiscaron.
Al auto dicen que se lo vieron a la Brigada. Uno en el narcotráfico a veces trabaja para ellos. O para el menos pensado, porque, por ejemplo, a la mercadería que yo había acopiado se la quedó Sandro, mi hermano. En eso yo había invertido todos mis ahorros, el futuro de mis hijos. Jerry podría haber hecho algo para recuperar esos kilos. Él lo conocía bien a mi hermano, sabía el tipo de rata que era, y podría haberle cobrado a su manera. No quiso. Lo dejó que administrara lo mío a su gusto. Se suponía que de esa plata iba a vivir mi nene, que estaba con mi mamá, en la provincia. Jerry se quedó con su idea de que era más macho si robaba que si traficaba. De un solo cañazo era capaz de reventarle la cabeza a Sandro. En definitiva Sandro era una cagadita, un enano que no sabía defenderse. Toda la vida mi madre le había pegado, como a mí, y sólo borracho se podía hacer el valiente. Si Jerry quería lo mataba, o lo hacía desaparecer. Pero no encontró, el muy señor, un motivo suficiente para hacerlo. ¡Sus hijos no fueron un motivo suficiente! ¡Su mujer no lo fue! Siendo peruano, digo yo, ¿quién le metió esa idea adentro de la cabeza? Se hacía el ladrón profesional pero yo sabía que era perro. Y lo peor de todo, era perro de Marlon.
Mientras a mí me volteaban, en la villa los capos peruanos se estaban dando entre ellos y Jerry era uno de los soldados mejor entrenados para matar. El muy infeliz defendía los intereses de los grandes, pero no soportaba que su mujer perteneciera a ese mundo. Esa parte de él me llenaba de rabia y de impotencia. Por su machismo, por su estupidez, yo estaba sola. Por suerte tenía abogado, un tipo famoso. Le pagaba con la plata que me guardaba mi madre, en dólares. Hasta eso había pensado. Yo no era cualquiera, no era una recién llegada. El juez que manejaba mi caso le dijo que sí a un pedido de mi abogado. Me dio las salidas transitorias, o sea: cada quince días, doce horas afuera. Y de a poco unas horas más. Hasta que ya era todo el fin de semana. De pronto, cuando ya creías que no habría más oportunidad, te encontrás con que tenés otra vez las mismas chances: la calle, el barrio o la provincia. Yo elegía. En la calle estaba el negocio. En el barrio, la droga y mi macho. En la provincia, mi madre con mis hijos. Claro que prefería a mis hijos, así que soportaba la provincia, la casa materna, el maltrato. No tenía otra.
* * *
El polvo se levantaba como soplado desde el centro de la tierra. Se sentía el peso caliente de enero en la nube que rodeaba la cárcel. Pompeyo, el padre de Alcira, apretaba los ojos desde el colectivo que lo acercaba al penal de mujeres, tratando de distinguir lo que imaginaba como uno de esos fuertes medievales en los que las doncellas están rodeadas de un foso lleno de alimañas. A un lado y otro el campo argentino en pleno reverdecer, y un barrio recién comenzado, hecho de ranchos, con las chapas brillantes de la toma reciente.
Apenas se deja atrás la autopista que lleva al aeropuerto internacional un cartel verde anuncia la proximidad de un hospital bonaerense que tiene una población particular: a su sala de terapia intensiva son trasladadas todas las personas que fueron descubiertas intentando subir a un avión con el estómago cargado de cápsulas de droga. Cuando las descubren, las mulas son transportadas en camionetas de la Policía Aeroportuaria hasta la sala de terapia intensiva. Tomar cápsulas de látex rellenas de clorhidrato de cocaína es peligroso. Si una de ellas estalla, si el material cede a los jugos gástricos y deja filtrar el contenido de los dedales, la muerte es casi segura. Para salvarles la vida y luego encerrarlas en alguna de las dos cárceles que siguen en el camino, a menos de diez minutos del hospital, en la misma ruta, a las mulas se las obliga a defecar. De eso se trata, de un baño de alta complejidad en el que los correos humanos se ven custodiados por gendarmes o policías, esposados a una cama, compelidos a ir de cuerpo para dejar atrás la prueba y su principal posibilidad de morir por una filtración que podría causarles un paro cardiorrespiratorio por sobredosis de alcaloide. Los peruanos les tienen reservado el mejor de los nombres a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico: burriers, la mezcla entre burros y courrier.
Los médicos del lugar son tan expertos en este tipo particular de riesgo que, en dos oportunidades, han conseguido operar y sacar con vida a un hombre y una mujer a los que un dedal de coca les había estallado en el estómago y en el intestino. En los dos casos, después de un mes de recuperación, los presos tuvieron que trasladarse. Ella quedó en al Unidad 3. Él fue directo a la Unidad 1.
Pompeyo, el padre de Alcira, se pasó de largo y fue a dar a la unidad más grande, donde más de mil setecientos hombres pagan condenas por narcotráfico. Su hija estaba un kilómetro antes, en un lugar que, visto de afuera, parece una de esas ciudades surgidas de la nada al lado de represas hidroeléctricas, yacimientos o minas. Son proyectos a los que la uniformidad de los edificios, la pintura de los mismos colores amarillo y verde, los hacen parecer regimientos en el desierto.
Pompeyo deshizo el camino por la calle de asfalto apretándose la campera de nailon corta, con las manos metidas en los bolsillos. Cuando le quedaban unos cien metros para la entrada de la cárcel, casi lo atropella un celular que llegaba con chicas nuevas. Lo saludaron con silbidos. Una le gritó: “¡Papito, sos el último que veo! ¡Te la doy toda!”. Pero el padre de Alcira era un hombre que despreciaba el apetito sexual desmedido porque así se lo había enseñado la religión evangélica que profesaba. Los días en que el vicio lo podía y no paraba de tomar, le daba unas palizas temibles a Francisca, la mamá de Alcira. A veces también cobraban las hijas. Ese hombre se había hecho famoso en varias cuadras a la redonda. Lo respetaban por malo. Pero con ella había sido menos malo que con las otras. Eso es cierto. Alcira nunca dejó de quererlo.
Pompeyo llegó a la ventanilla de la entrada, que es como la de cualquier country. Había sido vigilador de un barrio privado de Lomas de Zamora. Se acordó de ese trabajo que tuvo y trató de que todo le pareciera normal, de no amargarse. En definitiva, Alcira quedaría en libertad, era para alegrarse. La hizo llamar como si se tratara de la recepción de un hotel. Ella salió de la última puerta de metal con el pelo recién lavado, todavía húmedo, y la cara seria. Se acerco a él. Le dio un beso desabrido en la mejilla y sin hablarle fue derecho hacia el camino de cemento. Habían hecho dos cuadras hacia el puente que los cruzaría de un lado al otro de la autopista cuando Alcira habló.
—¿Qué sabe de mis cosas?
—Dice su madre que tiene que hablar con su abogado. Dijo que lo llame. Que mañana la espera para decirle.
—No me joda, ¡usted sabe!
Pompeyo se hizo un poco más pequeño. Achicó los hombros y carraspeó.
—No sé cómo te va a caer, hija. Pero es mejor que sepas la verdad ahora para que sepas a qué atenerte.
—¿Qué es lo que me tiene que decir?
—Perdiste toda tu casa; tu marido, no sé por qué, no movió un dedo. Cuando el abogado se metió, ya era tarde.
* * *
A mí me dio un ataque de nervios. Nunca sentí algo peor en la vida. Ni con la muerte de mis seres queridos, con nada he sentido ese dolor. Lloraba como cuando me violaron, como cuando me pegaba mi vieja: no sé cómo explicar el llanto que tenía. Mi papá no atinaba a nada, pobre. Sólo me miraba y movía la cabeza. No reaccionó. En el fondo de mí pensaba: Por qué ni siquiera atina a darme un abrazo. Pero él era un hombre bruto, un hombre del campo que conoció a mi mamá en una de esas fiestas bolivianas en las que se emborrachan tres días. Era la celebración del Tata Bombori, como ocho horas al norte de Potosí. A mi papá lo llevaba su madre para curarle una pulmonía que no lo dejaba vivir.
—Llevame, quiero ir a ver, no puede ser —le pedí a mi papá—. ¡Quiero ver si es verdad!
Esa primera vez tenía apenas doce horas para ir a ver a los chicos, pero no me aguanté. Me fui a Capital, al barrio. Quedaban las marcas de las franjas que la policía puso cuando allanaron después de mi detención. Y un cartel horrible: remate.
Eso no fue llanto. Fue un arrebato de furia y rencor. Me puse a patear la puerta, me tiraba de los pelos, me quería arrancar la cabeza. Ese día lo maldije a Jerry, como a una rata, por su dejadez. Supe que no podría perdonarlo jamás. Todavía hoy me duele. No me gusta reconocerlo, pero es así. La traición con esas mujeres, con la sobrina del capo, dicen, y con la Rumbera, que era una puta barata. La traición al dejar mis cosas tiradas, la propiedad desperdiciada como si no valiera nada. Fue demasiado. Supe también que si era capaz de eso no podía terminar bien. Después de eso decidí que lo dejaba, que no quería estar más con un tipo así. En la siguiente salida fui a verlo.
—Jerry, son ocho meses de salidas transitorias, ¿cómo vamos a hacer? Todo es caro. No te quiero ver más. Matate. Hacé lo que quieras con tu vida, ¡pero no me jodas más! Me traés sólo desgracia. ¡Sos un desgraciado, Jerry!
—No me dejes, yo siempre voy a ser el padre de Gabriel —me dijo él.
Y yo, llena de rabia:
—¡Vos no sos el padre, hijo de puta! ¡No quiero saber más nada de vos! ¡Aunque tenga que volver a vender merca! Por tu culpa lo voy a hacer —le dije en esa pelea.
Empecé otra vez. De cero. Así es en este negocio, muchas veces quedás en cero para volver a comenzar. Es la ley del narco o, mejor dicho, del transa, que no es lo mismo que narco, porque narco es el que la hace con toda elegancia desde su escritorio, no como el que la lleva y la trae, como el que parte desde abajo como uno. Mi padre me daba el dinero contado para el pasaje entre Ezeiza y su casa. Era un viaje no tan largo en comparación con lo que les tocaba a mis compañeras de pabellón. Algunas no tenían dónde ir. Yo por lo menos podía parar en esa casa con patio, bajo la tiranía de mi madre, que al fin y al cabo se había quedado con Damián, que ya tenía conciencia de que su madre pagaba una condena por tráfico de drogas. Lo que más me angustiaba era el pedido de los chicos. Estaban mal vestidos. Damián empezaba la escuela y se le notaba el roto en las zapatillas. Jerry me dio doscientos pesos para la ropa de Gabriel, pero nada para Damián.
Lo pensé entre salida y salida. Solamente podía vender en el mismo penal, mi pabellón, y tenía que venderla cara. Así que busqué al único que no me iba a decir que no a una cuenta corriente: mi hermano, el traidor, el que se quedó con lo mío. El otro hombre que me había dejado en la ruina. ¿Eran las reglas? Bueno, volvía a jugar. Le compré merca, la misma mercadería que me había sido robada. Entré empericada al penal. Se envaina la cocaína en nailon o en un preservativo y lo acomodás como un tampón. Las primeras tres salidas fueron de doce horas. Luego una salida cada quince días, pero de cuarenta y ocho horas. Pronto fui remediando con el negocio lo que el negocio me había significado. Ahora que lo pienso, ¡nunca dejé de vender! Hasta risa me da.
Menos mal que me decidí a vender en la cárcel porque, si no, no sé cómo hubiera hecho el día que me dieron la libertad, cuando mi madre me entregó los chicos. Dijo que ella los podía cuidar mientras yo estaba detenida, pero una vez en libertad yo no era bienvenida en su casa por el delito que había cometido. ¡O sea que no le bastaba a la muy hija de puta con los cuatro años de encierro! Como en esos ocho meses entré cada vez unos diez gramos, y por gramo cobraba bien, tenía mis pequeños ahorros. Con eso llegué a Villa del Señor. Me presenté con los críos en la única casa en la que podía pedir ayuda, la de Angelito, el pibe que nos presentó a Jerry y a mí, uno de sus mejores amigos.
Jerry usó su amistad con Ángel para acercarse. La verdad es que nunca le volví a creer. Seguía choreando y siendo un perro de Marlon. A Marlon nunca lo quise, siempre me pareció un miserable. Él y toda su familia. Así que le pedía que dejara de ser su soldado si quería volver conmigo. A los meses cayó preso por un crimen. Lo acusaban de matar a Julio Valdivia. Había sido un crimen en la villa por la pelea por el control del gran mercado de la cocaína, o sea, el comercio local. Decían que Jerry había sido el matador. Él, mal que me pese, era un sicario. Era un killer. Era bueno en eso. Estuvo adentro por eso, con pocas pruebas. Durante su detención se enfermó de neumonía. No tuve más remedio que ir a verlo a la vieja cárcel de Caseros. Le llevé a Gabriel.
—Por favor, no me dejes morir —me dijo en la cama del hospital de la cárcel, esposado y todo entubado.
Se le caían los párpados porque tenía mucha fiebre.
—Miralo bien a tu hijo porque ésta es la última vez que lo vas a ver —le dije—. Ésta también es la última vez que me ves la cara a mí. No quiero saber más nada con vos, porque arruinaste nuestras vidas. No te importó nada. Sabías que yo estaba presa y embarazada y no peleaste por lo que iba a ser para tu propio hijo. Sos un miserable.
—No me hagas esto.
—Nada se compara con lo que me hiciste vos.
—¿Qué tengo que hacer para que me perdones? ¿Para que me ayudes y no me dejes tirado?
Apenas hablaba. Lo escuché con el corazón. Lo que yo quería era una vida nueva. Dejar de vender droga. Dejar de ser transa. Convertirme en una persona normal. Ser una laburante esforzada, una comerciante legal. Y que mi marido no sea un chorro que cae preso dos por tres. Que puede morir bajo las balas de la cana o de un gil que defiende su propiedad con todo derecho. Mucho menos ser la mujer de un sicario, del soldado de un jefe como Marlon. Mi pensamiento no era una locura, señor. Si te contratan para matar a uno, a dos, a tres: en algún momento ese que te paga para matar va a pensar que el próximo es él mismo, que no tiene alternativa: te tiene que eliminar. Es él o el matador. El matador nunca termina bien.
Ahora me arrepiento de todo eso. Yo no sabía que se curaría. Dispuesta a todo para que aceptara un nuevo pacto entre nosotros, le dije:
—Vamos a dejar todo, los dos. Vos dejás el robo y a Marlon. Yo dejo la droga. Nos ponemos un negocio, algo legal. Vendemos comida, por ejemplo.
Él aceptó. Yo lo ayudé. Le compré los antibióticos. Se curó.
Salió en libertad y cumplió con su palabra. Durante unos días fuimos como todo el mundo. Pusimos una cocina y vendíamos empanadas. Fue poco tiempo. Pero fueron días hermosos. Nunca más volví a sentirme así de libre.
* * *
Se instalaron en la casa de Ángel con lo poco que les había quedado. Eran cuatro cajas con ropa. Varias bolsas de consorcio con frazadas y sábanas. Los muebles que ella había dejado, recién comprados, habían desaparecido cuando cayó presa. Jerry los había abandonado en algunas de las piezas en las que vivió cada vez que salía de estar en la cárcel. No tenían camas. Se acomodaron en un colchón en el piso. Ángel detestaba que su amigo estuviera con Alcira. Durante los cuatro años que duró la detención, y por pedido de Jerry, él le había llevado comida a Ezeiza varias veces. Pero siempre lo había hecho contra su pensamiento: Ángel no podía creer que su amigo estuviera enamorado de esa negra como si fuera una modelo. ¡Qué loco es el amor!, pensaba. Cómo un tipo con ese coraje podía someterse a las imposiciones de una mujer con ese carácter podrido, capaz de humillarlo con los peores insultos. Ella no le perdonaba que hubiera dejado caer su negocio. Se vengaba de él con cada pequeño detalle. Cada vez que podía se lo recordaba. Lo torturaba. Todo esto pensaba Ángel, pero no le decía nada a ninguno de los dos.
Ángel tenía una pesadilla recurrente. Se dejaba llevar por un camino que terminaba en el centro de la villa, cerca de la canchita, donde lo esperaba el negro “Atari”. Le veía la mirada, le sentía el odio, y cuando creía que le clavaría un cuchillo entre las costillas, era Jerry el que lo estaba matando. Se despertaba con la cara de su amigo en la retina. Luego, cuando respiraba al sentirse en casa, tomaba conciencia de que Jerry dormía en la pieza de arriba, junto a Alcira. Para calmar la culpa de haberlo delatado ante la policía como el matador de Valdivia volvía siempre a una frase que Jerry le dijo aquella noche, en El Baile del Paraíso: “Cuidate y salvate vos, porque si yo te la tengo que dar te la voy a dar”. ¿Sería suficiente haberles dado refugio para que Jerry lo perdonara? Él simplemente les abrió la casa, que ya tenía una piecita en el segundo piso, para que pusieran la venta de empanadas y, por las dudas, se dormía con un arma bajo la cama.
Alcira y Jerry compraron un horno industrial. Él dejó los fierros en la casa de un amigo; se deshizo de lo que lo mantenía siempre en actividad. Ella no volvió a surtirse de droga. Se pusieron a cocinar. Jerry hacía las compras. La carne, en un frigorífico. La cebolla, en el Mercado Central. Alcira guarda de ese emprendimiento una extraordinaria capacidad para el comercio, no sólo de cocaína, pasta básica o marihuana, sino las claves de la compra mayorista de cualquier producto. El Mercado Central es para Alcira una segunda patria. Liniers, su segundo hogar. En sus recovecos puede conseguir zapatillas, pilas, pollo, telas, champú, velas, comida para perros, cuadernos escolares, pilas o linternas, gafas, pintura, madera o carne de la mejor para esos asados pantagruélicos que ofrece en las grandes ocasiones. Eso lo aprendió de Jerry.
Ángel les brindó la casa, pero nunca estuvo de acuerdo con que su amigo dejara las “herramientas”. Las armas los habían juntado, las armas los iban a separar. Nada bueno podía pasar si Jerry se convencía de un cambio tan autodestructivo, era regalársele al enemigo, pensaba. Las mañas de esa mina no le iban a hacer bien. Jerry había juntado enemigos en todos los frentes a lo largo de su carrera de rufián. Apenas lo vieran indefenso, se iban a vengar.
Esa tarde Alcira había vuelto a sentirse como una niña. Sobre su cuerpo había recibido las caricias de Jerry, un hombre de manos firmes y proporcionadas que la empequeñecían. Junto a él, Alcira se consideraba invulnerable. Le había llevado muchos años domar a ese macho y su afán por torcerle la voluntad de rufián la mantenía en un éxtasis parecido a lo que imaginaba como felicidad. Era su cumpleaños. Festejaban sus treinta. Lo hicieron con un asado al mediodía. A la siesta se tiraron todos en la cama grande, frente al televisor. Se llevaron el postre a la cama. Ella había elegido helado de frutillas a la crema. Cuando estaban por entrar en el sueño posterior a una bacanal, acurrucados entre frazadas, alguien tocó la puerta. Desde abajo un hombre dijo que lo necesitaban a Jerry, que lo buscaba un amigo.
Caminó por el pasillo sin mirar atrás ni a los costados. Casi no alcanzó a distinguir a los diez matadores que lo esperaban antes de que pusiera un pie en la avenida Bonavena. Lo bajaron sin que pudiera defenderse con veintiún balazos de todos los calibres. Ella y el hijo de Jerry, Gabriel, escucharon los tiros desde la cama. Alcira dio un grito que aturdió al niño. Bajaron las escaleras atropellándose. Alcira se adelantó corriendo y llegó a verlo cuando yacía sobre la vereda. La gente se agolpaba alrededor.
—¡Fue el hijo de puta de Marlon! —dijo Alcira y se hincó para cerrarle los ojos al padre de su hijo.
Ángel llegó a la esquina detrás de ella. La vio tirada en el piso. Vio a su amigo. ¿Cómo supo Alcira quién había sido? ¿A quién se le ocurría dejar desarmado a un killer? ¿Cómo él los había dejado mentirse a sí mismos de esa manera?
—Ahí lo tenés —le dijo—. ¿Así lo querías?
* * *
El conventillo es un organismo vivo, como el narcotráfico. La sustancia de la economía popular está en esa convivencia hacinada entre migrantes que se prestan y se convidan, se venden y se compran, en un incesante juego de valores. La casa de Alcira, con su pasillo central y su portón de hierro, con sus perros bravos, al mismo tiempo que se levantaba como una fortaleza, era un lugar abierto a los nuevos habitantes. El cambio de inquilinos y, por lo tanto, de empleados eventuales, ha sido incesante durante los últimos cuatro años. Un sábado, en los preparativos de una fiesta, conocí al “Pogo”, un consumidor que había ubicado a Alcira después de muchos años. El pibe era el contacto que ella había tenido después de la muerte de Jerry con clientes del mundo del rock. El Pogo, como le decía ella —“más rockero que el pogo”—, era una mole de barba que parecía salida de El Señor de los Anillos. Lo que más me llamó la atención de él fue que la nombrara distinto a Alcira.
—Eva, ¿dónde pongo esto? —le dijo.
Alcira no era sólo Alcira. Y había sido muchas otras antes. “Trini”, Eva, Adriana, Karina, Perla eran apenas algunos de los nombres con los que se había hecho llamar en el negocio. Eva fue quizás el más sofisticado de los personajes que montó para conseguir clientes. El fusilamiento de Jerry la había dejado sin fuerzas. La idea de continuar con el horno y las empanadas le resultaba casi un chiste. Ésa fue la última lección que necesitó para asumir en ella misma el viejo mito: el transa muere transa. Sólo le quedaba apostar otra vez por el negocio. Huyó de la villa. Alquiló un departamento en Barrio Norte. Marcelo T. de Alvear y Esmeralda. Fue la época en que llegó a vendérsela a bailanteros y futbolistas famosos.
La tarde en que tirotearon a Jerry, el hijo mayor de Alcira, Damián, la acompañó a recuperar el cadáver de su padrastro a la morgue. Tenía doce años. A Damián le habían matado a su padre cuando era un bebé. No tenía ningún recuerdo de ese momento. La larga sucesión de disparos que lo sobresaltaron en la cama, el grito de su madre, el insulto a Marlon, le resultaron una rara repetición de algo que alguna vez ya había vivido. El dolor de la muerte de su padrastro era, de manera contundente, el de la muerte de su padre. El narcotráfico le había robado a los hombres que podían rescatarlo de la furiosa manera de querer de Alcira. De Jerry había mamado el discurso viejo de los ladrones que odian a los transas. Damián se imaginaba como un gran chorro, no como un transa. Ser transa, para ese niño que entraba en la adolescencia, era una vergüenza. La maldición del narco y el transa es que sus hijos se vuelven sus propios enemigos. El mecanismo comenzó a funcionar en Damián con el asesinato de Jerry: en el pasillo helado de la morgue judicial juró que nunca sería narco y que se vengaría. La muerte hereda muerte, se dijo.
Al comienzo, Damián no aparecía en el conventillo. Alcira sólo me dijo que no se hablaban hacía dos años, que lo había desterrado de su casa y que no quería volver a saber de él. Damián ya había embarazado a una novia en la provincia, cerca de la casa de su abuela, donde había vuelto a vivir. Tenía entonces dieciséis años. Había abandonado la escuela y trabajaba para el hermano de Alcira haciendo refacciones en casas del barrio. A Alcira le resultaba imperdonable que su hijo, huérfano desde tan chico, no asumiera la paternidad de ese bebé recién nacido. Le reprochaba su actitud. Había una lista infinita de motivos para apartar a su hijo; pero no alcanzaba para explicar semejante distancia. ¿Qué era lo que mantenía a Alcira alejada de su primogénito? ¿Qué había pasado tras la muerte de Jerry para que prefiriera sacárselo de encima y mandarlo otra vez a la provincia?
Se había cansado de sus reclamos y de sus chicanas. Que era una transa y nunca se lo iba a perdonar. Que lo había dejado solo cuatro años por ir presa. Que por eso le tenía que comprar esas zapatillas Adidas que había visto en una publicidad. Ella se defendía golpeándolo, haciéndolo callar de un sopapo que le hacía saltar los mocos. O le apretaba la boca para no dejarlo hablar. Era peor. Cuando él volvía a atacar con los chantajes y le juraba que sería tan ladrón como Jerry para que ella no tuviera que gastar su dinero sucio en él, ella se justificaba: “Podría haber sido puta, trola como tu tía, pero me mantuve en una sola cosa. Nunca les hice pasar hambre, todo lo que les pude dar se lo di”.
Damián pasaba buena parte de su tiempo mirando televisión en el monoambiente de Marcelo T., mientras ella, como Eva, se paseaba por la ciudad en un auto barato que había comprado, un 147. En ese coche iba a buscar mercadería a la provincia la noche en que una moto y dos autos la rodearon en la ruta 3 haciéndole señas de luces. Pensó que era la policía y se sintió a salvo al pensar que no llevaba cocaína encima; ni siquiera un arma. Paró en la banquina. Desde la moto vio brillar una pistola que le apuntó a la cabeza. De los autos bajaron dos tipos; la sacaron del coche como si fuera una muñeca de trapo. Alcira creyó que la violarían. Su peor pesadilla se había desatado. Volvían a abusar de ella, como cuando era una niña. Ahora prefería morir. Que me maten y ya. Que me maten, Diosito mío, que me maten. San la Muerte, llevame pero que no me cojan, te lo pido por favor, santito, por todas la ofrendas que te he hecho. Matame. No me violes. Los hombres no le dijeron nada; ni siquiera la insultaron. La bajaron en medio de un descampado. Le pusieron un trapo en la cabeza para que no viera. La hicieron arrodillar, y recién entonces le dijeron:
—Negra, no te acerques tanto a lo ajeno. Vas a morir por ambiciosa.
El arma fue cargada con ese ruido metálico y poderoso. Percibió el frío desplazamiento del percutor hacia atrás. Por fin, el chasquido del disparo.
La bala no salió. El falso fusilamiento era una advertencia. La dejaron tirada en el camino y volvió a la Capital en colectivo. La tenían en la mira. Eran dos competidores que la vieron crecer demasiado rápido, amenazar sus territorios. Podía quedarse con la clientela más importante de Barrio Norte y Palermo. Alcira tuvo que bajar la actividad durante dos semanas. Pero las deudas no la dejaron parar. Tenía que vender: debía pagar la mercadería que le habían dado a plazos. Damián y Gabriel estaban a su cargo. Hasta a doña Francisca, su madre, le debía dinero.
Volvió a vender y duplicó la apuesta. Contrató a dos laderos para que la ayudaran a repartir. Ella pasaba el tiempo encerrada en el departamento con Gabriel, que tenía cinco años. Ya casi no podía dejarlo al cuidado de Damián; la última vez lo había atado y lo había dejado encerrado mientras él se iba a la calle con el dinero de la comida. Se había vuelto custodia de sí misma. Tenía una pistola calibre 45 siempre cargada en el fondo del placar.
Semanas más tarde, después del secuestro, la puerta del departamento se abrió un día como si fuera de cartón. De una sola patada. Eran tres tipos con pasamontañas. Pensó que eran peruanos. Los mismos que se lo habían advertido secuestrándola. Ella también había visto a los enmascarados atacar a los Valdivia hacía unos seis años.
—¿Dónde está la merca? ¿Dónde está la plata, hija de puta? ¡Te vamos a matar a los pendejos si no entregás todo!
Encerraron a los chicos en el baño. En esos momentos de desespero, mientras el cuerpo se somete al vaivén de los golpes y las arrastradas, el cerebro parece abrir un archivo que funciona por su cuenta, donde se suceden las recriminaciones, los errores cometidos, las hipotéticas escenas de la vida futura, si se sale con ella del entuerto. A Alcira se le ocurrió pensar en cómo no se acostó con el fierro en la mano, por ejemplo. Cómo no ser hombre para duplicar la fuerza de sus brazos. Cómo estaba otra vez a expensas del enemigo. Cómo era que les estaba entregando los doscientos dólares de recaudación y los casi tres kilos que guardaba en un doble fondo de una maleta. Y también pensó lo peor: ¿quién había entregado la dirección de su escondite?
En el narcotráfico los comerciantes como Alcira no hacen ostentación de su crecimiento. Las transacciones se mantienen en secreto. Las inversiones, sobre todo en mercadería, tienen que pasar desapercibidas para la gilada. Esas buenas noticias sobre cada uno son más privadas que el acto más íntimo. Las buenas noticias que corren pueden ser un cumpleaños, un casamiento o un bautismo en el que se derrocha comida y trago, o como mucho la compra de una camioneta doble tracción. Jamás una compra de mercadería, una inversión importante. El narco no cotiza en bolsa. Encripta sus valores. Por eso las que corren por la vía rápida del rumor son las peores noticias, aquellas que muestran dónde acecha el peligro.
—Fue su hijo el que la mandó a mejicanear.
Alcira recibió el mensaje y, mareada, se tuvo que sentar.
—Ay, Dios, mamacita, Diosito mío, no me hagas esto, te lo pido por favor, no me hagas odiar a mi propio hijo, estoy cansada, estoy que no doy más, no me aguanta el cuerpo para este dolor, no he sido tan mala como para que ahora tenga que soportar esto.
Cuando la sospecha se instala es como un virus que obliga, tarde o temprano, a blanquear la situación; empuja la verdad como un químico que la hace brotar de la piel, como al sudor. Alcira provocó la pelea con Damián por una estupidez: se quedó hasta demasiado tarde con los pibes de la vía, la nueva guardia de ladrones del barrio. Cuando entró en el cuarto le cruzó la cara de una trompada. Los gritos casi no se entendían. Lo insultaba y lo empujaba contra la pared como a un enemigo feroz. El chico se la sacó de encima con un manotazo.
—¡Basta! Yo te lo mandé a hacer. Vos querías eso. —le dijo, y se alejó corriendo por el pasillo.