—Berta, apaga ya la luz, que es muy tarde.
—Sí, papá, ya voy…, enseguida.
—No, enseguida no, deja ya de leer, ya te terminarás el cuento, y ahora apaga la luz, que si no mañana no hay quien te levante.
—Sí, papá, ahora mismo…
Pero Berta no está leyendo el cuento. Está mirando la imagen de esa locomotora que arrastra unos cuantos vagones en la noche, bajo la nieve, y que está detenida en un pueblo todo nevado, y lleva un faro encendido, que ilumina los copos de nieve que parecen dibujados con una tiza pequeñita. Recorre lentamente un dedo por el perfil del dibujo de la locomotora, una vieja locomotora como las que se ven en las películas de indios y vaqueros. Después, pasa dos páginas y observa esa otra ilustración en la que se ven tres lobos con las patas enterradas en la nieve, entre los árboles del bosque y al fondo los vagones del tren con las ventanas iluminadas y sobre ellos la estela de humo que la locomotora va dejando a su paso. Y Berta piensa que le gustaría ir en ese tren que atraviesa el bosque nevado, y en ese pensamiento se duerme, y sueña. Sueña que viaja en un tren que asciende por una montaña nevada y que llega a una ciudad toda iluminada con muchas bombillas, y es de noche, y es Navidad, y ella es una princesa, y el tren atraviesa un puente, y desde la ventana por la que ella mira se ven los tejados de las casas; parecen las casas de un cuento. Están iluminados por muchas bombillas pequeñas como esas guirnaldas luminosas que se colocan en los árboles de Navidad. Entonces, el tren se detiene y Berta abandona su asiento, atraviesa el pasillo, llega hasta la puerta del vagón, que ya está abierta, y se asoma a la estación iluminada bajo la noche, y ya no nieva y, como es una princesa, una carroza la espera bajo un cielo lleno de estrellas que brillan casi tanto como las bombillas que iluminan esa ciudad de cuento.