Hoy es sábado por la tarde y toda la familia está en casa: Laura, la madre de Berta, está en el salón ordenando los papeles, los recibos de la casa y todas esas cosas que nunca tiene tiempo de colocar, y ha dicho que hasta que no termine que nadie la moleste. Pablo, el hermano pequeño de Berta, juega sobre la alfombra con su construcción de madera, esa que tanto le gusta a ella y que de vez en cuando pide para hacer una casa con jardín, y cuando la tiene terminada y se la enseña, el pequeño la observa, sonríe, agita sus manos, mira a su hermana y la derriba con un solo y rápido movimiento, y ella se enfada aunque sabe —su madre se lo dice siempre— que no lo hace con intención. Su padre, Luis, está en el cuarto de trabajo; ha venido Alberto, un compañero del estudio, y observan unos planos que son más grandes que la mesa en la que su padre trabaja. Ese cuarto no es sólo de él, también su madre tiene allí sus carpetas y sus cosas de la oficina. Berta está en su habitación haciendo un dibujo de la casa. Es un dibujo con todas las habitaciones vistas desde arriba, y en cada una va poniendo los distintos muebles que hay en ellas. Le ha pedido a su padre una hoja de ésas que son el doble de grande que las que ella utiliza para el colegio. Con una regla de plástico va trazando las líneas que son las paredes de la casa, y deja sin rayar en cada una un trocito; allí van las puertas. Para indicarlo, hace unas rayitas inclinadas y une sus extremos con pequeños trazos en curva como indicando el sentido del giro de la puerta. En este momento está dibujando el pasillo y el cuarto del fondo en el que se guardan los trastos; según avanza con la regla se da cuenta de que se va a salir de la hoja, de que el pasillo va a quedar muy corto y de que el cuarto que tiene que dibujar no cabe; gira el papel para ver si en esa posición podría hacerlo mejor, pero no, tampoco; borrarlo todo le dejaría la hoja hecha un asco y además la arrugaría, seguro. Siempre que borra en una hoja suelta, no sabe cómo, pero se le arruga algún extremo. Ya está, pegará con papel celo otra hoja y de esa forma le cabrá todo, incluso podrá dibujar la fachada de la casa, la acera de delante y quizá hasta la calle con los coches aparcados, también vistos desde arriba. Mira en su estuche, pero no tiene. Duda por un momento si pedírselo a su padre o a su madre; se dirige hacia el salón y encuentra a su madre acomodando un montón de recibos del banco.

—Mamá, ¿tienes papel celo?

—Mira Berta, hija mía, ¿no ves que estoy liada con este rollo que odio y que os he dicho que hasta que no terminara, me dejarais tranquila? —contesta su madre sin levantar la vista del fajo de recibos.

—Vale, vale, no te preocupes, se lo pediré a papá —responde Berta, mientras se aleja hacia el cuarto en el que se encuentra su padre.

Berta asoma la cabeza por la puerta entreabierta.

—¿Se puede? —pregunta con una sonrisa.

—¿Has saludado a Alberto? —responde su padre.

—Sí —contesta el amigo—, salió de su habitación cuando vine. Esta chica está cada día más alta.

—Papá, necesito papel celo y mamá está ocupada con los papeles esos que tanta rabia le da ordenar.

—Sí, mira ahí, en la bandeja esa —Luis señala el extremo de una estantería, mientras sobre la mesa sujeta con dificultad el plano que muestra a Alberto.

—En este rollo no hay ni para pegar media hoja.

—Pues eso es lo que queda. Lo habréis gastado tu madre o tú.

—¿Me das dinero para ir a comprar? —pregunta Berta.

—Mira en mi chaqueta que está colgada en el pasillo —responde Luis.

—Déjalo, Berta, toma —dice Alberto.

Saca la cartera y le da un billete de cinco euros.

—Gracias —responde Berta, y sale corriendo de la habitación.

—Luego le das la vuelta a Alberto —escucha decir a su padre mientras se aleja por el pasillo.

Berta no contesta. Se cambia sus zapatillas por las deportivas y se asoma al salón:

—Vengo ahora mismo, mamá.

Y cierra la puerta de la casa con cuidado, como temiendo desarreglar los recibos que su madre ordena con desgana. Baja corriendo los cuatro tramos de escalera y sale a la calle. Llega hasta la esquina y camina saltando de baldosa en baldosa, evitando pisar las rayas que las delimitan. De vez en cuando, da un salto con los pies juntos, avanza tres baldosas a la pata coja y luego salta otras dos con los pies juntos. Cuando llega a la esquina de la siguiente manzana se da cuenta de que para llegar a la papelería tiene que pasar por delante de la casa en la que vivía Miguel y eso no le apetece.

Desde que terminó el curso pasado, cuando su familia se mudó de ciudad, a Berta no le gusta pasar por delante de su casa. Desde entonces no ha vuelto a saber nada de él, le escribió una carta antes de irse de vacaciones y Miguel todavía no la ha contestado. Berta muchas veces siente el deseo de volver a escribirle, pero una tristeza mezclada con rabia se lo impide. Gira en la siguiente esquina y da la vuelta completa a la manzana hasta volver a la calle por la que antes caminaba. Ya no le importa pisar las rayas del suelo, aunque sabe que eso producirá que la carta de Miguel llegue más tarde o, lo que es peor, que no llegue nunca, pero ahora eso le da igual. Camina deprisa, casi corriendo. Lo que quiere ahora es llegar cuanto antes a la papelería, comprar el papel celo, volver a su casa, terminar su dibujo, que su madre termine de ordenar los papeles y sentarse con ella a hacer ese puzzle que sola no es capaz de terminar.

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