Berta llama al timbre de su casa, escucha con atención, casi aguantando el aliento, espera un rato, vuelve a llamar, pega el oído a la puerta y se cerciora de que no oye ningún ruido. Cuando está a punto de separarse, escucha un leve maullido que parece provenir del interior. No es posible, ellos no tienen gato, qué más quisiera ella. Vuelve a escuchar con atención y el maullido cesa, golpea con los nudillos en la puerta, escucha de nuevo. Rasca con las uñas de una mano, sigue escuchando. Nada. No se oye nada.
Entonces saca la llave, que lleva colgada del cuello con un cordón de algodón, por el escote de la camiseta y abre lentamente la puerta de su casa. Sin traspasar aún el umbral, observa detenidamente el recibidor y el pasillo; entra, cierra la puerta, deja la mochila en el suelo y avanza hacia la cocina, mirando con atención por todos lados; cuando pasa por el salón se agacha y mira debajo del sofá, de las butacas, nada, no hay ni rastro de ese imaginado maullido.
—¿Hay alguien por ahí? —dice en voz muy alta.
El silencio responde.
Berta entra en la cocina y se acerca a la mesa. Sobre ella aparece una nota escrita con letra torpe; efectivamente, Andrea, la señora que viene a limpiar, le confirma lo que ya su madre le había anunciado cuando por la mañana se iba al colegio: que no se sorprendiera si al volver a casa no encontraba a nadie, ya que ella habría tenido que ir con Pablo al médico, pues sigue teniendo la garganta irritada.
Abre la nevera y busca un yogur de frutas, luego coge una cucharilla del cajón de los cubiertos, levanta la tapa del envase sin despegarla del todo y mete la cucharilla; sale de la cocina, llega hasta su cuarto y se sienta en el suelo. Toma uno de los cuentos que se encuentran amontonados en una mesita que hay a los pies de su cama y se queda mirando el dibujo de la cubierta: un gato con cara de enfado cruza las patas delanteras en una postura casi humana y las apoya sobre una mesa en la que se ven un tazón con una cuchara y un vaso. Berta va tomándose el yogur sin prisa, mientras observa con detenimiento el dibujo del cuento. “Si tuviera un gato como éste —piensa—, le llamaría Beppo, y ahora le daría un poco de mi yogur, con un dedo le dejaría probarlo y él se relamería el bigote y estaría aquí, sentado a mi lado y le contaría este cuento”. Berta, en ese momento, se acuerda de Nero, el gato de Miguel, su antiguo compañero de clase. Pero ahora no quiere acordarse de Miguel, ni de su gato, por eso comienza a pasar muy deprisa las páginas del cuento, como si con ese movimiento consiguiera ahuyentar el recuerdo que ahora no quiere tener, y vuelve a pensar en su gato deseado.
—Mira, Beppo, si supieras leer como yo, sabrías que el gato de este cuento está cansado de los besos de su mamá. No me mires así, que no te he dicho nada malo. Y, además, también yo te llamaría, aunque no te gustase, mi pequeño tigre de azúcar, y cuando salieras huyendo te perseguiría y te gritaría: no pienses que te vas a escapar de mamá Gaty…
En ese momento suena la puerta de la calle y se escucha la voz de Luis, el padre de Berta:
—¿Hay alguien en casa?
—Sí, papá, estoy yo —contesta Berta mientras se levanta del suelo y sale corriendo al encuentro de su padre, con el yogur en la mano.
—¿Hace mucho que has llegado?
—No, hace un rato. ¿Sabes que mamá ha llevado a Pablo al médico?
—Sí, hablé con ella por teléfono al mediodía y me lo dijo —contesta Luis—, por eso yo he venido antes, para que no estuvieras sola.
—No estaba sola, estaba con Beppo.
—¿Y quién es Beppo?
—Mi gato, mejor dicho, nuestro gato, al que no le gusta que su mamá le dé besos —contesta la niña.
—¿Y desde cuando Beppo ha decidido salir de su cuento y venirse a vivir con nosotros? —pregunta el padre mientras se dirige a su habitación seguido de Berta.
—Desde hace ya tiempo, lo que pasa es que por las noches, antes de que yo me vaya a la cama, vuelve a su cuento.
—¿Y ahora dónde está?
—Cuando ha oído la puerta de la calle, se ha escondido debajo del sofá y creo que allí sigue —dice Berta mientras se vuelve hacia el salón. Entonces su padre va detrás de ella, mientras grita.
—Pues vamos a buscarle y si no le encontramos, los besos que tengo para él te los daré todos a ti.
Berta intenta salir corriendo hacia su cuarto, pero Luis la alcanza antes, la alza en volandas, la abraza y le da un sonoro beso en la mejilla.
—Tú sí que eres una gata, mi pequeña tigresa de azúcar.