Berta a veces se desvela por las noches y después tarda un poco en dormirse. Se despierta de pronto como sobresaltada por un ruido, abre mucho los ojos, trata de ver enseguida en la oscuridad de su cuarto, pero no, no lo consigue, todavía no distingue formas, ni objetos, ni colores; es necesario que pase un tiempo para poder empezar a percibir el contorno de los muebles, las ranuras de la persiana por las que se cuela una leve luz que, poco a poco, le permite reconocer las dimensiones de su habitación. Entonces escucha con atención, casi contiene la respiración tratando de evitar el más mínimo ruido que le perturbe el descubrimiento de qué es lo que ha provocado ese ruido y la ha despertado. Pero no oye nada. Ningún ruido proviene del exterior de su cuarto, ningún ruido de dentro. Sólo el silencio de la noche. Sus padres duermen y su hermano también.
Entonces, inevitablemente piensa en Miguel; piensa que hace casi tres meses que se marchó de la ciudad con sus padres, y recuerda la carta que le envió: la echó en el buzón que está muy cerca de la puerta del colegio, y fue al poco tiempo de que Miguel se fuera. En ese buzón en el que tantas veces ella se escondía cuando salía antes que él de clase y, cuando Miguel la esperaba de espaldas, mirando a ver cuando llegaba, le sorprendía por la espalda consiguiendo muchas veces asustarlo. Quizá la carta se perdió y no llegó a su destino, o el cartero la echó en otro buzón, o ella escribió la dirección equivocada, o le puso menos sellos de los necesarios y el cartero decidió no entregarla. Quizá debería escribirle otra carta y así salir de esas dudas que le asaltan tantas veces; pero, y si la carta le llegó y lo que sucede es que Miguel se ha olvidado de ella y ya no la quiere, y la carta permanece olvidada en un cajón de su cuarto entre tantas cosas que seguro Miguel tiene, no sólo en ese cajón sino en todos. Siempre que tenían que buscar algo que necesitaban, cuando estaban en su casa, para encontrarlo había que comenzar a revolver un montón de cosas que Miguel había guardado de forma desordenada en los cuatro cajones de aquel mueble, que su madre no acomodaba, porque todos los otros sí que estaban ordenados, pero aquellos cuatro cajones eran de uso exclusivo de él. De tarde en tarde, su madre lo amenazaba con tirar todas las guarrerías —así llamaba ella a los objetos y papeles y trozos de cosas— que Miguel iba metiendo en los cajones. Él le pedía entonces a Berta que le ayudara a ordenarlos, pero en muchas ocasiones llegaban tarde, y su madre ya había puesto orden, el suyo claro, en aquel extraño, pero maravilloso almacén. Miguel siempre se lamentaba de la pérdida de algún objeto valioso —un cromo difícil de encontrar, una canica completamente transparente, media cáscara de nuez que parecía una barca—, y se quejaba con su madre, la cual, indiferente, siempre contestaba: “no será que no te he avisado con tiempo; es la única manera de que aprendas a ser ordenado”. Quizá sea eso lo que ha sucedido, que su madre, en una de esas limpiezas, entre otras cosas, ha tirado la carta de Berta, y Miguel se ha olvidado de que tenía que contestarla.
Berta se da la vuelta en la cama, ya no quiere tener los ojos abiertos, ni tratar de distinguir los objetos en la oscuridad; ahora lo que quiere es dormir y que pase la noche y que llegue mañana y que la luz entre en su habitación y se lleve la oscuridad y con ella esos recuerdos, y que cuando mañana vuelva de clase, encuentre una carta de él sobre la mesa de la cocina, que es donde su madre deja siempre la correspondencia.