Berta se asoma al cuarto de Pablo y ve que su madre está jugando con su hermano en el suelo. Laura tiene la espalda apoyada en la cama y con un brazo mantiene cogido al pequeño entre sus piernas, sentado delante de ella. Desde esa posición no puede ver la puerta. Con la otra mano sujeta un cubo grande de plástico, lleno de agujeros con distintas formas en cada una de las caras, delante del pequeño. Pablo sonríe y sostiene con dificultad entre los dedos torpes de sus pequeñas manos una figura de color azul con forma de cilindro. A su lado, sobre la alfombra, hay un montón de figuras de distintos colores y formas.

—Eso es, venga, mételo en su sitio —Laura anima a su hijo a introducir esa pequeña pieza de plástico por el agujero correspondiente, mientras guía su mano insegura—; así es, muy bien, mi tesoro, por ese hueco…

Pablo vuelve el rostro hacia su madre riendo; entonces ve a Berta asomada a la puerta y la señala con un dedo al tiempo que intenta pronunciar con su lengua de trapo el nombre de su hermana. Laura, sin girar la cabeza, pregunta:

—¡Ah! ¿Estás ahí? ¿Querías algo, hija?

—No, nada, mamá —responde la pequeña mientras se aleja por el pasillo hacia su cuarto. Entra en él y cierra la puerta. No tiene ganas de escuchar ni las risas de Pablo ni las palabras de cariño de su madre hacia él. Se siente molesta por la situación y al mismo tiempo rabiosa por sentirlo. No lo sabe explicar, pero es como si le molestara que su madre juegue con Pablo, que le dedique un tiempo y unas atenciones que siente que a ella ya no le dedica; sí, se siente incómoda por ello, pero al mismo tiempo le enfada sentir eso que le gustaría no sentir. En realidad lo que le gustaría es que su madre se sentara con ella en el suelo de su cuarto y entre las dos hicieran ese puzzle que ella sola no sabe terminar nunca. Sentada en la cama, mira la estantería de la pared de enfrente donde tiene los juguetes y los cuentos, recorre con la mirada los objetos y va pronunciando el nombre de cada uno, en silencio, pero su pensamiento no está allí, está en la habitación de su hermano, y en ella se ve sentada al lado de su madre, mirando cómo el pequeño trata de encontrar el hueco correspondiente a la figura que en ese momento tiene en la mano y mientras acaricia con una mano el pelo de Laura, sonríe, y entonces se inclina hacia su hermano y le da un beso.

En ese momento nota que la puerta se abre y una mano cálida le toca la cabeza.

—Vamos a hacer tortitas con mermelada, mi pequeña tigresa de azúcar —escucha decir a su madre, que se agacha delante de ella, le aparta el cabello de la cara y le da un sonoro beso en una mejilla—, sin tu ayuda me pasa lo que a ti con el puzzle, que nunca me salen bien.

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