Berta y Clara están sentadas en un banco del parque. Cada una tiene a su lado una carpeta de cartón de las que sobresalen hojas de periódico. Berta sostiene en una mano una pequeña rama de árbol. Clara se frota las manos.
—Tengo las manos llenas de arena y granitos entre las uñas —dice Clara.
—No te preocupes, ahora vamos a mi casa y nos lavamos —responde Berta—. Después limpiamos y colocamos las hojas. Por lo menos llevamos tres hojas que yo creo que Daniel no tiene.
—Sí, y seguro que se las podemos cambiar cada una por dos; él tiene más hojas que tú y yo juntas.
—¿Y si se las regalamos?
Berta se sorprende de haber hecho esa propuesta. Es más, al observar que la cara de su amiga se vuelve hacia ella con gesto de sorpresa; se queda turbada. Siente que por momentos se está poniendo colorada.
—Pero Berta, tú estás loca o es que…
El rostro de Clara muestra una expresión que a Berta no le gusta nada, e interrumpe sus palabras.
—Oye, a ver, ¿qué estás pensando? Yo sólo he dicho que le podíamos regalar las hojas que pensamos no tiene. Yo creo que por eso las hemos cogido. Eso hemos dicho cuando las hemos encontrado, no que fuéramos a cambiárselas.
Los ojos de Clara expresan un pensamiento que nada tiene que ver con lo que Berta está diciendo.
—¡A ti te gusta Daniel!, y no me digas que no.
Berta se levanta del banco, se sitúa delante de su amiga y la mira fijamente. La expresión de su rostro es una mezcla de ira y risa contenidas. No sabe si gritar o reír. Y en ese momento, no sabe qué respuesta darle a Clara. Finalmente se deja caer de nuevo sobre el banco y pregunta en un tono casi de indiferencia:
—¿Y si me gustara, qué pasaría?
—Si te gustara, no pasaría nada. Yo sólo digo que parece que te gusta.
Durante unos instantes se produce un silencio. Clara espera una respuesta de Berta, pero como no se produce, continúa con voz dubitativa:
—Berta, no te enfades, no pasa nada por que a una le gusten dos chicos…, lo digo por Miguel. Ya sé que no te gusta hablar de eso.
—No es que no me guste hablar de Miguel, es que…
—Es que no sabes nada de él desde que le escribiste —Clara interrumpe las palabras de Berta, que parece que estuviera ausente, que no hubiera escuchado las palabras de su amiga, como si su pensamiento ahora se encontrara en otro lugar. Berta mira a Clara, después fija la vista en un punto indefinido del suelo y comienza a trazar un surco sobre la arena con la punta de la rama.
—No. No sé nada de él. Desde que se fue, no sé nada de Miguel. Le escribí una carta antes de irnos de vacaciones y todavía no me ha contestado —Berta pronuncia una palabra tras otra, como si no fuera ella la que hablara, como si se limitara a repetir un discurso que alguien le dictara, un discurso aprendido de memoria—. A veces pienso que debería escribirle otra carta, pero no sé…
Berta se interrumpe y surge un silencio que se prolonga, un silencio más largo y más intenso que el anterior, un silencio que a Berta le gustaría que no se hubiera producido, pero que no sabe romper.
—¿Es por eso por lo que no quieres pasar por delante de su casa? —pregunta Clara.
—¿Y tú, cómo sabes eso?
—Me he dado cuenta de que procuras que nunca pasemos por allí. Aunque tengamos que dar una vuelta tonta —la voz de Clara es suave, lenta, como si temiera herir a Berta con sus palabras— para ir al parque o a casa, nunca cruzamos por la calle en la que vivía.
—Sí, es por eso.
—Se me ocurre que…, quizá podías escribirle y mandarle algunas de las hojas que hemos cogido, y decirle que le escribes sólo para enviárselas, ¿qué te parece?
La voz de Clara se hace alegre por momentos, como si quisiera animar a su amiga, que no aparta durante toda la conversación los ojos del suelo.
—Vale —Berta mira a Clara tratando de zanjar la conversación, sin ninguna convicción, pero agradeciendo su propuesta—, lo haré. Vamos ahora a mi casa y, si te apetece, te quedas a cenar. Luego podrías ayudarme un poco con ese puzzle que creo que nunca seré capaz de terminar.