Mañana Berta no tiene que madrugar. Es sábado, el día que más le gusta de toda la semana. Su madre le ha contado un cuento, y ella le ha pedido que no apague la luz, que quiere leer un rato ella sola en su cuarto. Pero en realidad no quiere leer, necesita pensar; en realidad, ahora mismo, lo que necesitaría sería hablar con Clara. Después de la conversación que tuvieron el otro día en el parque, en la que se sintió muy nerviosa, incluso incómoda, necesita seguir hablando con ella. Ahora sí se siente capaz de hablar con Clara sobre algunas cosas que le inquietan: sobre Daniel y lo que siente por él; sobre Miguel y su recuerdo, sobre todo después de haber sido capaz de pasar por delante de su casa; sobre las conversaciones con su madre y con su padre; sobre su hermano Pablo. Pero ya es muy tarde, aunque mañana no haya que madrugar, para llamarla por teléfono; por la hora que es, seguro que todavía está levantada, pero su madre no la dejaría.
Berta se baja de la cama, apaga la luz de la lámpara de su mesita de noche y se acerca a la ventana, corre las cortinas y levanta la persiana despacio, con cuidado de no hacer ruido, aunque sabe que sus padres no la van a escuchar; están en el salón hablando y además tienen puesta música, uno de esos discos que tanto le gustan a su padre en los que no canta nadie y sólo se oyen instrumentos. La ventana de la habitación de Berta da a la parte de los jardines, y la luz de la calle por ese lado es muy tenue, eso permite que se pueda distinguir el cielo con nitidez y más esta noche, que hay luna, aunque no la vea. Berta mira hacia abajo, la luz del jardín de la vecina y la del jardín de Clara están apagadas; de nuevo piensa en su amiga y se siente contenta por tener una amiga como Clara, una amiga a la que puede contarle —aunque muchas veces le cueste tanto trabajo—, las cosas que le preocupan; no todas sus compañeras de clase pueden decir lo mismo. En este momento, si la tuviera a su lado, le diría que la quiere mucho, bueno, no tiene la seguridad de ser capaz de decírselo de viva voz, pero sí se lo escribiría en un papel y se lo daría en un sobre cuando la viera, como hizo con Miguel. Mañana mismo le contará a Clara que ha sido capaz de pasar por delante de su casa, aunque no sabe muy bien cuánto se debe a ella y cuánto a que se cumplió el deseo que había pedido hacía poco en el parque, después de saltar tres charcos seguidos. También le dirá que está pensando en escribirle otra carta, que a lo mejor la otra no llegó, y que eso que le dijo Clara de enviarle unas hojas le parece muy buena idea: le mandará unas hojas y un dibujo. No el que está haciendo, otro; el que está haciendo, cuando lo termine, se lo regalará a Daniel y se lo dedicará, y —esto no sabe si será capaz de hacerlo todavía, incluso si se atreve, no sabe si se lo contará ya a Clara— le dirá que le quiere. Clara tiene razón con lo que decía el otro día de querer. Ella siente que sigue queriendo a Miguel, también le da tristeza y rabia no saber nada de él, que no escriba o, lo que es peor, pensar que se haya podido olvidar de ella, pero, a pesar de todo le sigue queriendo. Aunque también siente que quiere ahora a Daniel; además, a lo mejor él ya lo sabe, porque si Clara se ha dado cuenta, seguro que él también, aunque los chicos para esas cosas son más tontos.
Una estrella fugaz atraviesa el cielo y suspende el pensamiento de Berta. Piensa que tiene que pedir un deseo, y rápidamente; ahora no hace falta cerrar los ojos, lo que hace falta es desearlo ya, pues si no, si pasa un poco de tiempo, no se cumple, y además hay que desearlo con todas las fuerzas: “Miguel…, Daniel…, ser amiga de Clara para siempre”.