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La vez que mi madre se enfrentó a una banda de motoristas
No me lo invento: una banda de motoristas se mudó a la calle en la que mis padres llevaban décadas viviendo. Alquilaron la casa de un vecino, e iban y venían en moto a toda velocidad, haciendo vibrar las ventanas de las casas de la hasta entonces tranquila y arbolada carretera a las afueras de la ciudad.
Mi madre, tan valiente como siempre (ahora tiene más de ochenta años), fue a comprar un juego de conos de color naranja (como los que utilizan los trabajadores de la construcción de carreteras) y los colocó para que los motoristas tuvieran que reducir la velocidad.
No lo hizo por su propio beneficio. Lo hizo porque mis hijos, que en ese momento eran muy pequeños, solían jugar en la calle frente a la casa de mis padres, y quería protegerlos (¡así se hace, mamá osa!). La estrategia funcionó, pero no lo suficiente. La banda redujo la velocidad, pero las motos seguían pasando demasiado rápido para el gusto de mi madre.
Un día, mientras los motoristas estaban parados en las motos delante de su casa, escuchando la sinfonía Júpiter de Mozart (vale, esta parte no es verdad, pero todo lo demás sí), mi madre le dijo a una vecina que iba a ir a hablar con ellos.
—Voy a decirles que reduzcan la velocidad por mis nietos —le dijo—. No quiero que les pase nada a los niños.
—No, no vayas, por favor —le suplicó la vecina—. Son peligrosos.
—Voy ahora mismo —le contestó mamá osa.
Y, en efecto, se dirigió a ellos. Les pidió que redujeran la velocidad y tuvieran más cuidado. Y que fueran mejores vecinos.
¿El resultado de su audaz gesto? No podrían haber sido más educados. Incluso fueron muy amables. Esos motoristas feroces y de aspecto rudo tenían un corazón de oro. El líder le dijo (se me saltan las lágrimas mientras lo escribo): «Señora, su nieta es nuestra nieta. Tendremos mucho cuidado. Gracias».
Mi madre volvió a su casa, preparó una bandeja gigantesca de galletas con pepitas de chocolate y se las llevó. En serio, les hizo galletas.
El líder le dijo que si alguna vez necesitaba algo, la pandilla estaba allí para ayudarla. Mi madre se marchó con una sonrisa mientras ellos se comían las galletas sentados en las motos delante de la casa.
¿La moraleja de esta historia? Muy fácil. Pocas cosas son más importantes para una vida verdaderamente rica que la familia y los buenos vecinos. Mantén a los tuyos cerca.