Prefacio a la

edición de bolsillo

Cuando se publicó la primera edición de este libro, en agosto de 2020, tenía la esperanza de que pudiera impulsar un nuevo diálogo sobre Alemania, en el Reino Unido y también allende sus fronteras. A la vez también esperaba que pudiera animar a los alemanes a verse bajo una luz distinta, con mayor confianza en sí mismos. No habría osado imaginar que encontraría eco en tanta gente. Pero algo debió de ocurrir que contribuyó a que mis consideraciones tuvieran mayor resonancia. Y sospecho que fue la llegada del COVID-19.

La pandemia reveló muchas cosas sobre la organización de la sociedad y las capacidades del Estado. Angela Merkel figuró invariablemente entre las figuras ejemplares citadas, junto a Jacinda Ardern, de Nueva Zelanda, y las mandatarias de Taiwán, Finlandia y otros lugares. Es posible que el hecho de que todas fueran mujeres influyera en ello. Cada cual tiene su opinión personal al respecto. Pero en el caso de Merkel pesó mucho más su formación científica y su carácter. Es una persona que antepone la realidad de los hechos a los grandes discursos.

Durante todo el año 2020, la respuesta del Reino Unido a la pandemia fue un tratado sobre el fracaso. Cada nuevo paso fue aplaudido por Boris Johnson como un «triunfo incomparable», para luego acabar haciendo agua. El contraste con el éxito relativo de Alemania aumentaba la desazón de los británicos, que a menudo temen contemplar su propio país bajo una lente diáfana. Decir esto es exponerse al riesgo de ser acusado de decadentismo. Por mi parte, argumentaría que es todo lo contrario. Solo si es capaz de mirarse detenida y fríamente en el espejo podrá estar preparado un pueblo para afrontar el futuro. En cambio, en die Insel, la isla, como se han aficionado a llamarnos los alemanes, muchos viven inmersos en el autoengaño, aferrados a las glorias pasadas como bálsamo. Tras leer una crítica del comentarista conservador Simon Heffer en mi antiguo periódico, el Telegraph, donde despotricaba contra la más ligera sugerencia de que la gran nación británica necesitara algún cambio, quedé más convencido que nunca de lo acertado de la finalidad más amplia de este libro.

Paralelamente al debate público, me llegaron muchos mensajes privados. Jóvenes y viejos, alemanes y británicos, con una memoria más larga o más corta, se mostraban deseosos de compartir sus ideas sobre la mutua relación. En comparación con Estados Unidos o incluso con Francia, Alemania recibe mucha menos cobertura en Gran Bretaña. Ojalá la atención que ha recibido este libro sea un indicador de que las cosas están cambiando.

Mientras el Reino Unido se precipitaba hacia un futuro incierto con un endeblísimo acuerdo para el brexit, el comercio sufría, comenzaban a escasear algunos productos y a aumentar su precio, y el servicio de salud sufría los efectos del éxodo de su personal europeo, Johnson y sus ministros hicieron piña al amparo de la bandera. Aunque hablaban de iniciar una nueva «relación especial» con la Unión Europea, la primera reacción instintiva de los ministros fue buscar brega con esos supuestos nuevos amigos. Cuando le preguntaron en una entrevista por qué los británicos fueron los primeros en tener acceso a las vacunas contra el COVID-19 (unas semanas antes que Francia, Bélgica, Estados Unidos y otros países), el ministro de Educación, Gavin Williamson, tuvo una respuesta ingeniosa. En vez de decir que los reguladores habían acelerado el proceso de aprobación, declaró: «No me sorprende en absoluto que haya sido así porque tenemos un país muy superior, que los aventaja a todos, ¿no creen?». Gran Bretaña ya no desconcierta y ni siquiera decepciona a los alemanes. Tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea, no tardaron mucho en dar por saldado el tema y seguir su camino. Las bufonadas del primer ministro y el alboroto de fondo en torno al brexit dejaron de llamarles la atención. Una estudiada indiferencia pasó a ser su modus operandi.

Pese a todos los comentarios hirientes y chistes fallidos, los departamentos de Asuntos Exteriores de ambos países están trabajando de manera concertada para redescubrir qué tienen en común Alemania y el Reino Unido, que es mucho. Es un empeño encomiable que merece ser apoyado. No obstante, es preciso reconocer que en estos momentos a Alemania le preocupa mucho más el futuro de la Unión Europea y su relación bilateral con Francia, en particular, además de la gestión de las múltiples amenazas que plantean China y Rusia. Si bien el primer lugar en la lista de prioridades lo ocupa su relación con el país del que dependió la Alemania de postguerra: Estados Unidos.

Poco antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, la televisión pública alemana, ARD, difundió un documental en horario de máxima audiencia titulado Frenesí. Una catástrofe norteamericana. Se iniciaba con una serie de dramáticas imágenes de enconadas batallas callejeras, policías apaleando a manifestantes de color y miembros de los Proud Boys jurando devolver su grandeza a América. ¿Qué había sido del país de los libres?, se preguntaba el narrador. El programa buscaba causar impacto, pero solo mostraba un preludio de lo que ocurriría dos meses después.

Visto en retrospectiva, el ataque de enero de 2021 a la colina del Capitolio, la ciudadela de la democracia como les gusta considerarla a los estadounidenses (y a muchos europeos), no fue una sorpresa. Era el colofón lógico de la era de Trump, de la manipulación de los agravios y de la verdad. Pero aun así resultó profundamente chocante. La toma de posesión socialmente distanciada de Joe Biden, dos semanas después, fue acogida con enorme alivio, pero los alemanes, en particular, no estaban dispuestos a dejarse adormecer por una falsa sensación de seguridad. Más allá del histrionismo de Donald Trump y su resistencia a reconocer su derrota, el aspecto más desconcertante de esas elecciones fue lo ajustado de su veredicto. Es cierto que Biden obtuvo un número récord de sufragios —la participación fue muy superior a la de anteriores elecciones—, pero Trump también obtuvo un buen resultado a pesar de todo: del lenguaje corrosivo, del fomento de las divisiones y de la espantosa gestión de la pandemia. Imagínense —se decían los alemanes— cuál sería el estado del mundo si a partir de 2024 Estados Unidos tuviese al frente del Gobierno un presidente tan extremista como Trump, pero mucho más inteligente. Nunca habían sido tan conscientes de la fragilidad de la democracia.

Los alemanes comenzaron el año 2021 con inquietud, confinados, como prácticamente todo el mundo en Europa. El consenso relativo sobre el abordaje de la pandemia se resquebrajó. Los negacionistas del COVID y contrarios a las vacunas organizaron manifestaciones ruidosas, aunque fueran reducidas. El Gobierno respondió con menos precisión que en los primeros momentos de la crisis. Algunos estados federados se volvieron más díscolos. No se acataron las normas con todo el rigor necesario.

Poco antes de acabar de redactar este prefacio, la Comisión Europea había iniciado un fuerte contencioso con las compañías farmacéuticas, con la queja de que las vacunas estaban llegando a los Estados miembros con mucha mayor lentitud que al Reino Unido. La Comisión intentaba desviar así la responsabilidad por su propio error de no encargar más vacunas. El Reino Unido, Israel e incluso Estados Unidos habían sido más rápidos y más listos. Fue la primera muestra de una actuación adecuada del Gobierno de Johnson durante la pandemia.

Muchos alemanes estaban furiosos con la Comisión y su presidenta (alemana) Ursula von der Leyen. Al fin y al cabo, el resultado exitoso de los ensayos de la primera vacuna, la de Pfizer-BioNTech, había sido anunciado el noviembre anterior como un triunfo muy alemán. El giro de los acontecimientos los dejó desconcertados. Buena parte de los medios de comunicación británicos entraron instantáneamente en modo «ya lo decía yo» a propósito del brexit. ¿Quién necesita solidaridad si puede ser más hábil? ¿Johnson acabaría siendo el «vencedor»?, se preguntaban algunos. Al fin y al cabo, ¿no había conseguido marcar su equipo el gol de la victoria en el minuto final del partido?

La política reducida a una contienda deportiva o un juego. Una manera muy británica de ver las cosas.

Durante el invierno de 2020 y la primavera de 2021 los británicos recibieron la vacuna a un ritmo impresionantemente rápido. Fue un enorme logro. Sin embargo, el veredicto sobre la respuesta de los distintos países a la crisis del COVID tardará todavía varios años en ser definitivo. ¿Serán eficaces los pinchazos contra todas las diferentes mutaciones? ¿Cuán rápida será la recuperación una vez se hayan suavizado los confinamientos? Solo tres días antes del conflicto sobre las vacunas, vi anunciar a Johnson el triste récord de cien mil muertes en el Reino Unido. Sería «difícil hacer un cálculo del dolor contenido en ese negro dato estadístico», dijo con la cabeza gacha. No pudo responder por qué la tasa de mortalidad británica había sido tan superior a la de cualquier país equivalente y el doble de la alemana.

Fue una rara y poco convincente muestra de humildad. Y no duró mucho. Me pregunto si incluso una vez superada la pandemia Gran Bretaña llegará a tener algún día la grandeza suficiente para aprender de otros. Como intentan hacer los alemanes.

JOHN KAMPFNER,

febrero de 2021