9

 

 

La desdicha de Catherine pasó aquella noche por las siguientes fases: primero, descontento general con cuanto la rodeaba en el salón de baile; luego, un tedio insuperable, y, finalmente, un deseo imperioso de marcharse a su casa. Al llegar a Pulteney Street sintió hambre y, saciada ésta, deseos de acostarse. Esto último supuso el fin de su tristeza, pues una vez en la cama logró dormirse, para despertar, tras nueve horas de sueño, completamente repuesta de cuerpo y de espíritu, animada, contenta y dispuesta a llevar a cabo los planes más ambiciosos. Su primer impulso fue proseguir su amistad con Miss Tilney, y para lograrlo resolvió bajar aquella misma mañana al balneario, donde solían acudir todos los recién llegados, y como quiera que los salones de bañistas habían resultado lugar sumamente propicio para establecer relaciones, pues invitaban a charlar y a pasar el rato agradablemente, así como a mantener charlas íntimas y animadas, supuso con razón que entre sus paredes tal vez lograse entablar una nueva e interesante amistad. Resuelto el plan de acción para aquella mañana, se sentó satisfecha a almorzar y a leer al mismo tiempo, decidida a no interrumpir su lectura hasta después de la una, sin que las observaciones de Mrs. Allen consiguieran incomodarla ni distraerla en absoluto. La incapacidad mental de aquella excelente dama era tal, que, no pudiendo sostener una conversación por mucho tiempo, satisfacía sus ansias de hablar haciendo en voz alta comentarios acerca de cuanto ocurría en torno a ella, lo mismo en la casa que en la calle, sirviéndole de pretexto cosas tan banales como el paso de un coche o de un transeúnte conocido, la rotura de una aguja o una mancha hallada en el traje, sin preocuparse jamás de que la escuchasen ni, mucho menos, de que se molestaran en contestar.

Al dar las doce y media, un ruido de coches que se detenían a la puerta de la casa llamó la atención de Mrs. Allen, que se asomó a la ventana, y apenas hubo informado a Catherine de que se habían detenido dos vehículos, ocupados, el primero, por un lacayo, y el segundo por Mr. Thorpe y su hermana Isabella, dicho joven, después de apearse con rapidez sorprendente y de subir de dos en dos las escaleras, se presentó en la estancia diciendo:

—Ya estoy aquí, Miss Morland. ¿Hace mucho que espera? Nos ha sido imposible llegar antes pues el demonio de cochero ha tardado una eternidad en buscarnos un vehículo decente, y el que al fin ha encontrado vale tan poco que no me extrañaría que al ocuparlo se hiciera pedazos. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen? Buen baile el de anoche, ¿eh? Vamos, Miss Morland, no perdamos tiempo, que los otros tienen gran prisa por salir. Por lo visto quieren acabar de una vez con su vida y con el coche.

—Pero ¿qué está usted diciendo? —preguntó Catherine—. ¿Adónde quieren ustedes ir?

—¿Cómo que adónde queremos ir? ¿Se ha olvidado usted del paseo que proyectamos ayer? ¿No decidimos que hoy por la mañana saldríamos en coche? ¡Qué cabeza la suya! Vamos a Claverton Down.

—Sí; ahora recuerdo que hablamos de ello —convino Catherine mirando a Mrs. Allen como para pedirle su opinión—. Pero yo, la verdad, no les esperaba…

—¿Que no nos esperaba? Pues ¡sí que la hemos hecho! En cambio, si no hubiéramos venido, bien que nos lo habría reprochado, ¿eh?

Las súplicas silenciosas que Catherine dirigía con la mirada a su amiga pasaban inadvertidas para ésta. Dado que a Mrs. Allen jamás se le habría ocurrido transmitir una impresión por medio de una mirada, no era fácil que comprendiera el que otras personas empleasen para tal fin los ojos, de modo que Catherine, pensando que el placer de dar un paseo en coche compensaba la necesidad de demorar su encuentro con Miss Tilney, y persuadida de que no podía estar mal visto el que ella pasease a solas con John Thorpe, ya que en las mismas circunstancias lo hacían James e Isabella, se decidió a hablar claro y pedir a Mrs. Allen que la aconsejara.

—Bueno, señora, ¿qué le parece que haga? ¿Acepto o rechazo esta invitación?

—Haz lo que quieras, hija mía —contestó la señora con su acostumbrada y tranquila indiferencia.

Y Catherine, siguiendo sus consejos, salió de la habitación para cambiarse de traje. Pocos minutos después, y mientras las dos personas que quedaban en la estancia se entretenían en elogiarla, la muchacha volvió a presentarse, y Thorpe, después de haber oído de labios de Mrs. Allen grandes elogios del calesín y fervientes deseos de un feliz regreso, condujo a la joven a la puerta de la calle.

—Querida mía —dijo Isabella, a quien Catherine se apresuró a saludar antes de subir al coche—. Has tardado tres horas en arreglarte. Temí que te hubieras indispuesto. ¡Qué baile fantástico, el de anoche! Tengo mil cosas que contarte, pero no nos entretengamos más; sube al coche, que estoy deseando partir.

Catherine complació de inmediato a su amiga, que en ese mismo instante le decía a su hermano James:

—¡Qué criatura tan encantadora! No sabes lo mucho que la quiero.

—No se asustará usted, señorita —le dijo Thorpe al ayudarla a subir—, si a mi caballo le da por hacer cabriolas en el momento de partir. No puede decirse que sea un defecto, lo hace de puro juguetón, y siempre consigo dominarlo.

Catherine no encontró nada tranquilizadoras las costumbres del animal, pero era demasiado joven para atreverse a demostrar que sentía miedo, y subió al calesín sin pronunciar palabra, esperando que el caballo se dejaría dominar por Thorpe, quien, después de comprobar que ella estaba perfectamente instalada, se sentó en el pescante, a su lado. Una vez allí, dio orden al lacayo, que sujetaba la brida del caballo, de soltar a éste, y, con gran sorpresa por parte de Catherine, el animal echó a andar con una mansedumbre admirable. Ni una coz, ni una cabriola, nada de cuanto se le había anunciado; hasta tal punto era manso, que la chica se apresuró a manifestar su placer por aquella conducta ejemplar. Thorpe le explicó que ello obedecía, única y exclusivamente, a la maestría con que él lo guiaba y a la singular destreza con que manejaba las riendas y la fusta. Catherine no pudo por menos de sorprenderse de que estando tan seguro de sí mismo John le hubiera transmitido tan infundados motivos de alarma, pero ello no impidió el que se alegrara de hallarse en manos de tan experto cochero; y en vista de que a partir de ese momento el caballo no alteró su conducta ni mostró —y esto, considerando que por lo general era capaz de recorrer diez millas en una hora, resultaba verdaderamente asombroso— impaciencia desmesurada por llegar a su destino, la muchacha decidió disfrutar con toda tranquilidad del aire tonificante que les ofrecía aquella suave mañana de febrero.

El silencio que siguió al breve diálogo de los primeros momentos fue interrumpido por Thorpe, quien dijo sin preámbulos:

—El viejo Allen es rico como un judío, ¿verdad?

Al principio Catherine no comprendió, y Thorpe se apresuró a repetir la pregunta.

—Sí, hombre; el viejo Allen, ese con cuya esposa está usted viviendo, es rico, ¿verdad?

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Mr. Allen? Sí, tengo entendido que es bastante acaudalado.

—¿Y no tiene hijos?

—No, ninguno.

—Buena cosa para los que aspiren a heredarle. Tengo entendido que es su padrino, ¿no es cierto?

—¿Padrino mío? No, señor.

—Bueno, pero usted pasa largas temporadas con ese matrimonio.

—Sí, eso sí…

—Pues eso es lo que yo quería decir. Parece una persona excelente, y sin duda se ha dado buena vida. ¿Cómo no iba a padecer de gota? ¿Sigue bebiéndose una botella de vino a diario?

—¿Una botella? No, señor. ¿Qué le hace pensar tal cosa? El señor Allen es un hombre extremadamente frugal. ¿Acaso cree usted que anoche estaba bajo los efectos del alcohol?

—No, por cierto; ustedes las mujeres siempre suponen que los hombres están bebidos. ¿Imagina que una botella basta para hacernos perder el equilibrio? Lo decía porque si cada hombre bebiese una botella por día, ni gota más ni gota menos, no habría tantas enfermedades y todos gozaríamos más de la vida.

—¡Qué cosas dice usted!

—Le aseguro que no sólo miles de personas disfrutarían el doble que ahora, sino que sería la salvación del país; como que no se consume ni la centésima parte del vino que se debiera. Este clima de nieblas continuas requiere algo que tonifique y alegre.

—Sin embargo, yo he oído decir que en la universidad se bebe más de lo que conviene.

—¿En Oxford? En Oxford ya no se bebe. Aquí estoy yo para dar fe de ello. Apenas si hay estudiante que tome más de dos litros al día. Y sin ir más lejos, en la última reunión que di en mis habitaciones se comentó mucho el que mis invitados no llegaran a beber ni tres litros por cabeza. Era la primera vez que ocurría semejante cosa. Y eso que las bebidas que ofrezco son excelentes. Tal vez esa moderación se deba a que no hay en toda la universidad vinos más fuertes ni mejores; pero lo digo para demostrar que en Oxford no se bebe tanto como usted cree.

—Lo que verdaderamente se demuestra —replicó Catherine con indignación— es que todos ustedes beben más de lo conveniente. Confío en que al menos James siempre haya dado ejemplo de moderación.

Tal declaración provocó una réplica tan ruidosa como ininteligible, acompañada de exclamaciones que se semejaban más de lo debido a juramentos y que no surtió más efecto que confirmar las sospechas de Catherine acerca de la conducta de los estudiantes, al tiempo que aumentó su fe en la austeridad comparativa de su hermano.

Los pensamientos de Thorpe, que volvieron a encauzarse por los caminos de costumbre, obligaron a la muchacha a desechar tales preocupaciones y responder a las frases de elogio que Mr. Thorpe prodigaba a su caballo, a su coche, a la suspensión de éste y a cuanto a la prodigiosa marcha que llevaban pudiera referirse. Catherine hizo todo lo posible por mostrarse interesada en cuanto decía su interlocutor, a quien no había modo de interrumpir. El conocimiento que de aquellos temas poseía Thorpe, la rapidez con que se expresaba y la natural timidez de la muchacha impedían a ésta el decir nada que ya no hubiese dicho y repetido hasta la saciedad su compañero. De modo, pues, que se limitó a subrayar las frases de éste y a convenir con él en que no podía encontrarse en toda Inglaterra coche más bonito, caballo más rápido ni mejor cochero que aquéllos.

—¿Cree usted, Mr. Thorpe —se aventuró a preguntar Catherine una vez dilucidada plenamente la cuestión—, que el calesín en que va mi hermano es de fiar?

—¡Si es de fiar! ¡En el nombre de Dios! Pero ¿usted ha visto alguna vez cosa más ridícula e insegura que ésta? Hace dos años que deberían haberle cambiado las ruedas, y en cuanto a lo demás, creo firmemente que bastaría un empujón para que se deshiciese en pedazos. Es el coche más endiablado y destartalado que he visto jamás. Gracias a Dios que no vamos nosotros en él. No subiría a ese coche ni aunque me diesen cincuenta libras esterlinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Catherine, profundamente alarmada—. Es preciso volver de inmediato. Si seguimos ocurrirá una desgracia. Le suplico, Mr. Thorpe, que regresemos cuanto antes para advertir a mi hermano del peligro que corre en ese vehículo.

—¿Peligro? ¿Quién piensa en eso? Suponiendo que el coche se hiciera pedazos, ellos no sufrirían más que un revolcón, y con el barro que hay no se harían daño. ¡Al diablo las preocupaciones! Un vehículo en ese estado puede durar más de veinte años si se le trata con cierto cuidado. Yo era capaz de hacer un viaje de ida y vuelta hasta York en ese coche, apostando lo que se quisiera a que no se le caería un solo tornillo ni ocurriría nada.

Catherine lo escuchó estupefacta sin saber a cuál de las dos versiones atenerse. La educación recibida no había preparado su espíritu para mantener charlas tan vanas e insustanciales, ni para esa propensión a la mentira que tantos hombres padecen. Su familia estaba compuesta de personas sinceras y de sentido común, poco aficionadas, salvo algún que otro retruécano por parte del padre y la repetición ocasional de un proverbio por parte de la madre, a hacer reír con cuentos y con chistes, ni mucho menos a exagerar su propia importancia ni a contradecirse a cada momento. Reflexionó seriamente sobre el particular y estuvo tentada de exigir a Mr. Thorpe una explicación acerca del verdadero estado del coche. Sin embargo, la detuvo el presentimiento de que por tratarse de un hombre poco o nada acostumbrado a meditar sus palabras, no sabría exponer con claridad lo que en forma tan ambigua había manifestado; esto, unido a la convicción de que seguramente no permitiría que su hermana y su amigo se vieran expuestos a un grave peligro, la hizo suponer que el calesín no estaba realmente en tan mal estado ni existía, en consecuencia, motivo de alarma. En cuanto a Mr. Thorpe, diríase que había relegado el asunto al más completo olvido, ya que de allí en adelante no volvió a hablar más que de sí mismo y de cuanto le interesaba. Habló de los caballos que había comprado a precios inverosímiles y que luego había vendido por sumas increíbles; de las carreras ecuestres, en las que su agudo espíritu de discernimiento había adivinado siempre al vencedor; de las partidas de caza en las que había cobrado más piezas —y eso sin tener un buen puesto— que todos sus compañeros juntos. Relató detalladamente cómo ciertos días su experiencia y su intuición de cazador, así como su pericia a la hora de dirigir las jaurías, habían compensado los errores cometidos por hombres expertos en la materia, y cómo su incomparable destreza como jinete había arrastrado a la muerte a muchos que se habían empeñado en imitarlo.

No obstante la falta de criterio propio de Catherine y su desconocimiento de los hombres en general, semejantes muestras de vanidad y presunción hicieron nacer en ella un inesperado sentimiento de antipatía hacia Mr. Thorpe. Le asustaba un poco la idea de que pudiera resultarle desagradable el hermano de su amiga Isabella y un hombre a quien su propio hermano James había elogiado muchas veces, pero el tedio que su compañía le producía, y que aumentó en el transcurso de la tarde y hasta el momento de encontrarse de regreso en la casa de Pulteney Street, la obligó a desconfiar de la imparcialidad de Isabella y a rechazar como erróneas las afirmaciones de James acerca del encanto personal y la sugestiva conversación de Mr. Thorpe.

Una vez ante la puerta de Mrs. Allen, Isabella se lamentó de, dado lo avanzado de la hora, no poder acompañar hasta arriba a su amiga del alma.

—¡Son más de las tres! —exclamó.

Al parecer tal hecho se le antojaba imposible, increíble, incomprensible, y no bastaban para convencerla de su veracidad ni la evidencia de su propio reloj, ni del de su hermano, ni las declaraciones de los criados; nada, en fin, de cuanto se basaba en la realidad y la razón, hasta que Morland, sacando su reloj, confirmó como verídico el hecho, apaciguando con ello toda sospecha. Dudar de la palabra de Mr. Morland le habría parecido a Isabella tan imposible, increíble e incomprensible como antes la hora que los demás afirmaban que era. Después de aclarado este punto, le quedaba por declarar que jamás dos horas y media habían transcurrido con la rapidez de aquéllas, y le pidió a su amiga que así se lo confirmara. Ni por complacer a Isabella habría mentido Catherine. Felizmente, su amiga la sacó del apuro empezando a despedirse sin darle tiempo a responder. Antes de marcharse definitivamente, Isabella declaró que sus pensamientos la habían tenido abstraída del mundo y de cuanto en él sucedía, y expresó con gran vehemencia el disgusto que le causaba separarse de su adorada Catherine sin antes pasar unos minutos en su compañía para contarle, como era su deseo, miles de cosas. Finalmente, con sonrisas de una exquisita tristeza y manifestaciones jocosas de pesadumbre, se despidió y siguió camino hacia su casa. Mrs. Allen, que acababa de llegar de un grato paseo, recibió a Catherine con las siguientes palabras: «¡Hola, hija mía! ¿estás de regreso?», declaración cuya veracidad la muchacha no se molestó en confirmar.

—¿Te has divertido? —preguntó a continuación Mrs. Allen—. ¿Te ha sentado bien tomar el aire?

—Sí, señora, muchas gracias; ha sido un día espléndido.

—Eso decía Mrs. Thorpe, quien por cierto se mostró encantada de que hubierais salido todos juntos.

—¿Ha estado usted con Mrs. Thorpe esta mañana?

—Sí; apenas te marchaste bajé al balneario y allí la encontré. Ella fue quien me dijo que no había encontrado ternera en el mercado esta mañana. Parece ser que hay gran escasez.

—¿Ha visto usted a algún otro conocido?

—Sí, por cierto; al dar una vuelta por el Crescent, nos encontramos a Mrs. Hughes, acompañada de Mr. y Miss Tilney.

—¿De veras? ¿Y hablaron ustedes con ellos?

—Ya lo creo; estuvimos paseando por lo menos media hora. Es gente muy agradable. Miss Tilney llevaba un traje de muselina hermosísimo, y a juzgar por lo que he oído, deduzco que suele vestir con gran elegancia. Mrs. Hughes estuvo hablándome largo y tendido de la familia.

—¿Sí? ¿Y qué le dijo?

—Apenas si hablamos de otra cosa, de modo que imagínate.

—¿Le preguntó usted de qué parte de Gloucestershire procede?

—Sí, pero no recuerdo qué me contestó. Lo que es innegable es que se trata de gente muy respetable y acaudalada. Mrs. Tilney es una Drummond y fue compañera de colegio de Mrs. Hughes. Según parece, Mr. Drummond dotó a su hija en veinte mil libras y la dio quinientas para el ajuar. Mrs. Hughes vio las ropas y afirma que eran soberbias.

—¿Y están aún en Bath Mr. y Mrs. Tilney?

—Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cierta; es decir, ahora que recuerdo, tengo idea de que ambos han fallecido. Por lo menos, la madre sé que murió, porque Mrs. Hughes me dijo que un magnífico collar de perlas que Mr. Drummond le regaló a su hija pertenece ahora a Miss Tilney, que lo heredó de su madre.

—¿Y no hay más hijos varones que el que nosotros conocemos, el que bailó conmigo la noche pasada?

—Creo que, en efecto, es el único hijo varón, pero no puedo asegurarlo. De todos modos, se trata de un chico muy distinguido, y, según Mrs. Hughes, será dueño de una bonita fortuna.

Catherine no preguntó nada más; ya había oído suficiente para estar convencida de que Mrs. Allen no sabría contarle más detalles y para lamentar que aquel paseo infortunado la hubiera privado del placer de hablar con Miss Tilney y con su hermano.

De haber previsto tan feliz coincidencia, no habría salido con los Thorpe; pero cuanto podía hacer ahora era quejarse de su mala suerte, reflexionar acerca del placer perdido y convencerse cada vez más a sí misma de que el paseo había sido un fracaso y de que Mr. Thorpe no era hombre de su agrado.